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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (84 page)

Y, en efecto, la materia viscosa se abría paso entre la piedra, royéndola poco a poco.

Enormes fragmentos de roca abundantemente decorada cayeron con estrépito a la calle, obligando a los atacantes a retroceder. La mezcla se abría paso por entre la piedra del mismo modo que el aceite hirviendo podría comerse el hielo, dejando enormes huecos abiertos en las defensas.

—Pero ¿cómo pasarán nuestros hombres por ahí? —preguntó Meliadus en tono de queja—. ¡A esa materia no le importa lo que se come!

—No temáis —volvió a sonreír Kalan—. La mezcla sólo conserva su potencia durante unos pocos minutos.

Bajó de nuevo la palanca y envió una nueva burbuja gigantesca por encima de la muralla del palacio. Al hacerlo, toda una sección del muro situado cerca de las puertas se desmoronó por completo y cuando se disipó el humo producido por los cascotes, Meliadus pudo ver que ahora existía un camino libre por donde penetrar. Se sintió aliviado.

Entonces, la máquina emitió un repentino chirrido y Kalan se apresuró a mover sus controles, yendo apresuradamente de un lado a otro, y gritándoles instrucciones a sus hombres.

Taragorm apareció en la terraza y saludó a Meliadus.

—Ya veo que había subestimado a Kalan —dijo, acercándose al científico—. Os felicito, Kalan.

Kalan movía las manos y gritaba de placer. —¿Lo veis, Taragorm? ¿Lo veis? Tomad la palanca…, ¿por qué no lo intentáis hacer vos mismo? Sólo tenéis que bajarla.

Taragorm colocó ambas manos sobre la palanca, volviendo su máscara de reloj hacia la muralla a través de la cual se podía ver ahora a las tropas de Huon retirándose hacia lo que era el palacio propiamente dicho, perseguidos por las rodantes esferas de muerte.

Pero, de pronto, desde el palacio rugió un cañón de fuego. Al parecer, los hombres de Huon habían logrado situar su artillería en el interior del mismo palacio. Algunos rayos de fuego surgieron sobre sus cabezas, y otro chocó inofensivamente contra los muros situados más abajo. Kalan no dejaba de sonreír, henchido de triunfo.

—Esos trastos son inútiles contra mi arma. Apuntad hacia ellos, Taragorm. Enviadles una buena burbuja… ¡allí! —ordenó, señalando con el dedo hacia las ventanas donde se habían colocado los cañones.

Taragorm estaba tan absorbido por la máquina como el propio Kalan, y a Meliadus le divirtió observar a los dos científicos jugando como niños con un nuevo juguete. Ahora se sentía de un humor tolerante, pues era evidente que el arma de Kalan iba transformando la batalla en su favor. Había llegado el momento de unirse con Adaz Promp y dirigir sus tropas hacia el interior del palacio.

Descendió los escalones que le llevaron al interior de la torre y ordenó que le trajeran su litera. Una vez en ella, se reclinó cómodamente, experimentando ya una dulce sensación de triunfo.

En ese momento, por encima de él, escuchó una poderosa explosión que estremeció toda la torre. Saltó de la litera con un movimiento rápido y retrocedió por donde había venido. Al acercarse al tejado se vio rechazado por una intensa oleada de calor y vio a Kalan, con la máscara retorcida y abollada, que surgía tambaleándose por entre el humo, dirigiéndose hacia donde él estaba. —¡Atrás! —gritó Kalan—. ¡La máquina ha explotado! Yo estaba cerca de la entrada, pues de otro modo habría muerto. Ahora está escupiendo toda mi mezcla sobre los muros de la torre. Alejémonos de aquí o seremos devorados por esa materia. —¡Taragorm! —exclamó Meliadus—. ¿Qué le ha ocurrido a Taragorm? —¡Ya no queda nada de él! —gritó Kalan—. ¡Rápido! Tenemos que abandonar la torre cuanto antes. ¡Apresuraos, Meliadus!

«¿Taragorm ha muerto? ¿Y tan rápidamente después de haber servido a mis propósitos?», pensó Meliadus al tiempo que seguía a Kalan, que se apresuraba a bajar por las rampas. «Sabía que me plantearía problemas una vez que hubiéramos derrotado a Huon. Más de una vez me había preguntado cómo desembarazarme de él. ¡Pero mi problema ya ha sido resuelto! ¡Pobre hermano mío!»

Meliadus lanzó una gran risotada sin dejar de correr.

8. Plana observa la batalla

Desde la seguridad de su propia torre, Plana Mikosevaar observaba a los soldados que penetraban por entre los desmoronados muros del palacio. Después vio que la torre que había servido a Meliadus como cuartel general se estremecía con una gran explosión, y caía sobre los edificios más bajos de la ciudad.

Por un momento, pensó que Meliadus había muerto al caer la torre, pero ahora pudo ver su estandarte, al frente de los guerreros que se lanzaban a la batalla. También vio el estandarte de Adaz Promp que avanzaba a su lado y se dio cuenta de que los lobos y los perros, que tradicionalmente habían rivalizado entre sí, atacaban juntos al rey Huon.

Suspiró. El ruido de la batalla se había intensificado y no podía escapar de él. Vio como el cañón de fuego intentaba en vano abrir huecos entre las filas de los atacantes, los incendios que habían estallado en el patio, y los guerreros que se abalanzaban contra las grandes puertas del palacio, donde las burbujas verdes habían abierto enormes agujeros.

Pero la artillería era inútil en aquellas circunstancias. La habían colocado en espera de un largo asedio, y ahora no podían trasladarla a tiempo a los lugares donde más la necesitaban. Unas pocas lanzas de fuego dispararon por entre las grandes puertas rotas, pero no se trataba de artillería de grueso calibre.

El sonido de la batalla pareció desvanecerse, así como lo que se podía ver de su curso.

Plana volvió a pensar entonces en D'Averc y se preguntó si él vendría. Las noticias comunicadas por Adaz Promp le habían permitido aumentar sus esperanzas, puesto que si Hawkmoon estaba con vida, lo más probable era que D'Averc también estuviera vivo.

Pero ¿vería alguna vez a D'Averc? ¿No moriría en alguna escaramuza, en un vano intento por resistir el poder de Granbretan? Aun cuando no muriera en seguida, estaba destinado a llevar la vida propia de un bandido proscrito y perseguido, pues nadie podría confiar jamás en plantear batalla al Imperio Oscuro y sobrevivir. Supuso que Hawkmoon, D'Averc y los demás morirían en algún campo de batalla lejano. Es posible que llegaran a la costa antes de ser destruidos, pero probablemente no podrían acercarse a donde ella estaba, pues el mar les separaba, y el puente de Plata no permanecería abierto para las guerrillas de Camarga.

Plana consideró la idea de quitarse la vida, pero en aquellos momentos ni siquiera eso le pareció que mereciera la pena. Se quitaría de en medio una vez que hubiera desaparecido toda esperanza, pero no antes. Y si se convertía en reina, tendría algún poder. Existía la ligera posibilidad de que Meliadus perdonara a D'Averc, ya que, en cierta medida, no le odiaba tanto como a los demás, aunque, desde luego, el francés era considerado como un traidor.

Escuchó entonces un gran grito y volvió a mirar hacia el palacio.

Meliadus y Adaz Promp penetraron entonces en el palacio. La victoria ya estaba cerca.

9. La muerte del rey Huon

El barón Meliadus introdujo su caballo negro por los resonantes pasillos del palacio del rey Huon. Había estado muchas veces allí, y siempre con una actitud de humildad, aunque sólo fuera aparente en ocasiones. Ahora el visor de su máscara de lobo estaba elevado con orgullo, y su garganta emitió un potente rugido de batalla, al tiempo que se abría paso entre los guardias de la orden de la Mantis, a los que tantas veces se había visto obligado a temer. Golpeó con su gran espada negra a uno y otro lado, la misma espada que tanto había empleado al servicio de Huon. Hizo retroceder al caballo y lo encabritó. Los cascos que habían hollado el suelo de tantos países conquistados golpearon los cascos de los insectos, rompiendo huesos y cabezas.

Mehadus lanzó una risotada, luego un rugido y finalmente se lanzó al galope hacia el salón del trono, donde se estaban reuniendo los restos de las fuerzas defensoras. Los vio al extremo del pasillo, intentando colocar en posición un cañón de fuego. Seguido por una docena de lobos montados, Meliadus no perdió el tiempo y se lanzó en tromba contra el arma, antes de que sus sorprendidos sirvientes pudieran utilizarla. Seis cabezas rodaron por el suelo en otros tantos segundos y poco después todos los artilleros estaban muertos. Los rayos de las lanzas de fuego silbaban alrededor de su casco negro de lobo, pero Meliadus los ignoró. Los ojos de su caballo estaban inyectados en sangre, poseído por la locura propia de la batalla y él lo espoleó aún más contra el enemigo.

Meliadus y sus hombres hicieron retroceder a los guardias mantis, matando a la mayoría. Todos ellos morían convencidos de que él poseía poderes sobrenaturales.

Pero aquello no era más que una energía salvaje, la excitación propia de la guerra. Eso mismo llevó a Meliadus de Kroiden a cruzar el umbral de las enormes puertas del salón del trono para enfrentarse a los pocos guardias que aún quedaban con vida y que se sentían desconcertados. Se había utilizado a todos los hombres posibles para defender aquellas puertas. Ahora, mientras los guardias de la orden de la Mantis avanzaban cautelosamente, con las lanzas extendidas, Meliadus se echó a reír ante ellos, lanzó el caballo al galope y atravesó sus filas antes de que fueran capaces de moverse. Después, galopó directamente hacia el globo del trono, pisoteando los mismos lugares donde antes se había arrodillado.

El globo negro se estremeció, y poco a poco se hizo visible la arrugada figura del inmortal rey–emperador. La pequeña figura en forma de feto se agitó como un pez malformado, yendo de un lado a otro dentro de los confines del globo que era su vida.

Estaba indefenso. Totalmente desamparado. Jamás había creído que tuviera que defenderse contra una traición semejante. Ni siquiera él, con sus dos mil años de sabiduría acumulada, había sido capaz de considerar que un noble granbretaniano pudiera revolverse contra su gobernante hereditario.

—Meliadus… —dijo la voz dorada con tono de temor —. Meliadus… estáis loco.

Escuchad… Es vuestro rey–emperador el que os habla. Os ordeno que abandonéis este lugar, que ordenéis la retirada de vuestras tropas, que me juréis lealtad…

Los ojos negros, en otras ocasiones tan sardónicos, estaban ahora llenos de un temor animal. La lengua prensil vibró como la de una serpiente, las inútiles manos se agitaron y quedaron quietas. —¡Meliadus!

Estremecido por una risa de triunfo, Meliadus levantó la enorme espada de combate y golpeó con toda su fuerza el globo del trono. Sintió una conmoción que le recorrió todo el cuerpo cuando la hoja se introdujo con un crujido en el globo. Se produjo una explosión blanca, se escuchó un grito terrorífico, un sonido de fragmentos que caían al suelo, y entonces un fluido viscoso surgió con violencia contra el cuerpo de Meliadus.

El barón parpadeó y cuando volvió a abrir los ojos esperó encontrar la estructura diminuta y retorcida del cadáver del rey–emperador, pero no pudo ver nada, excepto una profunda oscuridad.

Su risa demoniaca se transformó en un grito de terror. —¡Por los dientes de Huon! ¡Estoy ciego!

10. Los héroes cabalgan

—El fuerte está bien incendiado —dijo Oladahn volviéndose en la silla para contemplar por última vez la guarnición.

Allí había existido hasta entonces una fuerza de infantería de la orden de la Rata, de la que ahora no quedaba nadie, excepto el comandante, que tardaría su tiempo en morir, ya que los ciudadanos lo habían crucificado en el mismo armazón donde él había ordenado crucificar a tantos hombres, mujeres y niños.

Seis cascos espejo miraron hacia el horizonte. Hawkmoon, Yisselda, el conde Brass, D'Averc, Oladahn y Bowgentle cabalgaban juntos, alejándose de la ciudad a la cabeza de quinientos jinetes camarguianos armados con lanzas de fuego.

El primer encuentro que habían tenido desde que abandonaron Camarga había sido un éxito completo. Contando a su favor con el factor sorpresa, exterminaron a la guarnición en menos de media hora.

Sintiéndose muy poco aliviados por el éxito, pero sin sensación de agotamiento, Hawkmoon condujo a sus camaradas hacia la ciudad más próxima, donde habían oído decir que encontrarían a más granbretanianos a los que matar.

Pero durante la marcha detuvo su caballo al ver que un jinete galopaba hacia ellos. Se trataba de Orland Fank, con su hacha de combate balanceándose a su espalda. —¡Saludos, amigos! Tengo noticias nuevas para vosotros. Noticias que explican muchas cosas… Las bestias se han lanzado las unas contra las otras. Hay guerra civil en Granbretan. El principal campo de batalla se encuentra en la misma Londra, con el barón Meliadus levantado en armas contra el rey Huon. Hasta el momento han muerto miles de hombres.

—Ésa es la razón por la que quedan tan pocos por aquí —dijo Hawkmoon quitándose el casco espejo y limpiándose la frente con un pañuelo. Durante los últimos meses había llevado la armadura en tan raras ocasiones que ahora ya no estaba acostumbrado a la incomodidad que representaba—. Todos ellos han sido llamados para defender al rey Huon.

—O para luchar con Meliadus. Eso redunda en ventaja nuestra, ¿no creéis?

—Así es —intervino el conde Brass con un tono de voz ronco, algo más excitado de lo habitual—, porque eso significa que se están matando entre ellos, lo cual aumenta nuestras posibilidades. Mientras ellos se destrozan entre sí, podemos llegar con rapidez al puente de Plata, cruzarlo y encontrarnos en las mismas costas de Granbretan. La suerte está de nuestra parte, maese Fank.

—La suerte… o el destino —dijo Fank con naturalidad—. Llamadlo como queráis.

—En ese caso, ¿no sería mejor cabalgar rápidamente hasta el mar? —preguntó Yisseída.

—En efecto —asintió Hawkmoon—. Rápidamente… para aprovecharnos de la confusión.

—Una idea muy lógica y sensible —añadió Fank —. Y como yo también soy un hombre sensible, creo que cabalgaré a vuestro lado.

—Sois muy bienvenido, maese Fank.

11. Noticias diversas

Meliadus permanecía tendido sobre la camilla, mientras Kalan se inclinaba sobre él haciendo pruebas con sus instrumentos ante sus cegados ojos. Su voz sonó con una mezcla de dolor y furia. —¿Qué es lo que me pasa, Kalan? —gimió—. ¿Porqué estoy ciego?

—Creo que se trata simplemente de la intensidad de la luz emitida durante la explosión —le informó Kalan—. Recuperaréis la vista en un día o dos. —¡En un día o dos! Necesito ver. Necesito consolidar mis conquistas. Necesito asegurarme de que no se produzcan revueltas contra mí. Necesito convencer a los demás barones de que juren lealtad a Plana ahora mismo, y después dedicarme a averiguar qué está tramando Hawkmoon. Mis planes… mis planes…, ¡serán destruidos!

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