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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (72 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Logró salir por fin por encima de las olas y captó una fugaz impresión del barco, que estaba por encima de donde él se encontraba, pero ahora el mar parecía bastante más calmado y, de pronto, el viento dejó de soplar y el rugido de las olas disminuyó hasta convertirse apenas en un susurro. Un extraño silencio sustituyó la rugiente cacofonía de momentos antes. Hawkmoon nadó hacia una roca plana y, al llegar a ella, se izó sobre la tierra.

Después, miró hacia atrás.

Los monstruos reptilianos continuaban aleteando en el cielo, pero a tal altura que el aire ya no se agitaba con su aleteo. Entonces, se elevaron aún más en el cielo, permanecieron suspendidos en el aire por un momento y se lanzaron hacia el mar.

Uno tras otra golpearon contra el mar, produciendo un gigantesco chapoteo. El barco crujió cuando las nuevas olas le alcanzaron y Hawkmoon casi se vio desplazado del lugar sobre el que se había situado.

Después, todos los monstruos habían desaparecido, como por ensalmo.

Hawkmoon se secó el agua de los ojos y escupió para desprenderse del sabor salado. ¿Qué harían los monstruos a continuación? ¿Acaso tenían intención de mantener vivas a sus presas, para acudir a recogerlas cuando tuvieran necesidad de carne fresca? No había forma de saberlo.

Escuchó un grito y vio a D'Averc y a media docena de hombres que se acercaban hacia donde él estaba, tambaleándose entre las rocas. —¿Habéis visto cómo han desaparecido las bestias, Hawkmoon? —preguntó D'Averc muy excitado.

—Sí. Me pregunto si volverán.

D'Averc miró ceñudo en la dirección por donde habían desaparecido las bestias y se encogió de hombros.

—Sugiero que nos internemos en la isla y que salvemos antes lo que podamos del barco —dijo Hawkmoon—. ¿Cuántos hemos quedado con vida? —preguntó, volviéndose hacia el contramaestre, que estaba de pie, detrás de D'Averc.

—Creo que nos hemos salvado la mayoría, señor. Hemos tenido suerte. Mirad.

El contramaestre señaló hacia un lugar situado más allá de donde estaba el barco. Allí se encontraba la mayor parte de la tripulación, reunidos todos en la orilla.

—Regresad al barco con algunos hombres antes de que se hunda del todo —ordenó Hawkmoon —. Tended cuerdas hasta la orilla y empezad a desembarcar las provisiones.

—Como digáis, señor. Pero ¿qué haremos si regresan los monstruos?

—Tendremos que ocuparnos de ellos cuando los veamos —contestó Hawkmoon.

Durante varias horas, Hawkmoon vigiló que se sacara del barco todo lo que fuera posible, se llevara a la costa y fuera apilado en zona seca. —¿Creéis que se puede reparar el barco? —preguntó D'Averc.

—Quizá. Ahora que el mar está en calma no corre mucho peligro de hundirse. Pero eso nos costará tiempo. —Hawkmoon se acarició la piedra opaca que llevaba en la frente—.

Vamos, D'Averc, dediquémonos a explorar la isla.

Iniciaron la escalada por las rocas hacia el pico que coronaba la isla. El lugar parecía completamente desprovisto de vida. Lo mejor que podían esperar encontrar serían estanques de agua fresca entre las rocas, y también podría haber mariscos en la orilla.

Era un lugar árido y, si no podían reflotar el barco, sus esperanzas de vida podían ser muy tenues, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de que regresaran los monstruos.

Se detuvieron al llegar al pico, respirando entrecortadamente por el ejercicio.

—El otro lado parece tan desértico como éste —dijo D'Averc indicando hacia abajo—.

Me pregunto… —Se detuvo de pronto, atónito—. ¡Por los ojos de Berezenath! ¡Un hombre!

Hawkmoon miró en la dirección que le indicaba su amigo.

En efecto, allá abajo, una figura deambulaba por entre las rocas de la orilla. Mientras ellos miraban, el hombre levantó la vista hacia ellos y les saludó con gestos alegres, haciéndoles ademanes de que se dirigieran hacia donde él estaba.

No muy seguros de no estar sufriendo una alucinación, iniciaron el descenso con lentitud hasta que llegaron cerca de la figura. Estaba allí de pie, con los puños en las caderas, los pies separados y sonriéndoles con expresión burlona. Se detuvieron.

El hombre iba vestido de un modo peculiar y anticuado. Sobre el torso bronceado llevaba una especie de chaleco de cuero que le dejaba los brazos y el pecho al desnudo.

Un gorro de lana le cubría la cabeza, por debajo del cual sobresalía una mata de pelo de color rojizo, y en la que se había puesto una pluma de cola de faisán. Los pantalones mostraban un diseño extraño, a base de cuadros, y tenía los pies cubiertos con unas botas de punta curvada, de aspecto maltrecho. Sobre la espalda, sujeta por una cuerda, portaba una enorme hacha de combate cuya hoja estaba muy sucia y estropeada por el uso. El rostro era huesudo y rojizo y sus pálidos ojos azules les miraron con una expresión sardónica.

—Bueno… Tenéis que ser Hawkmoon y ese D'Averc —dijo con un acento extraño—.

Se me dijo que vendríais aquí. —¿Y quién sois vos, señor? —preguntó D'Averc con altivez—. ¡Cómo! Pues soy Orland Fank. ¿Es que no lo sabíais? Orland Fank… a vuestro servicio, señores. —¿Vivís en esta isla? —preguntó Hawkmoon.

—He vivido en ella, pero no en estos momentos. —Fank se quitó el gorro y se limpió la frente con el brazo—. En estos tiempos soy un viajero. Como vos mismo, según tengo entendido. —¿Y quién os habló de nosotros? —preguntó Hawkmoon.

—Tengo un hermano. Acostumbra a llevar puesta una curiosa armadura de colores negro y oro… —¡El Guerrero de Negro y Oro! —exclamó Hawkmoon.

—Supongo que se hace llamar de ese modo tan chistoso. No me cabe la menor duda de que no os habrá mencionado la existencia de este hermano suyo, tan basto y bien dispuesto.

—No, no lo hizo. ¿Quién sois?

—Me llaman Orland Fank. De Skare Brae…, en las Orkneys… —¡Las Orkneys! —exclamó Hawkmoon llevando una mano hacia la empuñadura de la espada—. ¿No forma eso parte de Granbretan? ¿No son unas islas situadas en el extremo norte?

—Decidle a un hombre de las islas Orkneys que pertenece al Imperio Oscuro, y os arrancará el cuello con los dientes —replicó Fank echándose a reír. Después hizo un gesto, como pidiendo disculpas y añadió a modo de explicación—: Ésa es la forma preferida que tenemos allí de tratar a un enemigo. No somos un pueblo muy sofisticado. —¿De modo que el Guerrero de Negro y Oro también es de las islas Orkneys…? —preguntó D'Averc—. ¡Alto ahí! ¿El de las Orkneys? ¿Con esa extraña armadura suya y sus exquisitas maneras? —Orland Fank volvió a reír estrepitosamente—. No. ¡El no es de las Orkneys!

—Con el gorro que tenía en la mano se limpió las lágrimas de los ojos causadas por el acceso de risa y preguntó: —¿Cómo se os ha ocurrido pensar algo así?

—Dijisteis que era hermano vuestro.

—Y lo es. Desde un punto de vista espiritual. Quizá incluso físico. Eso es algo que ya he olvidado. Han transcurrido muchos años, ¿cierto?, desde que nos encontramos por primera vez. —¿Y qué fue lo que os puso en contacto?

—Una causa común. Un ideal compartido. —¿No sería el Bastón Rúnico la fuente de esa causa? —murmuró Hawkmoon con voz apenas audible.

—Podría ser.

—Parecéis muy callado de pronto, amigo Fank —observó D'Averc.

—Sí. En Orkney somos un pueblo muy callado —replicó sonriendo—. De hecho, a mí me consideran como un parlanchín.

No pareció haberse sentido ofendido por el comentario. Hawkmoon hizo un gesto hacia atrás, señalando el mar y dijo:

—Esos monstruos. Las extrañas nubes que vimos antes. ¿Tiene todo eso algo que ver con el Bastón Rúnico?

—Yo no he visto monstruos, ni nubes. Pero, en realidad, acabo de llegar hace muy poco.

—Unos reptiles gigantescos nos obligaron a dirigirnos hacia esta isla —dijo Hawkmoon—. Y ahora empiezo a comprender el porqué. No me cabe la menor duda de que ellos también sirven al Bastón Rúnico.

—Es posible que así sea —replicó Fank—. Eso no es asunto mío, lord Dorian, ¿cierto? —¿Fue el Bastón Rúnico lo que provocó el accidente de nuestro barco? —preguntó enojado Hawkmoon.

—No sabría deciros —contestó Fank volviendo a ponerse el gorro sobre la cabeza y acariciándose la huesuda mandíbula—. Sólo sé que estoy aquí para entregaros una barca y deciros dónde podréis encontrar la tierra habitada más próxima. —¿Tenéis una barca para nosotros? —preguntó D'Averc sin salir de su asombro.

—En efecto. No se trata de una embarcación muy espléndida, pero es capaz de navegar muy bien. Será suficiente para ambos. —¿Para ambos? ¡Tenemos una tripulación de cincuenta hombres! —exclamó Hawkmoon con ojos refulgentes—. ¡Oh, si el Bastón Rúnico desea que le sirva debería organizar las cosas mejor! ¡Todo lo que ha conseguido hasta ahora ha sido ponerme furioso!

—Vuestra furia no servirá más que para agotaros —replicó Orland Fank con suavidad—. Creía que ibais a Dnark al servicio del Bastón Rúnico. Mi hermano me dijo…

—Vuestro hermano insistió en que fuéramos a Dnark. Pero tengo otras lealtades, Orland Fank… Lealtades para con mi esposa, a la que no he visto desde hace meses, para con mi suegro, que espera mi regreso, para con mis amigos… —¿Os referís al pueblo del castillo de Brass? Sí, he oído hablar de ellos. Están todos a salvo por el momento, si es que saber eso os reconforta—. ¿Lo sabéis con toda seguridad?

—Así es. Sus vidas transcurren sin que se produzca ningún acontecimiento de importancia, a excepción de los problemas causados por Elvereza Tozer. —¡Tozer! ¿Qué noticias hay de ese renegado?

—Tengo entendido que logró recuperar su anillo y se largó —dijo Orland Fank haciendo un gesto de huida con la mano—. ¿Adonde?

—Quién sabe. Vos mismo tenéis cierta experiencia con los anillos de Mygan.

—Son objetos en los que no se puede confiar mucho.

—Eso es lo que tengo entendido.

—En cualquier caso, estarán mejor sin Tozer.

—No sé, no conozco a ese hombre.

—Es un dramaturgo de talento —dijo Hawkmoon—, con el rigor moral de un…, de un… —¿Granbretaniano? —sugirió Fank.

—Exacto. —Hawkmoon frunció el ceño y miró intensamente a Orland Fank—. ¿No me estaréis engañando? ¿Está bien mi familia y mis amigos?

—Su seguridad no se ve amenazada por el momento.

—Bien —dijo Hawkmoon con un suspiro—. ¿Dónde está la barca? ¿Y qué me decís de mi tripulación?

—Tengo cierta habilidad como carpintero naval. Yo mismo les ayudaré a reparar su barco para que así puedan regresar a Narleen. —¿Por qué no podemos ir nosotros con ellos? —preguntó D'Averc.

—Tengo entendido que sois una pareja de impacientes —dijo Fank con expresión de inocencia—, y que estaréis encantados de abandonar la isla en cuanto podáis hacerlo. Yo tardaré muchos días en reparar ese gran barco.

—Aceptaremos vuestra pequeña barca —dijo Hawkmoon—. Parece ser que si no lo hiciéramos así, el Bastón Rúnico, o como se llame el poder que nos ha enviado hasta aquí, se encargará de presentarnos nuevos problemas para conseguirlo.

—Tengo entendido que así sería —admitió Fank sonriendo un poco para sus adentros—. ¿Y cómo abandonaréis la isla vos mismo si nos llevamos vuestra barca? —preguntó D'Averc.

—Navegaré con los marineros de Narleen. Dispongo de mucho tiempo. —¿A qué distancia estamos del continente? —preguntó Hawkmoon—. ¿Y cuál es la barca en que tenemos que viajar? ¿Dispondremos al menos de un compás?

—No está a mucha distancia —contestó Fank encogiéndose de hombros—, y no necesitaréis compás. Lo único que necesitáis es esperar a que sople el viento más favorable. —¿Qué queréis decir?

—Los vientos en esta parte del océano son algo peculiares. Ya comprenderéis lo que quiero decir.

Hawkmoon se encogió de hombros, resignado.

Siguieron a Orland Fank, que abrió la marcha por la orilla rocosa.

—Parece ser que no somos dueños de nuestros destinos en la medida en que nos gustaría serlo —comentó D'Averc con sorna en cuanto distinguieron la pequeña barca.

5. Una ciudad de sombras brillantes

Hawkmoon estaba en la pequeña barca, con el ceño fruncido, mientras D'Averc se hallaba de pie en la proa, silbando una melodía y recibiendo en el rostro el rocío de la espuma. El viento había guiado la embarcación durante todo el día, haciéndoles avanzar a lo largo de lo que evidentemente era un curso determinado.

—Ahora comprendo lo que nos dijo Fank acerca del viento —gruñó Hawkmoon—. No es una brisa natural. Tengo la sensación de haberme convertido en la marioneta de alguna instancia sobrenatural…

—Bueno —dijo D'Averc sonriente, señalando hacia el horizonte—, quizá tengamos la oportunidad de presentarle nuestras quejas a esa instancia. Mirad…, tierra a la vista.

Hawkmoon se incorporó de mala gana y observó los débiles signos de tierra en el horizonte.

—De modo que regresamos a Amahrek —dijo D'Averc riendo.

—Si al menos fuera Europa y Yisselda estuviera allí —suspiró Hawkmoon.

—O incluso Londra, con Plana para consolarme —dijo D'Averc encogiéndose de hombros y empezando a toser de un modo teatral—. Sin embargo, es mejor de esta forma, antes de que ella se vea atada a una criatura enferma y medio moribunda…

Poco a poco empezaron a distinguir con mayor claridad los rasgos de la línea de la costa. Estaba compuesta por acantilados irregulares, colinas, playas y algunos árboles.

Hacia el sur observaron una curiosa aura de luz dorada… Una luz que parecía palpitar, como si siguiera el ritmo de un corazón gigantesco.

—Parece que se trata de más fenómenos preocupantes —dijo D'Averc.

El viento sopló con mayor fuerza y la pequeña barca se volvió hacia la luz dorada.

—Y nos dirigimos directamente hacia ella —gimió Hawkmoon—. ¡Estoy empezando a cansarme de estas cosas!

En efecto, estaba claro que navegaban hacia una bahía formada entre el continente y una larga isla que se extendía entre ambas orillas. La luz dorada procedía del extremo más alejado de la isla.

El terreno situado a ambos lados parecía agradable y estaba compuesto por playas y colinas cubiertas de bosque, aunque no se veía la menor señal de presencia humana.

Al acercarse a la fuente de luz, ésta empezó a desvanecerse hasta que el cielo sólo quedó iluminado por un débil resplandor. La barca disminuyó su velocidad, aunque navegaban directamente hacia la luz. Y entonces la vieron.

Se trataba de una ciudad de tal gracia y belleza que no se les ocurrieron palabras para describirla. Tan grande como Londra, si no mayor, sus edificios formaban agujas simétricas, bóvedas y torretas, y todos brillaban con la misma extraña luz, aunque coloreados con delicados tonos pálidos escondidos tras el dorado —rosas, amarillos, azules, verdes, violetas y cerezas—, como si se tratara de una pintura creada con luz y luego recubierta de una tonalidad dorada. Y, sin embargo, a pesar de toda su magnifícente belleza, no parecía un lugar adecuado para criaturas humanas, sino para dioses.

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