—Antes de servir a un artefacto en cuya existencia apenas creo, me debo lealtad a mí mismo y a los míos.
—Admito que antes no creyerais en los poderes de esa hoja, la Espada del Amanecer —observó D'Averc con sequedad—, pero vos mismo la habéis visto convocar a los guerreros, que surgieron de la nada, y gracias a los cuales se salvaron nuestras vidas.
El semblante de Hawkmoon adquirió una expresión de obstinación.
—En efecto —admitió de mala gana—. Pero, a pesar de todo, sigo teniendo la intención de regresar al castillo de Brass, si es que eso es posible.
—No hay forma de saber si se encuentra en esta dimensión o en otra.
—Eso también lo sé. No me queda más remedio que confiar en que esté en esta dimensión.
Hawkmoon había hablado sin vacilar, mostrándose poco dispuesto a seguir discutiendo la cuestión. D'Averc enarcó las cejas por segunda vez y después descendió a la cubierta y se dedicó a pasear por ella, silbando.
Durante cinco días navegaron por las tranquilas aguas del océano, con todas las velas desplegadas para alcanzar la máxima velocidad posible.
Al sexto día, el contramaestre se acercó a Hawkmoon, que estaba de pie en la proa del barco, y señaló ante ellos.
—Mirad el cielo oscuro que hay en el horizonte, señor. Se trata de una tormenta, y nos dirigimos directamente hacia ella.
Hawkmoon miró en la dirección que se le indicaba. —¿Una tormenta, decís? Y, sin embargo, parece tener un aspecto peculiar.
—Así es, señor. ¿Debo arriar las velas?
—No, contramaestre. Seguiremos navegando a plena vela hasta que tengamos una idea más exacta de qué nos espera.
—Como digáis, señor.
El contramaestre se retiró, bajando al puente sin dejar de sacudir la cabeza.
Unas pocas horas más tarde el cielo adquirió delante de ellos el aspecto de una misteriosa muralla que se extendía de un lado al otro del horizonte. Sus colores predominantes eran el rojo y el púrpura. Las nubes se elevaban hacia lo alto, a pesar de lo cual el cielo situado directamente sobre el barco aparecía azul, como lo había sido hasta entonces, y el mar estaba en perfecta calma. Sólo el viento había amainado ligeramente. Era como si estuvieran navegando por un lago cuyas orillas se elevaran por todos lados para desaparecer entre los cielos. La tripulación se sentía desconcertada y había un acento de temor en la voz del contramaestre cuando éste se acercó de nuevo a Hawkmoon. —¿Seguimos navegando a toda vela, señor? Jamás había oído hablar de una cosa así ni había experimentado nada parecido. La tripulación está nerviosa, señor, y admito que yo también lo estoy.
Hawkmoon asintió con un gesto de comprensión.
—Sí, es algo muy peculiar, pero a mí me parece que se trata de algo sobrenatural y no natural.
—Eso es lo mismo que dice la tripulación, señor.
El instinto de Hawkmoon le inducía a continuar y enfrentarse a lo que fuera, pero tenía una responsabilidad para con los miembros de la tripulación, cada uno de los cuales se había presentado voluntario para navegar con él, como muestra de gratitud por haber librado su ciudad natal, Narleen, del poder del lord pirata Valjon de Starvel, anterior propietario de la Espada del Amanecer.
—Muy bien, contramaestre —dijo finalmente Hawkmoon con un suspiro —. Arriaremos todas las velas y nos mantendremos al pairo durante la noche. Si tenemos suerte, el fenómeno ya habrá pasado mañana.
—Gracias, señor —dijo el contramaestre, aliviado.
Hawkmoon le devolvió el saludo y después se volvió para contemplar aquellas extrañas y enormes murallas. ¿Se trataba de nubes o acaso eran algo más? Empezó a hacer frío y, aunque el sol seguía brillando, sus rayos no parecían afectar para nada a las misteriosas murallas.
Todo permaneció en calma. Hawkmoon se preguntó si había tomado una decisión prudente al alejarse de Dnark. Por lo que sabía, nadie había navegado por aquellos océanos, excepto los antiguos. ¿Quién conocía los inesperados terrores que podría haber en ellos?
Llegó la noche y aún se podían distinguir las fantásticas murallas, recortadas en la distancia, con sus oscuros colores rojos y púrpura rasgando la oscuridad de la noche. Y, sin embargo, aquellos colores no parecían poseer las propiedades usuales de la luz.
Hawkmoon empezó a sentirse muy preocupado.
A la mañana siguiente, las murallas se habían acercado aún más y la zona de mar azul parecía incluso más pequeña. Hawkmoon se preguntó si no habrían quedado atrapados en alguna trampa extraña colocada por gigantes o por seres sobrenaturales.
Envuelto en una pesada capa que no lograba protegerle mucho del frío, paseaba por la cubierta al amanecer.
D'Averc subió a cubierta. Se había puesto por lo menos tres capas, a pesar de lo cual temblaba ostensiblemente.
—Una mañana muy fría, Hawkmoon.
—Así es —asintió el duque de Colonia—. ¿Qué os parece la situación. D'Averc?
—Es una materia tenebrosa, ¿no os parece? —replicó el francés sacudiendo la cabeza —. Aquí viene el contramaestre.
Ambos se volvieron para saludar al hombre. Él también se había envuelto en una gran capa de cuero, utilizada normalmente para navegar en días de tormenta. —¿Tenéis alguna idea de lo que se trata, contramaestre? —le preguntó D'Averc.
El hombre sacudió la cabeza y se dirigió a Hawkmoon.
—Los hombres dicen que, ocurra lo que ocurra, están de vuestro lado, señor. Morirán a vuestro servicio si fuera necesario.
—Me imagino que están de un humor más bien triste —comentó D'Averc con una sonrisa—. Bueno, ¿quién puede reprochárselo?
—En efecto, ¿quién? —replicó el contramaestre cuyo rostro redondo y de mirada honesta tenía una expresión de desesperación —. ¿Doy la orden de izar las velas, señor?
—Será mucho mejor que continuar aquí, en espera de que eso se vaya cerrando sobre nosotros —dijo Hawkmoon—. Continuemos la navegación, contramaestre.
Éste empezó a gritar órdenes y los hombres se dedicaron a desplegar las velas, y a asegurar las cuerdas. Poco a poco, las cuerdas se fueron llenando de aire y el barco inició la navegación, aunque lo hizo como de mala gana, dirigiéndose directamente hacia los extraños acantilados de nubes.
Pero, a medida que se acercaban, los acantilados empezaron a girar y se agitaron.
Aparecieron entonces otros colores mucho más oscuros y desde todos lados llegó hasta el barco un sonido gimiente. La tripulación apenas si podía contener el pánico, y muchos hombres se quedaron helados en las cuerdas, sin dejar de observar lo que pasaba.
Hawkmoon miraba hacia adelante, con ansiedad.
Y entonces, instantáneamente, las murallas se desvanecieron.
Hawkmoon abrió la boca, atónito.
El mar estaba sereno en todas partes. Todo volvía a ser como antes. La tripulación lanzó gritos de alegría, pero Hawkmoon se dio cuenta de que el rostro de D'Averc mostraba una expresión poco afable, y él también tuvo la sensación de que el desconocido peligro no había pasado del todo. Esperó, apoyado en la barandilla.
Y entonces, del fondo del mar surgió una enorme bestia.
Los gritos de júbilo de la tripulación se convirtieron en seguida en aullidos de terror.
Otras bestias empezaron a surgir alrededor del barco. Eran monstruos gigantescos, como saurios, con garras rojas y triples hileras de dientes, con el agua resbalando por sus costados llenos de escamas y unos ojos refulgentes llenos de una maldad enloquecida.
Se escuchó un ensordecedor ruido de alas batiendo y uno tras otro los gigantescos saurios se fueron elevando en el aire.
—De ésta no saldremos, Hawkmoon —observó D'Averc con su habitual espíritu filosófico, al tiempo que desenvainaba la espada—. Ha sido una lástima que no hayamos podido ver por última vez el castillo de Brass, ni recibir un último beso de labios de las mujeres que amamos.
Hawkmoon apenas si le escuchó. Se sentía lleno de amargura ante el destino que había decidido impulsarle a encontrar su final en un lugar tan húmedo y solitario, de modo que nadie sabría jamás dónde ni cómo había muerto…
Las sombras de las gigantescas bestias oscilaban de un lado a otro sobre la cubierta y el ruido que producían sus alas llenaba el aire. Hawkmoon levantó la mirada con fría determinación en el instante en que uno de aquellos monstruos descendía con las fauces abiertas, y el duque de Colonia se preparó para resistir el ataque, sabiendo que ya no le quedaba mucho tiempo de vida. Pero entonces el monstruo volvió a elevarse en el cielo, después de haber lanzado un bocado contra el palo mayor.
Con los nervios tensos y los músculos abultados, Dorian Hawkmoon desenvainó la Espada del Amanecer, la hoja que no podía blandir ningún otro hombre y seguir viviendo.
Pero sabía que ni siquiera los poderes sobrenaturales de su espada serían suficientes para resistir a las terribles bestias; también sabía que ni siquiera necesitaban atacar directamente a la tripulación, que lo único que tenían que hacer era lanzar unos cuantos golpes contra el barco para enviarlos a todos al fondo del mar.
El barco se bamboleó ante el viento creado por las enormes alas y el aire adquirió un olor nauseabundo procedente del fétido aliento de los monstruos. —¿Por qué no atacan? —preguntó D'Averc frunciendo el ceño—. ¿Están jugando con nosotros?
—Así parece —asintió Hawkmoon hablando con los dientes apretados—. Quizá les guste jugar un rato con nosotros antes de destruirnos. Una gran sombra descendió sobre ellos. D'Averc pegó un salto y dirigió una estocada contra la bestia, pero la criatura volvió a elevarse en el aire incluso antes de que los pies de D'Averc volvieran a tocar el suelo. El francés arrugó la nariz. —¡Demonios! ¡Qué mal huele! Eso no le viene nada bien a mis pulmones.
A continuación, una tras otra, las criaturas descendieron y golpearon ruidosamente el barco con sus alas emplumadas. La embarcación se estremeció bajo los golpes y los hombres gritaron al verse despedidos sobre la cubierta. Hawkmoon y D'Averc se tambalearon, agarrándose a la barandilla con todas sus tuerzas para evitar caer al mar. —¡Le están haciendo dar la vuelta al barco! —gritó D'Averc extrañado—. ¡Estamos siendo obligados a dar media vuelta!
Hawkmoon observó ceñudo a los terroríficos monstruos y no dijo nada. El barco no tardó en dar media vuelta, girando unos ochenta grados, y entonces las bestias se elevaron aún más en el cielo y permanecieron sobre la nave, como si estuvieran debatiendo sobre cuál sería su próxima acción. Hawkmoon les miró a los ojos, tratando de discernir si había inteligencia en ellos, intentando descubrir algo que le indicara cuáles eran sus intenciones, pero fue imposible.
Las criaturas aletearon de nuevo hasta que se encontraron a buena distancia, por la popa. Una vez allí, se volvieron hacia ellos.
Situándose en una formación cerrada, las bestias comenzaron a aletear con fuerza, hasta que crearon un viento tan fuerte que Hawkmoon y D'Averc no pudieron sostenerse en pie y cayeron sobre las planchas de la cubierta.
Las velas se hincharon bajo el viento y D'Averc lanzó un grito de asombro. —¡Eso es lo que están haciendo! ¡Dirigen el barco hacia donde quieren que vaya! ¡Es increíble!
—Nos dirigimos de nuevo hacia Amahrek —constató Hawkmoon haciendo esfuerzos por incorporarse —. Me pregunto… —¿Cuál puede ser su dieta? —preguntó D'Averc a gritos —. Desde luego, no deben comer nada capaz de dulcificar su aliento. ¡Puaj!
Hawkmoon sonrió aun a pesar de la situación.
Ahora, toda la tripulación se hallaba reunida en los bancos de los remos, con las miradas levantadas hacia los monstruosos reptiles, que seguían aleteando sobre ellos, hinchando las velas con el viento que producían.
—Quizá su nido se encuentre en esa dirección —sugirió Hawkmoon—. Quizá tengan que alimentar a sus polluelos y prefieran la carne viva.
D'Averc pareció sentirse ofendido.
—Lo que decís es muy probable, amigo Hawkmoon. Pero ha sido una descortesía por vuestra parte el sugerirlo…
Hawkmoon volvió a sonreír con una mueca.
—Si sus nidos están en tierra, tenemos una posibilidad de enfrentarnos a esas bestias —dijo—. En el mar abierto no contamos con la menor oportunidad de sobrevivir.
—Sois muy optimista, duque de Colonia…
Los extraordinarios reptiles impulsaron el barco durante más de una hora, y éste avanzó a una velocidad escalofriante. Finalmente, Hawkmoon señaló delante sin decir nada. —¡Una isla! —exclamó D'Averc—. ¡En cualquier caso, teníais razón!
Se trataba de una pequeña isla que, por lo que se podía ver, estaba desprovista de toda vegetación. Sus orillas se elevaban agudamente hasta un pico, como si se tratara de una montaña hundida que no hubiera sido rodeada por completo por las aguas.
Y fue entonces cuando Hawkmoon se dio cuenta de la existencia de un nuevo peligro. —¡Rocas! ¡Nos dirigimos directamente hacia ellas! ¡Tripulación! Ocupad vuestros puestos… ¡Timonel!
Pero el propio Hawkmoon se abalanzaba ya hacia el timón y trataba desesperadamente de evitar que el barco se estrellara contra las rocas.
D'Averc se le unió en sus esfuerzos, aportando su propia fuerza para lograr que el barco se desviara. La isla se hizo más y más grande y el sonido de las olas rompiendo contra las rocas les llenaba los oídos… como el redoble de un tambor gigantesco.
Lentamente, el barco giró cuando los acantilados de la isla ya se elevaban sobre ellos y el rocío del agua les empapaba. Entonces escucharon un terrible sonido de desgarro que se transformó en un grito de maderos torturados, y ambos se dieron cuenta al mismo tiempo que las rocas estaban desgarrando el barco por debajo de la línea de flotación. —¡Que se salve quien pueda! —gritó Hawkmoon.
Corrió hacia la barandilla, seguido de cerca por D'Averc. El barco se sacudía y se tambaleaba como si fuera una criatura viva, y todos salieron despedidos contra las barandillas. Golpeados, pero conscientes, Hawkmoon y D'Averc se levantaron, dudaron un momento y finalmente se lanzaron a las negras y amenazadoras aguas.
Estorbado por el gran peso de la espada que llevaba colgada al cinto, Hawkmoon se sintió arrastrado hacia el fondo. Pudo ver, sin embargo, otras figuras que se movían entre las aguas y el ruido de las olas al chocar contra las rocas le ensordecía los oídos. Pero no estaba dispuesto a desprenderse de la Espada del Amanecer. Luchó por conservar la vaina y después empleó todas sus energías en salir a la superficie, arrastrando consigo la gran espada.