Se quedó asombrado. Los bronceados y elegantes miembros del Kampp de Teng se hallaban muy ocupados tratando de destruirse entre ellos… Y lo que producían los sonidos metálicos no eran espadas, sino cuchillos de carnicero, barras de hierro y un extraño conjunto de herramientas domésticas y científicas utilizadas como armas. Todos los rostros gruñían, con expresiones bestiales y alarmantes, las bocas aparecían cubiertas de espuma y los ojos miraban con expresión demencial. ¡Parecían haberse vuelto todos locos!
Un humo azul oscuro empezó a penetrar en el pasillo; Hawkmoon percibió un olor que fue incapaz de definir, y escuchó el sonido del cristal y el metal rotos y desgarrados. —¡Por el Bastón Rúnico, D'Averc! —exclamó —. ¡Parecen poseídos por la locura!
De pronto, un grupo de hombres en lucha se apoyó contra la puerta, empujándola hacia el interior, y Hawkmoon se encontró en medio de ellos. Los apartó a empujones y saltó hacia un lado. Nadie le atacó, ni a él ni a D'Averc. Siguieron destrozándose los unos a los otros, como si no se hubieran dado cuenta de la presencia de ambos espectadores.
—Por aquí —le dijo Hawkmoon a D'Averc, y abandonó la habitación, con la espada en la mano.
Tosió cuando el humo azulado penetró en sus pulmones y le picó en los ojos. Había ruinas por todas partes. Los cadáveres llenaban el pasillo.
Se abrieron paso juntos por los pasillos, hasta que llegaron a las habitaciones de Zhenak–Teng. La puerta estaba cerrada con llave. Frenéticamente. Hawkmoon la golpeó con la empuñadura de la espada. —¡Zhenak–Teng, somos Hawkmoon y D'Averc! ¿Estáis dentro?
Hubo un movimiento al otro lado de la puerta, que se abrió poco después. ZhenakTeng apareció en el umbral, con el semblante mostrando una expresión aterrorizada. Les dejó entrar y luego volvió a cerrar la puerta en seguida.
—Los charkis —dijo—. Tuvo que haber otro grupo de ellos deambulando por alguna otra parte. He fracasado en mi misión de descubrirlos. Nos han tomado por sorpresa.
Estamos condenados.
—Yo no veo ningún monstruo —dijo D'Averc—. Vuestros compañeros luchan entre ellos.
—Sí…, ésa es la forma que tienen los charkis de derrotarnos. Emiten ondas, una especie de rayos mentales que nos vuelven locos, nos convierten en acérrimos enemigos de nuestros mejores amigos y hermanos. Y mientras luchamos entre nosotros, ellos entran en el Kampp. ¡No tardarán en estar aquí!
—Ese humo azulado…, ¿qué es? —preguntó D'Averc.
—Eso no tiene nada que ver con los charkis. Procede de nuestros generadores destrozados. Ahora nos hemos quedado sin energía aunque la pudiéramos recuperar.
Desde alguna parte les llegaron golpes y crujidos terribles que estremecieron toda la estancia donde se hallaban.
—Los charkis —murmuró Zhenak–Teng—. Sus rayos no tardarán en alcanzarme, incluso a mí… —¿Por qué no os han alcanzado ya? —preguntó Hawkmoon.
—Porque algunos de nosotros poseemos una mayor capacidad para resistirlos.
Vosotros, por ejemplo, no los sufrís en absoluto. Otros, en cambio, se desmoronan con mucha mayor rapidez. —¿No podemos escapar? —preguntó Hawkmoon mirando por la habitación —. ¿Y la esfera en que vinimos…?
—Demasiado tarde, demasiado tarde…
D'Averc sujetó a Zhenak–Teng por un hombro.
—Vamos, hombre —le dijo—. Podemos escapar si nos movemos con rapidez. ¡Vos podéis conducir la esfera!
—Tengo que morir con mi familia… la familia que he ayudado a destruir.
Zhenak–Teng apenas si era reconocible como el hombre controlado y civilizado que había hablado con ellos el día anterior. Le había abandonado toda expresión de buen ánimo. Sus ojos ya refulgían, y a Hawkmoon le pareció que no tardaría en sucumbir al extraño poder de los charkis.
Entonces, tomó una rápida decisión. Levantó la espada y golpeó con el pomo la base del cráneo de Zhenak–Teng, que se desmoronó, perdido el conocimiento.
—Y ahora, D'Averc —dijo con una sonrisa burlona—, llevémoslo a la esfera. ¡Rápido!
Tosiendo a causa del humo azulado que se hacía cada vez más espeso, salieron tambaleándose de la habitación, llevando entre ambos el cuerpo inconsciente de ZhenakTeng. Hawkmoon recordaba el lugar donde habían dejado la esfera y le indicó el camino a D'Averc.
Todo el pasillo se sacudió de pronto de un modo alarmante, y se vieron obligados a detenerse para mantener el equilibrio. Y entonces… —¡La pared! ¡Se está hundiendo! —aulló D'Averc, retrocediendo —. ¡Rápido, Hawkmoon! Por ese otro lado—. ¡Tenemos que llegar a la esfera! —gritó Hawkmoon—. ¡Tenemos que seguir!
Fragmentos del techo empezaron a caer y una cosa gris como una piedra se arrastró por entre las grietas del muro, entrando en el pasillo. En el extremo de aquella cosa había lo que parecía ser una ventosa, como la de un pulpo, que se movía igual que si fuera una boca, tratando de entrar en contacto con ellos.
Hawkmoon se estremeció lleno de horror y lanzó un tajo contra aquella cosa, que retrocedió. Pero después de emitir un ligero gemido, como si sólo se hubiera ofendido un poco ante el ataque y deseara hacer amigos, avanzó de nuevo hacia ellos.
En esta ocasión, Hawkmoon imprimió una mayor fuerza a su golpe y la cortó. Desde el otro lado de la habitación se escuchó un gruñido y un siseo. La criatura pareció sorprendida al comprobar que algo se le resistía. Sin dejar de sostener a Zhenak–Teng sobre su hombro, Hawkmoon lanzó otro golpe contra el tentáculo, después saltó sobre él y empezó a correr por el pasillo en ruinas. —¡Vamos, D'Averc! ¡A la esfera!
D'Averc pasó junto al tentáculo herido y le siguió. Ahora, el muro daba paso a otro, poniendo al descubierto una verdadera masa de tentáculos en movimiento, una cabeza pulsante y un rostro que era una parodia de los rasgos humanos, y que mostraba una sonrisa apaciguadora de idiota. —¡Seguramente quiere que le acariciemos! —exclamó D'Averc con un humor negro, al tiempo que intentaba evitar al tentáculo que se extendía hacia él—. ¿Pretendéis herir sus sentimientos de ese modo, Hawkmoon?
Hawkmoon estaba muy ocupado tratando de abrir la puerta que conducía a la cámara donde estaba la esfera. Zhenak–Teng, que estaba en el suelo, cerca de él, empezó a gemir y se llevó las manos a la cabeza.
Hawkraoon consiguió abrir la puerta, volvió a sostener a Zhenak–Teng sobre su hombro y traspasó el umbral, entrando en la cámara donde estaba la esfera.
De allí no surgía ningún ruido y sus colores aparecían ahora apagados, pero se hallaba lo bastante abierta como para permitirles entrar en ella. Hawkmoon subió la escalerilla y dejó a Zhenak–Teng en el asiento situado ante el panel de control. D'Averc se le reunió en seguida.
—Poned este trasto en marcha —le dijo a Zhenak–Teng—, o todos nosotros seremos devorados por el charki que habéis visto ahí fuera… —Y señaló hacia aquella cosa gigantesca que se estaba abriendo paso a través de la puerta de la cámara.
Algunos tentáculos se arrastraron por los lados de la esfera, dirigiéndose hacia ellos.
Uno tocó ligeramente a Zhenak–Teng en un hombro y el hombre lanzó un gemido.
Hawkmoon aulló y lo cortó de un tajo, haciéndolo caer blandamente al suelo. Pero otros tentáculos se balanceaban ahora a su alrededor, sujetando al hombre bronceado que parecía aceptar el contacto con una pasividad completa. Hawkmoon y D'Averc le gritaron para que pusiera en marcha la esfera, mientras se dedicaban desesperadamente a cortar las docenas de miembros oscilantes que les rodeaban.
Hawkmoon extendió una mano y sujetó con fuerza a Zhenak–Teng por la nuca. —¡Cerrad la esfera, Zhenak–Teng! ¡Cerradla!
Éste le obedeció con un movimiento espasmódico, haciendo descender una pequeña palanca. La esfera produjo un zumbido y un murmullo y empezó a brillar con toda clase de colores.
Los tentáculos trataron de resistir el continuo movimiento de las paredes, a medida que la abertura empezaba a cerrarse. Tres de aquellos tentáculos lograron sobrepasar la defensa de D'Averc y se adhirieron a Zhenak–Teng, que gimió y quedó flaccido. Una vez más, Hawkmoon cortó los tentáculos y, finalmente, la esfera se cerró y empezó a elevarse.
Uno tras otro, los tentáculos fueron desapareciendo, a medida que la esfera se elevaba, y Hawkmoon emitió un verdadero suspiro de alivio. Se volvió hacia el hombre bronceado y exclamó: —¡Estamos libres!
Pero Zhenak–Teng miraba apagadamente ante sí, con los brazos colgándole flaccidamente a los costados.
—No sirve de nada —dijo con lentitud—. Me ha arrebatado la vida…
Y se derrumbó hacia un lado, cayendo al suelo.
Hawkmoon se inclinó junto a él colocando una mano sobre su pecho para localizar el latido de su corazón. Al hacerlo, se estremeció horrorizado.
—Está frío, D'Averc —¡increíblemente frío!
—Pero ¿vive? —preguntó el francés.
—Está muerto —contestó Hawkmoon sacudiendo la cabeza.
La esfera seguía elevándose con rapidez y Hawkmoon saltó hacia los controles, observándolos desesperado, sin saber distinguir un instrumento de otro, sin atreverse a tocar nada para no descender de nuevo hacia donde los charkis celebraban su festín, absorbiendo la vida al pueblo del Kampp–Teng.
De pronto, se encontraron en el aire libre y se vieron rodeados por el césped.
Hawkmoon se sentó ante los controles y tomó la palanca, tal y como le había visto hacer a Zhenak–Teng el día anterior. La empujó cautelosamente hacia un lado y tuvo la satisfacción de comprobar que la esfera se movía en seguida en esa misma dirección.
—Creo que puedo conducirla —le dijo a su amigo—. Pero no tengo ni la menor idea de cómo se para o se abre.
—Mientras dejemos atrás a esos monstruos, no me sentiré nada deprimido —comentó D'Averc con una sonrisa—. Dirigid este trasto hacia el sur, Hawkmoon. Al menos iremos en la dirección que teníamos intención de seguir.
Hawkmoon hizo lo que se le sugería y avanzaron durante varias horas sobre la llanura hasta que, al final, vieron ante ellos un bosque.
—Será interesante comprobar cómo se comporta la esfera cuando lleguemos a los árboles —dijo D'Averc cuando su compañero le señaló los árboles—. Es evidente que no ha sido diseñada para esa clase de terreno.
La esfera chocó contra los árboles, produciendo un estrepitoso sonido de madera desgarrada y metal retorcido.
D'Averc y Hawkmoon salieron despedidos hacia el extremo más alejado de la cámara de control, en compañía del desagradable cadáver de Zhenak–Teng.
Primero salieron proyectados hacia arriba, después hacia los lados, y de no haber sido porque las paredes de la esfera estaban muy bien acolchadas, habrían podido morir con los huesos rotos.
La esfera se detuvo por fin, giró durante unos momentos y de pronto se partió, abriéndose en dos, arrojando al suelo a Hawkmoon y D'Averc. —¡Qué experiencia tan innecesaria para alguien tan débil como yo! —exclamó D'Averc con un gemido.
Hawkmoon sonrió en son de burla, debido en parte al humor de su compañero, pero también al alivio que experimentó.
—Bueno —dijo—, hemos escapado más fácilmente de lo que me habría atrevido a imaginar. Levantaos, D'Averc. Tenemos que seguir nuestro camino… hacia el sur.
—Creo que nos vendría bien un pequeño descanso —dijo D'Averc desperezándose y levantando la mirada hacia las ramas verdes de los árboles.
El sol se abría paso entre ellas, dando al bosque tonalidades esmeralda y doradas. Se percibía el penetrante olor a pinos y abedules, y desde una de las ramas superiores una ardilla miró hacia ellos con sus brillantes ojos negros y sardónicos. Tras ellos se hallaban los restos de la esfera, entre una maraña de raíces y ramas quebradas. Varios árboles pequeños habían quedado cortados, y otros desgajados. Hawkmoon se dio cuenta de que habían tenido mucha suerte de escapar con vida. Se estremeció ahora y comprendió el sentido de las palabras de su compañero. Se sentó sobre una pequeña elevación cubierta de hierba, apartando la mirada de los restos de la esfera y del cadáver de Zhenak–Teng que podía verse, tumbado, en uno de los lados de ésta.
D'Averc se dejó caer a su lado, tumbándose de espaldas en el suelo. Del interior de su ajado jubón extrajo un trozo de pergamino doblado: era el mapa que Zhenak–Teng les había entregado poco antes de que se retiraran a descansar la noche anterior.
Lo abrió y estudió su contenido. Mostraba la llanura con bastante detalle, marcando los distintos Kampps del pueblo de Zhenak–Teng y lo que parecían ser las huellas de caza de los charkis. Junto a la mayor parte de los habitáculos subterráneos aparecían cruces, mostrando probablemente aquellos que habían sido destruidos por los charkis.
—Mirad —dijo, señalando un lugar situado cerca de la esquina del mapa—. Aquí está el bosque…, y justo al norte hay marcado un río…, el Sayou. Esta flecha señala al sur, hacia Narleen. Por lo que puedo deducir, ese río nos conducirá hasta la ciudad.
—En tal caso, vayamos en dirección al río en cuanto nos hayamos recuperado un poco —asintió Hawkmoon—. Cuanto antes lleguemos a Narleen, tanto mejor. Allí, al menos, espero descubrir en qué lugar y tiempo nos encontramos. Fue una verdadera mala suerte que los charkis atacaran cuando lo hicieron. Si hubiéramos podido interrogar más a Zhenak–Teng, habríamos podido saber por él dónde nos encontramos.
Durmieron durante una hora o más, envueltos por la paz del bosque. Después se levantaron, se ajustaron las ropas ajadas y emprendieron el camino hacia el norte, donde estaba el río.
A medida que avanzaban los matojos se espesaban y la arboleda se hacía más densa.
Las colinas sobre las que se elevaban los árboles también se fueron haciendo más escarpadas, de modo que al llegar la noche estaban agotados y de mal humor, y apenas si hablaban entre sí.
Hawkmoon rebuscó entre los pocos objetos que llevaba en la bolsa, y palpó una caja de yesca de ornamentado dibujo. Siguieron caminando durante media hora más, hasta que llegaron a una corriente de agua que alimentaba un gran estanque situado entre laderas altas, cubiertas de árboles por tres de sus lados. Junto al estanque había un pequeño claro.
—Pasaremos la noche aquí, D'Averc, pues ya no puedo seguir más.
D'Averc asintió con un gesto y se dejó caer junto al estanque, bebiendo con avidez del agua clara.
—Parece profundo —dijo, incorporándose y secándose los labios.
Hawkmoon se dedicaba a encender una fogata y no dijo nada.
No tardaron en disponer de un buen fuego.