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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (55 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—No nos queda otro remedio. Escuchad… Meliadus aún no ha tenido tiempo para buscar a Mygan de Llandar. Gracias a la buena suerte, ha sido precisamente nuestra llegada lo que le ha obligado a quedarse aquí. Pero conoce su existencia… Sabe, al menos, que Tozer aprendió su secreto de un anciano que vive en el oeste, y tiene la intención de encontrarlo. Ahora, tenemos la oportunidad de encontrar primero a Mygan.

Podemos hacer una parte del camino en el ornitóptero de Plana, que yo mismo pilotaré, y seguir el resto del camino a pie.

—Pero no tenemos armas…, ¡ni ropas adecuadas!

—Plana nos proporcionará armas y ropas… y también máscaras. En sus habitaciones tiene miles de trofeos procedentes de sus pasadas conquistas. —¡Tenemos que ir ahora a sus habitaciones!

—No. Debemos esperar aquí a que ella regrese con lo que necesitamos. —¿Porqué?

—Porque, amigo mío, es posible que Meliadus todavía esté durmiendo en esas habitaciones. Tened paciencia. Hemos tenido suerte. Sólo nos queda rezar para que se mantenga.

Plana regresó no mucho después, se quitó la máscara y besó a D'Averc casi vergonzosamente, como besaría una joven doncella a su amante. Los rasgos de la mujer parecían haberse suavizado y la mirada de sus ojos era menos inquieta, como si hubiera encontrado alguna cualidad en el acto de amor con D'Averc que no había experimentado con anterioridad… Posiblemente, sólo fue la suavidad, que no solía ser una cualidad de los hombres de Granbretan.

—Se ha marchado —les informó—, y casi me dan ganas de conservaros aquí para mí, Huillam. Durante muchos años he estado conteniendo una necesidad que no era capaz de expresar ni de satisfacer. Vos habéis estado muy cerca de satisfacerla por completo…

D'Averc se inclinó y la besó con suavidad en los labios, y el tono de su voz pareció sincero cuando dijo:

—Y vos también me habéis dado algo, Plana… —Se enderezó con rigidez, pues ya se había colocado las vestiduras del disfraz, y se colocó la elevada máscara sobre la cabeza—. Vamos, tenemos que darnos prisa y marcharnos de aquí antes de que el palacio se despierte.

Hawkmoon siguió el ejemplo de D'Averc y se puso el casco. Una vez más, los dos hombres parecieron seres extraños, como criaturas semihumanas. Volvían a ser los emisarios de Asiacomunista.

Plana abrió el paso al salir de las habitaciones, y los guardias de la orden de la Mantis les siguieron sin vacilar. Recorrieron los tortuosos e iluminados pasillos hasta que llegaron a las habitaciones de la condesa. Ordenaron a los guardias que permanecieran en el exterior.

—Dirán que nos han seguido hasta aquí —dijo D'Averc—. ¡Sospecharán de vos. Plana!

Ella se quitó la máscara de garza real y le sonrió.

—No —replicó. Caminó sobre la mullida alfombra hasta un cofrecillo incrustado de diamantes. Abrió la tapa y extrajo de él una larga pipa, en uno de cuyos extremos se veía un bulbo suave—. Este bulbo contiene un rocío venenoso —dijo—. Una vez haya sido inhalado, el veneno hace enloquecer a la víctima, de modo que ésta echa a correr sin saber lo que se hace, hasta que muere. Los guardias correrán por muchos pasillos antes de perecer. Ya lo he utilizado antes. Y siempre funciona bien. —Habló con tanta dulzura de asesinato que hasta el propio Hawkmoon se estremeció involuntariamente —. Todo lo que necesito hacer —siguió diciendo— es empujar esta barra hueca por el agujero de la llave de la puerta y apretar el bulbo.

Dejó el aparato sobre el cofrecillo y les condujo a través de varias estancias espléndida y excéntricamente amuebladas, hasta que llegaron a una cámara con un enorme ventanal que daba a un balcón muy amplio. Allí, en el balcón, con las alas grácilmente plegadas, estaba el ornitóptero de Plana, configurado para que pareciera una hermosa garza real de colores escarlata y plateado.

La condesa se dirigió con rapidez hacia otra parte de la estancia y corrió una cortina.

Allí, formando un gran montón, estaba su botín: las ropas, máscaras y armas de todos los amantes y esposos que había tenido.

—Tomad todo lo que necesitéis —murmuró—, y daos prisa.

Hawkmoon seleccionó un jubón de terciopelo azul, pantalones de piel de gamuza negra, un cinturón con vaina de cuero brocado, del que colgaba una hermosa hoja muy bien equilibrada, y un puñal. En cuanto a máscara, tomó la del enemigo que él mismo había matado en combate: Asrovak Mikosevaar. Se trataba de una reluciente máscara de buitre.

D'Averc se vistió con un traje de un amarillo intenso, con una capa de un azul lustroso, botas de ante y una espada similar a la de Hawkmoon.

Él también se puso una máscara de buitre al pensar que si se veía juntos a dos personas de la misma orden, se pensaría que viajaban juntas. Ahora tenían todo el aspecto de grandes nobles de Granbretan.

Plana les abrió el ventanal y ambos salieron a la mañana, fría y húmeda.

—Adiós —susurró Plana—. Tengo que regresar para ocuparme de los guardias. Adiós, Huillam d'Averc. Espero que podamos volver a encontrarnos.

—Yo también lo espero así. Plana —contestó D'Averc con su insólita suavidad de tono—. Adiós.

Subió a la cabina de pilotaje del ornitóptero y puso en marcha el motor. Hawkmoon se apresuró a seguirle.

Las alas de la máquina se desplegaron y empezaron a moverse en el aire, con un crujido de metal. Poco después, el ornitóptero se elevaba en el sombrío cielo de Londra y giraba hacia el oeste.

13. El enojo del rey Huon

El barón Meliadus se sentía embargado por muchas emociones cuando entró en el salón del trono de su rey–emperador, se arrodilló y después de incorporarse inició el largo recorrido hacia el globo del trono.

El fluido blanco del globo parecía más agitado de lo normal, lo cual alarmó al barón. Se sentía muy furioso ante la desaparición de los emisarios, nervioso ante la cólera del monarca, ansioso por continuar su búsqueda del anciano que podía proporcionarle los medios de llegar al castillo de Brass. También temía que el rey le quitara todo su poder y su orgullo (sabía muy bien que el rey lo había hecho antes), y que le desterrara a los barrios de los que no llevaban máscara. Sus nerviosos dedos frotaron el casco de lobo y el paso adquirió un carácter indeciso a medida que se acercaba al globo del trono. Elevó ansiosamente la mirada hacia la figura con forma fetal de su monarca.

—Gran rey–emperador. Soy vuestro servidor, Meliadus.

Se arrodilló e inclinó la cabeza hasta tocar el suelo. —¿Servidor? ¡No nos habéis servido muy bien, Meliadus!

—Lo siento, noble majestad, pero… —¿Pero?

—No podía tener el menor conocimiento de que planeaban marcharse anoche, regresando con los mismos medios con los que habían venido…

—Tendríais que haberos ocupado de captar cuáles eran sus planes, Meliadus. —¿Captar? ¿Captar sus planes, poderoso monarca…?

—Estáis perdiendo el instinto, Meliadus. En otros tiempos solía ser exacto… Actuabais de acuerdo con sus dictados. Ahora, en cambio, vuestros locos planes de venganza os llenan el cerebro y os ciegan ante todo lo demás. Meliadus, esos emisarios mataron a seis de mis mejores guardias. No sé cómo lo hicieron… Quizá fuera alguna clase de hechizo mental, pero, desde luego, los mataron, y también lograron abandonar el palacio y regresar a la máquina que les trajo hasta aquí. Han descubierto muchas cosas sobre nosotros… Y nosotros. Meliadus, no hemos descubierto prácticamente nada sobre ellos.

—Sabemos algo sobre su equipo militar… —¿De veras? Los hombres pueden mentir, lo sabéis muy bien, Meliadus. Estamos muy enojados con vos. Os hemos confiado una misión y sólo la habéis llevado a cabo parcialmente y sin prestarle la debida atención. Habéis pasado un tiempo en el palacio de Taragorm, abandonando a los emisarios, cuando tendríais que haber estado distrayéndolos. Sois un estúpido, Meliadus. ¡Un estúpido!

—Señor, yo…

—Se trata de esa estúpida obsesión vuestra por el puñado de marginados que viven en el castillo de Brass. ¿Es acaso a la muchacha a la que deseáis? ¿Es ésa la razón por la que tratáis de encontrarlos con tal obcecación?

—Me temo que amenazan al imperio, noble señor…

—Los de Asiacomunista también amenazan nuestro imperio, barón Meliadus… y con espadas reales y ejércitos y barcos reales capaces de viajar por la tierra. Barón, debéis olvidaros de vuestra venganza contra el castillo de Brass o, en caso contrario, os lo advierto, incurriréis en nuestro más profundo enojo.

—Pero, señor…

—Ya estáis advertido, barón Meliadus. Quitaos de la cabeza el castillo de Brass. En lugar de eso, intentad averiguar todo lo que podáis sobre los emisarios, descubrid dónde se encontraron con la máquina que los ha transportado, cómo se las han arreglado para abandonar la ciudad. Redimiros ante nuestros ojos, barón Meliadus… Recuperad vuestro antiguo prestigio…

—Sí, señor —asintió Meliadus a través de los dientes apretados, controlando la cólera y el disgusto que sentía.

—La audiencia ha terminado, Meliadus.

—Gracias, señor —dijo Meliadus con la sangre agolpándose en su cabeza.

Retrocedió del globo del trono sin darle la espalda.

Después, giró sobre sí mismo y empezó a recorrer el largo salón.

Llegó ante las puertas enjoyadas, pasó ante los guardias y recorrió los relucientes pasillos. A medida que avanzaba, su paso se fue haciendo más y más vivo y sus movimientos más rígidos. Llevaba una mano apoyada en la empuñadura de la espada y los nudillos se le fueron poniendo blancos de tan fuerte como la apretaba.

Disminuyó el paso al llegar a la gran sala de recepción del palacio, donde los nobles esperaban a tener una audiencia con el rey–emperador. Descendió los escalones que conducían a las puertas que se abrían a los mundos exteriores, hizo señas para que sus esclavas se acercaran con la litera, montó en ella y se dejó caer pesadamente entre los cojines, ordenando que le llevaran a su palacio negro y plateado.

Ahora odiaba a su rey–emperador. Maldecía a la criatura que le había humillado e insultado tanto. El rey Huon era un estúpido al no darse cuenta del peligro potencial que significaba la pervivencia del castillo de Brass. Y un estúpido como él no merecía reinar, no era adecuado para mandar esclavos, y mucho menos al barón Meliadus, el gran jefe de la orden del Lobo.

Meliadus no escucharía las estúpidas órdenes del rey Huon, haría lo que más conveniente le parecía, y si el rey–emperador objetaba algo, le desafiaría.

Algo más tarde, Meliadus abandonó su palacio a caballo. Cabalgaba al mando de veinte hombres. Se trataba de veinte hombres que había elegido personalmente y de los que sabía que le seguirían a cualquier parte… incluso a Yel.

14. Los desiertos de Yel

El ornitóptero de la condesa Plana fue acercándose más y más al suelo, rozando casi las copas de los árboles, evitando por muy poco que las alas se enredaran con las ramas de los abedules, hasta que por fin tomó tierra entre los brezos situados más allá del bosque.

El día era frío y un viento fuerte soplaba sobre el brezal atravesándoles las finas ropas que llevaban puestas.

Temblando, saltaron de la máquina voladora y miraron desconcertados a su alrededor.

No vieron a nadie.

D'Averc introdujo la mano en su jubón y extrajo un fragmento de delgado cuero en el que se había dibujado un mapa.

—Tenemos que ir en esa dirección —dijo, señalando—. Ahora tenemos que llevar el ornitóptero hasta el bosque y ocultarlo allí. —¿Por qué no podemos dejarlo aquí mismo? Hay muy pocas posibilidades de que alguien lo encuentre en por lo menos un día.

—No deseo que nada perjudique a la condesa Plana —dijo D'Averc con expresión muy seria—. Si se descubriera esta máquina, a ella no le haría ningún bien. Vamos.

Y así, se dedicaron a empujar y deslizar la máquina metálica hasta que la dejaron entre los árboles, bien cubierta con ramajes que cortaron. Les había llevado todo lo lejos que pudo hacerlo, hasta que se terminó el combustible. De todos modos, no habían esperado que les transportara directamente hasta Yel.

Ahora tenían que continuar su camino a pie.

Caminaron durante cuatro días, cruzando bosques y brezales. El terreno se hacía cada vez menos fértil a medida que se acercaban a las fronteras de Yel. Un día, Hawkmoon se detuvo y señaló a lo lejos.

—Mirad, D'Averc…, las montañas de Yel.

Y allí estaban, recortadas en la distancia, con sus picos de color púrpura cubiertos por las nubes, y la llanura y las colinas inferiores de amarillenta roca.

Era un paisaje salvaje y hermoso, como jamás había visto Hawkmoon con anterioridad.

—Parece ser que, después de todo, en Granbretan existen parajes que no ofenden a la vista —comentó.

—Sí, es muy bonito —asintió D'Averc—. Pero también es desalentador. Tenemos que encontrar ahí a Mygan, en alguna parte. A juzgar por el mapa, Llandar se encuentra a muchos kilómetros de distancia, entre esas montañas.

—Entonces, démonos prisa —dijo Hawkmoon ajustándose el cinturón del que pendía la espada —. Al principio, hemos disfrutado de una pequeña ventaja sobre Meliadus, pero es muy posible que en estos momentos ya se halle camino de Yel, decidido a encontrar a Mygan.

D'Averc se apoyó sobre un solo pie y se frotó de mala gana el otro.

—Cierto, pero me temo que estas botas no soportarán recorrer tanta distancia. Las elegí por orgullo, porque me gustaron, y no por su solidez. Ahora estoy pagando las consecuencias de mi error.

—He oído a unos ponies salvajes por estos parajes —le dijo Hawkmoon palmeándole comprensivamente en el hombro—. Recemos para que podamos encontrar a alguno de ellos.

Pero no descubrieron ponies salvajes y el terreno amarillento se hacía cada vez más duro y rocoso y, sobre ellos, el cielo adquiría una radiación lívida. Hawkmoon y D'Averc empezaron a darse cuenta del por qué el pueblo de Granbretan se mostraba tan supersticioso con respecto a esta región: parecía existir allí algo sobrenatural, tanto en la tierra como en el cielo.

Finalmente, llegaron a las montañas.

De cerca también tenían un color amarillento, aunque con vetas de rojo oscuro y verde, y mostraban un aspecto vidrioso y horrible. Unas bestias de aspecto extraño se apartaron de su camino mientras ellos escalaban las retorcidas rocas, y unas peculiares criaturas semihumanas, de cuerpos peludos coronados por cabezas totalmente calvas, de apenas treinta centímetros de altura, les observaron desde lugares situados a cubierto.

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