—Supongo que los mandará el propio Meliadus —comentó Hawkmoon acariciando la empuñadura de su espada—. No puede saber con exactitud dónde está Mygan, pero puede haber descubierto que Tozer estuvo alguna vez en esta ciudad, y habrá traído consigo rastreadores que no tardarán en descubrir la cueva de Mygan. Ahora no podemos permitirnos el lujo de descansar aquí, D'Averc. Tenemos que seguir nuestro camino en seguida.
—Es una pena —asintió D'Averc. Se agachó y tomó un pequeño objeto que había visto en el suelo, guardándolo en su desgarrado jubón—. Creo reconocer esto. —¿Qué es?
—Podría ser una de las cargas utilizadas por las antiguas armas que emplearon los habitantes de esta ciudad —dijo D'Averc—. De ser así, podría sernos útil a nosotros. —¡Pero si no dispones de ninguna arma antigua! —¡No siempre se necesita una! —dijo D'Averc con tono misterioso.
Bajaron la rampa casi corriendo, hasta llegar a la entrada de la torre.
Arriesgándose a ser vistos por los guerreros del Imperio Oscuro, descendieron por las rampas exteriores con toda la rapidez que pudieron, y después se dejaron caer por las vigas al suelo hasta perderse de vista.
—No creo que nos hayan visto —dijo D'Averc—. Vamos… Tenemos que seguir por aquí para encontrar la guarida de Mygan.
Empezaron a subir la ladera de la montaña, resbalando con frecuencia a causa de la ansiedad que sentían por encontrar al anciano hechicero antes de que lo hiciera Meliadus.
Se hizo de noche, pero ellos continuaron su marcha.
Tenían mucha hambre, pues casi no habían comido nada desde que abandonaran la ciudad para encaminarse hacia el valle de Llandar, y empezaban a sentirse agotados.
Pero siguieron esforzándose y poco antes del amanecer lograron llegar al valle señalado en el mapa. Allí era donde, según se decía, vivía el hechicero Mygan.
—Estoy casi seguro de que esos jinetes del Imperio Oscuro habrán acampado para pasar la noche —dijo Hawkmoon con una sonrisa—. Dispondremos del tiempo suficiente para encontrar a Mygan, conseguir sus cristales, y marcharnos antes de que lleguen ellos.
—Esperemos que así sea —dijo D'Averc pensando que Hawkmoon necesitaba descansar, pues tenía los ojos un tanto febriles. Pero antes de seguir a su amigo consultó el mapa—. Es allí arriba —dijo—. Allí es donde se supone que debe estar la cueva de Mygan, pero yo no veo nada.
—El mapa la señala a medio camino de aquellas rocas —dijo Hawkmoon—. Subamos hasta allí y veamos.
Cruzaron el valle, saltando sobre una pequeña corriente de agua clara que corría por una fisura de la roca a lo largo del valle. Por allí se veían señales de la presencia del hombre, pues se observaba un camino que bajaba hasta la corriente de agua y un aparato de madera que, sin lugar a dudas, había sido empleado para extraer agua.
Siguieron el camino hasta la falda de las rocas. Entonces encontraron viejas y desgastadas manijas empotradas en la roca. Al parecer, no habían sido instaladas muy recientemente, pues eran muy viejas, mucho más de lo que sería el propio Mygan.
Empezaron a subir.
La marcha era difícil, pero finalmente llegaron al farallón de roca sobre el que se elevaba un enorme canto rodado, y allí, detrás de éste, se hallaba la oscura entrada de la caverna.
Hawkmoon se adelantó, ansioso por entrar, pero D'Averc le detuvo, precavido, poniéndole una mano en el hombro.
—Será mejor que llevéis cuidado —le aconsejó, desenvainando la espada.
—Un anciano no puede hacernos ningún daño —dijo Hawkmoon.
—Estáis cansado, amigo mío, y exhausto, pues de otro modo os daríais cuenta de que un anciano de la sabiduría que Tozer afirmaba que posee dispondrá posiblemente de armas capaces de hacernos daño. Por lo que nos ha dicho Tozer, a este anciano no le gustan los hombres, y no hay razón alguna para que no nos considere como enemigos.
Hawkmoon asintió, desenvainó su propia espada y después avanzó.
La caverna estaba oscura y, al parecer, vacía, pero entonces vieron el brillo de una luz al fondo. Al aproximarse a esta fuente de luz, descubrieron un fuerte recodo en la caverna.
Al rodearlo, vieron que la primera caverna desembocaba en una segunda, mucho más grande, en la que había toda clase de cosas, instrumentos del mismo tipo de los que habían visto en Halapandur, un par de pequeñas camas, material de cocina, equipo químico y otros muchos objetos. La fuente de la luz era un globo situado en el centro de la cueva. —¡Mygan! —llamó D'Averc en voz alta, sin obtener respuesta.
Recorrieron la cueva, preguntándose si no habría alguna otra, pero no encontraron nada. —¡Se ha marchado! —exclamó Hawkmoon desesperado, acariciándose con dedos nerviosos la Joya Negra que llevaba incrustada en la frente—. Se ha marchado, D'Averc, y quién sabe adonde. Quizá después de la partida de Tozer decidió que ya no era seguro permanecer aquí y se ha cambiado a otro sitio.
—No lo creo —dijo D'Averc—. En tal caso se habría llevado consigo algunas de estas cosas, ¿no creéis? —preguntó mirando por la caverna—. Y esa cama da la impresión de que ha sido utilizada no hace mucho tiempo. Además, no hay polvo por ninguna parte.
Probablemente, Mygan ha salido para llevar a cabo alguna expedición por las cercanías y no tardará en regresar. Tenemos que esperarle. —¿Y qué pasará con Meliadus? ¿Qué sucederá si él lo ve primero?
—Sólo nos cabe confiar en que se mueva con lentitud y tarde algún tiempo en descubrir esta cueva.
—Si se siente tan ávido como Plana os comentó, no creo que esté muy lejos —observó Hawkmoon.
Se dirigió hacia una mesa sobre la que había varios platos de carne, verduras y hierbas, y se sirvió ávidamente de aquella comida. D'Averc imitó su ejemplo.
—Descansaremos aquí y esperaremos —dijo D'Averc—. Es todo lo que podemos hacer ahora, amigo mío.
Transcurrió todo un día y una noche y Hawkmoon se fue impacientando cada vez más al ver que el anciano no regresaba.
—Supongamos que ha sido capturado —le sugirió a D'Averc—. Supongamos que Meliadus lo ha encontrado vagando por las montañas.
—En tal caso, Meliadus se verá obligado a traerlo aquí, y entonces nosotros nos ganaremos su agradecimiento rescatándolo del barón —contestó D'Averc con un tono alegre aunque algo forzado.
—Le vimos acompañado por veinte hombres, armados con lanzas de fuego si no me equivoco. No podemos enfrentarnos a veinte hombres, D'Averc.
—Estáis bajo de moral, Hawkmoon. ¡No sería la primera vez que lo hemos hecho!
—Sí, de acuerdo —admitió Hawkmoon.
Pero estaba claro que el viaje le había cansado mucho. Y quizá el engaño representado en la corte del rey Huon también había representado una gran tensión para él y para D'Averc, aunque este último más bien parecía disfrutar con aquella clase de engaños.
Finalmente, Hawkmoon se encaminó hacia la primera cueva y desde allí salió al exterior. Una especie de instinto pareció inducirle a ello, porque, ai mirar hacia el valle, los vio.
Ahora se hallaban lo bastante cerca como para estar seguro.
El jefe del grupo era, en efecto, el propio barón Meliadus. Su ornamentada máscara de lobo brilló ferozmente en el instante en que levantó la cabeza y vio a Hawkmoon casi al mismo tiempo en que éste le veía a él.
La voz rugiente del barón produjo grandes ecos entre las montañas. Era una voz en la que se mezclaban la cólera y el triunfo, la de un lobo que acaba de olfatear a su codiciada presa. —¡Hawkmoon! —le llegó el grito—. ¡Hawkmoon! —Meliadus desmontó del caballo y empezó a escalar la montaña—. ¡Hawkmoon!
Sus bien armados hombres le siguieron inmediatamente, y Hawkmoon se dio cuenta de que contaban con muy pocas posibilidades de rechazarlos a todos. Volviéndose hacia el interior de la caverna gritó: —¡D'Averc! Meliadus está aquí. Rápido, hombre, o nos atrapará en estas cuevas sin salida. Tenemos que seguir subiendo hacia lo alto del risco.
D'Averc acudió corriendo, abrochándose el cinturón del que pendía la espada. Miró hacia abajo, reflexionó un instante y después asintió con un gesto. Hawkmoon corrió hacia las rocas, buscando lugares en los que sujetarse sobre la rugosa superficie, y empezó a escalar.
El rayo de una lanza de fuego se estrelló contra la roca situada cerca de su mano, quemándole los pelos de la muñeca. Otra se estrelló más abajo de donde estaba, pero él siguió subiendo.
Quizá pudiera detenerse una vez que llegara a lo alto del risco para presentar batalla allí, pero necesitaba proteger su vida tanto como la de D'Averc, al menos durante todo el tiempo que le fuera posible, ya que la seguridad del castillo de Brass podía depender de ello. —¡Haaawkmoooon! —le llegó el eco del grito lanzado por el vengativo Meliadus—. ¡Haaaaawkmoooooon!
Él continuó escalando, arañándose las manos con las rocas, haciéndose un corte en la pierna, pero sin detenerse, corriendo riesgos increíbles sobre la cara de la roca casi cortada a pico, con D'Averc pisándole los talones.
Finalmente, llegaron a la parte superior del risco y ante ellos se extendió una amplia meseta. Si intentaban cruzarla, las lanzas de fuego darían buena cuenta de ellos.
—Ahora nos quedaremos aquí y lucharemos —dijo Hawkmoon inexorable, desenvainando la espada.
—Menos mal —asintió D'Averc con una sonrisa burlona—. Creía que habías perdido los nervios, amigo mío.
Miraron sobre el abismo del risco y vieron que el barón Meliadus había llegado a la entrada de la caverna y se disponía a investigarla, enviando a sus hombres para que continuaran la persecución de sus dos odiados enemigos. Sin lugar a dudas, confiaba en hallar en el interior a algunos de los otros: Oladahn, el conde Brass e incluso quizá a la misma Yisselda, de quien Hawkmoon sabía que el barón estaba enamorado, por mucho que se negara a admitirlo.
El primero de los guerreros lobo no tardó en llegar a lo más alto del risco y en cuanto lo hizo Hawkmoon le lanzó una terrible patada contra el casco. Sin embargo, el hombre no llegó a caer, sino que extendió una mano sujetando a Hawkmoon por el pie. Sin duda alguna, intentaba asegurar su estabilidad, o bien arrastrar consigo a Hawkmoon en su caída sobre las rocas.
D'Averc pegó un salto hacia adelante y atravesó al hombre con su espada, alcanzándole en el hombro. El guerrero emitió un gruñido y soltó el pie de Hawkmoon, intentó después sujetarse a un saliente de roca, pero falló y se tambaleó hacia atrás.
Abrió los brazos y cayó lanzando un grito prolongado. Su cuerpo rebotó entre las rocas hasta quedar tendido en el valle, mucho más abajo.
Pero otros guerreros llegaban ya a lo alto del risco. D'Averc se ocupó de uno de ellos, mientras que Hawkmoon se encontró de pronto teniendo que enfrentarse a dos enemigos.
Lucharon al borde del acantilado, con el valle a centenares de metros más abajo.
Hawkmoon alcanzó a uno en el cuello, entre el casco y la gorguera, atravesó a otro limpiamente por el vientre, allí donde no le llegaba la armadura, pero otros dos se apresuraron a ocupar sus lugares.
Estuvieron luchando así durante una hora, manteniendo a raya a tantos como podían, impidiéndoles subir a lo alto del risco, y atravesando a quienes lo conseguían después de ímprobos esfuerzos.
Pero finalmente se vieron rodeados. Las espadas les presionaban como dientes de un tiburón gigante, hasta que sus gargantas se vieron amenazadas por una maraña de hojas y la voz de Meliadus surgió de alguna parte, con un tono de satisfecha malicia.
—Rendios, caballeros, o en caso contrario seréis descuartizados, os lo prometo.
Hawkmoon y D'Averc bajaron las espadas, mirándose desesperadamente el uno al otro.
Ambos sabían muy bien que Meliadus les profesaba un odio terrible. Ahora que eran sus prisioneros y se encontraban en su propio territorio, no habría forma de escapar de él.
Meliadus también pareció darse cuenta de ello, pues se apartó la máscara de lobo a un lado y se echó a reír burlonamente.
—No sé cómo habéis logrado llegar a Granbretan, pero lo que sí sé es que sois un par de estúpidos. ¿Estabais buscando también al anciano? Me pregunto por qué. Ya tenéis en vuestro poder lo que él tiene.
—Quizá tenga otras cosas —dijo Hawkmoon, tratando deliberadamente de complicar la situación todo lo posible, pues cuanto menos supiera Meliadus, más posibilidades tendrían ellos de engañarle—. ¿Otras cosas? ¿Queréis decir que dispone de otros instrumentos útiles para el imperio? Gracias por decírmelo, Hawkmoon. Sin duda alguna, el mismo anciano será mucho más específico que vos.
—El anciano se ha marchado, Meliadus —dijo D'Averc con suavidad—. Le advertimos que estabais a punto de llegar.
—Conque se ha marchado, ¿eh? No estoy tan seguro de que sea así. Pero si lo fuera vos sabríais adonde se ha ido, sir Huillam.
—No, no lo sé —dijo D'Averc mirando irritado a los guerreros dedicados a atarle a él y a Hawkmoon juntos, pasándoles un lazo corredizo bajo los brazos.
—Bueno, ya veremos —dijo Meliadus volviendo a reír —. Aprecio mucho la excusa que me ofrecéis para iniciar una pequeña tortura con vos, aquí y ahora mismo. No será más que un pequeño anticipo de mi venganza. Más tarde, cuando hayamos regresado a mi palacio, ya tendremos tiempo de explorar todas las posibilidades. Entonces quizá tenga también en mi poder al anciano y su secreto sobre cómo viajar a través de las dimensiones.
Para sus adentros, se dijo que no habría mejor forma de recuperar su prestigio perdido ante el rey–emperador y lograr el perdón de Huon por haber abandonado la ciudad sin su permiso.
Su mano, recubierta por el guantelete, se adelantó para acariciar casi cariñosamente el rostro de Hawkmoon. —¡Ah, Hawkmoon! Pronto sentiréis mi castigo…, muy pronto.
Hawkmoon se estremeció hasta lo más profundo de su ser, pero después escupió contra la sonriente máscara de lobo.
Meliadus retrocedió, llevándose la mano a la máscara. Después, lanzó un grito de rabia y golpeó con dureza a Hawkmoon en la boca.
—Ahí tenéis otro momento de dolor por eso, Hawkmoon. ¡Y os prometo que esos momentos os parecerán durar toda una eternidad!
Hawkmoon volvió la cara con asco y dolor, fue empujado con violencia hacia adelante y, junto con D'Averc, cayeron por el acantilado.
La cuerda que sujetaba sus cuerpos les impidió caer muy lejos, pero fueron izados lentamente hasta la plataforma, donde volvieron a ver a Meliadus.
—Todavía tengo que encontrar a ese anciano —dijo el barón—. Sospecho que se esconde en alguna parte de los alrededores. Os dejaremos bien atados en la caverna, custodiados por un par de guardias a la entrada, sólo por si acaso lograrais liberaros de las cuerdas. Después, iniciaremos la búsqueda. Ahora no tenéis escape alguno, Hawkmoon, y vos tampoco, D'Averc. ¡Por fin sois míos! Metedlos dentro de la cueva.