Hawkmoon quedó helado de horror por un instante, sin comprender la naturaleza del sacrificio de su amigo.
Después, apretó la empuñadura de la espada con fuerza y levantó la cabeza para mirar coléricamente a D'Averc y a sus hombres. Se inclinó y se dirigió hacia el borde del tejado en el momento en que el cañón de fuego empezaba a girar en su dirección. Escuchó un gran rugido de fuego sobre su cabeza y después se descolgó por el borde del tejado, mirando hacia abajo, a la calle.
Cerca de él, a su izquierda, había una serie de esculturas de piedra que sobresalían del muro. Tanteó con los pies hasta que pudo posarlos sobre una de ellas, sin dejar de agarrarse en el borde del tejado. Las esculturas descendían lateralmente por el muro, hasta llegar casi al nivel de la calle. Pero la piedra parecía estar en mal estado. ¿Resistiría su peso?
Hawkmoon no se detuvo. Dejó caer todo su peso sobre la primera escultura, que empezó a crujir y a desmoronarse como un diente podrido. Rápidamente, se dejó caer sobre la siguiente y luego sobre la otra, mientras los trozos de piedra se desprendían, cayendo por los lados del edificio para ir a estrellarse sobre el lejano pavimento de la calle.
Finalmente, consiguió descender lo bastante como para saltar y pronto se encontró sobre las piedras del pavimento, cubiertas de polvo. Entonces, echó a correr, no para alejarse de la torre…, sino hacia ella. En su mente no existía ahora otro pensamiento que vengarse de D'Averc por haber sido el causante del suicidio de Oladahn.
Encontró la entrada de la torre y la traspasó a tiempo de escuchar el sonido de pisadas de metal, indicativas de que D'Averc y sus hombres descendían. Escogió un lugar de la escalera, cerrada por una maciza barandilla, en la que podría enfrentarse a los granbretanianos uno a uno en cuanto aparecieran. D'Averc fue el primero en hacerlo. Se detuvo en seco al ver al encendido Hawkmoon, y su mano, enfundada en el guantelete, descendió hacia la empuñadura de su espada.
—Os habéis comportado como un idiota al no haber aprovechado el tonto sacrificio de vuestro amigo para escapar —dijo despreciativamente el mercenario con máscara de oso—. Ahora, nos guste o no, supongo que tendremos que mataros… —Empezó a toser, doblándose en un aparente gesto de angustia, apoyándose débilmente contra el muro. Le hizo una desmayada señal al nombre bajo y fornido que venía detrás de él, uno de los que Hawkmoon había visto ayudándole sobre las almenas—. Oh, mi querido duque Dorian. Debo pediros disculpas… Mi enfermedad se apodera de mí en los momentos más inconvenientes. Ecardo…, ¿queréis…?
Ecardo, de cuerpo poderosamente constituido, saltó hacia adelante lanzando un gruñido y extrayendo del cinto un hacha de combate de mango corto, que se añadió a la espada que ya sostenía en la otra mano. El hombre sonrió con placer.
—Gracias, amo. Veamos cómo lucha este ser sin máscara.
Se movió como un gato, disponiéndose para el ataque. Hawkmoon se preparó para detener el primer golpe de Ecardo.
Entonces, el hombre lanzó un feroz aullido y el hacha de combate cortó el aire para chocar estruendosamente contra la hoja de Hawkmoon. Inmediatamente después, la espada corta de Ecardo se lanzó hacia arriba, y Hawkmoon, que aún se sentía débil por el viaje y el hambre, apenas si logró hurtar el cuerpo a tiempo. A pesar de ello, la espada le atravesó el algodón de los pantalones bombacho y notó el frío borde cortante contra su carne.
La hoja de Hawkmoon se deslizó por debajo del hacha y golpeó contra la burlona máscara de oso de Ecardo, desprendiéndole uno de los colmillos y abollándole el hocico.
Ecardo lanzó una maldición y volvió a intentar una estocada, pero Hawkmoon se echó contra el brazo que sostenía la espada, atrapándole entre su propio cuerpo y el muro.
Dejó entonces su propia espada, que le quedó colgando de la muñeca, sujeta por la correa, y agarró el brazo de Ecardo, tratando de retorcérselo para arrebatarle el hacha.
La rodilla de Ecardo, cubierta con las placas de la armadura, se introdujo entre las ingles de Hawkmoon, pero éste mantuvo su posición a pesar del terrible dolor, tiró del hombre escalera abajo, lo empujó en esa dirección y lo soltó, dejando que cayera llevado por su propio impulso.
Ecardo cayó sobre las piedras del suelo con un golpe seco que hizo retumbar toda la torre. Y ya no se movió.
Hawkmoon miró a D'Averc.
—Bien, sir, ¿os habéis recuperado ya?
D'Averc se levantó la máscara ornamentada, poniendo al descubierto el rostro pálido y los ojos apagados de un inválido. Su boca se retorció en una ligera sonrisa.
—Haré todo lo que pueda —dijo.
Y cuando avanzó lo hizo con rapidez, con movimientos que correspondían a los de un hombre bien entrenado.
Pero esta vez fue Hawkmoon quien tomó la iniciativa lanzando contra su enemigo una estocada que casi le cogió por sorpresa, pero que el otro detuvo con una sorprendente rapidez. El tono lánguido de su voz no hacía justicia a la rapidez de sus reflejos.
Hawkmoon se dio cuenta de que, a su manera, D'Averc era tanto o más peligroso que el propio Ecardo. También pensó que si éste último sólo había quedado conmocionado, pronto podría encontrarse atrapado entre dos enemigos.
El intercambio de golpes con las espadas fue tan rápido que las dos hojas daban una sola impresión de metal. Pero los dos hombres se mantuvieron firmes. D'Averc, con su gran máscara echada hacia atrás, sonreía, y mostraba en los ojos una expresión de tranquilo placer. Casi parecía un hombre que estuviera disfrutando de una buena interpretación musical o de algún otro pasatiempo pasivo.
Debilitado por el viaje a través del desierto y hambriento, Hawkmoon sabía que no podía seguir luchando de aquella forma durante mucho más tiempo. Buscó desesperadamente un hueco en la espléndida defensa de D'Averc. Entonces, su enemigo resbaló ligeramente sobre uno de los escalones rotos. Hawkmoon le lanzó una rápida estocada, pero el otro la detuvo, aunque sufrió una herida en el antebrazo.
Detrás de D'Averc, los guerreros de la orden del Oso esperaban ávidamente, con las espadas preparadas para terminar con Hawkmoon en cuanto se les presentara la menor oportunidad.
Hawkmoon empezó a cansarse con rapidez, hasta que se encontró actuando en el más puro estilo defensivo, consiguiendo apenas detener el acero que le buscaba la cara, el cuello, el corazón o el vientre. Retrocedió un paso y luego otro.
Al dar el segundo paso hacia atrás, escuchó tras él un gruñido y supo que Ecardo estaba recuperando el sentido. Los osos no tardarían en apoderarse de él.
Sin embargo, eso apenas le importaba ahora que Oladahn había muerto. El intercambio de estocadas se hizo más duro, y la sonrisa de D'Averc se hizo más amplia al darse cuenta de que cada vez tenía más cerca la victoria.
En lugar de tener a Ecardo a su espalda, Hawkmoon prefirió saltar de pronto los escalones, sin volverse. Su hombro chocó contra otro cuerpo y se giró rápidamente, dispuesto a enfrentarse al embrutecido Ecardo.
Y entonces, su espada casi se le cayó de la mano, lleno de asombro. —¡Oladahn!
El pequeño hombre bestia estaba levantando la espada del propio guerrero oso sobre la agitada cabeza de Ecardo.
—Sí…, estoy vivo. Pero no me preguntéis cómo. También es un misterio para mí.
Y, con un gran crujido, golpeó con la parte plana de la espada contra el casco de Ecardo, cuyo cuerpo volvió a quedar inmediatamente inmóvil.
No había más tiempo para hablar. Hawkmoon apenas si logró detener la siguiente estocada de D'Averc, quien también mostraba una expresión de incredulidad en el rostro al ver vivo a Oladahn.
Hawkmoon se las arregló para penetrar a través de la guardia del francés, partiéndole la armadura del hombro, pero D'Averc pudo desviar a un lado la mayor parte de la fuerza del golpe y reanudó el ataque. Sin embargo, Hawkmoon había perdido ahora la ventaja de su posición. La salvaje máscara de oso le sonrió burlonamente al tiempo que sus guerreros bajaban atropelladamente la escalera.
Hawkmoon y Oladahn retrocedieron hacia la puerta, confiando en recuperar su ventaja, aun sabiendo que contaban con muy pocas posibilidades de conseguirlo. Mantuvieron su posición durante otros diez minutos de encarnizada lucha contra un enemigo que les superaba ampliamente en número. Mataron a dos granbretanianos e hirieron a tres más.
Pero se estaban debilitando rápidamente. Hawkmoon apenas si podía sostener ya la espada.
Sus ojos nublados apenas lograban divisar a sus oponentes, mientras éstos estrechaban el cerco como brutos dispuestos a matar. Escuchó el grito triunfal de D'Averc.
«¡Cegedlos vivos!», y después se desmoronó bajo una oleada de metal.
Cargados de cadenas, hasta el punto de que casi no podían respirar, Hawkmoon y Oladahn fueron obligados a bajar innumerables tramos de escalera hasta las profundidades de la gran torre, que parecía hundirse bajo tierra tanto como sobresalía en el aire.
Los guerreros oso llegaron finalmente a una cámara que, evidentemente, había sido un antiguo almacén, pero que ahora podía servir como eficaz mazmorra.
Allí fueron arrojados sobre la dura roca. Permanecieron tendidos sobre ella hasta que una bota les obligó a darse la vuelta. Ambos se quedaron mirando, con los ojos parpadeantes, la luz de la antorcha sostenida por el fornido Ecardo, cuya máscara abollada parecía sonreír burlonamente. D'Averc, que seguía manteniendo la máscara echada hacia atrás, estaba de pie, al lado de Ecardo, acompañado por el enorme y peludo guerrero que Hawkmoon viera anteriormente. D'Averc sostenía un pañuelo de brocado sobre sus labios, y se apoyaba pesadamente en el brazo del gigante.
D'Averc tosió teatralmente y sonrió, mirando a sus prisioneros.
—Me temo que voy a tener que dejaros pronto, caballeros. Este aire subterráneo y viciado no es bueno para mí. Sin embargo, no creo que resulte dañino para dos jóvenes tan robustos como vosotros. No tendréis que permanecer aquí más que un día, os lo aseguro. He enviado a pedir un ornitóptero más grande, capaz de transportaros a ambos a Sicilia, donde en estos momentos acampa el grueso de mis fuerzas. —¿Ya os habéis apoderado de Sicilia? —preguntó Hawkmoon con aparente indiferencia—. ¿Habéis conquistado la isla?
—En efecto. El Imperio Oscuro no anda perdiendo el tiempo. De hecho… —D'Averc tosió con fingida modestia sobre el pañuelo—, yo soy el héroe de Sicilia. Ha sido mi liderazgo el que ha permitido subyugar la isla tan rápidamente. Pero ese triunfo no ha sido nada especial, ya que el Imperio Oscuro cuenta con muchos capitanes tan capaces como yo mismo. Hemos hecho numerosas conquistas en toda Europa durante estos últimos meses… y también en el este.
—Pero la Camarga sigue resistiendo —dijo Hawkmoon—. Eso es algo que debe irritar mucho al rey–emperador.
—Oh, la Camarga no podrá resistir nuestro asedio durante mucho más tiempo —dijo D'Averc confiadamente —. Estamos concentrando toda nuestra atención en esa pequeña provincia. Incluso es posible que a estas alturas ya haya caído…
—No mientras viva el conde Brass —replicó Hawkmoon sonriendo.
—En tal caso no durará mucho —dijo D'Averc—. He oído decir que fue gravemente herido y que su lugarteniente Von Villach murió en una batalla reciente.
Hawkmoon no sabía si D'Averc estaba mintiendo o no. No permitió que ningún rasgo de emoción apareciera en su semblante, pero aquellas noticias le produjeron una gran conmoción interna. ¿Estaba Camarga a punto de caer? Y, en tal caso, ¿qué sería de Yisselda?
—Es evidente que estas noticias os perturban —murmuró D'Averc—. Pero no temáis, duque, porque cuando la Camarga caiga será en mis manos si todo marcha como espero.
Tengo la intención de reclamar esa provincia como recompensa por haberos capturado. Y a estos fieles compañeros —añadió, señalando a sus embrutecidos sirvientes— les confiaré el gobierno de Camarga cuando yo no pueda hacerlo. Ellos comparten todos los aspectos de mi vida…, mis secretos, mis placeres. Por lo tanto, es justo que también compartan mis triunfos. A Ecardo lo nombraré administrador de mis bienes, y creo que a Peter lo nombraré conde.
Desde el interior de la máscara del gigante surgió un gruñido animal. D'Averc sonrió.
—Peter no tiene mucho cerebro, pero su fuerza y su lealtad son incuestionables. Quizá me decida a sustituir al conde Brass, colocando a Peter en su lugar.
Hawkmoon se agitó coléricamente entre sus cadenas.
—Sois una bestia salvaje, D'Averc, pero no os daré el placer de verme explotar, si es eso lo que pretendéis. Esperaré pacientemente a que llegue mi momento. Quizá logre escapar de vos. Y, en tal caso…, viviréis aterrorizado en espera del día en que se cambien los papeles y estéis en mi poder.
—Me temo que os mostráis demasiado optimista, duque. Descansad aquí, disfrutad de la paz, pues no volveréis a conocerla una vez hayáis regresado a Granbretan.
D'Averc hizo una inclinación burlona y se marchó, seguido por sus hombres. La luz de la antorcha se desvaneció, y Hawkmoon y Oladahn quedaron sumidos en la más completa oscuridad.
—Ah —sonó la voz de Oladahn al cabo de un rato—. Me resulta difícil aceptar seriamente mi situación después de todo lo que ha sucedido a lo largo del día. Ni siquiera estoy seguro aún de saber si esto es sólo un sueño, la muerte, o la realidad. —¿Qué os ocurrió, Oladahn? —preguntó Hawkmoon—. ¿Cómo pudisteis sobrevivir a ese gran salto en el vacío que disteis? Me imaginé que vuestro cuerpo había quedado aplastado bajo la torre.
—Y así habría tenido que ser —asintió Oladahn—, si no me hubiera visto detenido en plena caída por los fantasmas. —¿Fantasmas? Bromeáis.
—No… Esas cosas… como fantasmas… surgieron de las ventanas de la torre, me recogieron y me depositaron suavemente sobre el suelo. Tenían el tamaño y la figura de los hombres, pero apenas si eran tangibles… —¡Debisteis caer, golpearos la cabeza y luego soñasteis todo eso!
—Podríais tener razón —admitió Oladahn, quien, tras una pausa, añadió—: Pero, de ser así, aún debo estar soñando. Mirad a vuestra izquierda.
Hawkmoon volvió la cabeza, y se quedó con la boca abierta por el asombro ante lo que vio. Allí, pudo ver con toda claridad la figura de un hombre. Sin embargo, también podía mirar a través del hombre, distinguiendo el muro que se hallaba tras él, como si estuviera mirando a través de una neblina lechosa.
—Parece un fantasma clásico —observó Hawkmoon—. Resulta extraño compartir vuestro sueño…