Los tres hombres decidieron desembarazarse de los cadáveres. Los envolvieron en capas, o ataron con correas los miembros sueltos y lo arrojaron todo por la borda. Fue un trabajo nauseabundo que les ocupó durante largo rato, ya que algunos de los restos los encontraron semiocultos bajo montones de otras cosas.
De pronto, Oladahn se detuvo mientras trabajaban, con los ojos fijos en una mano humana cortada que, de algún modo, se había momificado. La tomó de mala gana entre sus manos e inspeccionó un anillo que vio en el dedo meñique. Miró a Hawkmoon y dijo:
—Duque Dorian… —¿Qué ocurre? No te molestes en quitar ese anillo. Lo único que tienes que hacer es desembarazarte de esa cosa…
—No… Se trata del anillo. Mirad…, tiene un dibujo peculiar… Hawkmoon cruzó con impaciencia la estancia débilmente iluminada y observó el objeto, abriendo la boca, desconcertado, al reconocerlo. —¡No! ¡No puede ser!
El anillo era el de Yisselda. Se trataba del mismo anillo que el conde Brass le había colocado en el dedo para señalar así su compromiso con Dorian Hawkmoon.
Aturdido por el horror, Hawkmoon tomó la mano momificada, con una expresión de incomprensión en su rostro. —¿De qué se trata? —susurró Oladahn—. ¿Qué os perturba tanto?
—Es de ella. Es de Yisselda.
—Pero ¿cómo pudo haberse encontrado navegando por este océano, a tantos cientos de kilómetros de Camarga? No es posible, duque Dorian.
—Es el anillo de ella —repitió Hawkmoon contemplando fijamente la mano, inspeccionándola ávidamente cuando cobró conciencia del hecho—. Pero… la mano no es suya. Mirad, ese anillo apenas si encaja en ese dedo. El conde Brass se lo colocó en el dedo medio, e incluso entonces estaba bastante suelto. Esta mano pertenece a algún ladrón. —Sacó el precioso anillo del dedo y arrojó la mano al suelo—. Alguien que quizá estuvo en Camarga y robó el anillo… —Sacudió la cabeza y añadió casi como hablando para sí mismo—: Pero no es probable. Y, sin embargo, ¿qué otra explicación hay?
—Quizá ella viajó en esta dirección…, dirigiéndose posiblemente en vuestra busca —sugirió Oladahn.
—Sería una tontería haberlo hecho. Pero es posible. No obstante, si ha sido así, ¿dónde está ahora Yisselda?
Oladahn estaba a punto de decir algo cuando, procedente de arriba, se escuchó un terrible estruendo. Ambos levantaron la vista hacia la entrada a la bodega.
Un rostro sonriente, con expresión de loco, les contemplaba desde arriba. De algún modo, uno de los guerreros locos se las había arreglado para subir a bordo. Ahora se preparaba para saltar sobre ellos.
Hawkmoon consiguió desenvainar la espada en el instante en que el loco atacaba, espada en mano. El metal se cruzó con el metal.
Oladahn desenvainó su propia espada, y D'Averc acudió corriendo, pero Hawkmoon gritó: —¡Cogedlo vivo! ¡Tenemos que cogerle vivo!
Mientras Hawkmoon contenía al loco, D'Averc y Oladahn volvieron a envainar las espadas y cayeron sobre la espalda del guerrero, agarrándole por los brazos. El hombre se liberó dos veces, pero finalmente cayó al suelo pataleando, al tiempo que ellos lo sujetaban con fuertes cuerdas y lo ataban. Al cabo de un rato se quedó quieto, riéndose de ellos, sin ver nada, echando espumarajos por la boca. —¿De qué nos va a servir vivo? —preguntó D'Averc con amable curiosidad—. ¿Por qué no cortarle el cuello y acabar de una vez con él?
—Esto es un anillo que acabo de encontrar —dijo Hawkmoon sosteniéndolo en alto para que lo viera—. Pertenece a Yisselda, la hija del conde Brass. Quiero saber cómo lo obtuvieron estos hombres.
—Es extraño —comentó D'Averc frunciendo el ceño—. Tengo entendido que la muchacha todavía está en Camarga, cuidando de su padre. —¿De modo que el conde Brass está herido?
—Así es —contestó D'Averc sonriendo—. Pero Camarga sigue resistiendo nuestros ataques. Yo sólo trataba de perturbar vuestro ánimo, duque Dorian. No conozco la gravedad de las heridas del conde Brass, pero sé que él aún vive. Y ese prudente amigo suyo, Bowgentle, le ayuda a mandar a sus tropas. Por lo último que sé, el enfrentamiento entre el Imperio Oscuro y Camarga ha terminado en tablas. —¿Y no habéis sabido nada de Yisselda? ¿No habéis oído decir que haya abandonado Camarga?
—No —contestó D'Averc desconcertado—. Pero creo recordar… Ah, sí…, a un hombre que sirvió en el ejército del conde Brass. Creo que lo convencieron para que tratara de raptar a la muchacha, aunque ese intento no tuvo ningún éxito. —¿Cómo lo sabéis?
—Porque Juan Zhinaga…, el hombre en cuestión, desapareció. Es presumible que el conde Brass descubriera sus pérfidos propósitos y lo matara.
—Me resulta difícil creer que Zhinaga sea un traidor. Conozco superficialmente a ese hombre… Fue capitán de caballería.
—Capturado por nosotros durante la segunda batalla de Camarga —añadió D'Averc sonriendo—. Creo que era un alemán, y nosotros teníamos a buen recaudo a algunos miembros de su familia… —¡Le hicisteis chantaje!
—Le hicieron chantaje, en efecto, aunque yo no fui el responsable de eso.
Simplemente, me enteré del plan durante una conferencia que se celebró en Londra entre los diversos comandantes que habían sido convocados por el rey Huon para informarle del curso de los acontecimientos en las campañas que estábamos librando en Europa.
—Pero supongamos que Zhinaga tuvo éxito en sus propósitos —dijo Hawkmoon con las cejas fruncidas— y que, de algún modo, no consiguió llegar con Yisselda hasta donde está vuestra gente, y fue detenido en su camino por los hombres del dios Loco…
—Jamás se atreverían a ir tan lejos como el sur de Francia —rechazó D'Averc la idea—. Si lo hubieran hecho así nos habríamos enterado.
—En tal caso, ¿cuál es la explicación?
—Preguntémosle a este caballero —sugirió D'Averc señalando al loco, cuyas risas se habían apagado de tal modo que eran casi inaudibles.
—Confiemos en que podamos sacarle alguna cosa con sentido —comentó Oladahn dubitativamente—. ¿Creéis que se puede conseguir algo con dolor? —preguntó D'Averc.
—Lo dudo —contestó Hawkmoon—. No conocen el miedo. Tenemos que intentar otro método distinto. —Miró con aversión al loco y añadió—: Le dejaremos tranquilo durante un tiempo y confiaremos en que eso le calme un poco.
Volvieron a subir a la cubierta, cerrando la entrada a la bodega. El sol empezaba a ponerse y ahora ya tenían a la vista la costa de Crimea, en forma de unos negros acantilados recortados contra el cielo púrpura. El agua estaba tranquila y parecía moteada bajo la luz del sol poniente. El viento soplaba hacia el norte.
—Será mejor que corrija nuestro curso —sugirió D'Averc—. Creo que estamos navegando demasiado hacia el norte.
Avanzó por la cubierta para aflojar el timón y hacerlo girar varios puntos hacia el sur.
Hawkmoon asintió, con un gesto ausente, observando a D'Averc, quien, con su gran máscara echada hacia atrás, gobernaba el barca con mano experta.
—Esta noche tendremos que echar anclas y continuar la navegación por la mañana —observó Oladahn.
Hawkmoon no dijo nada. Su cabeza estaba llena de interrogantes sin contestar. Las vicisitudes de las últimas veinticuatro horas le habían puesto al borde del agotamiento, y el temor que ahora había aparecido en su mente amenazaba con conducirle a una locura mucho más terrible que la del hombre que tenían atado en la bodega.
Aquella misma noche, algo más tarde, estudiaron a la luz de las lámparas suspendidas del techo el rostro dormido del hombre que habían capturado. Las lámparas se balanceaban al compás del barco anclado mecido por las aguas, arrojando sombras oscilantes hacia los rincones de la bodega y sobre los grandes montones de objetos desparramados por todas partes. Una rata chilló en alguna parte, pero los hombres ignoraron el sonido. Todos ellos habían dormido un poco y ahora se sentían más relajados.
Hawkmoon se arrodilló al lado del hombre atado y le tocó la cara. Sus ojos se abrieron al instante, miró apagadamente a su alrededor y les observó a ellos. Su expresión ya no era la de un loco, sino más bien la de alguien que está algo sorprendido. —¿Cuál es vuestro nombre? —le preguntó Hawkmoon.
—Coryanthum de Kerch…, y vos, ¿quién sois? ¿Dónde estoy?
—Deberíais saberlo —contestó Oladahn—. A bordo de vuestro propio barco, ¿no lo recordáis? Vos y vuestros compinches atacasteis nuestra nave. Hubo una lucha feroz.
Logramos escapar y vos nadasteis en pos de nosotros e intentasteis matarnos.
—Recuerdo haberme hecho a la vela, pero nada más —dijo Coryanthum con un tono de voz que reflejaba perplejidad. Entonces trató de incorporarse—. ¿Por qué me habéis atado?
—Porque sois peligroso —contestó D'Averc con naturalidad—. Estáis loco.
Coryanthum se echó a reír. Era una risa totalmente natural. —¿Loco? ¡Tonterías!
Los tres hombres se miraron entre sí, extrañados. Porque, en efecto, el hombre no mostraba ahora el menor rasgo de locura. Una expresión de comprensión apareció en el semblante de Hawkmoon. —¿Qué es lo último que recordáis?
—Al capitán dirigiéndose a nosotros. —¿Qué os dijo?
—Que íbamos a tomar parte en una ceremonia…, que íbamos a beber una bebida especial… Nada más que eso. —Coryanthum frunció el ceño—. Tomamos aquella bebida…
—Describidnos vuestra vela —le pidió Hawkmoon—. ¿Nuestra vela? ¿Por qué? —¿Tiene algo especial?
—No que yo recuerde. Es una vela… de color azul oscuro. Eso es todo. —¿Sois marino mercante? —preguntó Hawkmoon.
—En efecto. —¿Y éste es el primer viaje que hacéis en este barco?
—Así es. —¿Cuándo os enrolasteis?
—Anoche, amigo —contestó Coryanthum con expresión de impaciencia—. El día del Caballo, según el cálculo de Kerch. —¿Es ése un cálculo universal?
—Oh… —exclamó el marino levantando una ceja—, fue el once del tercer mes.
—De eso hace tres meses —dijo D'Averc—. ¿Eh? —Coryanthum miró al francés a través de la semipenumbra—. ¿Tres meses? ¿Qué queréis decir?
—Que fuisteis drogado —le explicó Hawkmoon—. Drogado y después utilizado para cometer los actos de piratería más bárbaros de los que hayáis oído hablar. ¿Sabéis algo sobre el culto al dios Loco?
—Un poco. He oído decir que se localiza en alguna parte de Ucrania y que sus partidarios se han aventurado últimamente por otras partes…, incluso en mar abierto. —¿Sabéis que vuestra vela lleva ahora la señal del dios Loco? ¿Qué hace apenas unas horas asaltasteis nuestra nave y os visteis involucrado en un baño de sangre? Mirad vuestro cuerpo… —Hawkmoon se inclinó hacia él para cortar las cuerdas—. Estáis completamente desnudo. Mirad lo que lleváis en el cuello.
Coryanthum de Kerch se incorporó lentamente, extrañado ante su propia desnudez, llevándose los dedos al cuello y palpando el collar que llevaba allí.
—Yo… no comprendo nada. ¿Se trata de un truco?
—De un truco malvado… que nosotros no cometimos —contestó Oladahn—. Fuisteis drogado hasta que os volvisteis loco. Después se os ordenó matar y apoderaros de todo el botín de que fuerais capaces. Sin duda alguna, vuestro «capitán mercante» era el único hombre que sabía lo que iba a sucederos, y ahora es casi seguro que no está a bordo. ¿Recordáis algo? ¿Alguna instrucción sobre el lugar al que debíais ir?
—Ninguna.
—Sin duda el capitán tenía la intención de encontrarse más adelante con el barco y guiarlo hacia el puerto que él utilice como base —comentó D'Averc—. Quizá exista un barco que mantiene regularmente el contacto con los otros, si es que todos están llenos con idiotas como éste.
—En alguna parte de este mismo barco debe existir una gran provisión de droga —dijo Oladahn—. No cabe la menor duda de que todos se alimentaban regularmente con ella.
Este tipo no ha vuelto a tomar la droga únicamente gracias a que hemos sido nosotros quienes le hemos encontrado. —¿Cómo os sentís? —le preguntó Hawkmoon al marinero.
—Débil…, como si me faltara todo signo de vida y sentimiento.
—Es comprensible —dijo Oladahn—. Es casi seguro que esa droga termina por matarle a uno. ¡Es un plan monstruoso! Apoderarse de hombres inocentes, administrarles y alimentarles con una droga que los enloquece y que en último término los mata, y utilizarlos mientras tanto para robar y matar, para después recoger todo el botín. Jamás había escuchado nada igual. Creía que el culto al dios Loco estaba compuesto por fanáticos honestos, pero da la impresión de que todo está controlado por una fría inteligencia.
—Por lo menos en sus acciones sobre el mar —dijo Hawkmoon —. A pesar de todo, me gustaría encontrar al hombre responsable de todo esto. Sólo él puede saber dónde está Yisselda.
—En primer lugar, sugiero que arriemos la vela —dijo D'Averc—. Entraremos en el puerto con ayuda de la marea. No nos recibirán muy bien si ven la vela que llevamos. Por otra parte, podemos hacer un buen uso de todo este tesoro. ¡Ahora somos hombres ricos!
—Seguís siendo mi prisionero, D'Averc —le recordó Hawkmoon—. Pero tenéis razón, podemos disponer de una parte de este tesoro, puesto que las pobres almas que lo poseían ya han muerto. En cuanto al resto, lo podemos entregar a algún hombre honesto para que lo reparta, y compense así a quienes han perdido a sus parientes y fortunas a manos de los marinos locos. —¿Y después, qué? —preguntó Oladhan.
—Después volveremos a hacernos a la vela… en espera de que asome el jefe de este barco. —¿Podemos estar seguros de que aparecerá? ¿Qué pasará si se entera de nuestra visita a Simferopol? —preguntó Oladahn.
—En tal caso, no cabe la menor duda de que aún tendrá más deseos de encontrarnos —replicó Hawkmoon sonriendo burlonamente.
Así pues, el botín fue vendido en Simferopol. Una parte del dinero obtenido se utilizó para aprovisionar el barco y comprar nuevo equipo y caballos, y el resto se le entregó para su reparto a un mercader, a quien todos recomendaron como el más honesto de toda Crimea. No mucho después de la llegada del barco capturado apareció el Muchacha sonriente. Hawkmoon se apresuró a comprar el silencio de su capitán en lo relativo a la naturaleza del barco de la vela negra. Recuperó sus pertenencias, incluyendo la alforja que contenía el regalo que le hiciera Rinal y, acompañado por Oladahn y D'Averc, subieron de nuevo a su barco y salieron del puerto aprovechando la marea de la tarde.
Dejaron a Coryanthum en compañía del mercader, para que se recuperara.
El barco negro navegó tranquilamente durante más de una semana, ya que apenas si hubo viento durante todo ese tiempo. Según los cálculos de Hawkmoon las corrientes los llevaban cerca del canal que separaba el mar Negro del mar de Azov, en las proximidades de Kerch, allí donde había sido reclutado Coryanthum.