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Authors: Dalai Lama y Howard C. Cutler

Tags: #Ensayo

El arte de la felicidad (7 page)

Los investigadores contemporáneos no sólo han rechazado la tesis de la agresividad innata, sino también la del egoísmo. Investigadores como C. Daniel Batson o Nancy Eisenberg, de la Universidad Estatal de Arizona, han realizado numerosos estudios en los que se demuestra que los seres humanos tenemos una tendencia hacia el comportamiento altruista, y algunos científicos, como la socióloga Linda Wilson, tratan de descubrir la causa. La doctora Wilson ha teorizado que el altruismo puede formar parte de nuestro instinto básico de supervivencia, precisamente lo opuesto a las ideas de pensadores anteriores, quienes sostuvieron que la hostilidad y la agresividad eran las características constitutivas de nuestro instinto de supervivencia. Al examinar más de cien grandes desastres naturales, la doctora Wilson encontró una fuerte tendencia altruista entre las víctimas, lo que parecía formar parte del proceso de recuperación. Descubrió que la ayuda mutua tendía a evitar problemas psicológicos derivados de situaciones traumáticas.

La tendencia a establecer estrechos vínculos con los demás, actuando en favor del bienestar colectivo, puede estar profundamente enraizada en la naturaleza humana por haberse forjado en un remoto pasado, cuando aquellos que pasaban a formar parte de un grupo tenían mayores probabilidades de supervivencia. Esta necesidad de estrechos lazos sociales persiste en la actualidad. En un estudio realizado por el doctor Larry Scherwitz, que examina los factores de riesgo de enfermedades coronarias, se ha descubierto que las personas más centradas en sí mismas (quienes suelen utilizar más los pronombres «yo», «mi» y «mío» en una entrevista) eran las más propensas a desarrollarlas, a pesar de mantener refrenados muchos comportamientos amenazadores para la salud. Los científicos están descubriendo que las personas sin estrechos lazos sociales tienen una salud deficiente, niveles más elevados de infelicidad y son más vulnerables al estrés.

Abrirse para ayudar a los demás puede ser tan fundamental para nuestra naturaleza como la comunicación. Podría establecerse una analogía con el desarrollo del lenguaje, que, como la capacidad para la compasión y el altruismo, es una de las magníficas características de la raza humana. Hay zonas del cerebro específicamente dotadas para el desarrollo del lenguaje. Si nos vemos expuestos a unas condiciones ambientales correctas, como por ejemplo una sociedad en la que se habla, esas zonas del cerebro empiezan a desarrollarse y a madurar y aumenta nuestra capacidad para el lenguaje. Del mismo modo, todos los seres humanos pueden poseer la «semilla de la compasión», que florecerá en condiciones adecuadas en el hogar, en el conjunto de la sociedad quizá, más tarde, gracias a nuestros propios y decididos esfuerzos. Animados por esta idea, los investigadores tratan de descubrir ahora cuáles son las condiciones ambientales óptimas para la maduración de esa semilla en los niños. Por el momento han identificado varios factores: tener padres capaces de regular sus propias emociones, con un comportamiento altruista que los niños puedan imitar, que establezcan límites apropiados para el comportamiento del niño, que infundan en él responsabilidad y que utilicen el razonamiento para dirigir su atención hacia estados afectivos y hacia las consecuencias que puede tener su comportamiento sobre los demás.

Revisar nuestros presupuestos sobre la naturaleza fundamental de los seres humanos, pasando de lo hostil a lo cooperativo, abre nuevas posibilidades ante nosotros. Si empezamos por asumir el modelo del propio interés de todo comportamiento humano, el niño sirve como un ejemplo perfecto, como una «prueba» de esa teoría. En el momento de nacer, parece tener una sola cosa en su mente: la satisfacción de sus necesidades, como la alimentación y el bienestar físico. Pero si dejamos de lado esa suposición, empieza a surgir ante nosotros una imagen completamente nueva. Podemos decir entonces, con la misma facilidad, que el niño nace programado sólo para aportar placer y alegría a los demás. Al observar a un niño sano, sería difícil negar la naturaleza bondadosa de los seres humanos. A partir de esto, podríamos argumentar que el niño tiene una capacidad innata para aportar placer a otro, a la persona que lo cuida. Un recién nacido, por ejemplo, sólo tiene desarrollado un cinco por ciento del sentido del olfato, en comparación con un adulto, mientras que el sentido del gusto es más débil aún. Pero estos sentidos en el recién nacido están polarizados en el olor y el sabor de la leche. El acto de mamar no sólo le aporta nutrientes, sino que también sirve para aliviar la tensión en el pecho de la madre. Así pues, podríamos decir que el niño nace con la capacidad innata para producir placer en la madre, al aliviar la tensión en su pecho.

Un niño también está biológicamente programado para reconocer y responder, y son muy pocas las personas que no experimentan un verdadero placer cuando un bebé las mira inocentemente a los ojos y les sonríe. Algunos etólogos han sugerido que cuando un niño sonríe a la persona que lo cuida, o la mira directamente a los ojos, está siguiendo una «pauta biológica» profundamente enraizada que «provoca» comportamientos bondadosos, tiernos y atentos en esa persona, que también son instintivos. Conforme avanza la investigación de la naturaleza, la noción del niño como un pequeño manojo de egoísmo, como una máquina de comer y dormir, va dejando paso a la de un ser que llega al mundo dotado de un mecanismo para complacer a los demás, y que sólo necesita condiciones ambientales adecuadas para que germine y crezca en él la «semilla de la compasión», fundamental y natural.

Una vez que llegamos a la conclusión de que la naturaleza básica de la humanidad es compasiva en lugar de agresiva, nuestra relación con el mundo que nos rodea cambia inmediatamente. Ver a los demás como básicamente compasivos en lugar de hostiles y egoístas nos ayuda a relajamos, a confiar, a sentimos a gusto. Nos hace más felices.

MEDITACIÓN SOBRE EL PROPÓSITO DE LA VIDA

Esa semana, mientras el Dalai Lama estaba en el desierto de Arizona, dedicado a explorar la naturaleza humana y a examinar la mente con el escrutinio de un científico, una sencilla verdad pareció iluminar todas las discusiones: el propósito de nuestra vida es la felicidad. Esa simple afirmación puede utilizarse como una poderosa herramienta para navegar a través de los problemas cotidianos. Desde esa perspectiva, nuestra tarea consiste en descartar las que conducen al sufrimiento y acumular aquellas otras que conducen a la felicidad. El método, la práctica diaria, supone incrementar nuestra comprensión de lo que conduce verdaderamente a la felicidad.

Cuando la vida se hace demasiado complicada y nos sentimos abrumados, a menudo resulta muy útil retroceder un poco y recordar cuál es nuestro propósito, nuestro objetivo esencial. Al afrontar la sensación de estancamiento y confusión, puede sernos útil tomar una hora, una tarde o incluso varios días para reflexionar y determinar qué es lo que nos aportará verdaderamente felicidad, para luego organizar nuestras prioridades. Eso puede resituar nuestra vida en el contexto adecuado, permitir una nueva perspectiva y ver el camino correcto.

De vez en cuando, tenemos que afrontar decisiones fundamentales que pueden afectar al curso de nuestras vidas. Quizá decidamos, por ejemplo, contraer matrimonio, tener hijos o estudiar para ser abogados, artistas o electricistas. Una de dichas decisiones puede ser también la firme resolución de ser felices, de conocer los factores que conciernen a la consecución de la felicidad y dar pasos en esa dirección. Volverse hacia la felicidad como un objetivo alcanzable y tomar la decisión de buscarla de manera sistemática puede cambiar profundamente nuestra vida.

El conocimiento que tiene el Dalai Lama de los factores que, en último término, conducen a la felicidad, proviene de toda una vida de observación metódica de su propia mente, de exploración de la condición humana, dentro del marco establecido por Buda hace veinticinco siglos. Así, el Dalai Lama ha llegado a algunas conclusiones definitivas sobre qué actividades y pensamientos son más valiosos. Sintetizó sus convicciones en las siguientes palabras, sobre las que se debe meditar.

—A veces, al encontrarme con viejos amigos, recuerdo lo rápidamente que pasa el tiempo. Y eso hace que me pregunte si lo utilizamos adecuadamente. La utilización adecuada del tiempo es muy importante. Con este cuerpo y especialmente con este extraordinario cerebro humano, cada minuto es precioso. Nuestra existencia cotidiana está llena de esperanza, a pesar de que nada garantiza nuestro futuro. Nada nos asegura que mañana, a esta misma hora, estaremos aquí. A pesar de ello, trabajamos esperanzados. Así pues, necesitamos hacer el mejor uso posible de él. Estoy convencido de que la utilización adecuada del tiempo consiste en servir a otras personas, a otros seres sensibles. Si no pudiera ser así, evitemos al menos causarles daño. Creo que ésa es toda la base de mi filosofía.

»Así pues, reflexionemos sobre cuál es el verdadero valor en la vida, qué da significado a nuestras vidas, y establezcamos nuestras prioridades sobre esa base. El propósito de nuestra vida ha de ser positivo. No nacimos con el propósito de causar problemas, de hacer daño a los demás. Para que nuestra vida sea valiosa, tenemos que desarrollar buenas cualidades, como cordialidad, afabilidad y compasión. Entonces, nuestra vida podrá ser más significativa y pacífica, más feliz.

Segunda parte: Compasión y calidez humanas
Capítulo 5: Un nuevo modelo de relación íntima

SOLEDAD Y CONEXIÓN

Entré en la suite del hotel donde se alojaba el Dalai Lama y él me invitó a sentarme. Mientras se servía el té, se quitó un par de zapatos Rockports de color caramelo claro y se instaló cómodamente en un sillón.

—¿Y bien? —preguntó con su tono indiferente, pero con una inflexión que indicaba su disposición a abordar cualquier tema.

Me sonrió y se mantuvo en silencio.

Unos momentos antes, mientras estaba sentado en el vestíbulo del hotel, esperando que llegara la hora de nuestra reunión, yo había tomado sin demasiado interés un ejemplar de un periódico alternativo local que estaba abierto en la sección de anuncios personales. Pasé rápidamente la mirada sobre los anuncios densamente agrupados, donde predominaban, página tras página, los de gente que buscaba con desesperación relacionarse con otro ser humano. Sin dejar de pensar en aquellos anuncios, me senté para empezar la sesión con el Dalai Lama; de repente decidí dejar de lado la lista de preguntas preparadas que llevaba y le pregunté:

—¿Se siente solo alguna vez?

—No —se limitó a contestar.

No estaba preparado para esta respuesta. Imaginé que diría más o menos: «Desde luego… De vez en cuando, todo el mundo se siente algo solo». Y luego yo le preguntaría cómo afrontaba la soledad. Yo no esperaba que alguien me contestara que nunca se sentía solo.

—¿No? —le pregunté de nuevo, incrédulo.

—No.

—¿A qué lo atribuye?

Se quedó un momento pensativo antes de contestar.

—Creo que una de las razones es que suelo mirar a todo ser humano desde un ángulo positivo, intento buscar sus aspectos positivos. Esa actitud crea inmediatamente una sensación de afinidad, una especie de conexión.

»Quizá se deba a que existe por mi parte menos recelo, menos temor a que si actúo de determinada manera quizá la persona me pierda el respeto o piense que soy un extraño. Como ese temor no existe provoco una especie de apertura. Creo que ése es el factor principal.

Mientras me esforzaba por captar el alcance de lo que decía, pregunté:

—Pero ¿cómo se llega a esa actitud, a no temer ser juzgado por los demás, a despertar su antipatía? ¿Existen métodos específicos al alcance de una persona corriente para desarrollar esa cualidad?

—Primero hay que darse cuenta de la utilidad de la compasión —me contestó con un tono de profunda convicción—. Ese es el factor clave. Una vez que se ha aceptado que la compasión no es algo infantil o sentimental, una vez que has comprendido su valor más profundo, desarrollas inmediatamente el deseo de cultivarla.

»Y en cuanto estimulas la actitud compasiva en tu mente, en cuanto se hace activa, tu actitud hacia los demás cambia automáticamente. Si te acercas a los demás con disposición compasiva, reducirás tus temores, lo que te permitirá una mayor apertura. Creas un ambiente positivo y amistoso. Con esa actitud abres la posibilidad de recibir afecto o de obtener una respuesta positiva de la otra persona. Y, aunque el otro no se muestre afable o no responda de una forma positiva, al menos te habrás aproximado a él con una actitud abierta, que te proporciona flexibilidad y libertad para cambiar tu enfoque cuando sea necesario. Esa clase de apertura facilita al menos la posibilidad de tener una conversación significativa con el otro. Pero sin esa actitud de compasión, si estás cerrado, irritado o indiferente, te sentirás incómodo aunque seas abordado por tu mejor amigo.

»Creo que en muchos casos la gente espera que sean los otros quienes actúen primero de forma positiva, en lugar de tomar la iniciativa de crear esa posibilidad. Tengo la impresión de que eso es un error, que provoca problemas y que puede actuar como una barrera que únicamente sirve para promover el aislamiento. Así pues, si deseas superar ese sentimiento, creo que la actitud que se adopte establece una diferencia tremenda. Y la mejor forma es acercarse a los demás con el pensamiento de la compasión en la propia mente.

Mi sorpresa ante la afirmación del Dalai Lama de que nunca se sentía solo era proporcional a mi convicción de la omnipresencia de la soledad en nuestra sociedad, que no nacía simplemente de mi propia sensación de soledad o del omnipresente paso por ella que revelaba mi práctica psiquiátrica. Durante los últimos veinte años, los psicólogos han empezado a estudiar la soledad de una forma científica y han realizado numerosas investigaciones. Uno de los descubrimientos más notables es que casi todas las personas manifiestan haber padecido en algún momento soledad. En una amplia encuesta realizada en Estados Unidos, una cuarta parte de los adultos dijeron que se habían sentido muy solos al menos una vez durante las dos semanas anteriores. Aunque a menudo pensamos en la soledad crónica como un padecimiento particularmente difundido solamente entre los ancianos, aislados en viviendas vacías o en los patios traseros de las residencias, la investigación revela que los adolescentes y los adultos jóvenes se sienten solos con la misma frecuencia que los ancianos.

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