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Authors: Dalai Lama y Howard C. Cutler

Tags: #Ensayo

El arte de la felicidad (6 page)

»Del mismo modo, es posible que no tengamos una inclinación natural a realizar actos sanos, que tengamos que ser conscientemente entrenados para realizarlos. Esto es así, particularmente en la sociedad moderna, porque hay una tendencia a aceptar que todo lo referido a actos sanos e insanos (qué debemos y qué no debemos hacer) pertenece al ámbito de la religión. Tradicionalmente, se ha considerado responsabilidad de la religión el prescribir qué comportamientos son sanos y cuáles no. En la sociedad actual, sin embargo, la religión ha perdido mucho de su prestigio e influencia. Y, al mismo tiempo, no ha surgido algo que pueda sustituirla, algo como por ejemplo una ética laica. Así pues, parece que se presta menos atención a la necesidad de llevar una vida saludable. Debido a ello, creo que necesitamos realizar un esfuerzo para tener acceso a esa clase de conocimiento. Por ejemplo, aunque creo que nuestra naturaleza es fundamentalmente apacible y compasiva, no es suficiente: tenemos que desarrollar una aguda conciencia de esa condición. Cambiar nuestra forma de percibirnos, a través del aprendizaje y la comprensión, puede ejercer una influencia poderosa en nuestra relación con los demás y en la conducción de nuestras vidas.

Asumiendo el papel de abogado del diablo, contraataqué:

—Ha utilizado usted la analogía de la educación académica y la formación convencional. Eso es una cosa. Pero si de lo que está hablando es de ciertos comportamientos que llama «sanos» o positivos, que conducen a la felicidad, y de otros que conducen al sufrimiento, ¿por qué se necesita aprender tanto para identificar cuáles son beneficiosos, tanto entrenamiento para poner en práctica los comportamientos positivos y eliminar los negativos? Si pone el dedo en el fuego, se quema. Cuando retira la mano, ha aprendido que ese comportamiento provoca sufrimiento. No hay necesidad de un proceso tan largo de aprendizaje y entrenamiento para saber que no debemos volver a tocar el fuego.

»Entonces, ¿por qué no sucede lo mismo con todos los comportamientos y emociones que conducen al sufrimiento? Afirma que la cólera y el odio son claramente emociones negativas que, en último término, conducen al sufrimiento. Pero ¿por qué tiene uno que ser educado acerca de los efectos nocivos de la cólera y el odio para poder eliminarlos? Puesto que la cólera provoca inmediatamente un estado emocional incómodo en la persona, y es fácil percibir esa incomodidad, ¿por qué no la evitamos de un modo espontáneo?

Mientras el Dalai Lama escuchaba atentamente mis argumentos, sus ojos de mirada inteligente se abrieron más, como si se sintiera un poco sorprendido e incluso divertido ante la ingenuidad de mis preguntas. Entonces, con una risa dura pero llena de buena voluntad, me contestó:

—Cuando se habla de conocimiento que conduce a la libertad o a la resolución de un problema, hay que entender que existen muchos niveles diferentes. Por ejemplo, los seres humanos de la Edad de Piedra no sabían cocinar la carne, a pesar de lo cual tenían necesidad biológica de comida, de modo que lo hacían como los animales salvajes. A medida que fueron progresando, aprendieron a cocinar y a emplear diferentes técnicas para que los alimentos fueran más sabrosos; finalmente, inventaron una considerable variedad de platos. En nuestra época, si padecemos una enfermedad y, gracias a nuestro conocimiento, sabemos que no es bueno para nosotros comer determinado alimento, aunque sintamos el deseo de probarlo procuramos contenernos. Está claro que cuanto más vastos sean nuestros conocimientos, tanto más aptos seremos para afrontar el mundo natural.

»También se necesita capacidad para juzgar las consecuencias de nuestros comportamientos a largo y a corto plazo. Por ejemplo, aunque los animales puedan experimentar cólera, no pueden comprender que es destructiva. En el caso de los seres humanos, sin embargo, hay un nivel diferente de conciencia, que permite advertir que la cólera hace daño. En consecuencia, puedes llegar a la conclusión de que la cólera es destructiva. Tienes que ser capaz de hacer esa inferencia. Así que la cosa no es tan sencilla como poner la mano en el fuego, notar la quemadura y no volver a hacerla en el futuro. Cuanto más elevado sea tu nivel de educación y de conocimiento acerca de lo que conduce a la felicidad y lo que causa el sufrimiento, tanto más efectivo serás para alcanzar aquélla. Precisamente por ello creo que la educación y el conocimiento son esenciales.

Supongo que al percibir mi resistencia a la idea de la educación como un medio de transformación interna, observó:

—Uno de los problemas de nuestra sociedad es que considera la educación sólo como un medio para ser más astuto e ingenioso. En ocasiones incluso se opina que los que no han recibido una educación superior, los que son menos sutiles en términos de su formación, tienen que ser más inocentes y más honrados. Aunque nuestra sociedad no lo destaque, el uso más importante del conocimiento y de la educación consiste en ayudamos a comprender la importancia de tener más acciones sanas y aportar disciplina a nuestras mentes. La utilización adecuada de nuestra inteligencia y conocimientos estriba en efectuar cambios desde dentro para desarrollar un buen corazón.

Capítulo 4: Recuperar nuestro estado innato de felicidad

NUESTRA NATURALEZA FUNDAMENTAL

—Estamos hechos para buscar la felicidad. Y está claro que los sentimientos de amor, afecto, intimidad y compasión traen consigo la felicidad. Estoy convencido de que todos poseemos la base para ser felices, para acceder a esos estados cálidos y compasivos de la mente que aportan felicidad —afirmó el Dalai Lama—. De hecho, una de mis convicciones fundamentales es que no sólo poseemos el potencial necesario para la compasión, sino que la naturaleza básica o fundamental de los seres humanos es la benevolencia.

—¿En qué funda esa convicción?

—La doctrina de la «naturaleza de Buda»
[2]
aporta fundamentos para creer que la naturaleza de todos los seres sensibles es esencialmente benévola y no agresiva. Pero ese punto de vista también se puede adoptar sin necesidad de recurrir a la «naturaleza de Buda». También baso esta convicción en otros motivos. Creo que la cuestión del afecto y la compasión no pertenece exclusivamente a la esfera religiosa, sino que es indispensable en las consideraciones cotidianas.

»Si analizamos la existencia, vemos que estamos fundamentalmente alentados por el afecto de los demás. Eso es algo que se inicia ya en el momento de nacer. Nuestro primer acto después de nacer es mamar de nuestra madre, o de alguna otra mujer. Hay en ello afecto y compasión. Sin eso no podríamos sobrevivir, está claro. Y esa acción no puede realizarse a menos que exista un sentimiento mutuo de afecto. El niño, si no nota sentimientos de afecto, si no tiene vinculación con la persona que le da la leche, es posible que rechace el alimento. Y si no hay afecto por parte de la madre o de alguna otra persona, es posible que no se le ofrezca libremente la leche. Así es la vida. Ésa es la realidad.

»Nuestra propia estructura física parece corresponderse con los sentimientos de amor y compasión. Un estado mental sereno y afectuoso tiene efectos beneficiosos para nuestra salud. Y, a la inversa, los sentimientos de frustración, temor, agitación y cólera pueden ser destructivos para ella.

»También observamos que nuestro equilibrio emocional se robustece gracias a los sentimientos de afecto. Para comprenderlo sólo tenemos que pensar en cómo nos sentimos cuando otros nos manifiestan calor y afecto. También podemos observar cómo nos afectan nuestros sentimientos. Estas emociones positivas y los comportamientos que las acompañan conducen a una vida familiar y social más feliz.

»Creo que podemos inferir de ello que nuestra naturaleza fundamental es la bondad y el amor. Por tanto, nada tiene más sentido que intentar vivir en concordancia con esta naturaleza.

—Si nuestra naturaleza esencial es amable y compasiva —pregunté—, ¿cómo explica todos los conflictos y comportamientos agresivos que nos rodean?

El Dalai Lama asintió, con gesto reflexivo, antes de contestar.

—Naturalmente, no podemos pasar por alto el hecho de que los conflictos y las tensiones existen, no sólo dentro del individuo, sino también en la familia, en nuestras relaciones, nuestro país y el mundo. Así pues, al abordar esta situación, algunas personas llegan a la conclusión de que la naturaleza humana es básicamente agresiva. Quizá miren la historia humana y sugieran que, en comparación con otros mamíferos, el comportamiento humano es mucho más agresivo. O quizá admitan: «Sí, la compasión forma parte de nosotros, pero la cólera también. Ambas constituyen una parte de nuestra naturaleza, ambas se encuentran más o menos al mismo nivel». A pesar de todo —siguió diciendo con firmeza, adelantando la cabeza, tenso y alerta—, sigo estando convencido de que la naturaleza humana es esencialmente compasiva y bondadosa. Ésa es la característica predominante. La cólera, la violencia y la agresividad pueden surgir, ciertamente, pero creo que se producen en un nivel secundario y más superficial; en cierto modo, brotan cuando nos sentimos frustrados en nuestros esfuerzos por lograr amor y afecto. No forman parte de nuestra naturaleza básica.

»Así pues, aunque puede haber agresividad, estoy convencido de que no proviene del sustrato humano fundamental, sino que es más bien el resultado del intelecto, de la inteligencia desequilibrada, del mal uso de ella, o de nuestra imaginación. Al contemplar la evolución humana, creo que, en comparación con otros animales, nuestro cuerpo es muy débil. Gracias, sin embargo, al desarrollo de la inteligencia, fuimos capaces de utilizar muchos instrumentos y descubrir métodos de afrontar situaciones ambientales adversas. A medida que la sociedad humana y las condiciones de vida fueron haciéndose más complejas, el papel de la inteligencia y la capacidad cognitiva para satisfacer las crecientes exigencias cobró mayor importancia. Por tanto, creo que nuestra naturaleza subyacente o fundamental es la afable, y que la inteligencia viene de una evolución posterior. Y si la inteligencia y la capacidad cognitiva se desarrollan de forma desequilibrada, sin ser adecuadamente contrarrestadas por la compasión, pueden ser destructivas y conducir al desastre.

»Pero también es importante reconocer que si bien los conflictos son originados por el mal uso de la inteligencia, podemos utilizar ésta para descubrir medios que nos permiten superarlos. Al utilizar conjuntamente la inteligencia y la bondad, todas las acciones humanas son constructivas. Al combinar un corazón cálido con el conocimiento y la educación, aprendemos a respetar los puntos de vista y los derechos de los demás. Eso es el cimiento de un espíritu de reconciliación que sirva para superar la agresión y resolver nuestros conflictos.

El Dalai Lama hizo una pausa y miró su reloj.

—Así que, por mucha violencia que exista y a pesar de las penalidades por las que tengamos que pasar, estoy convencido de que la solución definitiva de nuestros conflictos, tanto internos como externos, consiste en volver a nuestra naturaleza humana básica, que es bondadosa y compasiva.

Miró de nuevo su reloj y empezó a reír de un modo afable.

—Y ahora…, creo que es mejor que lo dejemos aquí. ¡Ha sido un día muy largo!

Recogió los zapatos que se había quitado durante la conversación y se retiró a su habitación.

LA CUESTIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA

Durante las últimas décadas, la visión del Dalai Lama sobre la naturaleza compasiva de los seres humanos parece estar ganando terreno en Occidente, fruto de un gran esfuerzo. En el pensamiento occidental se halla profundamente arraigada la idea de que el comportamiento humano es esencialmente egoísta. Nuestra cultura se ha visto dominada durante siglos por la convicción de que no sólo somos congénitamente egoístas, sino también agresivos. Claro que asimismo son muchas las personas que han mantenido el punto de vista opuesto. A mediados del siglo XVIII, por ejemplo, David Hume escribió mucho sobre la «benevolencia natural» de los seres humanos. Un siglo más tarde, incluso Charles Darwin atribuyó a nuestra especie un «instinto de simpatía». Pero, por alguna razón, en nuestra cultura ha echado raíces el punto de vista más pesimista sobre la humanidad, al menos desde el siglo XVII, bajo la influencia de filósofos como Thomas Hobbes, quien tuvo una visión bastante pesimista de la especie humana, a la que consideraba violenta, competitiva y en conflicto continuo, únicamente preocupada por el interés propio. Hobbes, que se hizo famoso por descartar cualquier atisbo de bondad humana básica, fue descubierto en cierta ocasión dándole dinero a un mendigo en la calle. Al ser interrogado acerca de este impulso de generosidad, afirmó: «No lo hago para ayudarle, sino para aliviar mi propia angustia al ver su pobreza».

De modo similar, en la primera parte de este siglo, el filósofo George Santayana, de origen español, escribió que los impulsos generosos y de preocupación por los demás son generalmente débiles, fugaces e inestables, y «si se escarba un poco por debajo de la superficie se encontrará un hombre feroz, obstinado y profundamente egoísta». Desgraciadamente, la ciencia y la psicología occidentales se aferraron a ideas como éstas, admitiendo e incluso estimulando dicho egoísmo. Durante los primeros tiempos, la moderna psicología científica persistió en la suposición de que toda motivación humana es, en último término, egoísta y se basa puramente en el propio interés.

Después de aceptar implícitamente la premisa de nuestro egoísmo connatural, destacados científicos han añadido, durante los últimos cien años, la creencia en la naturaleza esencialmente agresiva de los seres humanos. Freud afirmó que «la inclinación hacia la agresión es una disposición original e instintiva que se sustenta a sí misma». En la segunda mitad de este siglo hubo dos autores en particular, Robert Ardrey y Konrad Lorenz, que examinaron las pautas del comportamiento de ciertas especies animales depredadoras y llegaron a la conclusión de que los seres humanos también eran básicamente depredadores, dotados de una tendencia innata a luchar por la posesión de territorio.

En los últimos años, sin embargo, el péndulo parece alejarse de esta visión profundamente pesimista, para acercarse a la sustentada por el Dalai Lama, la de la naturaleza bondadosa y compasiva del hombre. Durante las dos o tres últimas décadas cientos de estudios científicos indican que la agresividad no es innata y que el comportamiento violento está influido por factores biológicos, sociales, situacionales y ambientales. La síntesis de estas recientes investigaciones se refleja en la Declaración de Sevilla sobre la Violencia, redactada en 1986 por más de veinte destacados científicos de todo el mundo. En ella se reconoce naturalmente que el comportamiento violento existe, pero se afirma categóricamente que es científicamente incorrecto decir que tenemos una tendencia heredada a hacer la guerra o actuar con violencia. Ese comportamiento no se encuentra genéticamente en el hombre. Los científicos dijeron que a pesar de tener un aparato neuronal apto para actuar con violencia, ese comportamiento no se activa automáticamente. En nuestra neurofisiología no hay nada que nos impulse a actuar con violencia. Al examinar el tema de la naturaleza humana básica, la mayoría de los investigadores de este campo tienen la impresión de que poseemos potencial para desarrollarnos como personas bondadosas o agresivas, y que prevalezca uno u otro impulso depende en buena medida de nuestra formación.

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