—Sé que tenemos que terminar, pero ¿tiene otros consejos para ayudar a crear empatía con los demás?
Haciéndose eco de las palabras que había pronunciado muchos meses antes en Arizona, contestó con una afable simplicidad:
—Siempre me acerco a los demás en el terreno básico que nos es común. Todos tenemos una estructura física, una mente, emociones. Todos hemos nacido del mismo modo y todos moriremos. Todos deseamos alcanzar la felicidad y no sufrir. Al mirar a los demás desde esa perspectiva, en lugar de percibir diferencias secundarias, como el hecho de que yo sea tibetano y tenga una religión y unos antecedentes culturales diferentes, experimento la sensación de hallarme ante alguien que es exactamente igual que yo. Creo que relacionarse con una persona en ese nivel facilita el intercambio y la comunicación.
Y tras decir esto se levantó, sonrió, me estrechó la mano y se retiró.
A la mañana siguiente continuamos nuestra discusión en el hogar del Dalai Lama.
—En Arizona hablamos mucho sobre la importancia de la compasión en las relaciones humanas y ayer abordamos el papel de la empatía para mejorar nuestra capacidad para relacionamos…
—Sí —dijo el Dalai Lama.
—Además de eso, ¿puede sugerir algún método o técnica adicional?
—Bueno, como ya le comenté ayer, no hay una o dos técnicas sencillas capaces de resolver todos los problemas. Sin embargo, creo que hay algunas cosas que pueden ayudar. En primer lugar, es útil conocer y valorar los antecedentes de la persona con la que estamos tratando. Mantener una actitud mental abierta y honrada también nos ayuda.
Esperé, pero él no añadió nada más.
—¿Puede sugerir algún otro método para mejorar nuestras relaciones?
El Dalai Lama pensó un momento.
—No —contestó, echándose a reír.
Consideré que esos consejos eran demasiado simplistas. Sin embargo, y puesto que eso parecía ser todo lo que él tenía que decir por el momento, abordamos otros temas.
Aquella tarde fui invitado a cenar en casa de unos amigos tibetanos en Dharamsala. Organizaron una velada muy animada. La comida fue excelente, con un deslumbrante despliegue de platos especiales cuya estrella fue el
mo mas
tibetano, a base de sabrosas albóndigas de carne. A medida que transcurría la cena, se animó la conversación. Los invitados no tardaron en contar historias subidas de tono sobre las situaciones embarazosas en que se habían visto durante una borrachera. Entre los invitados se encontraba una conocida pareja alemana, ella arquitecta y él autor de una docena de libros.
Como estaba interesado en sus libros me acerqué al escritor y entablé conversación con él. Sus respuestas eran breves y superficiales; su actitud, abrupta y distante. Convencido de que era un hosco esnob me resultó inmediatamente antipático. Me consolé pensando que al menos había intentando conectar con él y entablé conversación con otros invitados más amistosos.
Al día siguiente estaba con un amigo en un café del pueblo y, mientras tomábamos el té, le conté lo ocurrido la noche anterior.
—Realmente, disfruté con todos, excepto con Rolf, ese escritor… Parecía tan arrogante y…, bueno, poco amistoso.
—Lo conozco desde hace varios años —dijo mi amigo—, y sé que esa es la impresión que causa, pero sólo porque al principio es un poco tímido y reservado. En realidad, es una persona maravillosa si se le llega a conocer un poco… —Yo no me dejaba convencer y mi amigo siguió diciendo—: A pesar de ser un escritor de éxito, ha tenido en su vida más dificultades de las que se merecía. Su familia sufrió tremendamente a manos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Rolf tiene dos hijos, a los que está muy entregado, que han nacido con un extraño trastorno genético que los discapacita física y mentalmente. En lugar de amargarse por ello o pasarse el resto de la vida representando el papel de mártir, afrontó sus problemas con abnegación y dedicó muchos años a trabajar como voluntario en favor de los discapacitados. Realmente, es una persona muy especial.
Volví a encontrarme con Rolf y su esposa al final de esa semana, en el pequeño aeródromo. Teníamos previsto tomar el mismo vuelo a Delhi, pero fue cancelado. El siguiente saldría al cabo de unos días, así que decidimos compartir un taxi hasta la capital, un horrible trayecto de diez horas. La información de mi amigo había cambiado mis sentimientos hacia Rolf y durante el largo trayecto me sentí más receptivo. Como consecuencia de ello, hice un esfuerzo por mantener una conversación. Inicialmente, su actitud fue la misma. Pero pronto descubrí que, tal como me había comentado mi amigo, su distanciamiento se debía más a la timidez que al esnobismo. Mientras traqueteábamos por la sofocante y polvorienta campiña del norte de la India y nos enfrascábamos cada vez más profundamente en la conversación, demostró ser una persona cálida y un excelente compañero de viaje.
Al llegar a Delhi ya estaba convencido de que el consejo del Dalai Lama de «conocer los antecedentes» de las personas no era tan superficial como me había parecido en un principio. Sí, quizá fuera simple, pero no simplista. En ocasiones, el medio más efectivo para intensificar la comunicación es precisamente el que tendemos a considerar como ingenuo.
Días más tarde me encontraba todavía en Delhi, esperando el viaje que me llevaría a casa. El cambio respecto de la tranquilidad que se respiraba en Dharamsala era exasperante y me sentía de muy mal humor. Además del apabullante calor, la contaminación y las multitudes, las aceras estaban atestadas de toda clase de depredadores urbanos dedicados a la estafa callejera. Caminar por las abrasadoras calles de Delhi como un occidental, un extranjero, un objetivo, abordado sin tregua por los pedigüeños, era como si tuviera tatuada en la frente la palabra «Imbécil». Era desmoralizador.
Esa misma mañana fui víctima de una estratagema habitual a cargo de dos hombres. Uno de ellos me salpicó con pintura roja los zapatos en un momento en que yo estaba distraído. Un poco más adelante, su compinche, con aspecto de inocente limpiabotas me señaló la pintura y se ofreció para limpiarme los zapatos al precio habitual. Efectivamente, me limpió hábilmente los zapatos en pocos minutos. Una vez que hubo terminado, me pidió una suma enorme, equivalente a dos meses de salario para muchos de los habitantes de Delhi. Cuando protesté, afirmó que ése era el precio que habíamos convenido. Protesté de nuevo, y el muchacho se puso a gritar, atrayendo la atención de la multitud, que me negaba a pagarle sus servicios. Ese mismo día, algo más tarde, supe que esta añagaza se empleaba a diario con los turistas desprevenidos.
Por la tarde almorcé con una colega en mi hotel. Lo sucedido esa mañana había quedado rápidamente olvidado y ella me preguntó por mis recientes entrevistas con el Dalai Lama. Nos enfrascamos en una conversación sobre las ideas de éste acerca de la empatía y la importancia de adoptar la perspectiva de la otra persona. Después de almorzar tomamos un taxi y fuimos a visitar a unos amigos comunes. Cuando el taxi se ponía en marcha, pensé de nuevo en el limpiabotas y, mientras esas negras imágenes cruzaban por mi mente, se me ocurrió echar un vistazo al taxímetro.
—¡Pare! —grité de pronto.
Mi amiga se sobresaltó. El taxista me miró burlonamente por el espejo retrovisor, pero siguió conduciendo.
—¡Deténgase! —le exigí con voz ahora temblorosa, con un atisbo de histeria. Mi amiga parecía conmocionada. El taxi se detuvo. Señalé furioso el taxímetro, blandiendo el dedo en el aire—. ¡No puso el taxímetro a cero! ¡Había más de veinte rupias cuando iniciamos la carrera!
—Lo siento, señor —dijo el hombre con indiferencia, lo que me enfureció aún más—. Se me olvidó. Lo volveré a poner en marcha…
—¡Usted no va a poner en marcha nada! —exploté—. Estoy harto de que hinchen los precios, me lleven en círculo o hagan todo lo que puedan por robar a la gente… ¡Estoy… harto!
Yo balbuceaba como un mojigato escandalizado, y mi amiga parecía consternada. El taxista se limitó a mirarme con la misma expresión desafiante de las vacas sagradas que recorren las ajetreadas calles de Delhi y se detienen donde les place, con la sediciosa intención de detener el tráfico, como si yo fuera un quisquilloso incorregible. Arrojé unas pocas rupias sobre el asiento delantero y sin decir una palabra mi amiga y yo nos apeamos.
Pocos minutos más tarde paramos otro taxi y reanudamos el camino. Pero no podía dejar el tema. Mientras recorríamos las calles de Delhi, no paraba de quejarme de que allí «todo el mundo» se dedicaba a engañar a los turistas y de que no éramos para ellos más que presas. Mi colega me escuchaba en silencio mientras yo despotricaba y desvariaba.
—Bueno —dijo ella finalmente—, veinte rupias no suponen más que un cuarto de dólar. ¿Por qué enfadarse tanto?
—¡Pero los principios son los que cuentan! —exclamé con piadosa indignación—. No comprendo cómo puedes seguir tan tranquila cuando esto ocurre continuamente. ¿No te molesta?
—Bueno —me contestó pausadamente—, me molestó por un momento, pero luego pensé en lo que hablamos durante el almuerzo, lo que dijo el Dalai Lama acerca de ver las cosas desde la perspectiva del otro. Mientras tú te enojabas, intentaba ver qué tenía yo en común con el taxista. Ambos deseamos buenos alimentos, dormir bien, sentirnos a gusto, ser queridos. Entonces, intenté imaginarme como taxista: todo el día en un taxi sofocante, sin aire acondicionado, sintiéndome colérica e irritada por los extranjeros ricos…, así que no se me ocurre nada mejor para que las cosas sean algo más «justas», para ser un poco más feliz, que sacarles un poco de dinero. La cuestión es que, a pesar de que consigo obtener unas pocas rupias de algún que otro turista inocente, no lo considero como una forma muy satisfactoria de llevar una vida mejor… En cualquier caso, cuanto más me imaginaba como taxista, menos enfadada me sentía con él. Su vida me parecía sencillamente triste… No es que esté de acuerdo con su comportamiento e hicimos bien al bajarnos del taxi, pero no pude enfadarme con él tanto como para odiarle.
Guardé silencio. En realidad, me sentía asombrado ante lo poco que yo había absorbido del Dalai Lama. Para entonces ya había empezado a apreciar el valor de «comprender al otro» y sus ejemplos acerca de cómo poner en práctica los principios. Pensé de nuevo en nuestras conversaciones, iniciadas en Arizona y continuadas ahora en la India, y me di cuenta de que, ya desde el principio, habían adquirido un tono clínico, como si yo le hiciera preguntas sobre anatomía humana sólo que, en este caso, era la anatomía de la mente y el espíritu humanos. Hasta ese momento, sin embargo, no se me había ocurrido aplicar plenamente sus ideas a mi propia vida; siempre había tenido la vaga intención de tratar de ponerlas en práctica en el futuro, cuando dispusiera de más tiempo.
EXAMEN DE LA BASE FUNDAMENTAL DE UNA RELACIÓN
Mis conversaciones con el Dalai Lama en Arizona se habían iniciado con un análisis de las fuentes de la felicidad. A pesar de que él había elegido vivir como un monje, se ha demostrado que el matrimonio puede traer la felicidad, al aportar estrechos vínculos que proporcionan satisfacción. Entre estadounidenses y europeos se han llevado a cabo muchos estudios que demuestran que, en general, la gente casada es más feliz y se siente más satisfecha con la vida que las personas solteras o viudas, por no hablar de los divorciados o separados. Una encuesta descubrió que seis de cada diez estadounidenses que califican su matrimonio de «muy feliz» también consideran su vida, en conjunto, como «muy feliz». Al analizar el tema de las relaciones humanas, me pareció importante sacar a relucir esa fuente de felicidad.
Minutos antes de una de las entrevistas programadas con el Dalai Lama, me encontraba sentado con un amigo en el patio exterior del hotel, en Tucson, tomando un refresco. Tras mencionar el tema del idilio amoroso y el matrimonio, que deseaba plantear en mi entrevista, mi amigo y yo no tardamos en lamentarnos de ser solteros. Mientras hablábamos, una pareja joven de aspecto saludable, de vacaciones y quizá golfistas, se sentaron a una mesa cerca de nosotros. Ofrecían el aspecto de un matrimonio de tipo medio; no en luna de miel, pero jóvenes y sin duda enamorados. «Tiene que ser agradable», pensé.
Apenas se hubieron sentado empezaron a discutir.
—¡Te dije que llegaríamos tarde! —acusó con acidez la mujer, con una voz sorprendentemente ronca, fruto sin duda de años de tabaco y alcohol—. Ahora apenas si tendremos tiempo para estar un momento sentados. ¡Ni siquiera puedo disfrutar de la comida!
—Si no hubieras tardado tanto tiempo en prepararte… —replicó el hombre con tono más sereno, pero cargado de hostilidad.
—Ya estaba preparada hace media hora —refutó ella—. Pero tú tenías que terminar de leer el periódico…
Y continuaron de ese modo. La discusión no acababa. Tal como dijo Eurípides: «Cásate; es posible que salga bien. Pero cuando un matrimonio fracasa, se vive un verdadero infierno en el hogar».
Aquella discusión, cuya acritud aumentó rápidamente, terminó con nuestros lamentos de solteros. Mi amigo alzó los ojos y citó una frase de Seinfeld:
—«¡Oh, sí! ¡Deseo casarme muy pronto!»
Apenas unos momentos antes tenía la intención de conocer la opinión del Dalai Lama sobre las alegrías y virtudes del idilio amoroso y el matrimonio. En lugar de eso, en cuanto entré en la suite de su hotel y casi antes de sentarme, pregunté:
—¿Por qué surgen conflictos con tanta frecuencia en los matrimonios?
—Cuando se trata de conflictos, las cosas pueden ser bastante complejas —explicó el Dalai Lama—. Hay muchos factores implicados. Así que cuando tratamos de comprender los problemas de una relación, es preciso reflexionar primero sobre la naturaleza fundamental y la base de esa relación.
»Así que, antes que nada, hay que reconocer que existen diferentes clases de relación y examinar esas diferencias. Por ejemplo, dejando de lado por el momento el tema del matrimonio y centrándonos en las amistades corrientes, observamos que hay diferentes clases de amistad. Algunas se basan en la riqueza, el poder o la posición. En esos casos, la amistad continúa mientras tengas poder, riqueza o posición. En cuanto desaparecen, la amistad se desvanece. Por otro lado, hay una amistad basada no en consideraciones de riqueza, poder y posición, sino más bien en el verdadero sentimiento humano, en un sentimiento de proximidad en el que existe la sensación de compartir, de estar conectado. Ésa es la amistad que yo llamaría genuina, porque no la mediatiza la riqueza, la posición o el poder. Lo fundamental para una amistad genuina es un sentimiento de afecto. Si falta, no se puede mantener una verdadera amistad. Lo hemos mencionado antes y es bastante evidente, pero si se tienen problemas de relación a menudo resulta muy útil retroceder un poco y reflexionar sobre la base de ella.