»Así pues, creo que estos deseos excesivos conducen a la avaricia, basada en expectativas desmesuradas. Y al reflexionar sobre los excesos de la avaricia, descubrirás que conduce al individuo a la frustración y la desilusión, que le acarrea confusión y numerosos problemas. Cuando se habla de la avaricia, una cosa bastante característica de ella es que, aunque se llega por el deseo de obtener algo, no quedas satisfecho al obtenerlo. En consecuencia, se transforma en algo ilimitado y sin fondo, por lo que proliferan las dificultades. Lo irónico de la avaricia es que aun cuando la motivación fundamental es la búsqueda de la satisfacción, no te sientes satisfecho ni siquiera después de conseguir el objeto de tu deseo. El verdadero antídoto de la avaricia es el contento. Si vives contento, la consecución de bienes pierde importancia.
¿Cómo podemos alcanzar, por tanto, satisfacción interior? Hay dos métodos. Uno de ellos consiste en obtener todo aquello que deseamos y queremos: el dinero, las casas, los coches, la pareja y el cuerpo perfectos. El Dalai Lama ya había señalado la desventaja de este enfoque: si no controlamos nuestros deseos, tarde o temprano nos encontraremos con algo que deseamos pero no podemos tener. El segundo método, mucho más fiable, consiste en querer y apreciar lo que tenemos.
La otra noche veía en la televisión una entrevista con Christopher Reeve, el actor que en 1994 sufrió una caída de caballo que le produjo una lesión en la espina dorsal y lo dejó paralítico de la cintura para abajo, lo que le exige incluso utilizar un método mecánico para respirar. Al preguntársele cómo afrontó la depresión provocada por su discapacidad, Reeve reveló que había pasado por un breve período de completa desesperación, mientras se hallaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital. Sin embargo, esa desesperación se disipó con relativa rapidez, y ahora se considera sinceramente «un tipo afortunado». Habló de la fortuna que suponía para él tener una esposa y unos hijos cariñosos, y también agradeció los rápidos progresos de la medicina moderna (que, en su opinión, encontrará una cura para las lesiones de la espina dorsal dentro de la próxima década); afirmó que si hubiese sufrido el accidente unos pocos años antes, probablemente habría muerto como consecuencia de sus heridas.
Mientras describía el proceso de adaptación a la parálisis, Reeve dijo que a pesar de que su desesperación desapareció con bastante rapidez, al principio se sintió preocupado por accesos intermitentes de celos ante comentarios tan inocentes como «Subo corriendo a la habitación a recoger algo». Al aprender a afrontar estos sentimientos «me di cuenta de que la única actitud válida en la vida es apoyarte en tus recursos, ver qué es lo que puedes hacer aún; en mi caso, afortunadamente, no había sufrido ningún daño cerebral, de modo que aún podía utilizar mi mente». Al dar valor a sus aptitudes, Reeve ha decidido utilizar su mente para educar al público acerca de los daños de la médula espinal y ayudar a los demás; además, proyecta escribir y dirigir películas.
VALOR INTERIOR
Ya hemos visto que trabajar en nuestra perspectiva mental es un medio más efectivo para alcanzar la felicidad que buscarla en fuentes externas, como la riqueza, la posición y hasta la salud. Otra fuente interna de felicidad, estrechamente relacionada con un sentimiento de satisfacción, es la conciencia del propio valor. Al describir la base más fiable para desarrollar esa conciencia, el Dalai Lama explicó:
—En mi caso, por ejemplo, supongamos que no tuviera capacidad para hacer buenos amigos con facilidad. Sin ella me habría sido muy difícil convertirme en un refugiado una vez que perdí mi país cuando terminó mi autoridad en el Tíbet. Mientras estaba allí, en virtud del sistema político, la figura del Dalai Lama inspiraba cierto respeto y la gente se relacionaba conmigo en consonancia con ello, al margen de que sintieran verdadero afecto por mí o no. Pero si ésa hubiera sido la única base de mi relación con la gente, las cosas me habrían resultado extremadamente difíciles cuando abandoné mi país. Pero existe otra fuente de valor y dignidad a partir de la cual puede uno relacionarse con otros seres humanos. Puedes relacionarte con ellos porque perteneces a la comunidad humana. Compartes ese vínculo con todos. Y ese vínculo es suficiente para crear una conciencia de valor y dignidad y puede convertirse en un consuelo en el caso de que pierdas todo lo demás.
El Dalai Lama se detuvo un momento para tomar un sorbo de té, y luego sacudió la cabeza antes de añadir:
—Desgraciadamente, al examinar la historia encontramos casos de emperadores o reyes del pasado que perdieron su posición debido a un cataclismo político y se vieron obligados a abandonar el país. Posteriormente, la vida no fue muy benigna con ellos. Creo que la vida resulta muy dura sin ese sentimiento de afecto y conexión con los demás seres humanos.
»En términos generales encontramos dos clases de individuos poderosos. Por un lado está la persona enriquecida y de éxito, rodeada de parientes, etcétera. Si la fuente en la que esa persona alimenta su dignidad y autoestima es únicamente material, quizá pueda mantener una sensación de seguridad mientras dure su buena fortuna. Pero cuando se desvanezca ésta, la persona sufrirá, porque no hay para ella ningún otro refugio. Por otro lado, tenemos a la persona que disfruta de un bienestar material similar pero es cálida y afectuosa y abriga sentimientos compasivos. Al tener otra fuente para su dignidad, otro anclaje, es probable que no se sienta deprimida si de pronto desaparece su fortuna. Estos ejemplos nos muestran el valor práctico del calor y el afecto humanos.
FELICIDAD FRENTE A PLACER
Varios meses después del ciclo de conferencias del Dalai Lama en Arizona, lo visité en su hogar de Dharamsala. Era una tarde de julio particularmente calurosa y húmeda y llegué a su casa empapado en sudor, después de un corto desplazamiento desde el pueblo. Al proceder yo de un clima seco, la humedad de ese día me resultó casi insoportable y mi estado de ánimo no era el más adecuado para sentarme e iniciar nuestra conversación. Él, por su parte, parecía sentirse muy animado. Poco después de iniciada la conversación, abordó el tema del placer. En un momento determinado, hizo una observación crucial:
—Hay veces en que la gente confunde felicidad con placer. Hace no mucho tiempo, por ejemplo, pronuncié una conferencia ante un público indio en Rajpur. Dije que el propósito de la vida era la felicidad; un miembro del público señaló que Rajneesch enseña que nuestro momento más feliz se produce durante la actividad sexual, de modo que uno debe ser más feliz a través del sexo. —El Dalai Lama se echó a reír cordialmente—. Quería saber qué pensaba yo de esa idea. Le contesté que, desde mi punto de vista, la felicidad más alta se produce al llegar a la fase de liberación, en la que ya no existe más sufrimiento. Eso sí que es felicidad duradera. La auténtica felicidad se relaciona más con la mente que con el corazón. La felicidad que depende principalmente del placer físico es inestable; un día existe y al día siguiente puede haber desaparecido.
Parecía una observación un tanto perogrullesca; claro que la felicidad y el placer eran dos cosas diferentes. Sin embargo, los seres humanos tenemos tendencia a confundirlas. Poco después de mi regreso a casa, durante una sesión de terapia con una paciente, me encontré con una demostración concreta de lo eficaz que puede llegar a ser esa sencilla toma de conciencia.
Heather es una joven soltera que trabaja como asesora personal en la zona de Phoenix. Aunque disfrutaba de su trabajo con jóvenes problemáticos, ya hacía algún tiempo que se sentía insatisfecha de vivir, en la zona. Se quejaba a menudo del crecimiento demográfico, el trafico y el calor opresivo del verano. Se le había ofrecido un puesto de trabajo en una hermosa y pequeña ciudad en las montañas. Había visitado la ciudad en numerosas ocasiones y siempre había soñado en instalarse allí. La oferta habría sido irresistible de no mediar un inconveniente: su clientela sería gente adulta. Llevaba ya varias semanas tratando de decidirse. Intentó hacer una lista de las ventajas e inconvenientes, pero el resultado fue fastidiosamente equilibrado.
—Sé que no disfrutaría del trabajo tanto como aquí —me dijo—, pero eso podría quedar más que compensado por el placer de vivir en ese pueblo. Me encanta estar allí, el simple hecho de estar hace que me sienta bien. Por otro lado, estoy muy harta de este calor. Simplemente, no sé qué hacer.
La palabra «placer» me recordó las palabras del Dalai Lama y, a modo de tanteo, le pregunté:
—¿Cree usted que vivir en ese lugar le proporcionaría mayor felicidad o mayor placer?
Ella permaneció un momento en silencio.
—No lo sé —contestó finalmente—. Mire, creo que me produciría más placer que felicidad… En realidad, no creo que me sintiera realmente feliz trabajando con esa clientela. Tengo mucha satisfacción al trabajar con adolescentes.
El simple hecho de volver a plantear su dilema en términos de felicidad o placer pareció proporcionarle mucha claridad. De repente, le resultó mucho más fácil tomar una decisión. Se quedó en Phoenix. Naturalmente, sigue quejándose del calor del verano. Pero el hecho de haber tomado una decisión sobre la base de consideraciones más precisas contribuyó a hacerla más feliz y a que el calor le resultara más soportable.
Todos los días nos enfrentamos con numerosas alternativas y, por mucho que lo intentemos, a menudo no elegimos lo que es «bueno para nosotros». Ello está relacionado en parte con el hecho de que la «elección correcta» a menudo supone sacrificar nuestro placer.
Los hombres siempre se han esforzado por tratar de definir el papel del placer en nuestras vidas, y toda una legión de filósofos, teólogos y psicólogos han explorado nuestra relación con él. En el siglo III a. C., Epicuro basó su sistema ético en la osada afirmación de que «el placer es el principio y el fin de la vida bienaventurada». Pero incluso él reconoció la importancia del sentido común y la moderación al admitir que la entrega desaforada a los placeres sensuales podía conducir a veces al dolor. En los últimos años del siglo XIX, Sigmund Freud formuló sus teorías sobre el placer. Según Freud, la fuerza motivadora fundamental de todo el aparato psíquico era el deseo de aliviar la tensión causada por los impulsos instintivos insatisfechos; en otras palabras, nuestra motivación fundamental es la búsqueda de placer. En el siglo XX, muchos investigadores han preferido soslayar las especulaciones filosóficas y se han dedicado a hurgar en las regiones cerebrales límbica y del hipotálamo, mediante el uso de electrodos, a la búsqueda del lugar donde se produce placer cuando hay estimulación eléctrica.
En realidad, ninguno de nosotros necesita de filósofos, psicoanalistas o científicos para que nos ayuden a comprender qué es el placer. Lo sabemos cuando lo sentimos. Lo reconocemos en el contacto o la sonrisa de un ser querido, en el lujo de un baño caliente una tarde lluviosa y fría, en la belleza de una puesta de sol. Pero muchos de nosotros también experimentamos placer en la frenética rapsodia de la cocaína, en el éxtasis de un «viaje» de heroína, en la diversión tumultuosa de una juerga llena de alcohol, en el arrobamiento de los excesos sexuales, en el entusiasmo de un acierto en el juego. Ésos también son placeres muy reales, con los que muchos de nosotros aprendemos a convivir.
Aunque no hay formas fáciles de evitar estos placeres destructivos, disponemos afortunadamente de una certeza como punto de partida: el simple hecho de recordar que lo que buscamos en la vida es la felicidad. Tal como señala el Dalai Lama, ése es un hecho incontestable. Si afrontamos la vida teniéndolo en cuenta, nos será más fácil renunciar a las cosas que, en último término, son nocivas, aunque nos proporcionen un placer momentáneo. La razón por la que suele ser tan difícil decir «no» se encuentra en la misma palabra «no», asociada a ideas de rechazo, de renuncia, de negación de nosotros mismos.
Pero existe un enfoque que puede ayudamos: enmarcar cualquier decisión que afrontemos preguntándonos: «¿Me producirá felicidad?». Esa simple pregunta puede ser una poderosa ayuda en todas las circunstancias: no sólo en la decisión sobre consumir drogas o tomar esa tercera ración de pastel de plátanos con crema; contribuye a enfocarlo todo desde un ángulo distinto. Al afrontar nuestras decisiones cotidianas teniendo esto en cuenta, desplazamos el centro de atención, de aquello a lo que renunciamos a la búsqueda de la felicidad definitiva. Una clase de felicidad que, como definió el Dalai Lama, sea estable y persistente. Un estado de felicidad que permanezca, a pesar de los altibajos de la vida y de las fluctuaciones de nuestro estado de ánimo, como parte de la matriz misma de nuestro ser. Desde esa perspectiva nos resultará más fácil tomar la «decisión correcta» porque estaremos actuando para dotarnos de algo permanente, con una actitud que supone moverse hacia algo, en lugar de alejarse, que significa abrazar la vida en lugar de rechazada. Este movimiento hacia la felicidad puede tener un efecto muy profundo: puede hacemos más receptivos, más abiertos a la alegría de vivir.
EL CAMINO HACIA LA FELICIDAD
El hecho de señalar el estado mental como el factor fundamental para alcanzar la felicidad no significa negar que debemos satisfacer nuestras necesidades físicas básicas de alimentación, vestido y cobijo. Pero, una vez satisfechas esas necesidades, el mensaje es claro: no necesitamos más dinero, ni más éxito o fama; no necesitamos tener un cuerpo perfecto ni una pareja perfecta. En este momento tenemos ya una mente con todo lo imprescindible para alcanzar la completa felicidad.
Al presentar este enfoque para trabajar con la mente, el Dalai Lama dijo:
—Al referirnos a la «mente» o «conciencia», no debemos olvidar que hay muchas variedades de ella. Tal como sucede con las condiciones externas o los objetos, unos son muy útiles, otros nocivos y algunos neutros; al tratar con la materia exterior solemos identificar primero las sustancias útiles, para cultivarlas y beneficiarnos, y nos libramos de las nocivas. De modo similar, hay miles de «mentalidades» diferentes. Entre ellas, algunas son muy útiles y deberíamos fomentarlas. Otras son negativas, muy nocivas, y deberíamos intentar desecharlas.
»Así pues, el primer paso en la búsqueda de la felicidad es aprender. Primero tenemos que aprender cómo las emociones y los comportamientos negativos son nocivos y cómo son útiles las emociones positivas. Tenemos que darnos cuenta de que dichas emociones no sólo son malas para cada uno de nosotros, personalmente, sino también para la sociedad y el futuro del mundo. Saberlo fortalece nuestra determinación de afrontarlas y superarlas. Por otra parte, debemos ser conscientes de los efectos beneficiosos de las emociones y comportamientos positivos; ello nos llevará a cultivar, desarrollar y aumentar esas emociones, por difícil que sea: tenemos una fuerza interior espontánea. A través de este proceso de aprendizaje, del análisis de pensamientos y emociones, desarrollamos gradualmente la firme determinación de cambiar, con la certidumbre de que tenemos en nuestras manos el secreto de nuestra felicidad, de nuestro futuro, y de que no debemos desperdiciarlo.