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Authors: Dalai Lama y Howard C. Cutler

Tags: #Ensayo

El arte de la felicidad (15 page)

BOOK: El arte de la felicidad
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»Lo que hay que tener en cuenta es que la importancia de la reflexión sobre el sufrimiento deriva de la posibilidad de abandonado, porque hay otra opción. Existe la posibilidad de liberarnos del sufrimiento. Al eliminar sus causas, es posible liberarse de él. Según el pensamiento budista, las causas profundas del sufrimiento son la ignorancia, el anhelo y el odio, a las que se llama "los tres venenos de la mente". Estos términos tienen connotaciones específicas utilizados en un contexto budista. "Ignorancia", por ejemplo, no se refiere a la falta de información, sino más bien a una falsa percepción de la verdadera naturaleza del ser y de todos los fenómenos. Al generar una percepción de la verdadera naturaleza de la realidad y eliminar los estados negativos de la mente como el anhelo y el odio, se puede alcanzar un estado completamente purificado de la mente, libre del sufrimiento. En un contexto budista, al reflexionar sobre el hecho de que el sufrimiento caracteriza la existencia cotidiana, nos estimulamos a realizar prácticas que eliminarán sus causas profundas. De otro modo, si no hubiera esperanza o posibilidad de liberarnos del sufrimiento, la simple reflexión sobre el mismo sería enfermiza y, por tanto, bastante negativa.

Mientras hablaba, empecé a percatarme de que reflexionar sobre nuestra «naturaleza sufriente» podía ayudarnos a aceptar las inevitables penas de la vida, que podía ser incluso un método valioso para situar nuestros problemas cotidianos en la debida perspectiva. Empecé así a ver el sufrimiento dentro de un contexto más amplio, como parte de un camino espiritual más grande, sobre todo si se tiene en cuenta la doctrina budista, que reconoce la posibilidad de purificar la mente y, en último término, alcanzar un estado en el que no hay más sufrimiento. Pero, alejándome de estas grandiosas especulaciones filosóficas, sentí gran curiosidad por saber cómo afrontaba el Dalai Lama el sufrimiento, cómo abordaba la perdida de un ser querido, por ejemplo.

La primera vez que visité Dharamsala, hace muchos años, pude conocer al hermano mayor del Dalai Lama, Lobsang Samden. Le llegué a tomar cariño y me entristeció mucho su muerte. Sabedor de que él y el Dalai Lama habían estado muy unidos, comenté:

—Imagino que la muerte de su hermano Lobsang debió de ser muy dura para usted…

—Sí.

—Me preguntaba cómo la afrontó.

—Naturalmente, me sentí muy triste al enterarme de su muerte —contestó con serenidad.

—¿Y cómo asumió ese sentimiento de tristeza? ¿Hubo algo en particular que le ayudara a superarlo?

—No lo sé —contestó, pensativo—. Experimenté ese sentimiento de tristeza durante algunas semanas, pero luego, gradualmente, fue desapareciendo. Había, sin embargo, un sentimiento de pesar.

—¿De pesar?

—Sí. Yo no estaba presente cuando murió y creo que si hubiera estado allí, quizá podría haber hecho algo para ayudar. De ahí procede ese sentimiento de pesar.

Toda una vida dedicada a contemplar la inevitabilidad del sufrimiento humano pudo haber ayudado al Dalai Lama a aceptar su pérdida, pero no le convirtió en un individuo frío y sin emociones, dotado de una inexorable resignación ante el sufrimiento; la tristeza de su voz revelaba profundos sentimientos. Al mismo tiempo, sin embargo, su candor y franqueza, totalmente desprovistos de autoconmiseración o remordimiento, mostraban a un hombre que había aceptado plenamente su pérdida.

Ese mismo día, nuestra conversación se prolongó hasta bien entrada la tarde. Cuchilladas de luz dorada atravesaban la semipenumbra. Un ambiente de melancolía inundaba la habitación y me hizo saber que nuestra conversación se acercaba a su término. Confiaba, sin embargo, en obtener algún consejo adicional para asumir la muerte de un ser querido, aparte de limitarse a aceptar la inevitabilidad del sufrimiento.

No obstante, cuando ya me disponía a hablar, me pareció que estaba un tanto distraído y observé una sombra de cansancio alrededor de sus ojos. Poco después, su secretario entró silenciosamente y me dirigió aquella mirada afilada por los años que indicaba que había llegado el momento de marcharse.

—Sí… —dijo el Dalai Lama como si pidiera disculpas—, quizá debiéramos dejarlo por hoy… Me siento un poco cansado.

Al día siguiente, antes de que yo tuviera la oportunidad de volver a plantear el tema en nuestras conversaciones privadas, él lo abordó en una de sus charlas públicas. Uno de los presentes, claramente sumido en el sufrimiento, preguntó al Dalai Lama:

—¿Tiene alguna sugerencia sobre cómo afrontar una gran pérdida personal, como la de un hijo?

El Dalai Lama contestó, con un suave tono de compasión:

—Eso depende, hasta cierto punto, de las creencias personales. Si se cree en la reencarnación, eso puede mitigar la pena o la preocupación. Cabe consolarse con el hecho de que el ser querido renacerá algún día.

»Las personas que no creen en la reencarnación han de tener presente, en primer lugar, que si se preocupan en exceso y se dejan abrumar por la pena ya perdida, actuaran de forma nociva para con ellos y además no beneficiarán a la persona que ha fallecido.

»En mi propio caso, por ejemplo, he perdido a mi más querido y respetado tutor, a mi madre y también a uno de mis hermanos. Cuando fallecieron, naturalmente, me sentí muy triste. Pero no dejaba de pensar que no servía de nada preocuparme demasiado y que, si quería realmente a esas personas, debería cumplir sus deseos con una mente serena, así que hice todo lo que pude para que fuese así. Creo que ésa es la forma adecuada de afrontarlo: procurar que se cumplan los deseos de los desaparecidos.

»Inicialmente, claro está, los sentimientos de dolor y ansiedad constituyen una respuesta natural ante una pérdida. Pero si se le permite que esos sentimientos persistan, pueden conducirnos al ensimismamiento, a la soledad del sufrimiento. Es entonces cuando aparece la depresión. Por otra parte, la experiencia de la pérdida alcanza a la mayoría de los seres humanos; es útil reflexionar sobre ello, porque así ya no nos sentiremos aislados. Eso puede ayudar.

Aunque el dolor y el sufrimiento sean fenómenos humanos universales, he tenido a menudo la impresión de que las personas educadas en las culturas orientales parecen tener una mayor capacidad para aceptarlos y tolerarlos. Ello se debe en parte a sus creencias, pero quizá también a que el sufrimiento es más visible en las naciones más pobres, como la India. El hambre, la pobreza, la enfermedad y la muerte están a la vista de todos. Cuando una persona envejece o enferma, no es marginada ni enviada a una residencia, sino que permanece en la comunidad y es atendida por la familia. Quienes viven en contacto directo con la realidad no pueden negar fácilmente que el sufrimiento forma parte de la existencia.

A medida que la sociedad occidental adquirió capacidad para limitar el sufrimiento causado por las duras condiciones de vida, parece que perdió la habilidad para afrontarlo. Los estudios de los sociólogos ponen de manifiesto que la mayoría de la sociedad occidental moderna tiende a pasar por la vida convencida de que el mundo es básicamente un lugar agradable, que en general impera la justicia y que todos son buenas personas que merecen cosas buenas. Estas convicciones ayudan a llevar una vida más feliz y sana. Pero la aparición inevitable del sufrimiento mina esas creencias y provoca graves crisis. Dentro de este contexto, un trauma relativamente menor puede tener un enorme impacto psicológico que intensifica el sufrimiento. No cabe la menor duda de que, con la actual tecnología, en la sociedad occidental ha mejorado el nivel general de bienestar, y esto ha aparejado un cambio en la percepción del mundo: a medida que el sufrimiento se hace menos visible, deja de verse como connatural a los seres humanos, se lo considera una anomalía, una señal de que algo ha salido terriblemente mal, como una señal de «fracaso» de algún sistema, incluso una violación de nuestro derecho a la felicidad.

Estos pensamientos conllevan muchos peligros. Si pensamos en el sufrimiento como algo antinatural, algo que no debiéramos experimentar, muy pronto buscaremos un culpable. Si me siento desgraciado, tengo que ser una «víctima», una idea demasiado común en Occidente. El que nos castiga con el sufrimiento puede ser el gobierno, el sistema educativo, unos padres abusivos, una «familia disfuncional», el sexo opuesto o nuestro despreocupado cónyuge. O quizá el mal esté dentro de nosotros: unos genes defectuosos. El riesgo de asignar culpas y mantener una postura de víctima es precisamente la perpetuación de nuestro sufrimiento, con sentimientos persistentes de cólera, frustración y resentimiento.

Naturalmente, el deseo de librarse del sufrimiento es un objetivo Iegítimo de todo ser humano. Es el corolario de nuestro deseo de ser felices. Es por tanto apropiado analizar las causas de nuestra infelicidad y hacer lo que esté a nuestro alcance para aliviar nuestros problemas que busquemos soluciones en todos los planos: global, social, familiar e individual. Pero mientras veamos el sufrimiento como un estado antinatural, como una condición anormal que tememos y rechazamos, nunca lograremos desarraigar sus causas y llevar una vida feliz.

Capítulo 9: Sufrimiento autoinfligido

En su visita inicial, el caballero de mediana edad, elegantemente vestido con un austero traje negro, se sentó con una actitud amable pero reservada y empezó a relatar lo que le había traído a mi consulta. Habló con bastante suavidad, con voz controlada y medida. Le hice las preguntas habituales: motivo de la consulta, edad, antecedentes, estado civil…

—¡Esa bruja! —gritó de repente, con la voz alterada por la cólera—. ¡Mi maldita esposa! Mi ex, ahora. ¡Mantenía relaciones extramatrimoniales a mis espaldas! Después de todo lo que había hecho por ella. ¡Esa…, esa puta!

Su voz se hizo más fuerte, más colérica y venenosa mientras, durante los veinte minutos siguientes, fue narrando agravio tras agravio. La hora se acercaba a su final. Al darme cuenta de que él no había hecho sino empezar y que aquello podía durar fácilmente varias horas, intenté corregir la situación.

—Bueno, la mayoría de la gente tiene dificultades para adaptarse después de un divorcio; por tanto, abordaremos ese problema en las próximas sesiones. —Luego, le pregunté con voz tranquilizadora—: Y a propósito, ¿cuánto tiempo hace que se ha divorciado?

—Diecisiete años en el pasado mes de mayo.

En el capítulo anterior vimos la importancia de aceptar el sufrimiento como un hecho natural de la existencia humana. Muchos sufrimientos son inevitables, pero otros tienen su causa en nosotros mismos. Hemos visto que la negativa a aceptar el sufrimiento como algo natural puede conducimos a consideramos víctimas y a echar a los demás la culpa de nuestros problemas, una receta segura para llevar una vida desdichada.

Pero también aumentamos nuestro sufrimiento de otras formas. Sucede con demasiada frecuencia que perpetuamos nuestro dolor, lo mantenemos vivo cuando repasamos mentalmente una y otra vez nuestras heridas, al tiempo que exageramos las injusticias. Volvemos una y otra vez sobre los recuerdos dolorosos, quizá con el deseo inconsciente de que cambie la situación; pero no cambia. Claro que a veces este interminable repaso de nuestros infortunios puede servir para exagerar el drama y proporcionar cierto romanticismo a nuestras vidas, o para despertar la atención y la simpatía de los demás. Pero esas supuestas «ventajas» son demasiado pobres frente a la infelicidad que soportamos. Sobre ello, dijo el Dalai Lama:

—Hay muchas formas de contribuir activamente a experimentar inquietud mental y sufrimiento. Aunque, en general, las aflicciones mentales y emocionales tienen causas externas, somos nosotros quienes las empeoramos. Por ejemplo, cuando sentimos cólera u odio hacia una persona, es poco probable que el sentimiento se exacerbe si no lo alimentamos. No obstante, si pensamos en las presuntas injusticias de que hemos sido objeto y seguimos pensando en ellas una y otra vez, avivamos el odio, convirtiéndolo en algo muy intenso. Lo mismo puede decirse cuando sentimos apego por alguien: podemos alimentar el sentimiento pensando continuamente en lo hermosa o atractiva que es esa persona, y así el apego se hace más y más fuerte. Eso demuestra que podemos cultivar nuestras emociones.

»A menudo también incrementamos nuestro dolor con una sensibilidad excesiva, al reaccionar con exageración ante cosas nimias. Tendemos a tomarnos las cosas pequeñas demasiado seriamente, a sacarlas de quicio mientras por otro lado seguimos indiferentes a cosas realmente importantes, a aquellas que tienen efectos profundos sobre nuestras vidas y consecuencias sobre ellas a largo plazo.

»Así pues, creo que en buena medida el sufrimiento depende de cómo se responda ante una situación dada. Por ejemplo, descubrimos que alguien habla mal de nosotros a nuestras espaldas. Si se reacciona ante este conocimiento, ante esta negatividad, con un sentimiento de cólera o de dolor, es uno mismo el que destruye su propia paz mental. El dolor no es sino una creación personal. Por otro lado, si uno se contiene y evita reaccionar de manera negativa y deja pasar la difamación como un viento silencioso al que no se hace caso, se está protegiendo de sentirse herido, de esa sensación de agonía. Así pues, y aunque no siempre se puedan evitar las situaciones difíciles, sí se puede modificar la extensión del propio sufrimiento.

A veces, los terapeutas decimos de este proceso que es una «personalización» de nuestro dolor, es decir, la tendencia a estrechar nuestro campo de visión psicológico mediante la interpretación, acertada o errónea, de todo aquello que nos afecta.

Una noche cené con un colega en un restaurante. El servicio era muy lento y mi colega empezó a quejarse:

—¡Fíjate en eso! ¡Ese camarero es condenadamente lento! ¿Dónde se ha metido? Creo que pasa de nosotros.

A pesar de que ninguno de los dos tenía un compromiso urgente, las quejas de mi colega sobre el servicio siguieron durante toda la cena y terminaron por convertirse en una letanía sobre la comida, la vajilla y todo lo que no fuera de su agrado. Al final el camarero nos obsequió con dos postres gratuitos.

—Les ruego que disculpen la lentitud del servicio de esta noche —dijo—, pero tenemos poco personal. Ha muerto un familiar de uno de los cocineros y un camarero está enfermo. Espero no haberles causado muchas molestias…

—A pesar de todo, no volveré nunca aquí —murmuró amargamente mi colega una vez el camarero se hubo alejado.

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