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Authors: Dalai Lama y Howard C. Cutler

Tags: #Ensayo

El arte de la felicidad (19 page)

BOOK: El arte de la felicidad
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Aquellas historias no hablaban sólo de violencia física, sino también del intento de destruir el espíritu del pueblo tibetano. En cierta ocasión, un refugiado tibetano me habló de la «escuela» china a la que se le obligó a asistir como adolescente en el Tíbet. Las mañanas se dedicaban al adoctrinamiento y el estudio del Libro rojo del presidente Mao, y las tardes a informar sobre los diversos deberes que había que realizar en casa. Por lo general, los «deberes» estaban diseñados para erradicar el espíritu del budismo, profundamente enraizado en el pueblo tibetano. Por ejemplo, conocedor de la prohibición budista de matar y de la convicción de que toda criatura viva es un precioso «ser sensible», un maestro de escuela encargó a sus estudiantes la tarea de matar algo y llevarlo a la escuela al día siguiente. Para calificar a los estudiantes se asignaron puntos a los animales muertos; una mosca, por ejemplo, valía un punto, un gusano dos, un ratón cinco, un gato diez… (Recientemente, al contarle esta historia a un amigo, sacudió pesaroso la cabeza, con una expresión de asco, y musitó: «Me pregunto cuántos puntos recibiría el alumno por asesinar a su condenado maestro».)

A través de prácticas espirituales como el recitado de
Ocho versículos sobre la educación de la mente
, el Dalai Lama ha podido reconciliarse con esta situación y, a pesar de todo, continuar una campaña activa por la liberación y por los derechos humanos en el Tíbet desde hace cuarenta años. Al mismo tiempo, ha mantenido una actitud de humildad y compasión con respecto a los chinos, lo que ha inspirado a millones de personas en todo el mundo. Y allí estaba yo, diciéndole que esa oración quizá no fuera relevante para las «realidades» del mundo actual. Todavía me sonrojo cuando recuerdo aquella conversación.

DESCUBRIMIENTO DE NUEVAS PERSPECTIVAS

Al tratar de poner en práctica el cambio de perspectiva con respecto al «enemigo» preconizado por el Dalai Lama, me encontré una tarde con otra técnica. Mientras preparaba este libro, asistí a unos seminarios del Dalai Lama en la costa este. Para regresar a casa tomé un vuelo sin escalas a Phoenix. Había reservado un asiento junto al pasillo, como siempre. A pesar de que acababa de recibir enseñanzas espirituales, me sentía bastante malhumorado cuando subí al atestado avión. Descubrí entonces que me habían asignado erróneamente un asiento en el centro, embutido entre un hombre de generosas proporciones, cuyo grueso antebrazo invadía mi asiento, y una mujer de mediana edad que me resultó inmediatamente antipática porque, a mi juicio, había usurpado el asiento junto al pasillo que me correspondía. Había algo en aquella mujer que me molestaba: quizá su voz chillona, o su actitud un tanto imperiosa. Después del despegue, la mujer empezó a hablar sin parar con un hombre sentado al otro lado del pasillo, que resultó ser su marido, y yo le ofrecí «gentilmente» cambiar de asiento. Pero no quisieron aceptarlo; por lo visto, los dos querían asientos de pasillo. Eso me molestó más aún. La perspectiva de pasar cinco horas sentado junto a aquella mujer me parecía insoportable. Al darme cuenta de la intensidad de mi reacción ante una mujer a la que ni siquiera conocía, decidí que tenía que tratarse de una «transferencia» (seguramente me recordaba, subconscientemente, a alguien de mi infancia), un viejo sentimiento de odio no resuelto hacia mi madre u otra mujer. Me estrujé el cerebro, pero aquella mujer no me recordaba a nadie de mi pasado.

Se me ocurrió pensar entonces que era una excelente oportunidad para practicar el desarrollo de la paciencia. Así pues, imaginé a mi vecina como una querida benefactora, situada a mi lado para enseñarme paciencia y tolerancia. Al cabo de unos veinte minutos de esfuerzos imaginativos, abandoné el intento. ¡La mujer seguía fastidiándome! Me resigné a continuar irritado durante todo el resto del vuelo. Mohíno, miré una de sus manos, con la que se aferraba furtivamente al brazo de su butaca. Detestaba todo lo que tuviera que ver con esa mujer. Miraba con expresión ausente la uña de su pulgar cuando de repente me pregunté: ¿odio acaso esa uña? No, en realidad no. Era una uña corriente, sin ninguna característica peculiar. A continuación, fijé la mirada en uno de sus ojos y me pregunté: ¿odio realmente ese ojo? Sí, lo odio (y sin ninguna buena razón, que es la forma más pura del odio). Miré más atentamente. ¿Odio esa pupila? No. ¿Odio esa córnea, ese iris, esa esclerótica? No, de modo que ¿odio realmente ese ojo? Tuve que admitir que no lo odiaba. Tuve la impresión de que estaba haciendo progresos. Pasé a uno de los nudillos, a un dedo, a la mandíbula, a un codo. Con sorpresa, me di cuenta de que había partes de esa mujer que no odiaba. Al centrar la atención en los detalles, en lo concreto, en lugar de la imagen global, permitía que se produjera un cambio interno sutil, un ablandamiento. Este cambio de perspectiva producía un desgarro en mi prejuicio, lo bastante amplio como para percibir la humanidad básica de la mujer. Mientras me percataba de todo esto, ella se volvió hacia mí e inició una conversación. No recuerdo de qué hablamos, algo superficial, pero mi cólera había desaparecido cuando terminó el vuelo. Aquella mujer, por supuesto, no se había transformado en la mejor de mis amigas, pero tampoco era ya la maldita usurpadora de mi asiento junto al pasillo; simplemente, un humano como yo, que llevaba su vida lo mejor que podía.

UNA MENTE FLEXIBLE

La capacidad para cambiar de perspectiva, para ver los problemas «desde ángulos diferentes», guarda relación con la flexibilidad de la mente. El beneficio fundamental de esta flexibilidad es que nos permite abarcar toda la existencia, sentimos plenamente vivos, experimentar toda la dimensión de nuestra humanidad. Una tarde, después de una larga jornada de charlas en Tucson, cuando el Dalai Lama regresaba andando a su hotel, un banco de nubes de color magenta se extendió sobre el cielo, absorbiendo la luz de últimas horas de la tarde y realzando el relieve de las montañas Catalina, convirtiendo el paisaje en una sinfonía de matices purpúreos. El aire era cálido, cargado con la fragancia de las plantas del desierto, de la salvia, y lleno de humedad; una inquieta brisa prometía tormenta. El Dalai Lama se detuvo. Durante unos momentos contempló en silencio el horizonte y, finalmente, hizo un comentario sobre la belleza del paisaje. Siguió caminando pero, tras unos pasos, se detuvo de nuevo. Se inclinó para examinar un diminuto ramillete de espliego. Lo tocó con suavidad, observó su delicada forma y se preguntó en voz alta cuál sería el nombre de aquella planta. Me sentí impresionado por la agilidad de su mente. Pareció pasar del paisaje a la pequeña planta con una percepción simultánea de la totalidad y de los detalles, con una asombrosa capacidad para abarcar todas las facetas del espectro de la vida.

Todos podemos desarrollar esa misma flexibilidad mental. Surge, al menos en parte, de nuestros esfuerzos por extender nuestra perspectiva y probar nuevos puntos de vista. El resultado es la conciencia simultánea del macrocosmos y el microcosmos, que nos ayuda a separar lo que es importante de aquello que no lo es.

En mi caso, necesité la suave presión del Dalai Lama, durante el transcurso de nuestras conversaciones, para salir de mi limitada perspectiva. Tanto por naturaleza como por formación, siempre he tenido tendencia a abordar los problemas desde el punto de vista de la dinámica individual, con sus procesos psicológicos. Las perspectivas sociológicas o políticas nunca han tenido mucho interés para mí. Durante una conversación con el Dalai Lama, hablamos sobre la ampliación y multiplicación de las perspectivas. Como había tomado varias tazas de café, mi conversación era muy animada y hablé de la capacidad para cambiar de perspectiva como un proceso interno, como una búsqueda individual, basada exclusivamente en la decisión consciente del individuo de adoptar un punto de vista diferente.

El Dalai Lama finalmente me interrumpió y me recordó:

—Adoptar una perspectiva más amplia supone trabajar solidariamente con otras personas. Cuando se producen catástrofes gigantescas, medio ambientales o económicas, por ejemplo, se necesita un esfuerzo coordinado de mucha gente, con un sentido de la responsabilidad y del compromiso globales, no meramente individuales.

Me sentí molesto por el hecho de que él introdujera el mundo cuando yo trataba de concentrarme en el individuo.

—Pero esta misma semana —insistí—, en nuestras conversaciones y en sus charlas ante el público, ha hablado mucho sobre la importancia del cambio personal desde dentro, de la transformación interna. Ha hablado, por ejemplo, de la importancia de desarrollar compasión, de superar la cólera y el odio, de cultivar la paciencia y la tolerancia…

—Sí. Naturalmente, el cambio debe proceder de dentro del individuo. Pero cuando se buscan soluciones a los problemas globales, se necesita abordar esos problemas desde los puntos de vista del individuo y del conjunto de la sociedad. Ser flexible, tener una perspectiva más amplia, exige capacidad para abordar los problemas desde varios niveles: el individual, el de la comunidad y el global.

»En la charla que di en la universidad la otra tarde hablé sobre la necesidad de reducir la cólera y el odio mediante el cultivo de la paciencia y la tolerancia. Reducir el odio al mínimo es como un desarme interno. Pero, como también señalé, el desarme interno tiene que producirse al mismo tiempo que el desarme externo. Y esto es muy importante. Afortunadamente, después del derrumbe del imperio soviético y al menos por el momento, no hay amenazas de holocaustos nucleares. Por ello creo que es un buen momento y que no deberíamos desaprovechar esta oportunidad. Es ahora cuando deberíamos fortalecer la paz. La verdadera paz, no sólo la simple ausencia de guerra. Porque una simple ausencia de guerra no es una verdadera paz mundial. La paz tiene que basarse en la confianza mutua. Y puesto que las armas constituyen el mayor obstáculo para el desarrollo de la confianza mutua, creo que ha llegado el momento de pensar cómo podríamos librarnos de ellas. Es muy importante. Claro que no se puede conseguir de la noche a la mañana. Lo más realista sería avanzar paso a paso. Pero, en todo caso, deberíamos tener muy claro cuál es nuestro objetivo final: que todo el mundo quede desmilitarizado. Por tanto, debemos trabajar para desarrollar paz interior y al mismo tiempo trabajar por el desarme externo y la paz tanto como podamos. Ésa es nuestra responsabilidad.

LA IMPORTANCIA DEL PENSAMIENTO FLEXIBLE

Hay una relación estrecha entre una mente flexible y la capacidad para cambiar de perspectiva. La mente flexible nos ayuda a abordar nuestros problemas desde varias perspectivas; por tanto, tratar de examinar los problemas con objetividad multiplicando las perspectivas puede considerarse una manera de formar la mente en la flexibilidad. En el mundo actual, el intento de desarrollar un pensamiento flexible no es un simple ejercicio para intelectuales ociosos, sino una cuestión de supervivencia. Desde un punto de vista evolutivo, son las especies más flexibles las que se han adaptado mejor a los cambios ambientales, las que han sobrevivido y prosperado. Hoy en día, la vida se caracteriza por el cambio repentino, inesperado y, en ocasiones, violento. Una mente flexible puede ayudar a reconciliamos con los cambios externos, y también a amortiguar nuestros conflictos internos, inconsistencias y ambivalencias. Si no cultivamos una mente adaptable, nuestra mirada se enturbia y nuestra relación con el mundo se guía por el temor. Al adoptar un enfoque flexible y dúctil ante la vida, podemos mantener nuestra compostura incluso en las situaciones más turbulentas. Es gracias a nuestros esfuerzos por alcanzar una mente flexible como podemos reforzar la capacidad de resistencia del espíritu humano.

A medida que iba conociendo al Dalai Lama, más me asombraba ante su flexibilidad, su capacidad para adoptar numerosos puntos de vista. Cabría esperar que en su condición de jefe religioso se erigiera en defensor de la fe, así que le pregunté:

—¿Se ha considerado alguna vez demasiado rígido, demasiado estrecho de miras?

—Hum… —murmuró reflexivo durante un momento, antes de contestar con decisión—: No, no lo creo. De hecho, sucede precisamente lo contrario. En ocasiones soy tan flexible que se me acusa incluso de no seguir una línea coherente. — Se echó a reír sonoramente—. Alguien se me acerca y me presenta determinada idea; examino las razones que aduce y exclamo: «¡Eso es magnífico!». Después se me acerca otra persona con un punto de vista opuesto y también encuentro acertadas sus razones. Me han criticado por eso; me recuerdan: «Nos hemos comprometido a seguir este camino, así que, por el momento, sigámoslo».

Si tuviéramos que juzgado sólo por esta declaración, podríamos creer que el Dalai Lama es indeciso, sin principios que lo guíen. En realidad, nada más alejado de la verdad. El Dalai Lama tiene unas convicciones básicas que guían todas sus acciones: la bondad fundamental de todos los seres humanos, el valor de la compasión, la benevolencia y la generosidad, atributos comunes a todas las criaturas vivas.

—Al hablar de la importancia de ser flexible, dúctil y adaptable no pretendo sugerir que seamos como camaleones, y que absorbamos cualquier nuevo sistema de creencias con el que nos encontremos, que cambiemos de identidad, que adoptemos pasivamente cualquier idea. Las fases superiores del crecimiento y el desarrollo dependen del conjunto de valores que nos guían. Un sistema de valores capaz de proporcionar continuidad y coherencia a nuestras vidas, mediante el que podamos medir nuestras experiencias. Un sistema de valores que nos ayude a decidir qué objetivos merecen realmente perseguirse y cuáles son irrelevantes.

La cuestión es: ¿cómo podemos mantener de un modo coherente y firme este conjunto de valores fundamentales y ser flexibles al mismo tiempo? El Dalai Lama parece haberlo conseguido al reducir su sistema de creencias a unas cuantas verdades fundamentales: 1) soy un ser humano; 2) deseo ser feliz y no quiero sufrir; 3) otros seres humanos como yo también desean ser felices y no quieren sufrir. Al destacar el terreno que comparte con los demás, en lugar de fijarse en las diferencias, genera un sentimiento de unión que conduce a la convicción profunda del valor de la compasión y el altruismo. Utilizando este enfoque, puede ser muy gratificante el simple hecho de dedicar un poco de tiempo a reflexionar sobre nuestro propio sistema de valores y reducido a sus principios fundamentales, lo que nos proporcionará mayor libertad y flexibilidad para afrontar los problemas.

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