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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El amanecer de una nueva Era (7 page)

Levantó una pata y desprendió las escamas estropeadas y medio sueltas, que cayeron sobre la arena con un ruido sordo. La hembra Roja hizo una mueca. Crecerían otras que las sustituirían y ella volvería a ser hermosa, pero tardarían unas pocas semanas.

En fin, por lo menos sólo era un Negro, un dragón menor, se dijo para sus adentros, tratando de apaciguar su mala conciencia. Los Negros no eran tan inteligentes como los Rojos. Si éste lo hubiera sido, no se habría quedado esperándola en terreno abierto.

¿Qué habría querido decir cuando la llamó Takhisis? ¿Qué significaría esa palabra?

Para cuando el sol alcanzó su cénit, la hembra de Dragón Rojo volaba alto en el cielo, con las ruinas de la isla de las Brumas bajo ella. La isla parecía pequeña, igual que había parecido pequeño el Dragón Negro.

Quizá debería regresar a casa. No es que le importara mucho la compañía de los otros toscos Rojos, pero quizá podría volver a soportarlos. Se esforzaría. Lo intentaría otra vez. Oh, cómo detestaba esta sensación de hambre. Levantó un ala y viró rumbo a casa.

—No puedes marcharte.

Los ojos de la hembra Roja se enfocaron en la imagen, gris y cambiante, de un minúsculo hombrecillo que flotaba en el aire delante de ella. Plegó las alas hacia atrás y estrechó los ojos para verlo mejor. Parecía una sombra, cosa imposible dada la luminosidad del sol matinal, y sus ojos eran unos puntos carmesíes fijos, que no parpadeaban. Decidió que no era un hombre. Entonces, ¿qué era?

La hembra Roja siseó. De sus ollares salió vapor, y los tenues hilillos se enroscaron como el humo de una chimenea y se elevaron hacia las nubes que había más arriba. Retiró los labios hacia atrás, enseñando los dientes, y gruñó. Podía comérselo, pero era tan pequeño que su estómago apenas lo notaría. No merecía la pena hacer el esfuerzo de tragárselo.

—¿Qué eres? —bramó.

—Soy un demonio guerrero, una creación del Padre de Todo y Nada, Caos —respondió el hombre de sombras—. Quiero vengarme de los mortales responsables de que mi creador se marchara de Krynn. Y tú serás el instrumento del que me valdré para conseguirlo. —De la borrosa imagen crecieron unos cuernos y se oscureció hasta adquirir un reluciente tono negro.

La hembra Roja pensó que la criatura debería estar suplicando clemencia y, en lugar de ello, se dedicaba a cambiar de forma y a charlar con ella como si fueran amigos. Ella no tenía amigos.

—¿De dónde vienes? —La voz del guerrero tenía un timbre grave, y al mismo tiempo hueco, como un eco—. No eres de Ansalon, y no llevas aquí mucho tiempo. Alguien habría reparado en un dragón de tu tamaño a estas alturas. Habrían enviado a los héroes de turno para combatirte. ¿Hay más como tú?

La hembra Roja estrechó más los ojos hasta reducirlos a unas finas rendijas, y le lanzó una mirada furibunda. Entre sus afilados colmillos asomaron unas pequeñas lenguas de fuego.

—Mi hogar no es de tu incumbencia —respondió al cabo.

—Pero sí el lugar adonde te diriges. Tienes que ir hacia Ansalon, no alejarte del continente. Tienes que matarlos a todos ellos, pero no a la vez. Hay que hacerlos temer por sus vidas, que se den cuenta de que están perdidos, que aguarden el inexorable fin.

—¿Ellos?

—La gente —contestó el hombre de sombras—. Los humanos y los elfos. Los enanos, los gnomos, los kenders.

—¡Basta! —Un profundo gruñido empezó a retumbar en el pecho de la hembra de dragón. Abrió las fauces, y las llamas salieron disparadas; atravesaron el cristalino aire matinal y formaron una gran bola de fuego abrasador que se precipitó sobre él, rugiente y crepitante. Pero la bola se dividió a pocos centímetros del demonio y fluyó como agua a su alrededor, para volver a unirse a su espalda.

—Soy una criatura de fuego, engendrada en el Abismo. El fuego no puede tocarme, por muy intenso que sea. —El demonio guerrero hizo que sus rojizos ojos brillaran como ascuas abrasadoras—. Y ahora, escúchame. Ahí abajo está la isla de las Brumas, el lugar donde pasaste la noche y que trataste como si sólo fuera yesca. Al norte está Kothas, situada al borde del Mar Sangriento de Istar.

La hembra de dragón lo miró de hito en hito y un atisbo de curiosidad asomó fugaz a su enorme rostro. Decidió escucharlo un poco más.

—Kothas no es tan importante como el resto del mundo —continuó el demonio—. Y tampoco lo son Mithas y Karthay. Pero las llanuras Dairly... —El brillo en los ojos del hombre de sombras se suavizó—. Allí hay rebaños de ganado para satisfacer tu apetito, pueblos que destruir y aterrorizar, y también dragones más pequeños.

«¿Sabrá lo del Negro?», se preguntó la hembra de dragón.

—Voy a donde me place, cazo lo que me place, y hago lo que me place.

—Les enseñarás que no debieron desafiar a Caos —replicó el guerrero—. No debieron haber obligado a mi padre a marcharse.

—Nadie me dice lo que tengo que hacer.

—Te lo digo yo —siseó el hombre de sombras—. Te digo que arrases Ansalon, que mates a humanos y elfos. La gente dejará de ser la fuerza dominante en el mundo. Lo serás tú... bajo mi dirección.

—¿Y los dragones?

—Se han dispersado. Con la marcha de su diosa Takhisis...

—Así que Takhisis es una diosa —comentó la hembra Roja, que añadió para sus adentros: «El Negro creyó que era una deidad».

—Los dioses se han ido. Todos ellos —continuó el demonio, irritado por la interrupción del reptil—. Los dragones no tienen un líder. Algunos se enfrentan a la gente de vez en cuando, pero no muchos. Ayer vi cómo un gran Azul volaba sobre una ciudad y no arrebataba una sola vida.

«Yo podría dirigir a los dragones —pensó la hembra Roja—. Podría gobernar sobre ese Ansalon.»

—Las llanuras Dairly... —Las palabras salieron de su boca como un torrente.

—Ahí es donde quiero que empieces. Las gentes de Dairly están confiadas, desprevenidas.

—¿Hay otras tierras más allá de esas llanuras? —siseó la hembra de dragón.

—Por supuesto —contestó el hombre de sombras—. Después de que hayas atacado las llanuras Dairly, te indicaré hacia dónde habrás de viajar a continuación. ¿Tienes nombre? Querría saber cómo llamar a mi impresionante peón.

El reptil frunció el inmenso entrecejo escarlata.

—Malystryx. Me llamo Malystryx.

—Malys —dijo el hombre de sombras, encontrando un diminutivo más de su agrado. De nuevo, el demonio gesticuló hacia las llanuras septentrionales Dairly.

Los ojos de la hembra de dragón siguieron la dirección señalada por los brumosos dedos del hombre de sombras; después alzó la vista y se encontró con su vacía mirada. A una velocidad impresionante, su zarpa se disparó y alcanzó de lleno al guerrero. Las garras abrieron surcos en la nebulosa imagen.

Malys vio el gesto de sorpresa en el semblante del guerrero, y tuvo una sensación increíblemente fría cuando lo que supuestamente era la sangre del demonio escurrió sobre su pata. Mientras el hombre de sombras se estremecía, ella aproximó la inmensa testa, escaldando el aire con su aliento.

—Puede que el fuego no te haga daño —dijo Malys—. Pero hay otras formas de matar.

Abrió las fauces al tiempo que se acercaba más, y sus dientes se cerraron sobre el demonio guerrero. La hembra Roja sintió el frío y pesado cuerpo resbalar por su garganta. Después pegó las alas a los costados y viró hacia la línea costera de las llanuras septentrionales Dairly.

Extendió de nuevo las alas cuando la tierra subió a su encuentro, y planeó hacia el sur a lo largo del litoral oriental, siguiendo la rocosa costa. Del agua sobresalían escollos de obsidiana y de piedra de cuarzo afilados como colmillos. «Pero no tan afilados y mortales como los míos», pensó.

Al llegar a un cabo donde terminaba la costa, en las llanuras meridionales, giró y tomó rumbo norte, volando sobre árboles esta vez. Inhaló profundamente, y unos aromas, fuertes y penetrantes, cosquillearon en sus ollares: flores extrañas, hierbas exóticas, plantas con las que no estaba familiarizada. Unos pájaros huyeron espantados, y los agudos ojos de la hembra Roja los localizaron. Eran demasiado pequeños para servirle de comida, así que se limitó a observarlos.

El bosque terminó, y una planicie de herbazales se extendió ante ella. El alto pasto formaba una alfombra verde profundo que se extendía hacia un claro donde se alzaba una aldea. Malys fijó los ojos en las cabañas con tejados de bálago y en las personas semejantes a hormigas que se movían por el lugar. Ajenas a la presencia de la hembra Roja, se ocupaban de sus tareas y juegos.

Todos parecían tan tranquilos, tan confiados, tan desprevenidos, pensó, utilizando las palabras del demonio guerrero.

Algo se cocinaba sobre una lumbre central, alguna pequeña criatura asándose en un espetón. El olor le recordó que estaba hambrienta. Planeó y se aproximó más. Cuando su sombra rozó el borde de la aldea, la hembra de dragón vio a uno de ellos que miraba hacia arriba. El hombre señaló en su dirección y empezó a agitar los brazos y a gritar.

En un visto y no visto, toda la gente estaba mirando a lo alto. Algunos dejaban caer los cestos de fruta que transportaban. Otros gritaban y corrían hacia la falsa seguridad de sus cabañas. Unos pocos cogieron lanzas y las agitaron en dirección a la hembra Roja. Gritaban palabras que no alcanzaba a entender porque eran muchos chillando al mismo tiempo. Sus voces sonaban como el zumbido de los insectos.

Dominada por la curiosidad, y consciente de que, de todas formas, tendría que acercarse más para devorarlos, Malys aterrizó al borde de la aldea. El impacto de su peso provocó temblores que derribaron a algunos de los humanos.

Uno de ellos, especialmente valeroso, avanzó hacia ella con los ojos fijos en la inmensa testa, y fue tan osado de arrojarle una lanza. Por un instante, la hembra Roja consideró el matarlo de un pisotón o concederle el honor de que muriera con su aliento. La curiosidad la pudo, y preparó un chorro de fuego. Lo sintió subir por su garganta a gran velocidad y después salió de entre sus fauces en forma de cono que primero envolvió al valiente aldeano y después alcanzó las chozas que había directamente detrás.

«Así que no todos son como el demonio guerrero —se dijo—. Él fuego daña a esta gente.»

Los aullidos del valiente aldeano no duraron mucho; el fuego era tan intenso que Malys apenas si olió la carne quemada. Pasando sobre la forma calcinada, batió las alas para avivar las llamas, que saltaron a las siguientes chozas.

Sintió que algo le tocaba el muslo. Giró la cabeza y vio a dos hombres arremetiendo contra su pata, pero sus lanzas no podían penetrar las duras escamas.

Disparó su garra delantera para derribar una de las pocas chozas que no se habían prendido fuego. Dentro había tres pequeños acurrucados. Malys los aplastó con una de las patas.

Adelantó el cuello y apresó en las fauces a un puñado de aldeanos que intentaba escapar. Sus forcejeantes cuerpos fueron rápidamente engullidos, y Malys dirigió su atención a otro grupo, que también contribuyó a apaciguar su apetito.

Más guerreros se unieron a los dos primeros junto a sus patas. Gritaban maldiciones y arremetían fútilmente con sus armas. A través del hedor a carne y bálago quemados, la hembra Roja percibió el agradable olorcillo a sudor mezclado con miedo. Con un latigazo de la cola les aplastó el pecho y acabó con sus vidas.

Todavía quedaban unos pocos vivos, y éstos corrían hacia el bosque, al otro lado de la aldea. Se dio impulso contra el suelo y saltó tras ellos al tiempo que escupía otro chorro de fuego. Las llamas se descargaron más allá de los que huían y prendieron los árboles.

Las personas giraron sobre sus talones y empezaron a volver hacia la aldea, pero Malys les salió al paso. No le suplicaron por sus vidas, y ella dio por sentado que eran lo bastante listos para saber que había llegado su fin. Abrió las fauces y se zampó a los que estaban más cerca; después se adelantó y saboreó lentamente a los restantes.

Cuando la hembra Roja se elevó en el aire, el fuego en el bosque se intensificó. Malys viró hacia el sur, y planeó sobre la aldea en llamas y la herbosa llanura.

Poco después sus alas la llevaron sobre otro bosque; los árboles eran altos y acogedores, el dosel lo bastante tupido para ocultar su presencia.

Descendió, y las patas partieron las ramas más altas, derribaron unos pocos robles viejos, y se posaron en la fértil marga.

«Descansaré aquí —pensó—. Éste será mi hogar durante un tiempo, mientras esté en las llanuras Dairly. Pero no me quedaré para siempre.»

7

Comienza la Purga de Dragones

Malys atacó más pueblos para saciar su gran apetito, pero tuvo cuidado de no acabar con todos los que encontró. No quería agotar sus reservas de alimentos demasiado deprisa, y necesitaba que algunas personas siguieran vivas para así poder observarlas y aprender cosas acerca de lo que ahora era su territorio. Además, disfrutaba con la idea de que la gente de otros pueblos viviera aterrorizada con la incertidumbre de si su aldea sería la próxima en arder, propagara la noticia de sus ataques, y la obsequiara con una espléndida fama.

Alternaba su dieta con el ganado y varias criaturas raras del bosque que se cansó de estudiar, y de vez en cuando devoraba tripulaciones de barcos que navegaban cerca de la rocosa costa oriental de las llanuras Dairly.

No había nada que significara un verdadero peligro para ella... hasta que apareció otro Rojo. El macho no era ni la mitad de grande que ella, ya que medía unos dieciséis metros desde el hocico a la punta de la cola. Malys lo había visto merodeando por los pueblos que ella había diezmado, buscando carroña entre las ruinas. Lo había descubierto deslizándose a través del bosque, deteniéndose en los claros que ella había abierto al arrancar de raíz los árboles para atrapar ciertos animales particularmente sabrosos. Sabía que la había estado observando con el propósito, al parecer, de aprender de la mejor.

Un día lo divisó acercándose al cubil que ella había creado en el litoral, un cueto colgado de un escarpado acantilado que se asomaba al océano Courrain Meridional. Había esculpido cuidadosamente la guarida y el terreno circundante durante los últimos meses. Como un resuelto alfarero, estaba modificando continuamente el área, haciendo el cueto más grande, más abrupto, más imponente, con picos escabrosos y sombrías cavidades.

Había excavado una inmensa cueva tierra adentro, un agujero lo bastante grande para albergar su escamoso cuerpo y unos cuantos cofres con monedas que había cogido de los barcos. Desde el interior de su cómodo cubil, lo vio acercarse más.

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