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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El amanecer de una nueva Era (3 page)

—Pero Takhisis...

Khellendros cerró los ojos, se concentró, y abrió su mente en un esfuerzo por entrar en contacto con la Reina de la Oscuridad a fin de verificar lo que este estúpido draconiano decía. El gran Azul visualizó mentalmente el dragón de cinco cabezas, imagen de la diosa, con tanta claridad como si lo tuviera ante sí, pero no logró establecer contacto con ella. Dedujo que su señora estaba ocupada con asuntos divinos, y que el necio kapak no sabía lo que se decía. ¿Una batalla en el Abismo? Imposible. Si hubiera una contienda, la todopoderosa deidad no precisaría ayuda. Seguramente el calor había hecho enloquecer al simple kapak. Sin embargo, su cuerpo estaba en buenas condiciones. El Dragón Azul observó escrutadoramente al draconiano.

—Takhisis quiere que los Dragones Azules se agrupen en el desierto —repitió la criatura.

El cuerpo del kapak emitía un cierto halo mágico, así como la esencia de dragón. Muy apropiado para una mujer con un corazón de dragón, reflexionó Khellendros. Más apropiado incluso que el cuerpo de un elfo.

—Habrá una batalla en el Abismo —reiteró con un tono monótono el draconiano, sin darse cuenta de que el dragón apenas le prestaba atención—. Takhisis dice que los irdas rompieron la Gema Gris y dejaron libre a Caos. El Padre de Todo está furioso, quiere destruir Krynn. Todo el mundo tiene que luchar contra Caos en el Abismo, dice Takhisis.

La mente de Khellendros era un hervidero de ideas. Los draconianos eran inmunes a las enfermedades humanas. Vivían un millar de años. Kitiara estaría de acuerdo. El gran Dragón Azul sabía que el kapak, como todos los demás draconianos, había sido creado por la Reina de la Oscuridad para que fuera su esbirro y la sirviera como mensajero, espía, asesino o soldado.

De los huevos de los Dragones del Bien había formado los cuerpos estériles de los draconianos y los había insuflado con la esencia de los tanar'ris, unos espíritus perversos del Abismo. Este kapak procedía de un huevo de los Dragones de Bronce y, por ende, su cuerpo era de superior calidad.

Khellendros se fue acercando hasta que el inmenso hocico estuvo a pocos centímetros del kapak. Alargó una de las patas delanteras y su garra se cerró cautelosamente en torno al sorprendido draconiano.

—¿Qué pasa? —exclamó la criatura.

—Te vienes conmigo —contestó Khellendros.

—¿Al Abismo?

—A mi cubil.

—¡Pero... Takhisis, y Caos! ¡No! —Con la última palabra, el kapak escupió en la garra del dragón y empezó a forcejear.

Venenosa y cáustica, la secreción siseó y estalló en burbujas sobre la piel del dragón. Con un bramido, Khellendros soltó al kapak y metió la garra en la arena para aliviar la molesta sensación.

El kapak retrocedió un paso y lo miró fijamente. Cayendo finalmente en la cuenta de que el dragón no iba a seguir sus valiosas instrucciones, giró sobre sí mismo y echó a correr; cuando entrara en contacto con Takhisis mentalmente, le informaría que este insolente Dragón Azul la había desobedecido. Batió las alas atropelladamente y, saltando en el aire, planeó unos cuatro metros antes de aterrizar de nuevo en la arena y volver a saltar sin dejar de aletear furiosamente.

Un retumbo desdeñoso surgió en lo más hondo de Khellendros al ver que el draconiano trataba de volar. Sabía que sólo un tipo de draconianos podía volar realmente: el creado de huevos de Dragones de Plata. Los intentos del kapak resultaban ridículos, lastimosos.

«Pero tú sí podrás volar, Kitiara»
pensó el Dragón Azul mientras el retumbo ascendía por su garganta y sus alas se desplegaban. Khellendros se elevó sobre la arena y abrió las fauces, de manera que escupió un rayo que se descargó en el suelo, delante del kapak que huía.

El sobresaltado draconiano giró a la derecha y se impulsó sobre las piernas con más fuerza, lanzando una lluvia de arena tras su regordeta cola.

Otro rayo cayó a pocos metros delante de él, y la arena saltó en todas direcciones al tiempo que el cielo del desierto retumbaba con un trueno. El kapak se estremeció cuando un tercer rayo se descargó justo detrás de él. La criatura se encogió y volvió a virar hacia la derecha, pero al instante lo cubrió la sombra de Khellendros; se frenó en seco, levantó la cabeza, y se encontró mirando el vientre del Dragón Azul.

Khellendros agarró al kapak por una de las correosas alas, se remontó en el cielo, y voló velozmente hacia el norte con su forcejeante presa, que no dejaba de escupir. Sin prestar atención a su cháchara acerca del Abismo, se concentró en el sonido del viento que silbaba alegremente en torno a sus azules alas.

Cuando la noche trajo su refrescante caricia al desierto y las parpadeantes estrellas empezaron a hacerse visibles, Khellendros descendió al pie de una loma algo rocosa. Sólo había una luna en el cielo, una gran esfera pálida. No se parecía a ninguna de las tres lunas que habían girado en torno a Krynn desde la creación del mundo: la roja Lunitari, la blanca Solinari y la negra Nuitari. Pero el dragón sólo pensaba en Kitiara y en el draconiano que llevaba atrapado en sus garras, por lo que no reparó en el pálido astro.

El kapak apenas ofrecía ya resistencia, así que el Dragón Azul lo arrojó sobre la arena y se puso a excavar cerca de una depresión de la loma. Sus largas garras se clavaban en el suelo del desierto y tiraban hacia arriba, arrastrando consigo tierra, arena y piedras. El kapak se acobardó, creyendo que el dragón pensaba enterrarlo vivo. Pero, a medida que la noche avanzaba, el agujero se fue haciendo más y más grande. La luna ascendió en el firmamento, y su luz dejó al descubierto una inmensa caverna.

Poco después, el alba llegaba a los Eriales del Septentrión, pero la sombra arrojada por la loma ocultaba de manera efectiva la entrada del cubil recuperado por el dragón. Khellendros se apresuró a empujar al kapak hacia la boca de la cueva, y lo siguió al interior.

—La Reina Oscura... —empezó a decir el draconiano. Su voz era apenas un susurro y se quebraba con cada palabra, que salían de entre sus labios hinchados por la falta de líquido.

—Te creó —lo interrumpió Khellendros mientras echaba un vistazo en derredor a su hogar. Lo complació comprobar que no se había tocado nada desde su partida, que ningún otro dragón había descubierto la inmensa cueva subterránea ni se había apoderado de ella junto con todas las grandes riquezas que guardaba. Montones de monedas y piedras preciosas emitían débiles destellos con la tenue luz que penetraba por la entrada. Su tesoro, cubierto con una fina capa de arena y polvo, permanecía intacto, y pronto lo compartiría con Kitiara.

—Takhisis...

—Te dio un intelecto poco brillante —volvió a interrumpirlo el dragón—. Pero te otorgó un cuerpo fuerte y saludable, y haré buen uso de él.

El kapak se echó a temblar. A sus labios acudieron palabras de súplica, pero de ellos no salió sonido alguno, y el corazón empezó a palpitarle en el pecho frenéticamente. ¿Un dragón amenazando a un servidor de Takhisis? La mente del kapak gritaba que tal cosa no estaba bien. El draconiano contempló con horror cómo Khellendros se aproximaba a él. Utilizando una de sus afiladas garras, el Dragón Azul empezó a cincelar un dibujo en la piedra del suelo en tanto que su mirada iba de manera alternativa del trabajo que estaba realizando a su prisionero kapak.

Los minutos se prolongaron hasta que, finalmente, Khellendros terminó el dibujo; el dragón llamó con un gesto de su garra al draconiano. Como un sonámbulo, el kapak obedeció y se adelantó arrastrando los pies hasta situarse justo en el centro del dibujo.

—Aprendí ciertos conjuros —siseó Khellendros, hablando más para sí mismo que para el draconiano—, unos conjuros antiguos que los patéticos hechiceros humanos de Krynn darían cuanto poseen por conocer. —El dragón extendió una garra y tocó con ella el esternón del kapak. El draconiano se encogió y dio un respingo cuando la garra bajó por su tórax. La sangre y algunas escamas cobrizas cayeron al suelo de piedra—. Aprendí cómo desplazar mentes y reemplazarlas por otras.

Cuando Khellendros apartó la garra, el draconiano se llevó las manos a la herida del pecho, obligándose a no gritar para no hacer patentes su dolor y su debilidad. El dragón empezó a mascullar palabras extrañas, complejas y profundas que llenaron la cueva subterránea y aumentaron el miedo del kapak. La voz del dragón aceleró su ritmo, y el gran reptil miró directamente a los ojos del draconiano en el momento en que terminaba de pronunciar el hechizo.

La determinación del kapak se esfumó en un suspiro y dio paso a un único y penetrante aullido. Cayó de rodillas al suelo y se llevó las manos a las sienes para calmar los dolorosos latidos de su cabeza. Su cola se agitó frenéticamente de lado a lado, y los músculos de sus brazos y sus piernas temblaron y se sacudieron por los espasmos. Una fina película de sudor le cubrió la escamosa piel.

Khellendros esperó, indiferente a la agonía de su cautivo, y vio cómo el kapak caía de bruces, boqueaba, se retorcía y sufría arcadas. Tras unos segundos interminables, sus movimientos espasmódicos perdieron fuerza y finalmente cesaron. El pecho subió y bajó al ritmo de una respiración normal, y la criatura se incorporó lentamente del suelo; miró, temerosa, al dragón.

—Takhisis...

—¡No! —bramó Khellendros. Propinó un golpe al kapak que lo lanzó dando tumbos contra la pared de la cueva. La mente de la criatura tendría que haber desaparecido, su espíritu desplazado. No debería haber sido capaz de pensar ni de hablar, no tendría que haber sido más que un cascarón vacío, inmóvil, pero con vida, preparado para recibir la esencia de Kitiara—. ¡La magia de Takhisis es demasiado poderosa!

El dragón se arrastró hacia adelante al tiempo que le brotaba una lágrima de frustración. La lágrima se deslizó sobre su azul mejilla y cayó en el dibujo, donde se mezcló con la sangre y las escamas del kapak. Khellendros contempló fijamente los trazos cincelados que empezaban a relucir y a brillar con tonos azules y dorados.

—Pero también mi magia es muy poderosa —dijo el dragón—. Quizás un conjuro clónico podría funcionar.

De nuevo empezó a mascullar palabras arcaicas de otro hechizo aprendido mientras cruzaba el Portal. A medida que la intensidad de su voz crecía, también lo hacía la del resplandor. El fulgor se expandió, y formó una columna de chispeantes luces azules y cobrizas. Chisporroteó y centelleó, y entonces un haz de luz azul se desprendió de la columna y se descargó sobre el kapak. El draconiano volvió a chillar.

Khellendros se concentró en la columna, que había empezado a tomar una forma diferente. A través del resplandor de las luces, el dragón podía ver cómo cobraban forma unos miembros musculosos, un ancho tórax y una cabeza semejante a la de un dragón. Cuando las luces se apagaron, unas alas brotaron de la espalda de la criatura al tiempo que una larga cola crecía hasta el suelo. El ser tenía una vaga semejanza con el kapak, pero era más refinado, con unas escamas azul oscuro, del color del mar al anochecer. Sus ojos eran dorados, como los del Dragón Azul, y una cresta de púas le corría desde la coronilla hasta la punta de la cola. Unos rayos diminutos chisporroteaban entre las garras de la criatura, y su respiración sonaba como una suave llovizna.

—Mi lágrima —musitó Khellendros en tono quedo—. Alteró el conjuro, creó algo
diferente.

—Amo —graznó la criatura azul.

Los ojos del dragón se abrieron de par en par, y su mirada fue del acobardado kapak a la nueva criatura. El kapak, acurrucado como un niño asustado, miró de soslayo al dragón y luego agachó los ojos.

—¡Estirpe de Khellendros! —exclamó el dragón. Decidió llamar a la criatura un khelldrac. Se sentía extremadamente complacido consigo mismo.

Pero entonces su complacencia se hizo añicos al caer en la cuenta de que bautizar a la criatura con parte de su nombre era revelar su secreto prematuramente.

—Por ahora, te llamaré simplemente... drac. —La exigua palabra lo hizo encogerse, y miró a su creación, que se asemejaba a él tanto en hermosura como en porte. Se sintió arrebatado ante su propia magnificencia, y las palabras acudieron a su boca y salieron en tropel de sus inmensas mandíbulas:— Quizá debería llamarte drac azul. —Era lo menos que se merecía, pensó para sus adentros.

—Amo —repitió la criatura. La palabra sonó más fuerte en esta ocasión. El ser apretó los puños, giró la cabeza de reptil, y flexionó las piernas para probar los fuertes músculos. Después batió levemente las alas, removiendo la fina capa de arena y polvo que alfombraba la caverna, y se elevó unos cuantos palmos sobre el suelo de piedra.

«No pude desplazar la mente del kapak porque la magia de Takhisis es demasiado poderosa —
reflexionó Khellendros—.
Pero quizá sí podría desplazar la mente del drac. Entonces el espíritu de Kitiara dispondría de un cuerpo exquisito.»

—¡Amo! —Una expresión de dolor asomó fugaz a los rasgos del drac. Los ojos de la criatura se apagaron, y su forma empezó a perder consistencia y a volverse transparente. Su cuerpo tembló y rieló como ondas de calor sobre la ardiente arena del desierto. Después desapareció, dejando tras de sí un débil fulgor azul que se enroscó sobre sí mismo y se extinguió.

El rugido colérico de Khellendros sacudió la caverna.

—¡No fracasaré! —bramó el gran dragón. Se levantó sobre sus patas traseras hasta rozar el techo con la cabeza.

El kapak se pegó contra las sombras y se alejó a hurtadillas de Khellendros, dirigiéndose hacia la salida del cubil.

—¡Triunfaré! —rugió el Dragón Azul al tiempo que una de sus garras se disparaba y atrapaba al draconiano—. ¡Experimentaré contigo otra vez y las veces que sean necesarias!

* * *

Muchos meses después, Khellendros se encontraba descansado, ahito y satisfecho. Cuatro dracs azules se encontraban al fondo de su cubil, y él había pasado las ultimas horas admirándolos.

El kapak que había ayudado a materializar su creación yacía sobre el suelo de la caverna, exhausto y magullado. Su sed había sido apagada, y también había comido recientemente. El Dragón Azul se ocupaba de mantenerlo razonablemente saludable para así poder hacer uso de él otra vez.

Khellendros sabía que sus dracs azules, sus vástagos, eran más fuertes que el kapak, posiblemente más fuertes que los auraks, los draconianos más grandes de la Reina Oscura. Había sido necesario combinar el arcaico hechizo con la sangre y las escamas del kapak, sus propias lágrimas, y cuatro humanos recogidos de una tribu de bárbaros nómadas que había al norte de su cubil. Los cuerpos habían dado materia a los dracs, impidiendo que sus formas se disiparan. Las mentes humanas se habían fundido con la del kapak para crear un nuevo ser, uno que era entera y mágicamente fiel a Khellendros.

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