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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (13 page)

No consiguió ninguna de las dos cosas.

Capítulo 8

Siri gimió y se dio la vuelta. Le dolía la espalda, le dolían los brazos, le dolía la cabeza. De hecho, estaba tan incómoda que no podía dormir, a pesar del cansancio. Se sentó, llevándose las manos a la cabeza.

Se había pasado la noche en el suelo del dormitorio del rey-dios, dormitando intermitentemente. El sol entraba en la habitación, reflejándose en el mármol del suelo donde no estaba cubierto por alfombras.

«Alfombras negras —pensó, sentada sobre el arrugado vestido azul, que había utilizado como sábana y almohada—. Alfombras negras en un suelo negro con muebles negros. Estos hallandrenses desde luego saben cómo aprovechar un color.»

El rey-dios no estaba en la habitación. Siri observó el enorme sillón de cuero, ahora vacío. No se había dado cuenta de su marcha.

Bostezó y se puso en pie, recogió la ropa interior y se la puso. Se soltó el pelo, sacudiéndolo. Tendría que acostumbrase a llevarlo tan largo. Le cayó por la espalda, rubio pálido.

Así pues, había sobrevivido intacta a la noche.

Se acercó descalza al sillón y pasó los dedos por el liso cuero. No había sido muy respetuosa. Se había dormido, acurrucada sobre el vestido. Incluso había mirado hacia el sillón varias veces, no por desafío o por desobediencia: simplemente tenía demasiado sueño para recordar que no podía mirar al rey-dios. Y él no la había mandado ejecutar. Dedos Azules la había asustado al decirle que el rey-dios era volátil y de temperamento irritable, pero si ése era el caso, con ella se había contenido. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Los hallandrenses habían esperado décadas para conseguir que una princesa real se casara con su linaje de reyes-dioses. Siri sonrió. «Al menos tengo cierto poder.» Él no podía matarla… no hasta que obtuviera lo que quería.

No era mucho, pero eso le dio un poco de confianza. Rodeó el asiento, advirtiendo su tamaño. Todo en la habitación era un poco demasiado grande, distorsionando la perspectiva, haciéndola sentir más baja de lo que era. Apoyó la mano en el reposabrazos y se preguntó por qué él no había decidido tomarla, ¿Qué tenía ella de malo? ¿No era deseable?

«Niña tonta —se reprendió, sacudiendo la cabeza y acercándose a la cama todavía intacta—. Pasaste la mayor parte del viaje preocupándote de lo que iba a suceder en tu noche de bodas, y cuando no pasa nada, ¿te quejas?»

Pero no era libre. Él la tomaría tarde o temprano: ése era el meollo de todo el acuerdo. Mas de momento no había sucedido. Siri sonrió, bostezando, y entonces se metió en la cama, se acurrucó bajo las mantas y se quedó dormida.

* * *

La siguiente vez que despertó fue mucho más agradable que la anterior. Se desperezó, y entonces advirtió algo.

Su vestido, que había dejado amontonado en el suelo, había desaparecido. También el fuego de la chimenea había sido reavivado, aunque no entendió por qué. El día era cálido, y mientras dormía había apartado las mantas.

«Se supone que he de quemar las sábanas —recordó—. Sí, por eso han avivado el fuego.»

Permaneció allí sentada, en ropa interior, sola en la habitación negra. Las sirvientas y sacerdotes no sabrían que había pasado toda la noche en el suelo a menos que el rey-dios lo comentara. Pero ¿cómo un hombre de su poder iba a hablar con sus vasallos sobre detalles íntimos?

Lentamente, Siri se levantó y retiró la sábana. Hizo una pelota con todo y la arrojó a la gran chimenea. Contempló las llamas. Aunque ignoraba por qué el rey-dios la había dejado sola, sin duda sería mejor dejar que todo el mundo creyera que el matrimonio había sido consumado.

Después de que la ropa de cama hubiera terminado de arder, Siri escrutó la habitación, buscando algo que ponerse. No encontró nada. Con un suspiro, se acercó hasta la puerta, vestida sólo con ropa interior. La abrió y dio un leve respingo. Fuera había más de veinte criadas de diversa edad, todas arrodilladas.

«¡Dios de los Colores! ¿Cuánto tiempo llevan aquí hincadas?» De repente, no le pareció tan indignante verse obligada a esperar a capricho del rey-dios.

Las mujeres se levantaron, las cabezas gachas, y entraron en la habitación. Siri retrocedió, y ladeó la cabeza al advertir que algunas traían grandes cofres. Iban vestidas de distinto color que el día anterior, pero el corte era el mismo: faldas abiertas, como pantalones ondulantes, rematadas con blusas sin mangas y tocas, el pelo asomando por la espalda. En vez del azul y plata, los atuendos eran ahora amarillo y cobre.

Las mujeres abrieron los cofres y sacaron las prendas que contenían. Todas eran de colores brillantes, y cada una de un corte distinto. Las extendieron en el suelo ante ella y luego volvieron a ponerse de rodillas, a la espera.

Siri vaciló. Era hija de un rey, así que nunca había tenido privaciones. Sin embargo, la vida en Idris era austera. Poseía cinco vestidos, un número casi extravagante. Uno era blanco, y los otros cuatro del mismo azul pálido.

Tener delante tantos colores y opciones era abrumador. Siri trató de imaginar cómo le quedaría cada uno. Muchos eran peligrosamente escotados, aún más que las blusas que llevaban las criadas… y eso era ya escandaloso para los criterios de Idris.

Finalmente, vacilante, Siri señaló un atuendo. Era un vestido de dos piezas, falda roja y blusa a juego. Las mujeres se levantaron, algunas para retirar los vestidos descartados, otras para quitarle con cuidado la ropa interior.

Siri quedó vestida en cuestión de pocos minutos. Se sintió avergonzada al descubrir que, aunque las prendas le quedaban perfectas, la blusa estaba diseñada para mostrar el ombligo. Con todo, no era tan escotada como las otras, y la falda le llegaba hasta las pantorrillas. El tejido de seda roja era más liviano que las lanas y el lino que estaba acostumbrada a usar. La falda aleteaba y crujía cuando se daba la vuelta, y Siri temió que se transparentara. Al ponerse en pie, casi se sintió tan desnuda como durante la noche.

«Parece que aquí me quieren así a todas horas», pensó con ironía. Las criadas le acercaron un taburete y ella se sentó. Procedieron a limpiarle la cara y los brazos con un paño agradablemente cálido. Cuando terminaron, volvieron a aplicarle maquillaje, la peinaron y la rociaron de perfume.

Cuando Siri abrió los ojos, el perfume formando una neblina a su alrededor, Dedos Azules estaba allí.

—Ah, excelente —dijo; el criado lo acompañaba obediente, con tinta, pluma y papel—. Ya estás levantada.

«¿Ya? —pensó Siri—. ¡Debe de ser más de mediodía!» Dedos Azules la examinó, asintiendo, y luego miró la cama comprobando que las sábanas hubieran sido destruidas.

—Bien —dijo—. Confío en que tus sirvientas hayan atendido tus necesidades, Receptáculo.

Y empezó a retirarse, con el paso del hombre que tiene demasiado que hacer.

—¡Espera! —dijo Siri, poniéndose en pie y apartando a varias criadas.

Él vaciló.

—¿Receptáculo?

Siri titubeó, insegura de cómo expresar lo que sentía.

—¿Sabes… qué se supone que debo hacer?

—¿Hacer, Receptáculo? Quieres decir, en relación a… —Miró la cama.

Ella se ruborizó.

—No, eso no. Me refiero a mi tiempo. ¿Cuáles son mis deberes? ¿Qué se espera de mí?

—Que proporciones un heredero.

—Aparte de eso.

Dedos Azules frunció el ceño.

—Bueno, para ser sincero, en realidad no lo sé. He de decir que tu llegada ha causado cierto revuelo en la Corte de los Dioses.

«Y en mi vida también», pensó ella, ruborizándose levemente, el pelo volviéndose rojo.

—No es que sea culpa tuya, por supuesto —añadió rápidamente Dedos Azules—. Pero claro… bueno, habría preferido tener más tiempo para prepararme.

—¿Más tiempo? ¡El matrimonio se acordó en tratado hace más de veinte años!

—Sí, bueno, pero nadie pensó… —Se interrumpió—. Ejem. Bueno, sea como sea, haremos todo lo que podamos para acomodarte en el palacio del rey.

«¿Qué pasa aquí? —pensó Siri—. ¿Nadie pensó que el matrimonio fuera a tener lugar? ¿Por qué no? ¿Daban por hecho que Idris no cumpliría su parte del trato?»

De todas formas, él no había contestado a su pregunta.

—Sí, ¿pero qué se supone que debo hacer? —dijo, sentándose de nuevo en el taburete—. ¿Tengo que quedarme mano sobre mano contemplando la chimenea todo el día?

Dedos Azules se echó a reír.

—¡Oh, Colores, no! ¡Mi señora, ésta es la Corte de los Dioses! Encontrarás muchas cosas en que ocuparte. Cada día se permite entrar a artistas para que desplieguen sus talentos para las deidades. Puedes ordenar que te traigan a cualquiera de ellos para una actuación privada.

—Ah. ¿Y puedo, tal vez, montar a caballo?

El hombre se frotó la barbilla.

—Supongo que podríamos traerte algunos caballos. Naturalmente, tendremos que esperar a que termine la Celebración de la Boda.

—¿La Celebración de la Boda?

—Tú… ¿no lo sabes, entonces? ¿No te prepararon para nada de esto?

Siri se ruborizó.

—No pretendía ofenderte, Receptáculo. La Celebración de Boda es un período de una semana en que festejamos el matrimonio del rey-dios. Durante ese tiempo no puedes salir de palacio. Al final, serás presentada oficialmente a la Corte de los Dioses.

—Oh. ¿Y después de eso podré salir de la ciudad?

—¡Salir de la ciudad! ¡Pero bueno, Receptáculo, no puedes abandonar la Corte de los Dioses!

—¿Por qué?

—Puede que no seas ninguna diosa, pero eres la esposa del rey-dios. Sería demasiado peligroso dejarte salir. Pero no te preocupes… puedes pedir todo lo que quieras, cualquier cosa, y se te proporcionará.

«Excepto la libertad», pensó ella.

—Te aseguro que cuando la Celebración de la Boda acabe, tendrás pocas cosas de las que quejarte. Todo lo que pudieras querer está aquí: todo tipo de capricho, todo lujo, toda diversión.

Siri asintió, aturdida, sintiéndose atrapada.

—Además —dijo Dedos Azules, alzando un dedo manchado de tinta—, si lo deseas, la Asamblea de la Corte se reúne para decidir cuestiones atinentes a la gente. Ocurre una vez por semana, aunque diariamente se celebran juicios menores. Tú no formarás parte de la asamblea, naturalmente, pero se te permitirá asistir, cuando terminen las festividades. Si nada de esto te place, puedes pedir que un artista del sacerdocio del rey-dios te asista. Sus sacerdotes incluyen artistas devotos y habilidosos en todos los géneros: música, pintura, danza, poesía, escultura, títeres, teatro, pintura de arena, o cualquiera de los géneros menores.

Siri parpadeó. «¡Dios de los Colores! ¡Incluso estar cruzada de brazos es desalentador aquí!»

—Pero ¿estoy obligada a participar en algo?

—No, no lo creo. Receptáculo, no pareces contenta.

—Yo…

¿Cómo podía explicarlo? Toda su vida había esperado ser algo, y durante la mayor parte de ella había evitado intencionadamente serlo. Ahora eso quedaba atrás. No podía desobedecer so pena de hacerse matar y meter a Idris en una guerra. Por una vez, estaba dispuesta a servir, a intentar ser obediente. Pero, irónicamente, no tendría nada que hacer. Excepto, naturalmente, engendrar un hijo.

—Muy bien —suspiró—. ¿Dónde están mis aposentos? Iré a instalarme.

—¿Tus aposentos?

—Sí. Supongo que no residiré en esta cámara.

—No —dijo Dedos Azules, riendo—. ¿La sala de concepción? Pues claro que no.

—¿Entonces dónde?

—Receptáculo, en cierto modo, todo este palacio es tuyo. No veo por qué necesitas habitaciones específicas. Pide de comer, y tus sirvientas te traerán una mesa. Si deseas descansar, te traerán un diván o una silla. Si quieres entretenimiento, te traerán actores.

De repente, las extrañas acciones de sus criadas (simplemente traerle un montón de prendas para elegir, luego maquillarla y arreglarle el pelo allí mismo) cobraban sentido.

—Comprendo —dijo casi para sí—. ¿Y los soldados que vinieron conmigo? ¿Hicieron lo que les ordené?

—Por supuesto. Partieron esta mañana. Fue una decisión sabia: no son dedicados sirvientes de los Tonos, y no habrían podido quedarse aquí en la corte. No podrían haberte servido para nada.

La muchacha asintió.

—Receptáculo, si me disculpas…

Siri asintió, distraída, y el escriba se marchó, dejándola pensando en lo terriblemente sola que estaba. «Pero aun así no puedo desanimarme ahora», decidió. Se volvió hacia una de sus sirvientas, una joven más o menos de su misma edad.

—Bueno, dime en qué puedo ocupar el tiempo.

La criada se ruborizó en silencio, inclinando la cabeza.

—Quiero decir, parece que hay un montón de cosas que hacer—dijo Siri—. Tal vez demasiado.

La muchacha volvió a inclinar la cabeza.

«Esto pinta muy mal», pensó Siri, apretando los dientes. Una parte de ella quería hacer algo chocante para arrancar una reacción a la sirvienta, pero sabía que era una tontería. De hecho, parecía que muchos de sus impulsos y reacciones naturales no funcionarían en Hallandren. Así que, para evitar cometer una estupidez, se levantó, decidida a examinar su nuevo hogar. Salió de la habitación negra al pasillo. Se volvió hacia sus sirvientas, quienes formaban fila tras ella, obedientes.

—¿Hay algún lugar al que tenga prohibido ir? —preguntó.

Una criada negó con la cabeza.

«Muy bien, pues —pensó—. Será mejor que no acabe tropezando con el rey-dios en el cuarto de baño.» Cruzó el pasillo, abrió la puerta, y entró en la habitación amarilla en que había estado el día anterior. La silla y el banco que había utilizado habían sido sustituidos por unos divanes amarillos. Siri alzó una ceja y se encaminó hacia la habitación de las bañeras.

La bañera había desaparecido. Se quedó parada. La habitación era tal como recordaba, con los mismos rojos. Sin embargo, las plataformas de losas con sus bañeras ya no estaban. Todo era portátil, traído para su baño, y retirado luego.

«Jo, pueden transformar cualquier habitación —pensó sorprendida—. Deben de tener almacenes llenos de muebles, bañeras y tapices, de todos los colores, esperando los caprichos de su dios.»

Llena de curiosidad, dejó atrás la habitación ya sin bañeras y fue explorando. Cada habitación parecía tener cuatro puertas, una en cada pared. Algunas habitaciones eran más grandes que otras. Algunas tenían ventanas al exterior, mientras que otras estaban en medio del palacio. Cada una era de un color, aunque seguía siendo difícil distinguirlas. Habitaciones interminables, prístinas con adornos siguiendo un único tema de color. Pronto estuvo completamente perdida, pero eso no parecía importar. Cada habitación era, en cierto modo, igual que cualquier otra.

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