«Santo Dios de los Colores, perdóname —pensó—. Qué terrible decisión para un padre. El tratado es claro: debo enviar a los hallandrenses a mi hija cuando Vivenna cumpla veintidós años. Pero no dice a qué hija he de enviar.»
Si no enviaba a Hallandren una de sus hijas, los atacarían inmediatamente. Si enviaba la que no era, podrían enfurecerse, pero no atacarían. Esperarían hasta que tuviera un heredero. Eso le concedería a Idris al menos nueve meses.
«Además —pensó—, si intentaran utilizar a Vivenna contra mí, sé que cedería.» Era vergonzoso admitirlo, pero en el fondo, eso fue lo que le hizo tomar la decisión.
Dedelin se volvió para mirarlos.
—Vivenna, no te casarás con el dios tirano de nuestros enemigos. Voy a enviar a Siri en tu lugar.
Siri iba sentada, aturdida, en un traqueteante carruaje, mientras su tierra natal iba quedando más y más lejos con cada bache y cada sacudida.
Habían pasado dos días, y seguía sin comprender. Esto se suponía que era cosa de Vivenna. Todo el mundo lo entendía. Idris había festejado el día del nacimiento de Vivenna. El rey había iniciado su formación desde el momento en que supo andar, instruyéndola en las costumbres y los modales de la corte. Fafen, la segunda hija, también había recibido lecciones por si Vivenna moría antes del día de la boda. Pero Siri no. Ella era redundante. Sin importancia.
Ahora no.
Miró por la ventanilla. Su padre había enviado el más hermoso carruaje del reino, junto con una guardia de honor de veinte hombres, para que la escoltara hasta el sur. Eso, junto con un mayordomo y varios sirvientes, formaba la procesión más grande que Siri había visto jamás. Bordeaba la ostentación, cosa que podría haberla entusiasmado si no la estuviera alejando de Idris.
«Así no tenían que ser las cosas —pensó—. ¡Así no!»
Y, sin embargo, así eran.
Nada tenía sentido. El carruaje se estremeció, pero ella sólo permaneció sentada, aturdida. «Al menos podrían haberme dejado ir a caballo, en vez de obligarme a ocupar este carruaje», pensó. Pero eso, por desgracia, no habría sido una forma adecuada de entrar en Hallandren. Hallandren.
Notó que su cabello se volvía blanco de miedo. La enviaban a un reino de gente maldita con el segundo aliento. No volvería a ver a su padre en mucho tiempo, si es que llegaba a verlo alguna vez. No hablaría con Vivenna, ni escucharía a los tutores, ni sería regañada por Mab, ni montaría los caballos reales, ni iría a buscar flores en el bosque, ni trabajaría en las cocinas. Tendría que… casarse con el rey-dios. El terror de Hallandren, el monstruo que nunca había respirado. En Hallandren, su poder era absoluto. Podía decretar una ejecución por mero capricho.
«Pero yo estaré a salvo, ¿no? —pensó—. Seré su esposa… Voy a casarme… Oh, Austre, Dios de los Colores», suplicó, sintiéndose enferma. Se encogió, apretujándose contra sus piernas, el pelo tan blanco que parecía brillar, y se tumbó en el asiento, sin saber si el temblor que sentía era propio o era por el coche, que continuaba su inexorable camino hacia el sur.
* * *
—Creo que tendrías que volver a considerar tu decisión, padre —dijo Vivenna tranquilamente, sentada de manera decorosa, como había aprendido, con las manos en el regazo.
—La he considerado y vuelto a considerar —dijo el rey, agitando la mano—. La decisión está tomada.
—Siri no es adecuada para esta tarea.
—Lo hará bien —dijo su padre, examinando algunos papeles que había sobre la mesa—. Todo lo que necesita hacer es tener un bebé. Estoy seguro de que es adecuada para esa tarea.
«¿Y qué hay entonces de mi formación? —pensó Vivenna—. ¿Veintidós años de preparación? ¿Para qué, si lo único que se buscaba con enviarme allí era proporcionar un vientre conveniente?»
Mantenía el pelo negro, la voz solemne, el rostro en calma.
—Siri debe estar inquieta —dijo—. No creo que sea emocionalmente capaz de gestionar esto.
Su padre alzó la cabeza, el pelo algo rojo: el negro retrocedía como pintura que chorreara por un lienzo. Mostraba su malestar.
«Está más inquieto por su partida de lo que está dispuesto a admitir.»
—Es lo mejor para nuestro pueblo, Vivenna —dijo él, esforzándose para convertir de nuevo su pelo en negro—. Si estalla la guerra, Idris te necesitará aquí.
—Si estalla la guerra, ¿qué será de Siri?
Su padre guardó silencio.
—Tal vez no haya guerra —dijo por fin.
«Austre… —pensó Vivenna con sorpresa—. No se lo cree. Piensa que la ha enviado a la muerte.»
—Sé en qué estás pensando —dijo su padre, atrayendo su atención hacia sus ojos. Tan solemnes—. ¿Cómo podría elegir a una y no a otra? ¿Cómo podría enviar a Siri a la muerte y dejarte aquí para que vivieras? No lo hice por preferencias personales, no importa lo que pueda pensar la gente. Hice lo que será mejor para Idris cuando se declare esta guerra.
«Cuando se declare esta guerra.» Vivenna alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Yo iba a detener la guerra, padre. ¡Iba a ser la esposa del rey-dios! Iba a hablar con él, persuadirlo. Me han formado con conocimientos políticos, con la comprensión de las costumbres, la…
—¿Detener la guerra? —interrumpió su padre.
Sólo entonces advirtió Vivenna el descaro de sus palabras. Apartó la mirada.
—Vivenna, hija —prosiguió el rey—. No se puede detener esta guerra. Sólo la promesa de una hija de linaje real la ha alejado todo este tiempo, y enviar a Siri puede conseguirnos más tiempo. Y… tal vez la haya enviado a lugar seguro, incluso cuando llegue la guerra. Tal vez valoren su linaje hasta el punto de dejarla viva… un seguro por si el heredero que engendre llegara a fallecer. —Asumió un tono neutro—. Sí, tal vez no es de Siri de quien tengamos que preocuparnos, sino…
«Sino de nosotros», terminó Vivenna mentalmente. No conocía al detalle los planes bélicos de su padre, pero sí lo suficiente. La guerra no favorecería a Idris. En un conflicto con Hallandren, había pocas posibilidades de que pudieran vencer. Sería devastador para su pueblo y su modo de vida.
—Padre, yo…
—Por favor, Vivenna —dijo el rey en voz baja—. No puedo seguir hablando de esto. Vete ahora. Conversaremos más tarde.
Más tarde. Después de que Siri se hubiera alejado aún más, después de que fuera todavía más difícil traerla de vuelta. Sin embargo, Vivenna se puso en pie. Era obediente: así había sido educada. Era una de las cosas que siempre la habían separado de su hermana.
Salió del estudio de su padre, cerrando la puerta tras ella, y luego recorrió los pasillos de madera del palacio, fingiendo no ver las miradas ni oír los susurros. Se encaminó hacia su habitación, que era pequeña y sin adornos, y se sentó en la cama, las manos sobre el regazo.
No estaba en absoluto de acuerdo con las palabras de su padre. Ella podría haber hecho algo. Estaba destinada a ser la esposa del rey-dios. Eso le habría dado influencia en la corte. Todo el mundo sabía que el rey-dios se mostraba distante cuando se trataba de la política de su nación, pero sin duda su esposa podría haber desempeñado una función defendiendo los intereses de su pueblo.
¿Y su padre la había apartado?
«Debe creer realmente que no hay nada que se pueda hacer para detener la invasión.» Eso convertía el haber enviado a Siri en una nueva maniobra política para ganar tiempo, lo que Idris llevaba haciendo desde hacía décadas. Fuera como fuese, si el sacrificio de una hija de la realeza a los halladren era tan importante, entonces tendría que haber sido cosa de Vivenna. Siempre había sido su deber prepararse para el matrimonio con el rey-dios. No el de Siri ni el de Fafen. El suyo, el de Vivenna.
No se sentía agradecida por haberse salvado. Tampoco sentía que serviría mejor a Idris quedándose en Bevalis. Si su padre moría, Yarda sería más adecuado para gobernar durante la guerra que Vivenna. Además, Ridger, el hermano menor de Vivenna, había sido educado como heredero durante años.
Ella había sido preservada por ningún motivo. Parecía, en cierto modo, un castigo. Había escuchado, se había preparado, aprendido y ejercitado. Todo el mundo decía que era perfecta. ¿Por qué, entonces, no era lo bastante buena para cumplir el servicio que tendría que haber hecho?
No tenía ninguna buena respuesta. Sólo podía sentarse y vacilar, las manos en el regazo, y enfrentarse a la horrible verdad. Le habían robado su propósito en la vida para dárselo a otra. Ahora era una persona redundante. Inútil.
Sin importancia.
* * *
—¿En qué estaba pensando mi padre? —exclamó Siri, colgando casi fuera de la ventanilla del carruaje mientras seguía dando brincos por el camino de tierra. Un soldado joven marchaba junto al vehículo, con aspecto incómodo bajo el sol de la tarde—. Lo digo en serio —insistió—. ¡Enviarme a mí a casarme con el rey de Hallandren! Menuda tontería, ¿no? Sin duda habrás oído la clase de cosas que hago. Me escapo cuando no me vigilan. Ignoro mis lecciones. ¡Me dan arrebatos de genio, por todos los colores!
El guardia la miró con el rabillo del ojo, pero por lo demás no mostró otra reacción. En realidad a Siri no le importaba. No le gritaba a él, tan sólo gritaba. Colgaba precariamente de la ventanilla, sintiendo el viento jugar con su pelo (largo, rojo, lacio) y avivar su ira. La furia le impedía llorar.
Las verdes colinas primaverales de las Tierras Altas de Idris habían quedado lentamente atrás a medida que pasaban los días. De hecho, era probable que estuvieran ya en Hallandren: la frontera entre los dos reinos era imprecisa, cosa que no era sorprendente, considerando que habían sido una sola nación hasta la Multiguerra.
Miró al pobre guardia, cuya única forma de tratar con una princesa airada era ignorarla. Luego se metió dentro del carruaje. No tendría que haberlo tratado así, pero bueno, acababan de venderla como si fuera una mercancía, condenada por un documento redactado años antes de que hubiera nacido siquiera. Si alguien tenía derecho a un arrebato de genio, era Siri.
«Tal vez ése sea el motivo de todo esto —pensó, cruzando los brazos sobre el borde de la ventanilla—. Tal vez mi padre se ha cansado de mis berrinches, y sólo quería librarse de mí.»
Eso parecía un poco traído por los pelos. Había formas más fáciles de tratar con Siri, formas que no incluían enviarla a representar a Idris en una corte extranjera. ¿Por qué, entonces? ¿Pensaba él realmente que ella haría un buen trabajo? Eso la hizo reflexionar. Llegó a la conclusión de que era ridículo. Su padre no habría podido suponer que fuera a hacer un trabajo mejor que Vivenna. Nadie hacía nada mejor que Vivenna.
Suspiró, sintiendo que su pelo se volvía de un pensativo castaño. Al menos el paisaje era interesante y, para impedir sentir más frustración, se dejó distraer con las vistas. Hallandren estaba en las tierras bajas, un lugar de bosques tropicales y extraños y pintorescos animales. Siri había oído las descripciones de los buhoneros, e incluso había confirmado sus relatos en algún libro ocasional que se había visto obligada a leer. Creía saber qué esperar. Sin embargo, cuando las montañas dieron paso a las llanuras y luego los árboles empezaron a adornar los caminos, empezó a darse cuenta de que había algo que ningún libro ni relato podía describir adecuadamente.
Los colores.
En las Tierras Altas, los lechos de flores eran raros e inconexos, como si comprendieran lo mal que encajaban con la filosofía de Idris. Aquí, parecían estar en todas partes. Flores diminutas crecían cubriendo grandes extensiones de terreno. De los árboles colgaban grandes capullos rosados, como racimos de uvas, flores que crecían prácticamente encima unas de otras en un gran amasijo. Incluso las hierbas tenían flores. Siri habría cogido algunas, si no hubiera sido por la forma hostil en que las miraban los soldados.
«Si yo me siento así de ansiosa —comprendió—, los guardias deben sentirse todavía peor.» Ella no era la única que habían enviado lejos de su familia y amigos. ¿Cuándo se les permitiría a esos hombres regresar? De repente, se sintió aún más culpable por someter al joven soldado a su estallido.
«Los enviaré de regreso apenas lleguemos», pensó. Entonces sintió su pelo volverse blanco. Enviarlos de vuelta la dejaría sola en una ciudad llena de sinvidas, despertadores y paganos.
Sin embargo, ¿de qué servirían veinte soldados? Era mejor que alguien, al menos, pudiera regresar a casa.
* * *
—Cabría suponer que te sientes feliz —dijo Fafen—. Después de todo, ya no tienes que casarte con un tirano.
Vivenna dejó caer una baya de color oscuro en su cesta, y luego pasó a un arbusto diferente. Fafen trabajaba cerca. Llevaba las túnicas blancas de los monjes y el pelo completamente rapado. Fafen era la hermana mediana en casi todos los sentidos: a medio camino entre Siri y Fafen en estatura, menos digna que Vivenna pero no tan descuidada como Siri. Un poco más rellena que las otras dos, cosa que había atraído las miradas de varios jóvenes de la aldea. Sin embargo, el hecho de que tuvieran que convertirse también en monjes si querían casarse con ella los mantenía a raya. Si Fafen se daba cuenta de lo popular que era, nunca lo había demostrado. Tomó la decisión de hacerse monja antes de cumplir los diez años, y su padre lo había aprobado de todo corazón. Todas las familias nobles o ricas estaban tradicionalmente obligadas a proporcionar un miembro a los monasterios. Iba contra las Cinco Visiones ser egoísta, incluso con tu propia sangre.
Las dos hermanas recogían bayas que Fafen distribuiría más tarde entre los necesitados. Los dedos de la monja estaban teñidos levemente de púrpura por el trabajo. Vivenna llevaba guantes. Tanto color en sus manos no sería apropiado.
—Sí —dijo Fafen—. Creo que te estás tomando todo esto a mal. Actúas como si quisieras casarte con ese monstruo sinvida.
—No es un sinvida —replicó Vivenna—. Susebron es un retornado, y hay una gran diferencia.
—Sí, pero es un dios falso. Además, todo el mundo sabe la terrible criatura que es.
—Pero era mi misión casarme con él. Eso es lo que soy, Fafen. Sin eso, no soy nada.
—Tonterías. Ahora heredarás el trono, en vez de Ridger.
«Para desequilibrar aún más el orden de las cosas —pensó Vivenna—. ¿Qué derecho tengo a quitarle su puesto?»
Sin embargo, dejó pasar este aspecto de la conversación. Llevaban varios minutos discutiendo sobre el tema, y no sería correcto continuar. Correcto. Rara vez se había sentido Vivenna tan frustrada por tener que ser correcta. Sus emociones se estaban volviendo bastante… inconvenientes.