Otra oleada de color surgió de Lemex.
—Se está muriendo, princesa —dijo Denth—. Su aliento se vuelve irregular.
Ella miró a Denth.
—No tiene…
Algo le agarró el brazo. Ella dio un respingo y miró a Lemex, que había conseguido extender la mano y cogerla. La estaba mirando a la cara.
—Princesa Vivenna —dijo, mostrando por fin algo de lucidez en la mirada.
—Lemex. Tus contactos. ¡Tienes que dármelos!
—He hecho algo malo, princesa.
Ella vaciló.
—Aliento, princesa —dijo él—. Lo heredé de mi predecesor y he comprado más. Mucho más…
«Dios de los Colores», pensó Vivenna, sintiendo la repulsión en el estómago.
—Sé que estuvo mal —susurró Lemex—. Pero me sentía tan poderoso… Podía hacer que el mismo polvo de la tierra obedeciera mis órdenes. ¡Fue por el bien de Idris! Los hombres con aliento son respetados aquí en Hallandren. Podía ir a fiestas donde normalmente me habrían excluido. Podía ir a la Corte de los Dioses cuando deseaba y oír la Asamblea de la Corte. El aliento extendió mi vida, me hizo ágil a pesar de mi edad…
Parpadeó, concentrando la mirada.
—Oh, Austre —susurró—. Me he condenado yo mismo. He ganado notoriedad abusando del alma de otros. Y ahora me estoy muriendo.
—¡Lemex! —exclamó Vivenna—. No pienses en eso ahora. ¡Nombres! Necesito nombres y contraseñas. ¡No me dejes sola!
—Condenado —susurró él—. Que alguien lo tome. ¡Por favor, que alguien se lo quede!
Vivenna trató de retirarse, pero él seguía agarrándola del brazo. Se estremeció, pensando en su aliento.
—¿Sabes, princesa? —dijo Denth desde atrás—. Nadie les dice nada a los mercenarios. Es una pega desgraciada, pero real, de nuestra profesión. No se fían de nosotros nunca. No nos piden consejo.
Ella se volvió a mirarlo. Se apoyaba contra la puerta, con Tonk Fah no muy lejos. Parlin estaba allí también, sujetando aquél ridículo sombrero verde entre los dedos.
—Ahora, si alguien me pidiera opinión—continuó Denth—, yo le señalaría cuánto valen esos alientos. Los vendería y tendría suficiente dinero para comprar mi propia red de espías… o todo lo que quisiera.
Vivenna miró al moribundo. Murmuraba para sí.
—Si se muere —añadió el mercenario—, el aliento morirá con él. Todo.
—Una lástima—dijo Tonk Fah.
La princesa palideció.
—¡No traficaré con las almas de nadie! No me importa cuánto valgan.
—Como quieras —dijo Denth—. Pero espero que nadie sufra cuando tu misión fracase.
«Siri…»
—No —dijo Vivenna casi para sí misma—. No podría tomarlas.
Era cierto. Incluso la idea de dejar que el aliento de otra persona se mezclara con el suyo, la idea de absorber el alma de otra persona en su propio cuerpo, la asqueaba.
Se volvió hacia el espía moribundo. Su biocroma ardía ahora brillantemente y sus sábanas prácticamente resplandecían. Era mejor dejar que el aliento muriera con él.
Pero sin Lemex no tendría ninguna ayuda en la ciudad, nadie para guiarla y proporcionarle refugio. Apenas había traído dinero suficiente para alojamiento y comida, no para sobornos ni suministros. Se dijo que tomar el aliento sería como usar artículos encontrados en una cueva de bandidos. Los desprecias simplemente porque han sido adquiridos por medios delictivos. Su formación y sus lecciones le susurraban que necesitaba recursos desesperadamente, y que el daño ya estaba hecho…
«¡No! —pensó de nuevo—. ¡No está bien! No puedo contenerlo. No podría hacerlo.»
Quizá sería aconsejable dejar que otra persona contuviera los alientos durante un tiempo. Entonces podría pensar qué hacer con ellos. Tal vez… tal vez incluso encontrar la gente a quien se lo habían quitado y devolverlos. Se dio la vuelta y miró a los mercenarios.
—No me mires así, princesa —dijo Denth, riendo—. Veo el brillo en tus ojos. No voy a tomar ese aliento por ti. Tener tanta biocroma hace que un hombre sea demasiado importante.
Tonk Fah asintió.
—Sería como pasear por la ciudad con una bolsa de oro a la espalda.
—Me gusta mi aliento tal como es —dijo Denth—. Sólo necesito uno, y funciona bien. Me mantiene con vida, no atrae ninguna atención sobre mí y está ahí esperando a ser vendido en caso de necesidad.
Vivenna miró a Parlin. Pero… no, no podría obligarlo a aceptar el aliento. Se volvió hacia Denth.
—¿A qué tipo de cosas te obliga tu acuerdo con Lemex?
Denth miró a Tonk Fah, y luego volvió a mirarla a ella. La expresión de sus ojos fue suficiente. Aceptaría el aliento si se lo ordenaba.
—Ven aquí —dijo Vivenna, señalando un taburete que había a su lado.
Él se acercó, reacio.
—¿Sabes, princesa? —dijo, sentándose—. Si me das ese aliento, entonces podría escaparme con él. Sería un hombre rico. No querrás poner ese tipo de tentación en manos de un mercenario sin escrúpulos, ¿no?
Ella vaciló.
«Si se escapa con él, ¿entonces qué tengo que perder?» Eso resolvería el problema.
—Tómalo —ordenó.
Él negó con la cabeza.
—No es así como funciona. Nuestro amigo aquí presente tiene que dármelo.
Ella miró al anciano.
—Yo… —empezó a ordenarle a Lemex que lo hiciera, pero entonces se lo pensó mejor. Austre no querría que ella tomara el aliento, bajo ninguna circunstancia: un hombre que tomaba el aliento de otro era peor que un esclavista—. No —dijo—. No; he cambiado de opinión. No tomaremos el aliento.
En ese momento, Lemex dejó de murmurar. Alzó la cabeza y miró a Vivenna a los ojos.
Su mano sujetaba todavía su brazo.
—Mi vida a la tuya —dijo con voz extrañamente clara, sujetándola con fuerza mientras ella intentaba retroceder—. ¡Mi aliento es tuyo!
Una vibrante nube de aire tembloroso e iridiscente brotó por su boca, volando hacia ella. Vivenna cerró la boca con gesto de terror, el pelo del todo blanco. Logró zafar el brazo de la tenaza de Lemex, mientras la cara del anciano se oscurecía, sus ojos perdían el brillo, los colores a su alrededor se desvanecían.
El aliento corrió hacia ella. Su boca cerrada no tuvo ningún efecto: el aliento la golpeó, como una fuerza física, cubriendo todo su cuerpo. Vivenna jadeó, cayó de rodillas, el cuerpo temblando con perverso placer. De pronto pudo sentir a la otra gente en la habitación. Pudo sentirlos mirándola. Y, como si hubieran encendido una luz, todo a su alrededor se volvió más vibrante, más real y más vivo.
Jadeó, temblando asombrada. Vagamente oyó a Parlin correr a su lado, pronunciando su nombre. Pero, extrañamente, lo único que pudo pensar fue en la melódica cualidad de su voz. Podía detectar cada tono en cada palabra que pronunciaba. Los reconoció instintivamente.
«¡Austre, Dios de los Colores! —pensó, sujetándose al suelo de madera con una mano mientras los temblores remitían—. ¿Qué he hecho?»
—Pero sin duda las normas no son tan inflexibles —dijo Siri, caminando rápidamente detrás de Treledees.
Treledees la miró. El sacerdote (el sumo sacerdote del rey-dios) ya era alto sin tener que llevar en la cabeza aquella elaborada mitra que lo hacía destacar sobre ella como si fuera un retornado.
Bueno, un retornado retorcido, molesto y despectivo.
—¿Eximirte de su cumplimiento? —preguntó con suave acento hallandrense—. No, no creo que eso sea posible, Receptáculo.
—No veo por qué no —dijo Siri mientras un criado les abría una puerta para que pasaran de una habitación verde a otra azul. Respetuosamente, Treledees la dejó pasar primero, aunque ella percibió que no le agradaba hacerlo.
Siri rechinó los dientes, tratando de pensar en otra forma de ataque. «Vivenna se habría mostrado tranquila y lógica —pensó—. Explicaría por qué deberían permitirle salir de palacio de un modo que resultara razonable para el sacerdote.» Inspiró profundamente, intentando reducir el rojo de su cabello y la frustración de su actitud.
—Mira. ¿No podría, tal vez, hacer un viaje al exterior? ¿Al patio?
—Imposible —dijo Treledees—. Si quieres diversión, ordena a tus sirvientas que traigan juglares o trovadores. Estoy seguro de que te mantendrían entretenida. —«Y sin darme la lata», pareció dar a entender su tono.
¿Acaso no comprendía nada? No era la falta de algo la causa de su frustración. Era no poder ver el cielo. Sentirse atrapada entre paredes, cerrojos y reglas. Aparte de eso, se habría contentado con tener alguien con quien hablar.
—Al menos déjame reunirme con algún dios. Quiero decir, ¿qué se consigue teniéndome encerrada de esta forma?
—No estás «encerrada» —repuso Treledees—. Mantienes un período de aislamiento donde puedes dedicarte a reflexionar sobre tu nuevo lugar en la vida. Es una práctica antigua y digna que muestra respeto hacia el rey-dios y su divina monarquía.
—Sí, pero esto es Hallandren. ¡La tierra de la laxitud y la frivolidad! Sin duda podrá hacerse una excepción.
Treledees se detuvo en seco.
—No hacemos excepciones en materia religiosa, Receptáculo. He de asumir que me estás poniendo a prueba de algún modo, pues me cuesta creer que alguien digno de tocar a nuestro rey-dios pueda albergar pensamientos tan vulgares.
Siri se irritó. «Menos de una semana en la ciudad —pensó—, y ya empiezo a permitir que mi lengua me meta en líos.» A Siri no le desagradaba la gente: le gustaba hablar con ella, pasar el tiempo y reír con ella. Sin embargo, no podía lograr que hicieran lo que quería, no como se suponía que podía hacer un político. Era algo que tendría que haber aprendido de Vivenna.
Treledees y ella continuaron caminando. Siri llevaba una larga falda marrón que le cubría los pies y arrastraba una cola. El sacerdote vestía de dorados y marrones, colores que se repetían en los sirvientes. A Siri todavía le sorprendía que todo el mundo en palacio tuviera tantos vestidos, aunque fueran idénticos a excepción del color.
Sabía que no debería molestarse con los sacerdotes. Parecía que ya no les caía bien, y sentirse molesta no la ayudaría. Pero es que los últimos días habían sido tan aburridos… Confinada en palacio, incapaz de salir, incapaz de encontrar a nadie con quien hablar, a punto de volverse loca.
Pero no habría ninguna excepción. Aparentemente.
—¿Es todo, Receptáculo? —preguntó Treledees, deteniéndose junto a una puerta. Casi parecía haber decidido que una de sus tareas era comportarse con ella de manera civilizada.
Siri suspiró y asintió. El sacerdote hizo una reverencia, abrió la puerta y se fue rápidamente. Ella lo vio alejarse, dando golpecitos en el suelo con el pie, los brazos cruzados. Sus criadas la rodeaban, silenciosas como siempre. Pensó en buscar a Dedos Azules, pero mejor no. Siempre tenía muchas cosas que hacer, y no quería distraerlo.
Con un nuevo suspiro, indicó a sus sirvientas que prepararan la cena. Dos trajeron una silla de un lado de la habitación. Siri se sentó a descansar mientras traían la comida. La silla era cómoda, pero resultaba difícil sentarse de un modo que no agravara sus dolores o calambres. Las últimas seis noches, se había visto obligada a arrodillarse, desnuda, hasta que finalmente le entraba tanta modorra que se quedaba dormida. Y dormir en el duro suelo de piedra había dejado un dolor sordo y persistente en su espalda y su cuello.
Cada mañana, cuando el rey-dios se marchaba, ella se pasaba a la cama. Cuando despertaba por segunda vez, quemaba las sábanas. Después de eso, elegía sus ropas. Había siempre un conjunto nuevo, sin vestidos repetidos. No sabía de dónde sacaban las criadas semejante suministro de ropas de su talla, pero le costaba decidir su vestimenta diaria. Sabía que era probable que nunca volviera a ver ninguna de las opciones desechadas.
Después de vestirse, era libre para hacer lo que quisiera, menos salir del palacio. Cuando llegaba la noche, la bañaban y luego le daban a elegir los lujosos vestidos que llevaría al dormitorio. Por pura comodidad, había empezado a usar vestidos cada vez más ornados, con más tela para cubrirse mientras dormía. A menudo se preguntaba qué pensarían los sastres si supieran que sus vestimentas se usaban sólo unos momentos antes de ser arrojadas al suelo para, finalmente, ser empleadas como mantas.
No poseía nada, pero podía tener lo que quisiera. Comidas exóticas, muebles, trovadores y comediantes, libros, arte… sólo tenía que pedirlo. Sin embargo, cuando terminaba, lo retiraban todo. Tenía todo y nada al mismo tiempo.
Bostezó. El sueño interrumpido la dejaba cansada y con los ojos hinchados. Los días completamente vacíos tampoco la ayudaban. «Si tan sólo tuviera alguien con quien hablar…» Pero los criados, sacerdotes y escribas estaban todos ocupados en sus funciones formales. Eso se aplicaba a toda la gente con que se relacionaba.
Bueno, excepto él.
¿Podría llamar a eso relacionarse? El rey-dios parecía disfrutar contemplando su cuerpo, pero nunca había dado ningún indicio de que quisiera más. Simplemente la dejaba allí arrodillada, mirándola con aquellos ojos, diseccionándola. Así era su matrimonio.
Las criadas terminaron de servir la cena y se situaron junto a la pared. Se estaba haciendo tarde: era casi la hora de su baño nocturno. «Tendré que comer rápido —pensó, sentándose a la mesa—. Después de todo, no quiero llegar tarde para la sesión de miradas de esta noche.»
* * *
Unas horas más tarde, Siri esperaba bañada, perfumada y vestida ante la enorme puerta dorada del dormitorio del rey-dios. Inspiró hondo para calmarse, el pelo vuelto castaño claro por la ansiedad. Todavía no se había acostumbrado a esta parte.
Era una tontería. Sabía lo que iba a suceder, y aun así la expectación y el miedo seguían presentes. El comportamiento del rey-dios demostraba el poder que tenía sobre ella. Un día la poseería, y eso podría ser en cualquier momento. Una parte de ella deseaba acabar de una vez. El temor extendido era aún peor que aquella primera noche de terror.
Se estremeció. Dedos Azules la miró. Tal vez acabara por confiar en que llegara a tiempo al dormitorio. Hasta ahora, la había escoltado cada noche. «Al menos no ha vuelto a aparecer mientras me estoy bañando.» El agua caliente y los aromas placenteros deberían haberla relajado; por desgracia, se pasaba cada baño preocupándose por su inminente visita al rey-dios o por que entrara algún sirviente masculino.
Miró a Dedos Azules.
—Cinco minutos, Receptáculo —dijo él.
«¿Cómo lo sabe?», pensó ella. El hombre parecía tener un sentido del tiempo casi sobrenatural. No había visto ningún reloj en el palacio: ni reloj de arena, ni de agua, ni vela medidora. En Hallandren, al parecer, los dioses y las reinas no se preocupaban por esas cosas. Tenían criados para recordarles sus citas.