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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (23 page)

¿Quién ha sido el vencedor? ¿Nicolás o Toumignon? No es posible decirlo todavía. Esto dependerá de la importancia de las curas y de la duración de la invalidez de los dos contendientes.

Una cuestión capital y sobre todo emocionante se plantea: ¿quién pagará los platos rotos? "Sin asomo de duda, Toumignon", afirma el bando de la Iglesia, que sostiene que el golpe mortal se lo dio a san Roque el marido de Judith, quien se defiende enérgicamente de tamaña acusación. ¿Cómo formar juicio? En la controversia, Tafardel ha arrojado mucha luz sobre el caso. Se ha hecho explicar el incidente con todos los pormenores y ha solicitado que se le repitieran todas las injurias lanzadas.

—¿Cornudo, ha dicho usted? ¿Nicolás ha tratado a Toumignon de cornudo?

—¡Y no una sola vez, sino varias! —han afirmado Laroudelle, Torbayon y los otros.

En este momento se ha visto a Tafardel quitarse jactanciosamente su célebre panamá, dirigir una solemne reverencia a la iglesia desierta y lanzar este reto a los últimos secuaces del oscurantismo:

—Señores de Loyola, les prevengo a ustedes que habrá risa para todo el año.

Según Tafardel, el erudito de Clochemerle, el vocablo cornudo proferido en público constituye una difamación susceptible de irrogar graves perjuicios al ofendido, tanto en lo concerniente a su reputación como en lo tocante a sus relaciones íntimas. En consecuencia, Toumignon y su mujer tienen perfecto derecho a reclamar a Nicolás por daños y perjuicios. Por tanto, si la parroquia le demanda por rotura de imágenes sagradas, Toumignon obrará perfectamente querellándose contra Nicolás.

—¡Ya encontrará la horma de su zapato el señor Ponosse! —sentencia finalmente Tafardel a modo de despedida.

Después se encamina hacia las alturas del Ayuntamiento y se pone inmediatamente al trabajo. El incidente de la iglesia le proporcionará tema para llenar dos suculentas columnas en
El despertar vinícola
de Belleville-sur-Saone. Al leer aquella excelente publicación, la gente se enterará, indignada, de las circunstancias en que un matrimonio de honrados comerciantes clochemerlinos se ve empujado al divorcio y tal vez al crimen pasional por los propios esbirros de la Iglesia. ¡El tema, en verdad, da mucho de sí!

¿Se han dado ustedes cuenta? Mientras todo Clochemerle bulle de agitación, un solo personaje permanece invisible, manteniéndose en la sombra: Barthélemy Piéchut, el alcalde. Este hombre calculador, este político sagaz —promotor, al fin y al cabo, de la catástrofe, con su urinario— no ignora la virtud del silencio y de la ausencia. Deja que los impulsivos y los ingenuos se adelanten y se comprometan. Deja hablar a los charlatanes en espera de percibir, flotando sobre la marejada de palabras inútiles, aprovechables vestigios de la verdad. Y antes de mover a los clochemerlinos como peones sobre el tablero de ajedrez de sus ambiciones, calla, observa, medita y piensa el pro y el contra.

Barthélemy Piéchut ve lejos, y los objetivos que persigue los ignora todo el mundo, excepto su mujer, Noémie Piéchut. Sin embargo, esta mujer, adornada con las cualidades de un sepulcro y de una caja de caudales, es la mujer más avarienta de Clochemerle, la más ladina y, en resumidas cuentas, la mejor que el destino podía deparar al alcalde de un pueblo cuyos moradores son de naturaleza levantisca y rebeldes a cualquier disciplina.

Noémie, además de prodigar buenos consejos, es una hormiga ahorradora que nunca se cansa de amasar dinero, hasta el punto de que es preciso contenerla porque comete, por exceso, errores de cálculo. Siempre está dispuesta a sembrar la cizaña entre dos familias si con ello hubiera de sacar algún provecho y a saltar de la cama al despuntar el día para espiar a una criada. Vive demasiado preocupada por el prójimo, está convencida de que todo cuanto posee es el fruto de sus sudores y su principal y casi único defecto estriba en su obsesión por el lucro inmediato. Con este defecto haría la fortuna de no pocos desgraciados arruinados por mujeres manirrotas.

No viéndose, pues, obligado a fiscalizarlo todo y confiando en la destreza de su mujer, Barthélemy Piéchut puede dedicarse a los asuntos propios de su cargo. Sin embargo, las intervenciones de madame Piéchut son de tal naturaleza que abundan entre los clochemerlinos motivos de queja. El alcalde, siempre asequible, no desdeña prestar oídos al descontento de sus conciudadanos. Estas concesiones le granjean una reputación de persona complaciente, accesible, sociable para con los "desheredados", reputación excelente que ha sabido adquirir por su manera de decir encogiéndose de hombros: "¡Eso es cosa de mi mujer! Y ya sabéis que las mujeres…" De ahí que la gente suele decir hablando de Piéchut: "¡Si no fuera por su mujer…!" Por tanto, al mismo tiempo que sirven para trastear a la opinión pública, las intervenciones de su mujer no desbaratan, ni mucho menos, el gobierno de los asuntos de Barthélemy Piéchut.

Otra ventaja de Noémie: nunca tiene celos. Se desinteresa en absoluto de los quehaceres carnales que tan importantes suelen ser en los matrimonios. Nunca se ha divertido en la cama. Naturalmente, en los primeros tiempos de su matrimonio quiso enterarse. En primer lugar, curiosidad, luego vanidad y en último término egoísmo. Dada su manera de ser, esto no era de extrañar, pues habiéndose casado, rica, con Barthélemy Piéchut cuyos únicos bienes consistían en su apostura física y su buen parecido, no quería verse apeada. Con todo, tuvo que convencerse de que Barthélemy era un hombre metódico. Probablemente se casó con ella por el dinero, pero, sobre todo al principio, maldito el caso que le hacía al dinero en lo tocante a sus deberes conyugales… Cosa meritoria, ciertamente, porque Noémie, no solamente no demostraba complacencia, sino que no ponía nada de su parte. Sin embargo, por espacio de algunos años se creyó obligada a percibir con toda regularidad las rentas de su dote. Hasta el día en que, siendo ya creciditos sus dos hijos Gustave y Francine, conminó a Barthélemy Piéchut a que la dejara tranquila. Arguyó que ya tenía bastante trabajo con la casa, los niños, la servidumbre, la cocina, la colada y las cuentas, para perder las horas de sueño en tonterías que se sabía de memoria. Insinuó a Barthélemy que si encontraba mujeres a las que "les gustara eso" le dejaría en libertad de hacer lo que le pluguiera. "Será trabajo que me ahorraré." Frecuentó más asiduamente la iglesia y aumentó aún más su avaricia. Y en esto consistía su mayor placer.

Esta cancelación de hipoteca le resultó a Barthélemy a las mil maravillas. Su mujer había sido siempre un rocín anguloso y tan poco alentadora que a no ser por su acendrado sentido del deber la hubiera abandonado en medio de la calle. Después que los hijos vinieron al mundo, la aridez de Noémi era realmente descorazonadora. Un trabajador como Barthélemy acababa por refunfuñar cuando quería cumplir con sus deberes conyugales y se veía obligado a insistir una y otra vez. Diose cuenta de que su excesivo reposo por las noches iban acumulando en su organismo considerables reservas de energía. Siempre había mostrado gran interés hacia las mujeres. Pero a medida que comenzaba a envejecer, los honores le depararon las ventajas que el poso de los años iba haciendo escasear. Consejero municipal y luego alcalde, a Piéchut nunca le faltaron ocasiones. Si de vez en cuando, incitado por no se sabe qué apremios, abordaba a Noémie, ésta le replicaba: "¿Es que no me dejarás nunca tranquila?", con tanta frialdad que Piéchut hubiera precisado, para insistir, de todo el ciego arrebato de un hombre joven. En la época de este relato había renunciado ya a los "impromptus" imprimiendo a los negocios de amor ese espíritu de previsión que constituía toda su fuerza. Desde hacía mucho tiempo, consideraba a su mujer como su intendente, y, en algunos aspectos, su asociado. Pero Noémie había exigido siempre que tuviesen cama común, por ser ello privilegio de esposa que la diferenciaba de las mujeres de ocasión que podían caer en manos de su marido. Además, sobre todo en las largas noches de invierno, la proximidad era propicia al intercambio de opiniones y proyectos. Y en último término, la cohabitación sustituía ventajosamente a la estufa de la habitación, lo que constituía un ahorro apreciable.

Es hora ya de revelar que el gran proyecto que acariciaba Barthélemy Piéchut desde hacía ya mucho tiempo era llegar a senador en el término de tres años, en sustitución de Prosper Loueche, senador en ejercicio, de quien se aseguraba en los medios bien informados que se hallaba en las lides de la completa memez. Este debilitamiento de sus facultades intelectuales no sería ciertamente un serio impedimento para la renovación de su mandato, de no existir, por contrapartida, un redoblamiento de sus actividades licenciosas. El vejete se interesaba por las mozuelas de una manera generosa, aunque no podía afirmarse que fuera precisamente filantrópica. Había que internarlo de vez en cuando en una casa de salud para sustraerlo a iracundas protestas y demandas de dinero que compensarían a las jovencitas del tiempo que les habían hecho perder unas exhibiciones clandestinas, a fin de cuentas meramente espectaculares. Las actividades del anciano, que hasta entonces no habían trascendido al vulgo, amenazaban con desacreditar considerablemente al partido.

Claro que Prosper Loueche podría objetar que su honorable colega, el señor de Vilepouille, es un hombre de derechas, educado en los jesuítas con los que mantiene excelentes relaciones. Este gran católico figura notoriamente en la primera fila de los hombres prudentes de su tiempo, etiqueta que le deja un margen considerable para la consumación de pequeños delitos, antes de que nadie pueda poner en duda lo irreprochable de su conducta. En cambio, Prosper Loueche, su adversario político y fiel compañero en unas calaveradas que constituyen el consuelo de los últimos años, se puso desgraciadamente en evidencia durante su juventud con sus ideas avanzadas y su afán reformador. Sin embargo, a pesar de que en su edad madura asegurara de palabra y de obra la realidad de su evolución solicitando en primer lugar honores burgueses, manifestando en 1914 en Burdeos el más inflamado patriotismo y clamando luego en la tribuna del Senado que la guerra fuera mantenida hasta el fin con el máximo rigor, Prosper Loueche ha conservado numerosos enemigos. Como no ha podido ponerse en tela de juicio su probidad, por lo menos de un modo suficiente, sus adversarios políticos se han juramentado en meterle mano acusándolo de inmoralidad en su vida privada. Según el señor de Vilepouille, gran señor escudado en la impunidad, a la que se refiere sin intención de perjudicar a su viejo camarada, las derechas están enteradas de sus proezas.

—Lo curioso —dice el senador de Vilepouille, con su porte aristocrático y su voz altisonante— es que Loueche y yo, a pesar de que no comulgamos en las mismas ideas, tenemos los mismos gustos: la fruta un poco verde, amigo mío. A nuestra edad eso nos rejuvenece, pero debo confesar que en este terreno Loueche tiene singulares iniciativas… ¡Ah, unas travesuras deliciosas! ¡Bien se ve que nuestro colega ha sido siempre un innovador!

En resumen, es preciso apear a Prosper Loueche, y rápidamente, pues de lo contrario el partido correrá un gran descrédito. Barthélemy Piéchut lo sabe y maniobra. Cuenta ya con influencias y confía en alcanzar el apoyo de Bourdillat y de Focart, que deben volver a Clochemerle, esta vez separadamente.

Cuando sea senador, Piéchut casará a su hija Francine, que tiene ahora dieciséis años. Es ya una muchacha agraciada e instruida, y los modales adquiridos le permiten codearse con las personas de más rancio abolengo (modales que han costado mucho dinero, que, por añadidura, han percibido las religiosas). Para su hija, Piéchut piensa en los Gonfalon de Bec, de Blacé, una linajuda y noble familia cuya economía se halla aún en peor estado que la fachada de su castillo, que, sin embargo, se alza todavía majestuoso en una elevación del terreno al fondo de un magnífico parque a la francesa, cuyos árboles tienen más de doscientos años… Los Gonfalon de Bec son gente engreída, pero que necesitan dar nuevo lustre a sus blasones. Su hijo Gaétan, de veinte años, será dentro de tres o cuatro, un buen marido para Francine. Se rumorea que Gaétan es un poco cretino y además un inútil. Razón de más. Francine lo tendrá en un puño, pues si no cambia será, como su madre, una mujer avarienta, especialmente dotada para la economía casera y poseedora además de una buena instrucción, cosa de que adolece la madre. Casada con Gaétan, en posesión de un título y de una fortuna considerable, Francine podrá codearse con los Courtebiche y les Saint-Choul, por encima de Girodot, y él, Piéchut, verá reforzada su situación política con el apoyo de los nobles de la región.

Con el sombrero encasquetado hasta la nuca y con los codos sobre la mesa, el alcalde de Clochemerle piensa en todo esto mientras come lentamente. Es preciso que el urinario y la batalla de la iglesia concurran al éxito de sus proyectos. Alrededor de él, sus familiares, dominando su curiosidad, respetan su silencio. Sin embargo, al final de la comida, Noémie pregunta:

—¿Qué consecuencias va a tener esa historia de la iglesia?

—¡Déjame hacer! —responde Piéchut.

Y se levanta de la mesa para ir a encerrarse en la habitación donde suele fumar su pipa y entregarse a hondas meditaciones.

—¡Vuestro padre lo tiene ya todo previsto! —dice Noémie a sus hijos.

Capítulo 12
Intervención de la baronesa

Frente a la casa parroquial, la baronesa Alphonsine de Courtebiche se apeó de una chirriante "
limousine
", alta sobre las ruedas como un faetón. Era un automóvil que databa de 1911, parecido a una carroza ducal sacada de una cochera y vigorizada con el aditamento de un motor extravagante. En otras manos que las de su viejo chófer, aquel armatoste, que era una detestable galera, hubiera sido el hazmerreír de todo el mundo. Pero aquel polvoriento y anticuado carromato, además de que ostentaba portezuelas con blasones, cuando transportaba un cargamento de Courtebiche demostraba, al contrario, que la posesión de las más recientes creaciones de la mecánica es cosa privativa del vulgo enriquecido y que de ningún modo podía ponerse en ridículo una casta que puede gloriarse de un árbol genealógico que data del año 960 e ilustrado en muchos sitios por bastardos nacidos de un halagador capricho del monarca hacia ciertas mujeres de la augusta descendencia. La vetustez del automóvil corría parejas con el espacioso castillo almenado que dominaba todo el lugar.

La baronesa bajó la primera del coche y a continuación lo hicieron su hija, Estelle de Saint-Choul, y su yerno, Oscar de Saint-Choul. Luego, un poco incomodada por tener que visitar a ese "pobre cura de pueblo", como llamaba ella a Ponosse, llamó repetidamente a la puerta de la casa parroquial. Sin embargo, no es que pusiera en duda el poder espiritual de Ponosse. Desde que la baronesa vivía retirada del mundo, solía confiar el cuidado de su alma al cura de Clochemerle, pues ya no se sentía con ánimos, cada vez que deseaba lavar sus culpas, de efectuar un viaje a Lyon para entrevistarse con el reverendo padre de Latargelle, un jesuíta avisado y sutil que en la época en que su vida se había visto agitada por borrascosas tormentas pasionales, había sido su director espiritual. "Este pobre Ponosse —solía decir— es un hombre apropiado para una modesta viuda pensionada, pero a ese pringoso le halaga confesar a una baronesa." Y añadamos ahora esta confidencia hecha a la marquesa de Aubenas-Theizé, la propietaria de las tierras vecinas a las suyas:

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