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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (26 page)

Desde la llegada de Tafardel, Oscar de Saint-Choul se estremecía de contento. Aquel gentilhombre poco conocido estaba dotado de un auténtico talento para el arte de elaborar infatigablemente una sucesión de frases solemnes y gradilocuentes, de tal modo esmaltadas de incisos, que al desdichado que se veía sometido a esa dialéctica se le extraviaba el pensamiento en los meandros del razonamiento "saint-choulien", donde acababa por quedar aprisionado. Desgraciadamente, hostigado siempre por una suegra que trataba a la gente a latigazos y condenado al silencio por una esposa desabrida cuya abundancia corporal lo encadenaba, Oscar de Saint-Choul rara vez tenía ocasión de demostrar su valía. Y esto le hacía sufrir.

Cuando Tafardel pronunció las primeras palabras, Oscar comprendió que el azar ponía en su camino a un rudo luchador, un charlatán a su medida con el que le agradaría enzarzarse en una larga controversia. Así pues, con una abundancia de saliva que solía presagiar su aflujo verbal, acechaba la menor fisura que ofrecieran sus respuestas para arremeter contra el tenaz polemista y acapararlo en provecho propio. Finalmente, después de la réplica de la baronesa, se produjo un silencio. Inmediatamente, Saint-Choul avanzó dos pasos.

—Si me permiten —dijo—, tengo algo que decir. Soy Oscar de Saint-Choul, señor. Y usted, ¿quién es?

—Ernest Tafardel. Pero yo no conozco a ningún santo, ciudadano Choul.

—Como usted quiera, mi querido De Tafardel.

Es difícil creerlo, pero esta partícula, deslizada por un hombre que la poseía por razón de herencia, actuó a modo de bálsamo en el amor propio del maestro. De tal modo le dispuso favorablemente hacia Saint-Choul, que éste se permitió tomar de nuevo la iniciativa:

—Me permito intervenir, mi querido De Tafardel, porque al punto a que nos han llevado dos doctrinas igualmente respetables, que tienen las dos sus regiones sublimes y sus… ¿cómo lo diría…? sus zonas de falibilidad humana, se me antoja que hace sentirse la necesidad de un mediador imparcial. Saludo en usted, probo funcionario, a un digno ejemplo de esta noble pléyade de educadores que asumen la delicada tarea de formar las nuevas generaciones. Saludo en usted a la encarnación del más puro espíritu primario en lo que tiene de fundamental y… ¿cómo lo diría…? de granítico, sí, de granítico, pues sobre esa roca indestructible descansan los cimientos de la nación, de nuestro querido país, remozado por grandes corrientes populares, que yo me guardaré de aprobar sin reservas, pero que asimismo me guardaré muy bien de negar su aportación, porque desde hace un siglo han ilustrado magníficamente el gran libro del genio francés. Por esto no vacilo, maestros republicanos y librepensadores, en proclamaros un cuerpo hereditario. Nada de lo que es hereditario puede sernos indiferente. Por este título, mi querido amigo, es usted de los nuestros: un aristócrata del pensamiento. Déme usted la mano. Sellemos un pacto por encima de los partidos, con el solo deseo de contribuir a nuestro mutuo perfeccionamiento.

A punto de ceder a aquel hombre amable, Tafardel, preocupado, quiso remachar sus convicciones:

—Yo soy discípulo de Rousseau, de Mirabeau y de Robespierre. Tengo que recordárselo, ciudadano.

Oscar de Saint-Choul, que se había adelantado, recibió a boca de jarro una fuerte tufarada de vino. Diose cuenta entonces que la elocuencia del maestro ofrecía serios peligros y que sería mejor no afrontarla en un lugar cerrado.

—Todas las opiniones sinceras se justifican —dijo—. Pero más valdría que fuésemos a tomar el aire. Fuera estaremos más cómodos. Dentro de poco estaré con usted, baronesa.

—Tengo algo que comunicar al señor Ponosse —objetó el maestro.

—Mi querido De Tafardel —dijo Saint-Choul llevándoselo con él—, sospecho de qué se trata. Usted me lo dirá a mí. Yo seré su intérprete.

Poco después, la baronesa los encontró delante de la iglesia, enfrascados en animada conversación, visiblemente encantados el uno del otro. Oscar de Saint-Choul hacía uso de la palabra y acompañaba sus solemnes parrafadas balanceando el monóculo al extremo del hilo con un aplomo que su suegra desconocía. El tono de pedantería de su yerno la molestó. No admitía que Oscar dejara de ser un perfecto imbécil, dado que así lo había decidido ella. Cuando la baronesa había clasificado intelectual y socialmente a alguien, no quería desdecirse.

—Oscar, amigo mío —dijo desdeñosamente—, deja a ese individuo y ven. Nos marchamos.

No tuvo una sola mirada para el desdichado Tafardel, que, sin embargo, se disponía a saludarla. Porque el maestro se había dejado seducir por los distinguidos modales de Saint-Choul y por las lisonjas que éste le dirigía, como éstas:

—¡Qué diantre, mi querido amigo, en esta región de analfabetos, usted y yo representamos el elemento culto! En una palabra, la selección. ¡Seamos amigos! Y hágame usted el favor de venir uno de esos días al castillo. Se le tratará sin ninguna clase de ceremonias, como a un amigo íntimo, y discutiremos tranquilamente. Entre espíritus selectos, son convenientes las relaciones. Lo digo tanto por usted como por mí.

La humillante altivez de la baronesa tuvo la virtud de devolver al maestro su antiguo espíritu combativo, tanto más cuanto que por un momento se le ocurrió que había estado a punto de ser víctima de las falacias de aquella gente. ¿Acaso no había pensado, mientras escuchaba a Saint-Choul, en modificar, suavizándolo, su artículo de
El despertar vinícola
…! ¡Suavizar! Pues bien, sería más áspero y sazonaría su prosa con una alusión mordaz a aquella incorregible de Courtebiche.

—Ya verán cuando intervenga la Prensa —rezongó.

Así, pues, este encuentro, que hubiera podido conducir a un apaciguamiento, tuvo, por el contrario, el efecto de provocar una virulencia cuyas consecuencias habían de ser ruidosas.

En cuanto a la baronesa, había declarado a Ponosse su intención de hacerse cargo de los asuntos de la parroquia y sobre todo de entrevistarse con el arzobispo al menor incidente que se produjera. El cura de Clochemerle estaba aterrado.

Capítulo 13
Intermedios

—¿Usted por aquí, madame Nicolás? Dígame, ¿es cierto lo que me han contado? Es espantoso…

—Espantoso, puede usted decirlo, madame Fouache. ¡Espantoso!

—Me han dicho que el pobre Nicolás… ha recibido un mal golpe… en un lugar delicado…

—Desde luego, madame Fouache. Estoy muy preocupada.

Acodada en el mostrador, tapándose la boca con la mano, madame Nicolás dio informes completos:

—Los tiene completamente morados —dijo a media voz—. Completamente morados por la violencia del golpe. El miserable pegó fuerte…

—¡Completamente morados! ¡Cielo santo, que me dice usted, madame Nicolás! ¡Qué mala gente hay por el mundo, Dios mío! ¡Completamente morados…!

—Y además hinchados…

—¿Que están hinchados?

Madame Nicolás juntó los puños cerrados figurando unas dimensiones gemelas verdaderamente aflictivas.

—Como esto…

Madame Fouache cerró a su vez los puños para tener una idea de esta deformidad que sobrepasaba los límites de lo imaginable.

—¡Como esto! —gimió la respetable estanquera, con una pena infinita—. ¡Es horrible lo que está diciendo, madame Nicolás…! ¿Los ha visto el doctor? ¿Qué dice? Por lo menos, Dios no quiera que su querido Nicolás quede lisiado. ¡Qué pérdida para la parroquia si un hombre tan apuesto como él no pudiera volver a la iglesia con su uniforme! Lo que yo le digo es que su prestancia ha sido siempre motivo de envidia. El domingo, nadie le quitaba ojo… Una vez, hace ya mucho tiempo, mi Adrien sufrió también un hinchazón en este sitio a causa de un esfuerzo excesivo. Pero, a Dios gracias, no tuvo consecuencias. Fue algo así como huevos de gallina y aún de los más pequeños… Mientras que usted… ¿Son así ha dicho? ¡Parece increíble, mi querida madame! Y Nicolás, ¿está muy postrado? ¿No habrá quedado impotente, como dicen…?

—Tiene que estar sin moverse. En los hombres, ya lo sabe usted, ahí reside todo. Y como dice el doctor, cualquier cosa en ese sitio repercute en todo el cuerpo.

—¡Y que lo diga usted! Es curioso que, fuertes como son, tengan una parte del cuerpo tan frágil… ¿Cómo lo cuida usted?

—Pues, mire… Además de reposo absoluto, compresas y toda clase de potingues, ha de tenerlos envueltos con algodón, sin moverse. Le aseguro que tengo el corazón en un puño.

—Lo comprendo perfectamente, madame Nicolás. La compadezco de veras.

—Yo tenía ya mis preocupaciones, con mis varices y mi hernia. Y por si esto fuera poco, Nicolás, a pesar de su buen aspecto, tiene desarreglos de vientre y los ríñones delicados.

—¡A todos nos toca padecer en este valle de lágrimas! Pero, madame Nicolás, ¿va usted a estar de pie? Por favor, entre y siéntese. Tomará una taza de café conmigo y esto la reanimará un poco. Me hago cargo de que esa hinchazón la preocupe. ¿Completamente morados, ha dicho? Vamos, madame Nicolás, no se acobarde. Siéntese aquí. Dejaré la puerta abierta y así podré ver quién entra. No me dejan un momento tranquila, pero creo que podemos charlar un poco…

Madame Nicolás, mujer sin pizca de malicia, había ido a comprar tabaco para su marido y resultó víctima de las piadosas efusiones de madame Fouache, efusiones que los clochemerlinos juzgaban la expresión de los últimos refinamientos mundanos. Conceptuábase a la estanquera como persona de esmerada educación y de buena familia, caída súbitamente en desgracia a la muerte de un esposo ejemplar y destinado a los más altos cargos administrativos. Madame Fouache hacía gala de una ternura que conmovía profundamente a las buenas mujeres y por esto su distinción inspiraba la más completa confianza. Nadie como ella en el pueblo estaba calificada para oírlo todo y aconsejar con moderación:

—¡La de cosas que he visto! —decía—. ¡Y en los salones de la mejor sociedad, querida! A pesar del lujo que allí reinaba, yo iba a los bailes de la Prefectura con la misma naturalidad que entra usted en mi estanco. ¡Ah, cómo ha cambiado todo! ¡Cuando pienso que me tuteaba con toda la gente de la Prefectura de mi tiempo y me veo ahora, en mi vejez, vendiendo tabaco! Puedo vanagloriarme de haber llegado muy alto, querida, y es muy triste pensar… ¡En fin, qué le vamos a hacer, es la vida! Como suele decirse: a mal tiempo buena cara.

Con estas palabras puede resumirse poco más o menos la leyenda que madame Fouache se había imaginado y procuraba divulgar. Claro está que había en ella no pocas exageraciones. En vida, Adrien Fouache fue, en efecto, funcionario de la Prefectura de Lyon, pero solamente como conserje. En el ejercicio de sus funciones, que asumió por espacio de veinte años, sobresalió por su infatigable resistencia en el juego de la malilla, su capacidad para beber una docena de absentas diarias y una estimable destreza en el billar, talentos que convertían a aquel hombre engalonado en el indispensable compañero de los chupatintas que frecuentaban el café.Y como, por su parte, madame Fouache se encargaba voluntariamente de los encargos amorosos de los oficinistas del escalafón y recibía, destinados a ellos, cartas femeninas que no eran de procedencia conyugal, el matrimono Fouache, por dispensar muchos favores, gozaba de la estimación general. Cuando Fouache se sumió en el delirium tremens, para morir poco después, todo el mundo convino en que su triste fin era la consecuencia de sus leales servicios. Y se concedió un estanco a su viuda, poseedora, por otra parte, de secretos que hubieran causado irreparables estragos en más de veinte hogares.

Madame Fouache tomó posesión de la banqueta de Clochemerle con el empaque y la dignidad de una gran dama que acababa de sufrir crueles reveses. Poco a poco magnificó desmesuradamente su pasado. Cierto que algunos de sus giros de frase, por demasiado vulgares, hubieran podido revelar su exceso de imaginación, pero en cuanto a los giros clásicos los clochemerlinos eran manifiestamente incompetentes y, por otra parte, su lenguaje poseía sus propias y genuinas sutilezas. Y como la vanidad local se sentía halagada, nadie puso en duda la esclarecida ascendencia de madame Fouache. Situada muy por encima de la mediocridad, madame Fouache recibía en depósito los secretos más delicados y procedía a su divulgación con discreción y buen tino.

Esta vez también, por mediación de la muy estimable estanquera, todas las mujeres de Clochemerle se enteraron pronto de la lamentable desgracia que afectaba a Nicolás en su parte más sensible. Su desdicha creó una gran corriente de compasión. Diez días más tarde, cuando el pertiguero reapareció en la calle Mayor, andando muy despacito y apoyándose en un bastón, las comadres, a espaldas de él, se decían de una ventana a otra levantando al cielo sus puños unidos:

—Así…

—¿Es posible?

—¡Cualquiera lo diría!

—¡Tiene usted razón, desde luego! ¡No quiero ni pensarlo!

—¡Debe de ser algo espantoso! —decía, más fuerte que las otras, Caroline Laliche, una mujerona del barrio bajo, con un suspiro de horror.

Pero nadie hacía caso de sus palabras, pues Caroline Laliche era la mujer más entrometida de Clochemerle, que había sido sorprendida más de cincuenta veces con el ojo pegado al agujero de una cerradura.

Las glándulas dolientes de Nicolás adquirieron una gran celebridad y sus nuevas dimensiones ocuparon muchas mentes femeninas. A través de palabras pronunciadas al azar y de glosas hábilmente dosificadas, madame Fouache mantenía viva la atención. Hasta el día en que, dándose cuenta de que el interés de la gente se iba relajando, lanzó otra gran noticia:

—¡Y ahora se le despelleja la piel!

Así la opinión se apasionaba.

Por la sinuosa carretera, de una longitud de cuatro kilómetros, entre Clochemerle y el altivo castillo de los Courtebiche, que se levanta al borde del tupido boscaje que le sirve de fondo, Rose Bivaque se dirige a pie al feudo de la baronesa. El castillo domina, arrogante, el valle, y por espacio de siglos las miradas de los humildes clochemerlinos se han elevado maquinalmente hacia la señorial mansión, a la que consideran como un parador intermedio en su trayecto hacia el cielo. Algo de este estado de ánimo sobrevivía en la mente de Rose Bivaque. La muchacha es sumisa y obediente hasta el punto que, entre tantas sumisiones como se le proponían de todas partes, no ha sabido cuáles preferir y cuáles desechar. De esta loable docilidad ha venido su vergüenza. Porque, sometida así a todos y a todo, se sometió ingenuamente a Claudius Brodequin, sin hacer distingos entre esta sumisión y otras, ninguna de las cuales le ha causado la menor violencia. La pequeña Rose Bivaque es totalmente parecida a sus abuelas, las mujeres del medievo, insignificantes y pronto olvidadas, que a través de los siglos han pasado por este mismo valle de Clochemerle, donde han trabajado oscuramente, han parido y amamantado a sus hijos, han sufrido como bestias en el establo, sin discernimiento ni espíritu de rebeldía, y han abandonado este mundo, donde su presencia ha pasado inadvertida, sin haber comprendido nada o casi nada acerca de la inverosímil aventura que las había hecho nacer y vivir. Exactamente parecida a esas mujeres de tiempos pasados, la pequeña Rose Bivaque es, como ellas, de cortas entendederas, poco razonable, dócil a los hombres, a las influencias de la luna, a la rutina, y, por hábito de obediencia pasiva, a las reglas de la naturaleza y a las necesidades establecidas. No siente, pues, remordimientos ni inquietud alguna. Tal vez sí cierta sorpresa debida a las cosas sorprendentes que le ocurren, pero esta sorpresa cede al sentimiento de la fatalidad que ha llegado intacto hasta ella y que es uno de los sentimientos más fuertes de la Humanidad. Mientras camina, piensa: "Bueno, entonces…" y "¡Bueno, ya está hecho!", fórmulas que son los polos de sus esfuerzos intelectuales, a veces cortados por expresiones como: "¡Es curioso…!" y "De todas maneras no puedo hacer nada." Pero tampoco es seguro que la muchacha piense realmente. Esas palabras revelan mejor los titubeos de un pensamiento tan embrionario que ella no concibe el alcance que aquél pudiera tener. Rose Bivaque se siente invadida por agradables efluvios procedentes del cielo deslumbrador, del aire vivo, del sol, de la belleza de las cosas, pero estas sensaciones que su cuerpo experimenta no llevan a su mente ningún razonamiento. Ve a sus pies un escurridizo lagarto verde y dice: "¡Oh, qué lagarto más mono!" Cuando llega a una encrucijada, vacila y se decide "¡Ah, éste es el buen camino!" Suda y murmura: "¡Oh, qué calor!" Con estas exclamaciones ha expresado todo cuanto sabe acerca de los lagartos, del calor y de las vacilaciones.

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