Read Clochemerle Online

Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (25 page)

—Es cierto, baronesa, que la fragancia de las virtudes de nuestro buen Ponosse es un poco, por decirlo así, un poco democrática y popular. Pero no debemos olvidar que nuestro cura se dirige sobre todo a los humildes y a éstos les extrañaría sin duda tener un pastor que oliera a rosas… ¡Vaya selección la de este siglo, baronesa! ¡Nos arrastran las aguas embravecidas de la decadencia! Sin embargo, creo que Ponosse tiene un alma pura a pesar del hedor de la envoltura. Para que a uno no le incomode el hedor, es preciso, y valga la expresión, tener los mismos gustos que los pordioseros. Como en tiempo de nuestra atolondrada juventud me decía mi amigo el vizconde de Castelsauvage…

—Oscar —atajó la baronesa—, he oído ya cien veces lo que, en tiempos de tu atolondrada juventud, te dijo el vizconde de Castelsauvage, que me ha parecido siempre un gran imbécil.

—Está bien, baronesa.

—Y Ponosse, otro imbécil.

—Perfectamente, baronesa.

—Y también tú, Oscar.

—¡Baronesa!

—Tú eres mi yerno, querido. Sé lo que me digo. Estelle no ha hecho en su vida más que tonterías.

Estelle de Saint-Choul trató tímidamente de terciar en el diálogo.

—Pero, mamá…

—¿Qué pasa, hija mía? Tienes una cantidad de bobería que asusta. Una Courtebiche con un marido al lado tendría que ser más despabilada.

En aquel momento entró, ceremonioso y a la vez inquieto, el cura. Con el rostro congestionado por el trabajo de una digestión pesada, dijo:

—Muy honrado, señora baronesa…

Pero el humor de la baronesa no estaba para cortesías inútiles.

—No es necesario el agua bendita, Ponosse —contestó—: Siéntese y contésteme.

¿Soy o no soy la presidenta de las hijas de María?

—Pues claro que lo es, señora baronesa.

——¿Soy o no soy la principal bienhechora de la parroquia?

—Esto no ofrece la menor duda.

—¿Soy o no soy, Ponosse, la baronesa Alphonsine de Courtebiche, nacida d'Eychandailles d'Azin?

—Lo es usted, señora baronesa —afirmó Ponosse, acobardado.

—¿Está usted dispuesto, amigo mío, a reconocer las prerrogativas del linaje o pacta usted con los sans-culottes? ¿Acaso es usted, Ponosse, uno de esos sacerdotes tabernarios que pretenden dar a la religión tendencias…? Explícaselo tú, Oscar, porque yo no entiendo nada de vuestra jerga política.

—¿Se refiere usted, baronesa, a ese cristianismo de nuevo cuño, demagógico y antilegitimista, que halaga a las masas? Sí, claro está, a eso alude la baronesa, mi querido Ponosse. La baronesa condena la ingerencia en la religión de las doctrinas sociales extremistas, que le imprimen una orientación, por decirlo así, anarquizante y deplorable, jacobina y a todas luces blasfematoria, la cual, menospreciando nuestras viejas tradiciones francesas de las cuales somos los representantes… ¿cómo lo diría…? hereditarios y consagrados, los representantes ungidos, mi querido Ponosse, ¿no es así, baronesa?, nos conduce directamente…

—¡Basta, Oscar! Creo que ha comprendido,Ponosse.

Los desórdenes de aquel día aciago habían abrumado al cura de Clochemerle. El estaba hecho para andar por caminos claros y despejados, donde no le acecharan emboscadas satánicas del
Dominus vobiscum
y farfulló a modo de respuesta:

—Por Dios, señora baronesa… Mi vida es pura, y no tengo ninguna arrogancia impía. Soy un humilde sacerdote lleno de buena voluntad. No acierto a comprender por qué me atribuye usted tan grandes errores.

—¿Que no comprende usted, Ponosse? ¿Y el toque a rebato que ha alarmado a todo el valle? ¿Y el escándalo en su iglesia? ¿Y tienen que ser los extraños los que vayan a contarme esas cosas? El primero de sus deberes, padre, era ir a dar cuenta de lo ocurrido a la castellana de Clochemerle. ¿Acaso no sabe usted que el castillo y la casa rectoral, la Nobleza y la Iglesia deben marchar estrechamente unidas? Con su apatía, señor Ponosse, hace usted el juego a los descamisados. O sea, que si yo no me hubiese molestado en venir, no sabría nada. ¿Por qué no ha venido usted al castillo?

—Señora baronesa, no tengo más que una mala bicicleta. Y a mi edad ya no puedo subir las cuestas. Se me anquilosan las piernas y me falla el corazón.

—No tenía usted más que alquilar uno de esos armatostes que funcionan con petróleo y que trepan por todas partes. Lamento decírselo, mi pobre Ponosse, pero es usted un pusilánime defensor de nuestra fe. Y ahora, ¿qué piensa hacer?

—Precisamente estaba pensando en ello, señora baronesa. Y pedía al Señor que iluminara mi mente. Se repiten de tal modo los escándalos…

Ponosse suspiró profundamente y se enfrentó resueltamente con el peligro.

—Y aún no lo sabe usted todo, señora. ¿Conoce usted a Rose Bivaque, una de las hijas de María, que apenas ha cumplido los dieciocho años?

—¿Es una pequeña pava, rojiza, bastante desarrollada por cierto, que no desentona tanto como las otras chochas de la cofradía?

Con una mímica consternada, Ponosse dio a entender que no podía, sin faltar a la caridad cristiana, suscribir aquella descripción. Sin embargo, no lo negó.

—¿Qué ha hecho esa criatura? —prosiguió la baronesa—. Le habrán dado alguna sagrada forma sin confesión.

El cura de Clochemerle se sintió anonadado.

—Le han dado otra cosa muy distinta, señora baronesa. No nos queda más que esperar una concepción que no será… ejem… inmaculada… Eso es todo.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Quiere dar a entender que está encinta? Hable usted claro, amigo mío. Diga que va a tener un hijo. También yo los he tenido, y no por eso me he muerto. (¡Estella, hija mía, ponte derecha!) También los tuvo su respetable madre. No es ninguna cosa abominable.

—No es el hecho en sí lo que me aflige, señora baronesa, sino la falta delsacramento…

—¡Vaya, no había pensado en esto…! ¡Pues bien, mi querido Ponosse, se portan bien sus hijas de María! Yo no sé lo que les enseña usted en sus reuniones…

—¡Oh, señora baronesa! —exclamó el cura de Clochemerle, agobiado por la congoja y el temor.

Había vacilado mucho antes de dar esta noticia a la presidenta. Temía sus reproches o, lo que sería peor, que presentara su dimisión. Pero la baronesa murmuró:

—¿Y se sabe quién es el fresco que ha sido tan torpe?

—Usted querrá decir, señora baronesa, el que… ejem… el que la ha…

—Sí, Ponosse, sí. No adopte usted ese aire pudibundo. ¿Se sabe quién es el papanatas que ha cogido nuestra Rose?

—Claudius Brodequin, señora baronesa.

—¿Qué hace ese muchacho?

—Cumple el servicio militar. Vino con permiso el mes de abril.

—Se casará con Rose o irá a la cárcel. Haré hablar a su coronel. ¿Acaso se figura ese soldado que puede tratar a nuestras hijas de María como si fuesen mujeres de un país conquistado? A propósito, Ponosse, mande usted recado a esa Rose Bivaque para que venga a verme. Nos ocuparemos de ella, no sea que vaya a cometer alguna tontería. Envíemela al castillo a partir de mañana.

Estaba escrito que en el aniversario de la fiesta de san Roque, tantas veces celebrada con la sencilla solemnidad compatible con el buen humor de los clochemerlinos y la benevolencia natural de una región propicia a las óptimas vendimias, estaba escrito, repetimos, que aquel día, nefasto entre todos, la Providencia abandonaría a su servidor, el cura Ponosse, sometiéndole por añadidura a terribles e inesperadas pruebas hacia las cuales experimentaba el digno sacerdote tan profundo desdén que siempre se había esforzado en ahuyentar las ocasiones eliminando de su catolicismo rural todo espíritu de agresión, todo afán vanidoso y ofensivo. El cura Ponosse no era uno de esos latosos que siembran por doquier la provocación y los gérmenes fratricidas del sectarismo. Tales empresas son más nocivas que provechosas. Tenía más en cuenta un corazón virtuoso, compasivo y conciliador, que los estragos del puñal y de la pira. ¿Y quién intuye la cantidad de abominable orgullo que alientan ciertos heroísmos ambiciosos, que animan la implacable fe de los sombríos apóstoles propugnadores de los autos de fe?

Temblando delante de la baronesa, el cura Ponosse dirigía al cielo confusas invocaciones dictadas por un despavorido fervor. Se pueden traducir así:

"Apiadaos de mí, Señor, ahuyentad de mí esas desvenruras que reserváis a vuestros discípulos predilectos. Olvidaos de mí, Señor. Si me concedéis la gracia de sentarme un día a vuestra diestra, me conformo con que sea en el último lugar donde seré un humilde servidor vuestro. Señor, yo no soy más que el pobre cura Ponosse, que no comprende la venganza. Con mis pobres luces hablo del advenimiento de vuestro reino de justicia a los buenos viñadores de Clochemerle, sosteniendo mis débiles fuerzas con el uso cotidiano y reparador de los caldos del Beaujolais.
Bonum vinum laetificat
… ¡Vos lo permitisteis, Señor, al donar a Noé las primeras cepas! Señor, yo soy reumático, mis digestiones son muy laboriosas, y estáis enterado de todas las incomodidades físicas que os habéis dignado enviarme. No me anima ya el ardor combativo de un joven vicario. ¡Calmad, Señor, a la señora baronesa de Courtebiche!"

Pero el cura Ponosse no había apurado todavía el cáliz de su amargura. Aquel día había de ser sobremanera excepcional. Por segunda vez en la hora apacible de la siesta, llamaron violentamente a la puerta de la casa parroquial. Oyóse el paso cansino de Honorine dirigiéndose a la puerta y luego invadió el corredor un rumor de voces que iban elevando el tono hasta alcanzar el más alto diapasón, cosa asaz insólita en aquella mansión donde los cuchicheos llenos de unción constituían la regla general. En el umbral del salón se vio erguirse la silueta vehemente de Tafardel, cargado de acres sentencias y enarbolando unos folletos en los que expresaba por escrito los primeros hervores de su indignación republicana.

El maestro no se había quitado de la cabeza su famoso panamá, en plan de hombre firmemente resuelto a no arriar el pabellón ante el fanatismo y la ignorancia. Sin embargo, al darse cuenta de la presencia de la baronesa, se descubrió y aún hubiera hecho más si se hubiera dejado llevar de su primer impulso: habría huido si la huida le hubiera comprometido sólo a él. Pero la fuga de Tafardel hubiese implicado el fracaso del poderoso partido que él representaba. No se trataba ya de que se enfrentaran unos simples particulares, sino de una verdadera pugna de principios. Tafardel era el portavoz de la Revolución y de su carta emancipadora. El hombre de las barricadas y de la Libertad, con mayúscula, acudía a combatir en su terreno al hombre de la Inquisición, de la melancólica resignación y de la persecución hipócrita. Haciendo caso omiso de los presentes y sin siquiera saludarles, el maestro se encaró con el cura Ponosse y le espetó una de sus más encendidas peroratas:

—¡
Qui vis pacem para bellum
, señor Ponosse! No emplearé los odiosos procedimientos de su secta de Loyola y no lo atacaré a traición. Me presento como un enemigo noble, con la pólvora en una mano y el ramo de olivo en la otra. Todavía hay tiempo de renunciar al engaño de detener a sus esbirros y de preferir la paz. Pero si usted quiere la guerra, guerra tendrá. Mis armas están templadas. Escoja usted entre la paz y la guerra, entre la libertad de conciencia y las represalias. ¡Escoja, señor Ponosse! ¡Y cuidado con lo que decida!

Cogido entre dos furores tan violentos, el cura Ponosse no sabía a qué santo encomendarse. Trató de calmar a Tafardel:

—Señor maestro, nunca me he inmiscuido en sus métodos de enseñanza. Me pregunto qué podría usted reprocharme. No he agraviado a nadie…

Pero ya Tafardel, con el dedo índice levantado, apostrofaba a Ponosse con una máxima profundamente humana y completada por él a su manera:


Trahit sea quemque voluptas… et pissare legitimum
! Para mejor asentar su dominación, sin duda preferiría usted, señor, que como en los siglos de opresión, se multiplicaran los inmundos charcos formados por el sobrante de las vejigas. Estos tiempos han pasado, señor Ponosse. La luz se propaga, el progreso avanza irresistiblemente y yo afirmo que en adelante el pueblo meará en edificios apropiados. La orina, señor, humedecerá la pizarra y discurrirá por unas canalizaciones.

Esta extraña alocución era más de lo que la baronesa podía soportar. Desde el primer momento tenía a Tafardel bajo la acción de los flamígeros dardos de sus terribles impertinentes. Y de pronto, en un supremo arrebato, empleando el tono de voz con que había domado corazones y dirigido la caza con galgos, rugió:

—¿Quién es ese abominable calzonazos?

La súbita presencia de un escorpión en el fondillo de sus holgados pantalones no hubiera producido al maestro un sobresalto mayor. Sacudido por un estremecimiento de furor que imprimía a sus lentes oscilaciones de mal augurio, y no obstante conocer de vista a la baronesa como la conocían todos los clochemerlinos, aulló:

—¿Quién se atreve a injuriar a un miembro del cuerpo de enseñanza?

Apostrofe ridiculamente débil, incapaz de desorientar a una luchadora como la baronesa. Comprendiendo con quién se las había, replicó con una calma ofensiva:

—El último de mis lacayos, señor maestro de escuela, sabe de cortesía mucho más que usted. Ninguno de mis criados osaría expresarse tan groseramente como usted ante la baronesa de Courtebiche.

Al oír estas palabras, la más pura tradición jacobina inspiró a Tafardel. Y así, contestó:

—¿Es usted la ex Courtebiche? Sus insinuaciones las rechazo con el pie. Hubo un tiempo en que la guillotina hubiera dado cuenta de usted.

—Y yo digo que sus palabras no son más que insensateces de sietemesino. Hubo un tiempo en que las personas de mi clase hacían ahorcar a los bergantes de su calaña después de haberlos azotado en la plaza pública. ¡Excelente sistema de educación para los palurdos!

La discusión iba tomando un sesgo peligroso. Aprisionado entre dos corrientes que no respetaban la cristiana neutralidad de su morada, el pobre Ponosse, no sabía a quien prestar oídos y sentía su cuerpo, embutido en su sotana nueva, bañado en un sudor frío. No le faltaban razones para llevarse a bien con la Nobleza, en la persona de la baronesa, la más generosa bienhechora de la parroquia. Y en el mismo caso se encontraba respecto a la República, representada por Tafardel, Secretario de un Ayuntamiento que poseía legalmente la casa parroquial y fijaba su alquiler. Las cosas, planteadas así, daban la impresión de que todo estaba perdido, y, cuando parecía que no había más que esperar la aparición de la más desaforada violencia, un personaje que hasta aquel momento había pasado inadvertido, haciendo gala de una maestría tan brillante como oportuna, condujo la discusión con una firmeza de la que nadie le hubiera creído capaz.

Other books

Cloudburst Ice Magic by Siobhan Muir
Breakaway by Kelly Jamieson
The Leaving by Tara Altebrando
Just a Little Hope by Amy J. Norris
Shella by Andrew Vachss
A Trust Betrayed by Mike Magner


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024