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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (37 page)

Durante la semana que siguió las entregas de oro al Banco de Francia aumentaron en un treinta por ciento. Así quedaba sobradamente justificado lo que el sargento Tardivaux, aquel autodidacto en lo concerniente a talento militar, había presentido desde el primer día: la importancia del alcohol en la guerra. Desgraciadamente, a pesar de sus galones de teniente, su situación seguía siendo aún demasiado oscura para que tuviera conocimiento de tan vastas repercusiones. Sin embargo, fue citado en la orden del ejército y al cabo de poco tiempo se le concedió el tercer galón.

Este último ascenso le inspiró saludables reflexiones conducentes, bien entendido; a la conservación de su estado de salud.

"Heme aquí convertido en todo un capitán, que no es poca cosa", se dijo.

Consideró entonces que exponer, aunque fuera ligeramente, una vida tan valiosa sería una gran tontería, una tontería nefasta. Al fin y al cabo él era un hombre aguerrido y, como tal, de un inapreciable valor para el ejército del mañana. En cualquier momento se encontrarían oficiales de complemento, pero los militares de carrera, guardianes de las más puras tradiciones castrenses, no se remplazan fácilmente. Era importante, pues, relacionarse con ellos y ganar su confianza. Serían los militares de carrera quienes se encargarían de encuadrar sólidamente a las futuras generaciones. Sin embargo, Tardivaux no tardó en darse cuenta de que estos razonamientos se los habían hecho ya muchos de sus compañeros, que se habían anticipado a sus propósitos. Numerosos oficiales de carrera que escaparon a la carnicería de los primeros meses hicieron rápidos progresos en los Estados Mayores, donde se habían atrincherado fuertemente con vistas al bienestar del país, al que con denodado esfuerzo daban un ejemplo de perseverancia en el cumplimiento de los necesarios sacrificios. Tardivaux llegó a la conclusión de que aquélla era la misión que en lo sucesivo tenía que cumplir. El provocó la ocasión para que se procediera a su evacuación, pues no en balde había pertenecido a las tropas coloniales, duchas en prácticas clandestinas que ni siquiera los comandantes aciertan a ver. Permaneció mucho tiempo en la retaguardia donde cosechó numerosos éxitos entre las mujeres, pertenecientes, hay que decirlo, a una sociedad muy mezclada. Volvió a la zona de guerra con una misión de confianza: la de oficial observador de cuerpo de ejército. Observó sobre todo las reglas de la más estricta prudencia, lo que le permitió terminar la guerra con la piel intacta y hecho un bizarro capitán cuyo pecho constelado de condecoraciones evidenciaba su heroísmo.

Este era el hombre de guerra que marchaba sobre Clochemerle para establecer allí el orden.

Capítulo 18
El drama

Nada es verdaderamente risible en los asuntos humanos, pues en todos ellos acecha el implacable, y el dolor y el exterminio suelen constituir su desenlace. Bajo la comedia, fermenta la tragedia; bajo el ridículo, se agitan las aspiraciones; bajo la bufonada, se prepara el drama. Llega siempre un momento en que, más que horror, los hombres inspiran compasión.

El historiador podría encargarse por sí mismo del relato de los acontecimientos. No vacilaría en hacerlo si contara con un medio mejor para informar al lector. Pero he aquí a un hombre que en razón del cargo que ejerce en el municipio está enterado con todo detalle de los acontecimientos y no sólo los ha vivido de cerca sino que se ha visto mezclado en ellos. Nos referimos al guardabosques Beausoleil, ciudadano de Clochemerle, donde ejercía, a veces de buena gana y siempre de buen humor, funciones pacificadoras. Hemos juzgado preferible recurrir a su relación, ciertamente superior a la que nosotros podríamos escribir, puesto que nos encontramos en presencia de un verdadero testigo, que tiene naturalmente el tono local. He aquí, pues, el relato de Cyprien Beausoleil. Escuchen ustedes a ese hombre hablar del pasado, con el desapasionamiento que da el tiempo, que restituye las cosas a su verdadero lugar y a la gente su exigua importancia.

"Pues he aquí que Adele Torbayon volvió súbitamente a las andadas. Siempre suspirando, los ojos como tumefactos a fuerza de puñetazos, y con ese aire de pensar en cosas fáciles de adivinar que adoptan todas las mujeres cuando el amor las hace andar de coronilla. Adele, que se había mantenido tranquila mucho tiempo, dedicada honestamente a sacar adelante su negocio, ¿creerá usted que se volvió loca por Hippolyte Foncimagne? Que un pasmado como Arthur (se trata del marido y al motejarlo de pasmado aún me quedo corto) no se diera cuenta de nada, no quiere decir que tal cosa pasara inadvertida a un hombre como yo, que conozco a todas las mujeres del pueblo y de los alrededores. Un guardabosque, con el uniforme y la autoridad del proceso verbal, nada torpe en el hablar ni el trastear, dispuesto siempre a bromear, que simulando estar en las nubes lo ve todo, tiene sobradas ocasiones de enterarse de la vida y milagros de las mujeres, pero cierra el pico, porque no sería decoroso que un hombre que sabe ver a través de las apariencias, se fuera de la lengua un buen día.

"Puedo asegurarle, señor, que he pasado mucho tiempo al acecho de las fáciles y que sabía mostrarme en el momento oportuno. Para esas estúpidas tan condescendientes, cualquier momento es bueno. Y para el que le apetecen estas cosas y conoce a las hembras, no es difícil darse cuenta del momento en que, como si mediara el azar, debe hacer su aparición.

"He aquí, pues, a la Adele. Parece haber enloquecido de repente. Siempre distraída, se equivoca al contar el dinero y cualquiera podría marcharse de la posada sin pagar. Una mujer que anda de este modo por las nubes, cosa rara entre la gente del campo que sólo piensa en amontonar moneda, pues… no hay que buscarle tres pies al gato, señor. El motivo está en el sitio preciso, con un ardor poco común. Me refiero, claro está, a las mujeres como Adele y la Judith, mujeres de un temperamento apasionado que, dotadas de un celo como tiene que ser, sólo ven el lado bueno de las cosas, al revés de esas plañideras, de esos témpanos de hielo, como sé de algunas, que no le abren a uno el apetito. Se comprende. Las mujeres que no sienten la menor vibración, no hacen más que amargarnos la vida a los hombres. En resumen, y usted se hará cargo, mujeres a las que no se puede contentar en eso, no se las puede contentar con nada. Así, pues, figúrese usted. Se las llama mujeres con cabeza. ¡Bah! Las mujeres no han sido hechas para trabajar con la cabeza, y por lo tanto, y permítame expresar mi opinión, si trabajan con la cabeza no rinden como es debido cuando se dedican a otras faenas. Y como me llamo Beausoleil, permítame decirle que se trata de una inteligencia mal empleada. He tenido muchos tratos con mujeres e incluso, óigame bien, las tuve por docenas. Y no le extrañe. Uno es guardabosque y no escasean las ocasiones. ¡Imagínese usted! Muchas veces están solas en casa cuando esas condenadas borrascas azotan todo el Beaujolais, y entonces el miedo las trastorna de tal modo que todas, por decirlo así, se ponen boca arriba…

"Escuche mi consejo. Para que la paz reine en su hogar, tome una mujer ya un poco metida en carnes, una de esas regordetas que casi pierden el sentido cuando uno las toca, y a veces con sólo dirigirles una mirada prometedora. Con esta clase de mujeres, por poco que usted se empeñe, las tendrá siempre al alcance de la mano. Alboroto por alboroto, es mejor que las mujeres chillen de noche que de día, y aún más que sea el placer y no la maldad lo que las mueva a chillar. Regla general: se conoce a una mujer en la cama. La que se porta bien, raro es que revele malos instintos. Cuando se siente enardecida, cuando sus nervios se desquician, demuéstrele usted de lo que es capaz y de este modo le auyentará los demonios del cuerpo con mayor eficacia de lo que pueda hacerlo el hisopo de Ponosse. Después ella es siempre dulce y no discute nunca lo que usted dice. ¿Acaso no lo cree usted así?

"La Adele, en los tiempos de que le hablo, era una real hembra, que hacía ir de coronilla a más de uno, y nada más que para gozar de ella con la vista, los ciudadanos de Clochemerle frecuentaban la posada, lo que en resumidas cuentas hizo la fortuna de Arthur. Sólo con hacer la vista gorda, no dándose por enterado de que los parroquianos se daban por satisfechos con guiñar el ojo a su mujer, el establecimiento estaba siempre lleno a rebosar y todas las noches retiraba del mostrador un cajón repleto de monedas. A Arthur no le mordían los celos, porque la Adele apenas salía de casa y esto hacía casi imposible que la mujer rebasara los límites de lo decoroso. Cabe decir que Arthur era un hombretón alto, fuerte, que se echaba a la espalda una cuba llena sin perder el aliento. Ni que decir tiene, pues, que con un solo brazo hubiera levantado del suelo a uno de aquellos alfeñiques. Así, pues, se le guardaba un prudente respeto.

"Cuando me di cuenta del cambio experimentado por la Adele, que no solamente dejó de bromear con los clientes, sino que se equivocaba, en perjuicio suyo, al dar la vuelta cuando le pagaban con un billete de los grandes, di con el motivo. Hacía tiempo que tenía el convencimiento de que aquella mujer, a pesar de su aire apacible, no era más que una zorra. Pero nadie decía que hubiera adornado la cabeza de Arthur. Sin embargo, parece que en cierta ocasión tuvo un desliz. Estuvo a punto de ser soprendida, pues apenas tuvo tiempo de bajarse las faldas. Esas condenadas mujeres, cuando les da por ahí, encuentran siempre la oportunidad y el tiempo necesarios.

"Pues, señor, cuando vi a la Adele de tal modo cambiada, me dije para mi coleto: «¡Arthur, esta vez hay algo!» Y en cierto sentido, si bien se miran las cosas, no me desagradaba lo que yo presumía que iba a ocurrir. No es justo, reconózcalo usted, que si en un pueblo sólo hay dos o tres hembras de esas que valen la pena, sean siempre para los mismos, mientras los demás tienen que apechugar con mujeres escuchimizadas y desabridas. Me dispuse, pues, a averiguar quién era el marrano que había podido adueñarse de Adele, antes de que ella pasara por mi tambor. Y no tardé mucho tiempo en ver claro. Bastaba darse cuenta de cómo, con sus lánguidas miradas, iba la Adele minando la resistencia de Foncimagne, cómo se inclinaba sobre él para servirle, acariciándole la cabeza con sus pechos opulentos y cómo se olvidaba de todo el mundo cuando él estaba allí. En este estado las mujeres lo confiesan todo sin decir nada veinte veces al día; el amor les brota de todo el cuerpo como la transpiración de los sobacos. Y esto es tan cierto que, sin que ellos se den cuenta, saca a veces de sus casillas a los hombres más templados. «¡Bueno, si sigo viendo esos manejos, el día menos pensado la cosa terminará mal!» Y no me refiero a Arthur, ni por pienso, sino por Judith, que no estaba dispuesta a ceder una migaja de su adorado Hippolyte.

"Las cosas ocurrieron sin tardar, como yo había previsto. Judith, que tiene el olfato muy fino, se pasaba horas apoyada, de pie, en el quicio de la puerta de su casa, dirigiendo feroces miradas en dirección a la posada y dando a entender que el hervor de la sangre la induciría en cualquier momento a arrancar los ojos de la otra. En uno de sus raptos mandaba a su cornudo Toumignon a preguntar si no había visto a su idolatrado Foncimagne. Después, en la tienda, decía en voz alta, para que todo el mundo pudiera oírla, que la Adele era una cualquiera y que al día siguiente, aunque Arthur estuviera presente, ella iría a su casa y le echaría en cara su desvergüenza.

"Su cháchara y su cotilleo se divulgaron por todo el pueblo y llegaron a oídos de la Adele y hasta a los de Arthur. Este iba siempre con el ceño fruncido. Se jactaba de que quienes le hacían una mala pasada recibían siempre su merecido y rara vez salían con vida de sus manos, y en apoyo de sus argumentos contaba el caso de un hombre a quien derribó de un puñetazo una noche en que volvía a pie de Villefranche. Las cosas llegaron a un punto en que Hippolyte, amenazado por Judith y por Arthur, cogió miedo, abandonó la posada y se fue a vivir en una casa del barrio bajo, dejando a Adele sumida en el desconsuelo de la viudez. Y Judith, en plan de triunfadora, iba a la ciudad dos veces por semana en vez de una y salía más que nunca en bicicleta. Hippolyte desfilaba disimuladamente. Y Adele tenía siempre los ojos enrojecidos de tanto llorar. Y todo el pueblo seguía de cerca el asunto y observaba las innumerables idas y venidas de los tres.

"Más tarde se supo la verdad, que era como yo había adivinado, por culpa de Hippolyte, que, un día que había bebido, no cesó de proclamar a voz en grito que había gozado hasta la saciedad de los favores de la Adele. Habría hecho mejor callándose, pero los hombres acaban casi siempre por soltar la lengua, un día u otro, y dar detalles de todas esas cosas. Y después, cuando todo ha terminado, aún disfrutan en jactarse de ello y provocar la envidia de sus semejantes, cuando la mujer vale la pena, como era el caso de la Adele, que no hubiera encontrado ningún José si se le hubiera ocurrido hacerse la Putifar con los hombres de Clochemerle. Ahora bien, por lo que a mí concierne, no me lo hubiera hecho decir dos veces. Estaba más que dispuesto a mostrarme obsequioso con ella. Pero por lo visto, yo no le interesaba. Era una mujer muy caprichosa.

"Todo esto había pasado tres semanas antes de la llegada de la tropa a Clochemerle. En tres semanas, Adele se había consolado un poco, pero no dejaba de sentirse herida en su amor propio. Sin embargo, como había contraído malos hábitos con Foncimagne, no dejaba de calmar sus ansias en un cuartucho de la buhardilla de su casa. En el cercado que rodeaba la casa por la parte posterior había una puertecita y por ella entraba Foncimagne a cualquier hora del día. Quizá sean los malos hábitos lo que constituye el principal incentivo de la vida, y aún puede añadirse que la desazón que suele inquietar en el umbral de la madurez sea la más terrible y más difícil de apaciguar.

"Tratándose de la Adele, ya se da usted cuenta de adonde voy a parar. Probablemente, Arthur se mostró de día en día más indolente, como suele ocurrir cuando a uno le guisan siempre los mismos platos. Si a uno le sirven pavo trufado, un día y otro día, acaba por hacer de este manjar el mismo caso que si se tratara de un vulgar cocido. Y es lo que yo digo. Cuando se tiene que apechugar todos los días con la misma mujer, cuesta horrores ponerse en situación. Nada más que la idea de encontrar algo nuevo, y no es necesario que sea una gran cosa, pues en el fondo todo es lo mismo, nos hace perder el seso, y al decir esto me refiero a nosotros, los hombres, porque para las mujeres es distinto. Mientras se les dé plena satisfacción, no son demasiado curiosas a ese respecto. De todos modos, a la larga, rara vez se sienten complacidas, y por esto no hacen más que pensar en ello porque, si bien se examina, no tienen otra cosa en que pensar. Y esto, claro está, es lo que le ocurría a la Adele. Era como una hermosa yegua que nunca había comido avena y que, después de saciarse de avena, se la aparta de pronto del pesebre. De la noche a la mañana se le privaba de su manjar. Y a los treinta y cinco años, que es la edad que ella debe de tener, imagínese usted la conmoción. Se comprende muy bien que perdiera el juicio.

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