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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (40 page)

"Cuando se hubo marchado aquella gente, los clochemerlinos no salían de su asombro ante lo ocurrido, cosas verdaderamente inexplicables a no ser por la profunda estupidez del hombre, que si bien se mira, es su peor enfermedad. Matar al Tatave y herir a diez personas sólo porque Arthur era cornudo es algo que, incluso bajo el aspecto del honor, revela un gran porcentaje de estulticia. No es lógico, como comprenderá usted, poner el honor en un lugar semejante. Si cada vez que se hace un nuevo cornudo, ha de haber un derramamiento de sangre, será mejor liar los bártulos y cerrar la tienda. Y esto haría la vida insoportable. El placer que uno experimenta con las posteriores es tal vez el primer placer sobre la Tierra, y Dios misericordioso tendría que arreglárselas de modo que el goce supremo no dependiera precisamente de esa contemplación, ¿no le parece? Este es mi modo de pensar.

"Para terminar, voy a contarle cómo se había enmarañado el asunto del 19 de setiembre. Por una carta anónima recibida por la mañana, Arthur había sabido que la Adele y Tardivaux se entendían. En este orden de cosas, la memoria retrocede en seguida a tiempos pasados. Y así le ocurrió a Arthur al reflexionar sobre el singular comportamiento de la Adele a partir de la llegada de la tropa. Súbitamente, los celos le iluminaron las entendederas. Tardivaux y Adele, que no se dieron cuenta de nada, continuaron como si tal cosa mientras Arthur, para estar más seguro, los observaba sigilosamente por los intersticios de la puerta del corredor de atrás. Al ver los arrumacos que la Adele le hacía a Tardivaux y cómo le hablaba en voz baja, se le desvanecieron todas las dudas. Esa fue la causa de que se echara, en la calle, sobre Tardivaux, golpeándole fuertemente la cabeza y ensañándose con él. Entonces, el centinela de enfrente, ofuscado, disparó el arma e hirió a la Adele. El otro centinela, no pudiendo habérselas con Arthur, que era fuerte como un roble, le arreó un bayonetazo. Los clochemerlinos que presenciaron lo ocurrido, enfurecidos al ver herida a la Adele y a Arthur, a quien por añadidura había hecho cornudo un cochino forastero, quisieron vengar tales afrentas y arremetieron contra los soldados. Este fue el origen de la batalla. Después se ha puesto todo en claro.

"También se supo la procedencia de la carta anónima, pues la persona que la envió se ausentó la víspera para ir a Villefranche, y en la estampilla del sobre figuraba el nombre de la ciudad. Era la Putet, a la que yo había visto en Fond Moussu dedicarse al espionaje. Ella ha sido la causa de todas las desgracias, y fue ella también la que urdió todas las historias en torno al urinario. Aquella mujer no podía vivir sin hacer daño a alguien. Puede decirse que la religión en manos de zorras no hace más que malas zorras. La Putet era una verdadera carroña, una condenada filoxera para el pueblo.

—Una cosa me extraña, señor Beausoleil. ¿Cómo es que los soldados tenían cartuchos?

—¡Oh, es difícil contestar a esa pregunta! Tal vez se debiera al estado de sitio, como dicen en el ejército, que Tardivaux había hecho proclamar con la intervención de mi tambor, probablemente para darse importancia. Tal vez ocurriera que entre aquella compañía de coloniales, hubiera algunos rufianes sin más ley que su antojo o su bravuconería. Y quizá se debiera a los granujas que en los años siguientes a la guerra han brotado de todas partes, como hongos. En fin, algo debió de haber en todo eso. Lo cierto es que se dispararon algunas balas, las suficientes para que se alojara una en el cuerpo de la Adele y otra en la piel de Tatave.

"Y otra cosa. Los soldados bebían demasiado vino del Beaujolais. En esta comarca, el vino es traidor. Y quien no está acostumbrado a beberlo, pierde en seguida el equilibrio. Hablando francamente, esos soldados bebían mucho entre las comidas.

"Esta es la mejor explicación que se puede dar a un asunto tan dramático y que no tenía, en el fondo, ni pies ni cabeza. Regla general: en las catástrofes no hay que contar con encontrar ni pizca de inteligencia humana.

Capítulo 19
A pequeñas causas, grandes efectos

Los heridos acababan de salir de Clochemerle. Tafardel, loco de rabia, se dirigió a Correos donde se puso directamente en relación con los corresponsales regionales de la Prensa parisiense. Estos, a su vez, telefonearon urgentemente a París los espeluznantes comunicados del maestro. Ligeramente suavizados, aquellos comunicados se publicaron en los periódicos de la noche de la capital. Los dramáticos incidentes de Clochemerle, abultados por el resentimiento, dejaron estupefactos a los ministros y, sobre todo, a Alexis Luvelat, que además de haberse hecho cargo de este asunto, corría con las responsabilidades de una interinidad gubernamental.

El jefe del Gobierno, acompañado del ministro de Asuntos Extranjeros y de un nutrido séquito de técnicos, se hallaba a la sazón en Ginebra representando a Francia en la Conferencia del Desarme.

La Conferencia comenzaba bajo los más prometedores auspicios. Todas las naciones, grandes y pequeñas, estaban de acuerdo en desarmarse y coincidían en que el desarme aliviaría en grado sumo los males de la Humanidad. No se trataba más que de conciliar los diferentes puntos de vista para proceder luego al articulado de un plan mundial.

Inglaterra decía:

“Desde hace muchos siglos somos el primer pueblo marítimo del mundo. Además, nosotros solos, los ingleses, poseemos la mitad de las colonias disponibles en el mundo, lo que equivale a decir que ejercemos una acción de policía sobre la mitad del Globo. Este es el punto de arranque de toda política de desarme. Los ingleses nos comprometemos a que el tonelaje de nuestra marina no exceda en ningún caso del doble del tonelaje de la segunda marina del mundo. Comencemos, pues, por reducir las marinas secundarias, y seguirá, a no tardar, la reducción de nuestra propia marina.”

América decía:

“Nos hallamos en la necesidad de intervenir en los asuntos de Europa, donde todo está desquiciado por el exceso de armamento. Sin embargo, es evidente que Europa no puede mezclarse en los asuntos de América, donde todo marcha bien. El desarme, pues, concierne ante todo a Europa, que no está calificada para fiscalizar lo que ocurre en el otro continente. («Y dicho sea de paso, los japoneses son unos redomados y temibles canallas.» Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia.) Nosotros os presentamos un programa americano. Los programas americanos son todos excelentes, puesto que somos el país más próspero de la Tierra. En fin, si no queréis aceptar nuestro programa, preparaos a recibir nuestros extractos de cuentas…”

El Japón decía:

“Estamos dispuestos a desarmar, pero sería conveniente aplicar a nuestro pueblo un «coeficiente de extensión» que en estricta justicia no debería rehusársele, si se le compara con los pueblos en trance de regresión. Tenemos actualmente la más alta natalidad del mundo. Y si no ponemos un poco de orden en la China, ese desgraciado país se sumirá en la anarquía, lo que sería un inmenso desastre para la comunidad humana. («Y dicho sea de paso, los americanos son unos brutos orgullosos y unos crápulas perturbadores.» Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia.)”

Italia decía:

Cuando hayamos igualado en potencia los armamentos de Francia, a la que igualamos en población, comenzaremos a desarmarnos. («Y dicho sea de paso, los franceses son unos ladrones. Antes nos robaron a Napoleón. Y ahora nos están robando el norte de África. ¿Acaso no fue Roma la que sometió a Cartago?» Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia.)” Suiza decía: “Como somos un país neutral, destinado a no batirse nunca, podemos armarnos como queramos. Esto no tiene ninguna importancia. («Y dicho sea de paso, si se llegara de veras a un desarme completo, no habría nunca más conferencias del desarme, cosa que no sería del agrado de nuestras organizaciones turísticas. Y ustedes, señores, no tendrían ocasión de ir a Suiza a costa de los demás.» Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia.)”

Y Bélgica:

"Como somos un país neutral cuya neutralidad no es respetada nunca, pedimos permiso para armarnos hasta los dientes."

Y los pequeños países recién constituidos, que eran los más turbulentos, los que más lo enmarañaban todo, los más vocingleros, decían:

“Somos vivamente partidarios del desarme de las grandes naciones que nos amenazan por todos lados. Pero, en lo que nos atañe a nosotros, hemos de pensar primero en armarnos de una manera decorosa. («Y dicho sea de paso, los armamentos son muy necesarios para nuestros empréstitos, pues garantizan a los prestatarios la devolución de su dinero gracias a las prestidigitaciones de los fabricantes de cañones.» Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia.)”

En resumen, todos los países aceptaban una fórmula que se resume en una sola palabra:

“¡Desarmaos!”

Y como todas las naciones habían enviado a Ginebra sus técnicos militares, las casas Krupp y Schneider convinieron en mandar sus mejores agentes de venta, que tendrían seguramente ocasiones en los hoteles de hablar de nuevos modelos y anotar cuantiosos pedidos. Estos agentes eran duchos en su oficio, poseían informaciones muy completas sobre los hombres de Estado y sus auxiliares y disponían de un presupuesto de corrupción que permitía convencer las conciencias más reacias. Por otra parte, poniéndose a tono con el ambiente pacifista reinante, los dos agentes juzgaron oportuno desarmarse ellos mismos en el terreno comercial.

—Hay sitio para los dos, mi querido colega —dijo el agente de Krupp—. ¿Qué opina usted?


Ja wohl, ja wohl
! —repuso cortésmente en su idioma el agente de Schneider—.
Ich denke so
. ¡No volvamos a pelearnos precisamente en Ginebra!

—En este caso, vamos a repartirnos el mercado —concluyó el agente de Krupp—. ¿Qué artículos prefiere usted colocar?

—El sesenta y cinco, el setenta y cinco, el ciento cincuenta y cinco de tiro rápido, el doscientos setenta y trescientos ochenta no admiten competencia —repuso el francés—. ¿Y usted?

—Para los ochenta y ocho, los ciento cinco, los ciento treinta, los doscientos diez y los doscientos cuarenta, creo que usted no puede desbancarme —contestó el alemán.

—Entonces, ¡venga esa mano, compadre!

—¡Venga! Y para probarle mi lealtad, le ruego tome nota de que Bulgaria y Rumania se proponen mejorar su artillería ligera. Con esa gente puede hacer un buen negocio. De todos modos, tome precauciones con Bulgaria. No tiene mucho crédito…

—Anotado. Y usted oriéntese hacia Turquía y hacia Italia. Estoy informado de que necesitan piezas de gran calibre para sus plazas fuertes.

Desde hacía cuarenta y ocho horas, los dos agentes estaban sosteniendo provechosas entrevistas y habían expedido algunos cheques alentadores. En cambio, los regateos de la Conferencia tropezaban con muchos obstáculos. Pero se habían pronunciado ya dos discursos de primer orden, de elevados pensamientos, superiormente calculados con miras a las repercusiones internacionales. El discurso del delegado francés figuraba en primer lugar.

La noche del 19 de setiembre llegó a Ginebra un mensaje cifrado que daba cuenta de los graves incidentes de Clochemerle. Una vez descifrado, el secretario se dirigió a toda prisa a las habitaciones del jefe del Gobierno para darle cuenta del contenido del mensaje. El jefe del Gobierno lo leyó dos veces, y una tercera vez en voz alta. Luego se dirigió hacia los colaboradores suyos que se encontraban en la estancia.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Con un asunto como éste mi Gobierno puede irse al diablo. Tengo que regresar inmediatamente a París.

—¿Y la conferencia, señor presidente?

—Muy sencillo. Usted va a torpedearla, y pronto. El desarme puede esperar; hace cincuenta mil años que espera. Pero Clochemerle no esperará, y esos cretinos, que conozco demasiado bien, me espetarán una interpelación antes de cuarenta y ocho horas.

—Señor presidente —propuso el primer consejero—, creo que todo puede arreglarse. Confíe su plan al ministro de Asuntos Exteriores. Defenderá el punto de vista de Francia y nosotros lo apoyaremos en lo que podamos.

—¿Está usted borracho? —dijo fríamente el presidente del Consejo—. ¿Acaso piensa usted que después de sudar un mes con mi plan lo cederé ahora a Rancourt para que se atribuya, a espaldas mías, un éxito personal? Será usted un consejero, pero permítame que le diga, amigo mío, que no ve usted más allá de sus narices.

—Yo creía —balbució el otro— que estaba en juego el interés de Francia…

—¡Francia soy yo! Hasta nueva orden. Y ahora ocúpense, señores, de despachar cortésmente a todos esos macacos a sus respectivos países. Ya les organizaremos otra conferencia dentro de unos meses. Mientras tanto, que se vayan a paseo. Que no me fastidien más con esa historia que ya se ha acabado. Ande, pídame comunicación con París. Que llamen a Luvelat.

Un individuo que aún no había despegado los labios formuló una última objeción:

—¿No teme usted, señor presidente, que la opinión pública francesa interprete mal ese repentino abandono?

Antes de contestarle, el jefe del Gobierno preguntó a su secretario particular:

—¿Cuáles son las disponibilidades de la caja de fondos secretos?

—Cinco millones, señor presidente.

—¡Ya lo ha oído usted, señor! —dijo el presidente del Consejo—. ¡Cinco millones! Con esto, no hay opinión pública. Y entérese, la Prensa francesa no es cara; los que trabajan en ella se ganan la vida muy modestamente. Tengo motivos para saberlo, pues comencé mi carrera periodística en la sección de información extranjera… De modo que, señores, podemos marcharnos. Ya desarmaremos en otra ocasión. Ocupémonos ahora de Clochemerle, que es lo más urgente.

Así fracasó en 1923 la Conferencia del Desarme. El destino de las naciones está sujeto a los más triviales incidentes. Este es un nuevo ejemplo. Si Adele Torbayon hubiera sido menos voluptuosa, Tardivaux menos impetuoso, Arthur Torbayon menos susceptible, Foncimagne menos versátil y la Putet menos rencorosa, tal vez la suerte del mundo hubiera cambiado…

Antes de abandonar el Clochemerle de 1923, hay que contar cómo terminó aquella jornada del 19 de setiembre, que fue intensamente dramática. Eran las seis de la tarde. El calor era tan sofocante y opresivo que los amedrentados clochemerlinos no daban pie con bola. De pronto, se abatió sobre el burgo un viento huracanado y cortante como un cierzo invernal. Tres enormes nubarrones, como panzudas carabelas impulsadas por un ciclón, avanzaron a través del océano celeste. Poco después, surgió del Oeste, como una invasión de hordas bárbaras, la masa de un siniestro ejército de ennegrecidos cúmulos que llevaban en sus flancos saturados de electricidad la más horrible desolación, vastas inundaciones y una mortífera artillería de pedrisco. Los escuadrones de esos innumerables invasores cubrieron la tierra con la sombra y el silencio de las ancestrales consternaciones, siempre dispuestas a abatirse sobre los hombres, eternamente sojuzgados por los dioses. Las montañas de Azergues, cuyos contornos iban difuminándose, rápidamente, parecieron resquebrajarse con el estruendo, heridas por los relámpagos, desgajadas a consecuencia de gigantescas explosiones. Después, todo el firmamento no fue más que una extensión lívida, árida, trastornada, asolada, y en su fúnebre inmensidad estallaron los incendios y se oyó el prodigioso bombardeo de las furias sobrehumanas. En un instante se colmaron los valles, parecieron encogerse las colinas, la línea del horizonte perdió su estabilidad y aparecieron las negras avanzadillas del más tremendo vacío. Los cortocircuitos abarcaron toda la esfera terrestre, el planeta vaciló sobre su eje hasta lo más hondo de sus entrañas milenarias y todo lo que no era espantoso desapareció de la vista. Inmensas y sobrecogedoras cortinas de agua sepultaron y aislaron a Clochemerle como un pueblo maldito, dejándolo solo con sus contradictorios problemas de conciencia. Y descargaron sobre la población piedras del tamaño de un huevo, con una furia diagonal que alcanzaban los cristales debajo de los cobertizos, irrumpiendo en las habitaciones cuyas ventanas estaban abiertas, los hórreos y las bodegas, arrancando postigos y veletas y zarandeando como hojas secas las gallinas que todavía remoloneaban y estrellándolas contra las paredes de las casas.

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