Read Carolina se enamora Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (61 page)

—Hum, regular. —Sandro se encoge de hombros— Le pregunté si quería salir a tomar algo conmigo después del trabajo y me contestó que sí.

—Bien.

—Sí, pero luego añadió que no podía quedarse mucho rato porque su novio es muy celoso.

—Eso ya no está tan bien…

—Pero lo dijo riéndose. Daba la impresión de que quería darme a entender que está un poco harta de su relación con él.

—¡Genial!

—Sí, pero no hay que apresurarse.

Me sonríe.

—Disculpe, ¿es éste? ¿Es éste el que habla de…?

El anciano tiene un libro en la mano. Leo desde lejos:
La pequeña vendedora de prosa
, de Daniel Pennac.

—No, no creo que le guste.

El señor se encoge de hombros, lo coloca de nuevo en el estante y sigue buscando. Sandro se vuelve hacia mí y alza la mirada al cielo.

—Ven, alejémonos un poco… Ese tipo es muy pesado. Coge los libros al azar, me obliga a que le cuente el argumento con todo detalle— ¡y luego casi nunca compra ninguno! ¡Bueno! —Sonríe otra vez—. ¿Qué te trae por aquí?

—Quiero regalarle un libro a mi abuela…

—Ah, sí, tu abuela Luci.

Se queda callado.

—Ya te he contado lo que sucedió.

—Sí, claro. Lo recuerdo.

—Cuando puedo me gusta ir a verla, puesto que mi madre, su única hija, trabaja todo el día…

Me mira y me sonríe con ternura, como si eso fuese algo especial. A mí, en cambio, me parece de lo más natural.

—Déjame pensar… Sí, aquí está… —Coge un libro—. Éste podría gustarle:
La soledad de los números primos
. Es la historia de dos personas que se quieren, pero que al final se quedan solas…

—¡Qué triste, Sandro!…

—Sí, un poco, pero al mismo tiempo es precioso.

—Entiendo, sólo que la abuela ahora necesita sonreír.

—Tienes razón… En ese caso, te recomiendo éste,
La elegancia del erizo
. Es más ligero y divertido, pero igualmente bonito.

—Mmm… —Lo cojo—. ¿De qué trata?

—Es la historia de una portera muy inteligente y culta que simula ser una ignorante por miedo a despertar la antipatía de los inquilinos del edificio… Y entabla amistad con una niña…

—Mmm, éste ya me parece mejor, pese a que en su bloque no hay portero…

De repente nos interrumpe una voz:

—¡Oh, yo creo que podría gustarle! La chica ha pensado en suicidarse justo el día de su cumpleaños, la amistad con la portera la alivia de su soledad y… —El anciano, cómicamente vestido con un traje príncipe de Gales de cuadros grises, con chaleco y pajarita, se percata de cómo lo estamos mirando tanto Sandro como yo. De repente balbucea—: Bueno…, quizá sea mejor que no cuente demasiado… En cualquier caso, a mí me gustó mucho.

Y se vuelve poco menos que molesto por nuestro silencio.

Sandro lo contempla mientras se aleja.

—Quería pegar la hebra.

—Sí, y contarme el final.

—¡Y ni siquiera lo ha leído! Recuerdo que todo eso se lo conté yo… Está muy solo, ¿sabes? Viene aquí para charlar y a final de mes se lleva un libro, el más barato quizá, ¡puede que para demostrarme que no he gastado saliva en balde!

Lo miro. Está en un rincón apartado hurgando entre los libros. Abre alguno, lo hojea, lee algo, pero lo hace distraídamente, para disimular, porque en realidad nos observa por el rabillo del ojo, sabe que estamos hablando de él. Luego se vuelve por completo. Sonríe. En el fondo debe de ser simpático. Él y la abuela Luci. Quién sabe, tal vez algún día podrían encontrarse y tomar un té, conversar y hacerse compañía el uno al otro. La abuela sabe infinidad de historias, podría contarle una al día hasta el final de su vida. No. Es probable que a la abuela no le apetezca hablar con ningún otro hombre. Ya habla a diario con el abuelo Tom, sólo que nosotros no podemos oírlos.

—¡Carolina! ¡Qué bonita sorpresa!

La abuela me hace pasar, me da un beso en la mejilla y un largo abrazo, rebosante de cariño. A continuación pone las manos sobre mis hombros y me mira como si buscase algo en mí.

—No te esperaba…

No sé si creerla. Tengo la impresión de que no es verdad. Se habría puesto triste si no hubiese pasado a verla. Mucho. Exhala un suspiro de alivio y acto seguido vuelve a ser la abuela de siempre.

—¿Cómo estás? Cada vez me pareces cambiada…

—¿Cambiada en qué sentido, abuela?

Cierra la puerta a mis espaldas.

—Mayor. Más mujer Más mujercita, quiero decir…

—¡Es que soy una mujercita!

Me vuelvo para mirarla riendo.

—Sí, sí, ya lo sé… —Luego se muestra de nuevo curiosa—. ¿Tienes algo que contarme?

—No, abuela. —Entiendo que pretende aludir a algo—. Tranquila.

Entramos en la sala y nos sentamos frente a una mesita, a la sombra del albaricoquero.

—Están saliendo las primeras flores.

—Sí…

Las miramos, acaban de brotar y se doblan ligeras y frágiles con el primer soplo de viento. A saber qué recuerdos le traen. Veo que sus ojos se tiñen de emoción. Se cubren con unas lágrimas ligeras y opacas. Se queda ensimismada, quizá esté viajando al pasado. Esa maceta. Ese árbol. Un beso recibido en ese rincón. Un regalo. Una promesa. Permanezco en silencio en tanto que ella navega lejana, transportada por una corriente cualquiera de recuerdos. Luego vuelve en sí repentinamente. Exhala un largo suspiro Me mira de nuevo y sonríe serena. No se avergüenza de su dolor. Le sonrío a mi vez.

—¿Te apetece tomar un té?

—¡Sí, abuela! Un té verde, si tienes…

—Claro que tengo. Desde que sé que te gusta, nunca falta en esta casa…

Y se dirige a la cocina.

Yo permanezco sentada a la mesa de madera allí, en ese rincón, junto a los jazmines y las rosas silvestres. Recuerdo que el abuelo sacó unas fotografías preciosas de esas rosas. Cierro los ojos y huelo su delicado aroma. Me siento relajada, descanso, pese a que no tengo ningún motivo para estar cansada. Bueno, tal vez sí, puede que haya estudiado demasiado. Incluso me he saltado la clase de gimnasia. Son las últimas lecciones, aunque también es cierto que los exámenes están al caer. Permanezco absorta en mis pensamientos cuando, de repente, recuerdo algo que me contó mi madre poco después del funeral del abuelo, al regresar a casa. Se había quedado en el salón, yo no tenía sueño y me la encontré allí por casualidad, sentada en el sofá con las piernas dobladas bajo el cuerpo, igual que hago siempre yo.

Esa noche.

—Eh, ven aquí…

Me siento frente a ella en la silla.

—No, aquí, a mi lado…

Me deja un poco de sitio en el sofá y me acomodo a su lado. Me siento igual que ella. Somos dos gotas de agua separadas por un poco de tiempo.

—¿En qué piensas, mamá?

—En algo que siempre he imaginado y que nunca ha sido posible…

Permanece en silencio con la mirada perdida más allá de la televisión, que está apagada, del sofá que está al fondo, de la alfombra gastada, del espejo antiguo.

—¿Puedo saber de qué se trata?

Adquiere de nuevo conciencia de sí misma. Se vuelve lentamente hacia mí. Sonríe.

—Sí, faltaría más. Se quieren tanto. Mejor dicho, se querían tanto que me habría gustado que desaparecieran juntos, a la vez… Pese a que para mí habría supuesto un palo enorme.

Me acerco a ella y apoyo la cabeza sobre su hombro.

—Todavía se quieren, mamá —le digo casi en un susurro.

Me acaricia el pelo, la cara, de nuevo el pelo.

—Sí. Todavía se quieren.

La oigo llorar. Silenciosa, incapaz de contener el llanto, los sollozos, que poco a poco se hacen más fuertes. Y yo también lloro en silencio y la abrazo con todas mis fuerzas, pero no consigo articular palabra, ni siquiera imaginar algo, encontrar una frase bonita que poder decirle que no sea: «Lo siento mucho, mamá». Y seguimos llorando así, como dos niñas de madres diferentes.

—Aquí tienes tu té.

Lo deposita tambaleándose ligeramente sobre la mesa de madera. Abro de nuevo los ojos y me los enjugo a toda prisa para que no se dé cuenta de que he vuelto a llorar.

—Estupendo… ¡No sabes cuánto me apetecía, abuela!

Lleno mi taza de agua, abro el sobrecito y meto la bolsita dentro.

—¿No quieres probarlo?

—No, gracias. —La abuela se sienta delante de mí—. Prefiero el normal, el
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, y sonríe mientras lo dice, orgullosa de su pronunciación. Me encojo de hombros.

—Como quieras, abuela…

Acabo de servirme el mío y pruebo una galleta.

—¡Abuela! Son de mantequilla…

Sonríe.

—¡Por eso están tan ricas!

Sacudo la cabeza. No quiere ni oír hablar de mi dieta, no me ayuda para nada, al contrario.

—¡Estarías mejor con algún kilo más!

—Sí, sí…, en lugar de ayudarme…

—Pero si yo te ayudo… ¡a estar guapa!

Cojo mi bolsa, que he dejado bajo la mesa.

—Bendita tú, que te lo crees, abuela… Toma, te he traído esto.

Apoyo sobre la mesa un paquete.

—¿Qué es?

—Ábrelo…

La abuela deja la taza de té y coge el paquete. Empieza a desenvolverlo. Está emocionada.

—¡Gracias!

Hace girar el libro entre las manos.
Los ahogados
.

—Espero que te guste. La historia la ha escrito un chico joven, pero es tan romántica…

Me mira con ojos conmovidos, casi se echa a llorar.

—Bueno, abuela… Eso es lo que me han dicho.

—Sí, claro… No te preocupes. Yo también tengo algo para ti. Espera aquí…

Permanezco allí, muerta de curiosidad, dando sorbos a mi té, que se ha enfriado ya un poco, pero que, en cualquier caso, está rico. La abuela aparece de nuevo en la puerta con un regalo.

—Ten, un día salimos y la vimos… Queríamos esperar a Navidad… —Se detiene.

No añade nada más. No dice: «Por desgracia ya no tiene ningún sentido esperar» o «El abuelo ya no está». Simplemente se calla. Y es como si dijese todo eso y mucho más. Intento comprenderla. Y me entran ganas de echarme a llorar. A ella también. Entonces exclamo adrede:

—¡Qué bien, qué sorpresa! ¿Qué podrá ser?

Desenvuelvo el paquete a toda velocidad, rompo el papel en pedacitos sin dejar de reírme y, al final, después de arrugarlo, lo tiro a una papelera que hay cerca. Pero no doy en el blanco. La abuela me mira y sacude la cabeza, yo le sonrío.

—No importa… Luego lo recogeré. —Miro más atentamente la caja—. ¡Pero si es preciosa! ¡Una cámara de fotos!

—¿Te gusta? Él decía que tenías dotes, que le gustaría mucho porque es de esas…, esas que pueden hacer muchísimas fotografías sin carrete…

—¡Digital!

—Eso es, digital…

—Me encanta…

Abro la caja, saco la cámara y le doy vueltas entre las manos tratando de entender cómo funciona. La enciendo.

—Está cargada… Caray, es genial… —Veo el disparador en lo alto. Quiero sacarle una a la abuela—. ¡Sonríe! —Y, ¡clac!, la hago al vuelo. A un lado se lee «Autodisparo». Aprieto y empieza la cuenta atrás. Treinta. Veintinueve. Veintiocho. La coloco sobre la mesa junto a la tetera—. ¡Ven, abuela! ¡Hagámonos una juntas! —Y la arrastro hasta que quedamos delante de la cámara fotográfica, entre las rosas. Le doy un abrazo y espero en esta pose con ella, que, al final, apoya la cabeza sobre mi hombro en el preciso momento en que… ¡flash!—. ¡Ya está! ¡La hemos hecho!

Corro hacia la cámara y compruebo cómo ha salido.

—¡Mira, abuela! ¡Estamos guapísimas! Parecemos dos modelos…

—¡Sí, sí!

La abuela se ríe mirando la cámara. A continuación la cojo y empiezo a manipularla. Entro en el menú para averiguar cómo funciona. 430 fotografías disponibles. ¿Cómo es posible? La caja decía que tenía capacidad para 450. Pulso un botón, retrocedo y, de improviso, aparece él. El abuelo. El abuelo que sonríe. El abuelo que hace muecas. El abuelo con los brazos cruzados y después otra fantástica de los dos abrazados, una imagen preciosa, ella se ríe apoyándose en él junto al albaricoquero. Quizá fuese eso lo que pensaba antes. Recordaba ese día, esa fotografía, esa sonrisa, su felicidad. La miro. La abuela me sonríe.

—Están también nuestras fotos, ¿verdad?

Asiento con la cabeza. No consigo pronunciar palabra. Tengo un nudo en la garganta y unas enormes ganas de llorar. Uf. Pero ¿por que soy así? No puedo contenerme. La abuela me acaricia. Lo ha comprendido todo y quiere ser fuerte por mí.

—¿Me las puedes imprimir? Si no lo consigues, no importa… No te preocupes.

Exhalo un hondo suspiro y recupero el control de mí misma.

—Por supuesto, abuela. Te las imprimiré, cuenta con ello… Gracias. Me habéis hecho un regalo precioso.

Y le doy un abrazo.

¡Unos días después!

—¡Hola, Caro!

Me abraza y me da un beso que me deja sin aliento, que me hace saltar el corazón a la garganta, que me emociona como la primera vez que nuestras miradas se cruzaron en aquel espejo de la librería. Massi. Lleva una camiseta azul oscuro y está ya un poco moreno. Para ser sólo mitad de junio, está espectacular. Huele a mar. Sí, ese azul, su sonrisa, sus ojos, su moreno huele a mar…, a amar. Una playa de una árida isla rodeada por las olas que rompen contra las rocas, su pelo, su sonrisa y él mismo…, que me acoge.

—¿En qué estás pensando, Caro? Tienes una cara…

—Es que dentro de poco me examino.

Miento.

—¿En serio pensabas en eso? ¡Sonreías!

Me encojo de hombros y me hago la dura.

—Faltaría más, a mí los exámenes me dan risa…

Me coge el brazo y me levanta sin dificultad, me alza del suelo.

—Eh…, ¡espera! ¡Se me van a caer!

—¿Qué me has traído?

—Pizzas de Mondi.

—Mmm…, qué ricas… Luego.

Me las quita de la mano, las coloca sobre la mesa de la cocina y a continuación me arrastra por el pasillo y el salón hasta su dormitorio.

—Hemos llegado…

Me tira sobre la cama, salta encima y se queda a un paso de mí. Yo me aparto para no acabar debajo de él.

—Estás como una cabra, por poco me aplastas.

—Quiero aplastarte ahora…

Lucha con mi cinturón, casi famélico, lo abre frenético. Le sujeto las manos para detenerlo.

—¿Has cerrado la puerta, Massi?

—No…

Sonríe.

—¿Y si vienen tus padres?

—Imposible. Se han ido a la playa, no volveré a verlos hasta finales de julio…

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