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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (9 page)

Me gustaba aquel puesto. Lo viví como un retorno a mi primera juventud, cuando trabajaba de pilero en la almadraba. Entonces mi diario no se diferenciaba mucho de aquél; me dedicaba a apilar, trocear y preparar los atunes para las salmueras, pero también tenía que cargar y descargar los barcos de vizcaínos y genoveses que compraban las barricas y las decenas de carros de abastos y suministros que entraban y salían a diario del campamento.

El almacén era un edificio de piedra levantado sobre un firme zócalo, igual que el taller de plumería, la casa del
batab
y la de Tekun. Todos ellos, junto a las palapas de los esclavos, formaban un círculo en torno a un patio central, cuyo eje era una ceiba gigante.

El trabajo era pesado, sobre todo cuando la carga estaba compuesta por metates de lava procedentes de las tierras altas del sur, pero siempre era mejor que andar por la selva. Al menos a la orilla del mar no se notaban tanto los insectos.

Además, el olor del almacén me resultaba agradable, acogedor. Me gustaba moverme entre ristras de chiles, cajas repletas de maíz, mantas multicolores, sacos de ceniza volcánica, pieles de jaguar, núcleos de obsidiana y bloques de jade, sacos de cacao, paquetes de plumas de quetzal, de pato almizcleño, de papagayo y de colibrí, atados de resinosa madera de ocote para hacer teas, cajas llenas de ámbar y vasijas de finísima miel.

Supongo que estar cerca de todas esas cosas me daba sensación de seguridad, como la sentía en casa de mi madre cuando veía los lebrillos llenos de adobo y las ristras de chorizos y morcillas colgados para ahumar bajo la campana de la cocina después de la matanza.

Había dejado de llover por las tardes y los días eran cada vez más cortos. Según mis cálculos debíamos de estar en el mes de diciembre, o enero, que en estas tierras se corresponden a los meses de sequía y mayor actividad comercial. No hacía ni medio año que estaba prisionero y ya entendía su lengua, me movía libremente por la aldea, iba al almacén, a la playa o a las milpas sin que nadie me vigilara, y cumplía fielmente los trabajos que me encomendaban. Por eso no me extrañó que Tekun me eligiera de remero para acompañarlo en un viaje hacia el norte, al territorio de los cheles.

La mañana de nuestra partida, la mujer de Tekun sacó del corral un guajolote y lo llevó a un altarcito con una figura extraña y un madero delante como el que vi lleno de sangre junto a la pirámide el día de los sacrificios. La mujer seccionó el cráneo al animal, lo desangró a los pies del ídolo y luego le sacó el corazón y se lo colocó en la boca. El viaje no podía salir mal.

La expedición la formaban tres canoas enormes, casi del tamaño de una galera y hechas de una sola pieza a fuerza de hachuela de bronce y pedernal. Cada una necesitaba al menos veinte remeros, la mayoría esclavos, y llevaba además otros tantos
holcanes
, que es como los itzaes llaman a los guerreros. No es que los demás no lo sean; en esta tribu todo hombre es un guerrero si es necesario, pero algunos, al menos en un período de su vida, se dedican exclusivamente a la guerra, y ésos son los
holcanes
. De ellos depende la protección de las aldeas, de las milpas, de los caminos y de los gobernantes.

Las canoas iban cuidadosamente estibadas: abajo metates de lava y sacos de cacao y copal; y por encima papel de corteza, piezas de tela bordadas con plumas, joyas de jade, vasos de cerámica policromada, pieles de jaguar y plumas de quetzal. Por último, las jaulas con más de un centenar de iguanas vivas que desde una semana antes había ido comprando mi amo a cambio de granos de cacao.

Bogamos hacia el norte durante varios días, entrando y saliendo de la barrera de arrecifes para sortear las corrientes adversas y descansar por las noches.

Pasamos frente a varias ciudades, pero no nos detuvimos en ninguna. Luego supe que era para evitar conflictos con los mercaderes locales, porque mi amo quería llegar al corazón de la ciénaga y comprar la sal a los mismos productores y al precio más bajo.

Por esa cara de la isla, la ciénaga salina se extiende paralela a la costa a lo largo de más de setenta leguas tras la línea de manglares, desde Ekab hasta Can Pech.

No es honda, y cuando la laguna está casi seca, como era el caso, la sal se cuaja en terrones y es fácil sacarla.

Remamos varios días hacia el norte, y luego seguimos el curso del sol hacia poniente paralelos a la costa, hasta la tierra de los cheles. En cuanto llegamos nos hicimos ver, y luego aguardamos a que ellos se acercaran a inspeccionar nuestras canoas. La precaución era necesaria, porque los cheles mantienen un conflicto permanente con los cocomes, otros vecinos del interior y aliados de los itzaes. De hecho, aunque no están en guerra declarada, éstos estorban a aquéllos la caza —por eso eran tan bienvenidas nuestras jaulas de iguanas—, y los otros impiden a éstos el acceso a la sal y al pescado.

El poblado de los cheles era muy parecido al nuestro, salvo por los claros junto a las playas, dedicados a saladeros y secaderos de pescado. Todo me resultaba familiar: el paisaje, los olores. A tramos irregulares ardían fogatas cebadas con hojas verdes para producir humo, y junto a ellas se levantaban pequeños cobertizos con imágenes de su dios tutelar. Kak Ne Xoc. Tiburón Cola de Fuego. Postes alineados sostenían varas cruzadas de las que colgaban pescados grandes con los lomos abiertos, mientras que los pequeños se soleaban en esteras de hojas de palma. Distinguí lisas, róbalos, sardinas, lenguados, sierras, caballas, mojarras, pulpos y trozos de peces enormes como mantas y tiburones.

Sin quererlo, pensé en el joven Hernán y en su triste sepelio, y me acordé de mi madre, de mi pobre madre. Desde que apareció el cadáver de mi hermano Diego casi sin cara y sin dedos, la mujer no había vuelto a probar el pescado. Además, había cultivado cierta animadversión contra la buena de Dionisia, la vecina que vivía en la casa contigua a la nuestra, por disfrutar chupando los ojos de los besugos. Se habían querido como hermanas, pero mi madre no podía soportar que, después de la desgracia. Dionisia siguiera impasible escupiendo cristalinos como si fueran huesos de aceituna.

Un grupo de hombres del poblado me llamó la atención. Estaban junto a uno de esos enormes escualos, al que habían colgado por la cola del travesaño de una horca. Uno de ellos lo rajó de arriba abajo, de modo que sus vísceras cayeron en cascada. El estómago del animal destacó reluciente del resto. El mismo pescador le dio un tajo para ver el contenido, y entre peces enteros y trozos de otros, distinguí un plato de zinc y tres paquetes de tocino de cerdo envueltos en arpillera y atados como solían prepararlos en los barcos españoles. No pude evitar echar un vistazo hacia el mar con la esperanza de ver una vela blanca en el horizonte. Los indios se quedaron contemplando su hallazgo asombrados, y tras mucho hablar lo llevaron todo al pueblo.

Durante el tiempo que estuvimos allí, los esclavos no pudimos alejarnos de las canoas. Casi tres días de negociación sin hacer nada, y cuando al final se pusieron de acuerdo, todo fueron prisas para descargar lo que llevábamos y para estibar un montón de sacos de sal, conchas de carey y cajas de dientes de tiburón y espinas de pastinaca.

En vez de deshacer el camino andado, a la vuelta nos desviamos hacia levante y llegamos a otra isla apartada de la costa que no había visto en el camino de ida, y que creo que tampoco ha sido nunca pisada por españoles. Al menos, nadie se asustó al verme. La llamaban Cozumel, y su acceso no era fácil, porque también estaba rodeada de manglares y zonas cenagosas. En la playa donde desembarcamos había centenares de canoas de todos los tamaños, muchas de ellas cargadas de sal, igual que la nuestra.

Sólo los
holcanes
saltaron a tierra, y entre todos los esclavos. Tekun me eligió a mí para que le acompañara. Atravesamos sin detenernos varias plataformas de piedra que había a la entrada del pueblo. La mayoría estaban ocupadas por montañas de sal de distintas calidades, desde ocre, sin limpiar, a pura y blanquísima como cal viva, y el resto eran puestos de comida. Me llamó la atención uno en el que troceaban un extraño animal con aspecto de vaca pero sin cuernos y con aletas, un monstruo cuya carne en la parrilla despedía un olor delicioso que no tuve ocasión de probar, y con cuya manteca freían verduras para rellenar tortillas.

Yo me limitaba a seguir a mi amo cargando con un guajolote albino vivo del tamaño de un perro. Anduvimos por una calle empedrada de forma cóncava, con la parte central hundida —supuse que para desaguar la lluvia con facilidad— a cuyos lados se levantaban casas construidas de cal y canto hasta la mitad del muro. Los techos de cañas y paja parecían altos y frescos. Hacía tiempo que no sentía nostalgia, pero aquellas casas brillaban enlucidas de blanco como un pueblo de mi Andalucía.

La calle desembocaba en una plazuela dominada por una pirámide. Hay muchas en la isla, pero a la que nosotros acudimos era grande, de dieciocho gradas. En la última se levantaba un pequeño templo cuadrado del estilo de las ermitas de la Soledad, o del Rocío, con el interior cubierto de esteras de palma. Sobre ellas se repartían estatuas de dioses de cerámica y madera y paquetes de huesos de viejos
halach uinic
, identificados por los ideogramas que adornaban las tiras de papel con que estaban envueltos.

Antes de entrar nos pusimos en cuclillas y esperamos pacientemente a que el ah men, el rezador del templo, nos sahumara generosamente con copal. El hombre era muy viejo y tenía cortados los dedos de los pies, igual que el
ah kim
de Xamanzama, pero ascendió la larga escalinata con sorprendente agilidad. Una vez purificados, buscamos sitio y nos colocamos en la misma postura ante la estatua de la diosa Ix Chel. Supe que era ella porque los presentes repetían sin cesar su nombre con gran devoción. Mi amo sacó un cuchillo, degolló el pavo y luego se sajó una oreja antes de pasármelo a mí para que hiciera otro tanto.

Obedecí. Mi sangre resbaló junto a la suya por la superficie pulida de la imagen de la diosa.

Estuvimos allí un rato. La gente entraba y salía del templete sin parar, pero todos se movían con extremo cuidado, evitando chocar con los demás. Hacía calor.

Uno de los paramentos me llamó la atención. Había grabada una gran cruz, y recordé que en su día habíamos considerado el haber llegado a la tierra del preste Juan, ese rey-sacerdote que después de ser testigo de la crucifixión de Cristo, reinaba en una misteriosa y riquísima tierra del lejano Oriente.

—Ix Chel es la diosa de la fertilidad —me explicó luego uno de los esclavos—, y en Cozumel está su templo mayor. Hemos parado porque no falta mucho para el parto de la señora.

—Pero vi una cruz en uno de los muros.

—¿Una cruz?

Entre boga y boga hice en el aire un garabato.

—Esa es la ceiba gigante, el árbol sagrado que une los tres mundos: el subterráneo de los muertos, la tierra de los vivos y el cielo de los dioses.

La vuelta a Xamanzama me reservaba nuevas sorpresas. Al segundo día de estar reacomodando el almacén para hacer sitio al enorme cargamento de sal, tuvo lugar un suceso que cambió definitivamente mi opinión sobre este pueblo.

La mañana empezó como cualquier otra. Protegidas del sol en el porche de la casa de Tekun, un grupo de mujeres, encabezado por su esposa y su madre, hilaban un enorme fardo de algodón y tejían mantas multicolores de dibujos geométricos. Las mujeres tienen costumbre de trabajar juntas y de ayudarse unas a otras, y en esas reuniones hacen bromas y cuentan chismes, igual que las comadres de cualquier rincón del mundo. Yo, entre carga y carga, las miraba de reojo. Una de ellas molía maíz en un metate, con el pelo recogido y un bamboleo en el cuerpo que a alguien en mis circunstancias se le antojaba más que insinuante. Los indios no parecen prestar atención a esas cosas, sería absurdo que lo hicieran cuando las mujeres pasan el día moliendo maíz y preparando la comida, pero yo no podía apartar la mirada de sus caderas ni de los pechos que se intuían meciéndose bajo el quechquémitl. A su alrededor jugaba un grupo de niños. Uno de ellos, un pequeño como de cuatro años, se giró de pronto y ella se incorporó al verlo venir. El chico le levantó la ropa y se puso a mamar sujetando un pecho con las dos manos como si bebiera de una botella a gollete. La mujer tenía unas tetas espléndidas, grandes y redondas, con los pezones como puntas de virote. Se diría que el continuo moler maíz y el no traerlos apretados les hace tener los pechos grandes y feraces, y los niños, que no son tontos, se aprovechan. En aquel momento, sentí hambre de tantas cosas que sería prolijo relatarlas.

Las otras no detuvieron ni sus manos ni su lengua, hasta que una esclava se acercó corriendo. Al momento se incorporaron todas en un revuelo, dejaron sus labores y acudieron al patio. Otro tanto sucedió con nosotros. Allí nos reunimos todos los esclavos y hombres libres del barrio, incluidos los trabajadores del taller de plumería del
batab
.

El padre de mi amo estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una tarima, cubierto con una manta blanca con cenefa negra y bordada con delicadas figuras florales. Un penacho de plumas rojas y blancas adornaba su cabeza, y en la mano sostenía un pequeño báculo con la parte inferior como una cola de serpiente, parecido, aunque menos majestuoso, al que vi en manos del
halach uinic
Taxmar la noche de nuestra captura.

Hasta entonces no sabía a ciencia cierta cuáles eran las atribuciones de un
batab
.

Me había fijado en que al menos una vez a la semana la gente acudía al patio del caserío y él los recibía a la sombra de la ceiba, pero aún no tenía clara la función de esos encuentros.

Detrás del
batab
se instaló un hombre con un extraño tocado de tela sujeto con un nudo y adornado con un fardo de palillos atado sobre la frente con una tira de papel.

Bajo el raro turbante asomaba el cogote rapado, tanto más extraño cuando todos los varones solían llevar el pelo largo más allá de los hombros. Su vestuario también era diferente del resto. En vez del taparrabos habitual, una manta enrollada alrededor del pecho le cubría hasta las rodillas.

—¿Quién es ése? —pregunté en voz baja a uno de los esclavos.

—Un custodio de los libros.

—¿Un sacerdote?

—Algo así.

El hombre agitó ante su nariz el lirio acuático que sostenía en su mano izquierda, y luego espantó una mosca incómoda que le rondaba una oreja.

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