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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (11 page)

Tekun no ocultaba su satisfacción, y su optimismo pronto se contagió a toda la caravana. Caminamos a ritmo vivo hasta el mismo sitio donde acampamos en el camino de ida, casi se podía decir que los fuegos aún estaban calientes. De hecho, las tres piedras sobre las que el amo había colocado el incensario se mantenían en el mismo sitio.

Pero una vez allí, a los
holcanes
les cambió la cara. Uno de los esclavos me explicó por qué:

—Alguien ha pasado por el campamento y se ha esforzado en no dejar rastro.

Yo no noté nada especial, pero esa noche sólo hubo dos turnos de guardia, la mitad de la partida cada vez, todos lejos del fuego y con las armas preparadas.

Desayunamos una bola de maíz diluida en agua y luego me puse bajo el labio un liado de tabaco con cal. Su sabor amargo me despejó la cabeza. El ambiente enrarecido persistía. Tekun no ocupó la litera, sino que vistió un chaleco grueso de algodón y ocupó su puesto entre los
holcanes
. Empecé a preocuparme de verdad. Rafael y yo nos buscamos y nos unimos para marchar juntos. Las órdenes se daban en susurros, el peligro se mascaba y los esclavos íbamos totalmente desarmados. De hecho, cualquier contacto con un arma podía costamos la vida. Cuatro guerreros salieron a explorar los laterales cerrados de selva. De los dos que batían el ala derecha no volvimos a saber nada hasta mucho después, cuando fueron a buscar sus cadáveres.

La comitiva avanzó despacio, alerta, pero toda precaución fue inútil. En un recodo del camino en el que perdimos la visión del grupo, una lluvia de flechas descargó sobre los que cerrábamos la marcha. A mi lado, con flechas en el cuello y en el pecho, quedaron tendidos un
holcan
y dos esclavos. Rafael, que andaba detrás, fue herido en un muslo. A nuestros gritos se detuvo la caravana, pero los
holcanes
de vanguardia no podían ver lo que pasaba, y cuando intentaron volver atrás, una descarga de flechas cayó sobre ellos y los dejó paralizados. Entonces la jungla se quebró en un grito, y entre aullidos terribles se nos echaron encima un montón de guerreros feroces con el cuerpo pintado de rojo con tintura de
hija
. Algunos llevaban el pecho cubierto con una especie de coleto de algodón suelto y sin mangas, o envuelto con un paño rematado con borlas y atado a la cintura. Sus escudos eran redondos, y algunos manejaban unas extrañas macanas hechas con madera y filos de pedernal incrustados en los lados.

Uno con la cara pintada de blanco y una raya negra de tres dedos que le llegaba de la frente a la barbilla golpeó con su macana la pierna de un holcan itzá y siguió adelante. No se molestó en rematarlo, le bastó con dejarlo allí tirado, seguro de que ya no constituía una amenaza. Luego avanzó hacia nosotros con seguridad. Llevaba el pecho tatuado, no la cara, pero aun así, su gesto con la boca abierta daba pavor. En su nariz brillaba un fino canuto de oro rematado en los extremos con plumas rojas, las mismas con las que también se adornaba las orejas. Rafael y yo ni siquiera hablamos. Dejamos caer los petates y nos arrojamos sobre el cadáver del
holcan
caído tras la primera andanada de flechas para hacernos con sus armas. Yo empuñé la lanza y me incliné para dejar maniobrar a mi espalda a Rafael con el arco del muerto. El guerrero rojo intentó desviar la punta de mi lanza con su escudo al tiempo que levantaba la macana por encima de su cabeza. Al hacerlo, descubrió el pecho una fracción de segundo, lo suficiente para que Rafael le acertara de lleno. Sorprendido, dio un paso atrás, circunstancia que aproveché para golpearle el muslo con la lanza.

Bajó el escudo y una segunda flecha le dio en la cara quebrándole varios dientes.

Al llevarse la mano al rostro, la macana quedó colgando de una correa de su muñeca, y entonces yo salté hacia delante y le hundí la lanza en el estómago. El guerrero, atónito, nos miraba a nosotros y se miraba las heridas sin entender lo que había sucedido. Para terminar, enarbolé su macana como un montante y le hundí la cabeza.

—¡Cómo en Nápoles! —grité a Rafael.

—¡Nápoles! —respondió él en media lengua por las flechas que sostenía entre los dientes.

Como en Nápoles…

Ocupamos el pie del cerro en el que se alzaba la ciudad de Ceriñola, entre viñedos y olivares, a finales del mes de abril de 1503. Don Gonzalo Fernández de Córdoba estaba muy animado después de la victoria de Andrade en Seminara, pero lejos de confiarse, ordenó agrandar a toda prisa el foso que rodeaba la ciudad, levantar un terraplén y reforzarlo con una empalizada de estacas puntiagudas. Por último, mandó sembrar de abrojos el campo de delante, púas de hierro para las patas de los caballos. Tras esas defensas, el Gran Capitán colocó su infantería dividida en tres cuerpos.

Atardecía cuando el ejército francés se desplegó ante nosotros. Tenían prisa por terminar con aquello antes de que se pusiera el sol, de modo que su formidable caballería cargó contra nuestro flanco izquierdo sin esperar a que el resto de sus tropas estuviera en posición.

El galope de aquellos miles de jinetes cubiertos de acero sonaba como el fragor de una tormenta a ras de suelo. La tierra temblaba bajo nuestros pies, el terraplén vibraba y daba la sensación de que podía desmoronarse. Nuestros cañones abrieron fuego, pero, aunque certeros, eran pocos y su cadencia demasiado lenta para hacer mella en la masa de metal que se nos venía encima.

A treinta pasos algunos caballos perdieron pie o se encabritaron al pisar los abrojos, unos jinetes chocaron con otros y entre las primeras filas cundió el desconcierto. La carga pareció perder fuerza, pero el grueso de la tropa siguió adelante empujando a los indecisos, dispuestos a arrasar todo lo que se les pusiera por delante como una rueda de molino.

A una orden de don Diego, los infantes clavaron con fuerza las picas en el suelo, apuntaron las moharras al pecho de los caballos y aseguraron las conteras con los pies. La caballería francesa avanzaba confiada en el pavor que sabía que inspiraba su carga. No era raro que ante su sola visión, los hombres corrieran a ponerse a salvo. Pero aquel día no iba a pasar. Las primeras filas de piqueros estaban formadas por lo mejor del ejército llegado de Castilla y Aragón, veteranos de las guerras de Granada, hombres ignorantes de otra vida que la guerra, y que no conocían más caricia que la piedra de amolar sobre el acero.

Entretanto, los capitanes velaban. La eficacia del cuadro dependía de su disciplina, las órdenes debían ser oídas con claridad y al instante hasta por el último hombre, y nadie podía dejar traslucir su miedo. El mínimo ruido se castigaba con un golpe plano con la espada, y cualquier amago de huida era abortado con la daga.

El choque fue tremendo, pero las picas aguantaron el primer envite de los acorazados. Las moharras resbalaban por las placas de hierro soportando las violentas arremetidas de los jinetes enfurecidos.

De entre el bosque de picas surgieron en ese momento los arcabuceros y los ballesteros a las órdenes de don Pedro Navarro, y empezaron a disparar por líneas. Abrió fuego la primera, retrocedió para cargar y se adelantó la segunda.

Cuando ésta disparó, cedió el paso a la tercera.

Una lluvia constante de plomo se abatió sobre los franceses, y el detonar de los arcabuces se acompasó con el repiqueteo de los proyectiles en sus corazas. El cuadro quedó envuelto en una densa nube de humo. Nos escocían los ojos y nos picaba la garganta, pero las descargas se sucedían a ritmo constante. La presión de la caballería cedió y entonces recibimos orden de avanzar. El cuadro entero se movió hacia delante en orden, engullendo el frente de caballos solitarios y hombres agonizantes. Sólo se oían las órdenes de fuego, las descargas y los gritos desgarradores de los heridos.

Entonces nos tocó actuar a nosotros. Don Diego dio orden a los rodeleros de recorrer el campo para aniquilar al enemigo, y nos arrojamos espada en mano entrando y saliendo entre las líneas de picas dispuestos a exterminar todo rastro de vida. Los caballeros heridos apenas podían moverse con sus enormes armaduras, parecían tortugas pateando para voltearse sobre sus caparazones.

Íbamos de un montón de hierro a otro buscando huecos por donde hundir la daga. Las axilas, la ingle, las ranuras de las celadas. Un borboteo sordo de sangre acompañaba a las puñaladas, un eco metálico de muerte.

Un caballero con la coraza agujereada en el pecho estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en un caballo, el suyo, tal vez. En la mano aún sostenía la espada, que movía ante sí como si espantara moscas. Me acerqué por detrás, le golpee el brazo con una maza para que soltara el arma, y luego le hundí la daga por la base del yelmo. Aquella espada me acompañaría el resto de la campaña, y acabaría pagándome el viaje a las Indias.

Recuerdo la victoria en Ceriñola como una de las mayores alegrías de mi vida, pero aquella guerra era de otro mundo.

En ese trozo de selva en medio de ninguna parte. Rafael y yo luchamos como nos enseñaron en los campos de Nápoles, hombro con hombro, él disparando con el arco sin parar, yo cubriéndole con la lanza y el escudo. Éramos un solo hombre con cuatro manos. Los indios, después de la descarga inicial de dardos, habían soltado los arcos para buscar el cuerpo a cuerpo, y les sorprendía encontrarse con una defensa como la nuestra. Nosotros nos limitamos a guardar la posición, tan sólo nos movíamos para reponer dardos, y en cuanto alcanzábamos la aljaba de un caído, volvíamos atrás.

El hecho de llevar el cuerpo pintado de rojo parecía dar fuerza al enemigo para ignorar las heridas, y a nosotros nos hacía dudar de la eficacia de nuestros golpes. Si no se ve la sangre, parece que la herida no existe. Pero los golpes sí eran eficaces. El choque, pese a su violencia, fue corto, y con la misma rapidez con que surgieron de la selva, los hombres rojos se desvanecieron.

En cuanto se hizo el silencio, vimos a Tekun venir hacia nosotros con la cara desencajada. De inmediato soltamos las armas, nos arrodillamos y pegamos la frente al suelo. Alrededor nuestro había dos
holcanes
y tres hombres rojos muertos. Un cuarto agonizaba con una flecha en el pecho y la rodilla reventada por un golpe de macana. Sin dudarlo un instante, nuestro amo le abrió el pecho y le extrajo el corazón. Un chorro tibio de sangre cayó sobre nuestras espaldas.

La caravana quedó muy tocada. Aunque sólo habían muerto tres guerreros de los nuestros, la mayoría estaban heridos, y en cuanto a los esclavos, también había media docena tendidos en el suelo.

—¿Quiénes eran ésos? —pregunté tan pronto Tekun se alejó un poco de nosotros.

—Tutul xiúes.

—¿Se han ido?

El esclavo se encogió de hombros.

—¿Querían matarnos?

El hombre repitió el gesto con la mirada perdida en la linde de la selva.

—Seguramente buscaban esclavos y prisioneros —murmuró después—. La muerte se reserva para el altar de sacrificios.

Eso de no acabar con el enemigo en el campo de batalla, sino tan sólo herirlo para luego poder ofrecer su corazón en sacrificio a los dioses, no podía entrar en la cabeza de un veterano de los campos de batalla de Europa, pero debía de ser cierto. De hecho, era la única explicación para entender la extraña forma de luchar de los hombres rojos.

Tekun actuó con rapidez. Reorganizó a los
holcanes
, redistribuyó el peso de los petates entre los esclavos supervivientes y dio orden de reemprender la marcha.

Tal y como estábamos se hacía muy difícil avanzar, así que llegado el momento de abandonar la saché para girar hacia el norte por la vereda abierta en la selva. Tekun decidió seguir recto hasta Zama, ciudad gobernada también por itzaes.

Allí podríamos pedir refugio y recuperar fuerzas.

Zama era una ciudad magnífica situada a orillas del mar y amurallada en casi todo su perímetro. La mera visión de sus muros fue un bálsamo para nuestra angustia. Cuando franqueamos sus puertas la gente abrió paso en silencio, y no era para menos. Formábamos una caravana siniestra, una cincuentena de hombres, entre guerreros y esclavos, sucios y heridos en su mayoría, y con la litera de nuestro jefe ocupada por dos moribundos.

Bordeamos el bullicioso mercado camino de la casa del
halach uinic
. Sus
holcanes
le habían avisado de nuestra llegada y al punto acudió a recibirnos a las puertas del palacio acompañado por los miembros de su consejo. A una orden suya varios grupos de guerreros se diseminaron por la selva en busca del rastro de los tutul xiúes, y dos
holcanes
partieron hacia Xamanzama a informar de la emboscada y a pedir que enviaran unas canoas para recogernos. Dado el estado de los heridos, hacer por mar la última etapa del viaje me pareció una idea maravillosa, aunque yo fuera uno de los que tuvieran que remar.

El
halach uinic
de Zama fue generoso con sus hermanos, le cedió a Tekun un bohío grande para instalar a los heridos, esclavos y mercancías, y a sus
holcanes
la casa de los guerreros. Además, envió a sus
chilam
es para que curaran nuestras heridas. Yo no había sufrido ni un rasguño, pero el flechazo en la pierna de Rafael tenía mal aspecto.

Después de tantas emociones estaba tan cansado que, a pesar de los quejidos constantes de los que me rodeaban, caí en un sueño profundo.

Al día siguiente. Tekun me hizo llamar. Me esperaba sentado en un poyete de piedra y acompañado por un hombre con acento extraño. Se trataba de un comerciante maya putún de la lejana Xicalango, en el remoto occidente. Me acerqué de frente, toqué el suelo con mi mano derecha, la llevé al hombro izquierdo y me acuclillé a su vera a esperar órdenes. Él me miró despacio, con curiosidad, como si fuera la primera vez que me veía. En ese instante recordé mi temeridad del día anterior cuando empuñé un arma, y temí el castigo. Sin duda, ésa debía de ser la razón de su llamada.

—¿Cuál es tu nombre?

—Gonzalo Guerrero.

Prolongó el silencio. El otro se limitó a mirarme con expresión ausente. Observé que Tekun se había bañado y perfumado, y vestía ropas de gala: una manta nueva anudada sobre el hombro derecho y un taparrabos con finos remates de plumería en los bordes. Empecé a impacientarme, pero me mantuve inmóvil, con la vista baja. No había nada que yo pudiera hacer, incluso si pensaba matarme, sólo podía desear que fuera rápido.

—Carga esa caja y sígueme —dijo Tekun emprendiendo la marcha junto al otro.

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