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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (26 page)

La ceremonia tuvo un efecto inmediato. Los guerreros mayas redoblaron su ataque, y entre los españoles cundió el pánico.

Las detonaciones se fueron espaciando, así como los disparos de los ballesteros, y empezaron a menudear los combates cuerpo a cuerpo entre algunos españoles que intentaban volver al barco por su cuenta y las pequeñas partidas de guerreros apostados en el camino a la playa.

Jícaras con fuego fueron depositadas a los pies de los arqueros. Los guerreros ya habían superado el temor de los primeros disparos de arcabuz, pero era urgente impedir que aquéllos siguieran haciendo daño. Los
holcanes
empezaron a tirarles con flechas incendiarias buscando las cargas de pólvora. En cuanto a uno le explotó el cuerno en el pecho, los demás se deshicieron de ellos y empuñaron las espadas.

Libre de fuego enemigo, empecé a gritar «Al
halach uinic
, al
halach uinic
», y lo mismo corearon los que me rodeaban. Una lluvia de flechas se abatió sobre Hernández de Córdoba, que impotente y ciego de ira dio orden de retirada.

El cuadro estaba más que diezmado, pero aún mantuvo cierto orden hasta la línea de playa. A partir de ahí empezó la desbandada. Los supervivientes se agolparon en los bateles y a punto estuvieron de hundirlos, tal era el pánico con que querían ponerse a salvo. Llegaron a apuñalarse entre sí para lograr un sitio y algunos tuvieron que echarse a nadar para llegar a los barcos.

En apenas un padrenuestro que duró la batalla, cincuenta y siete hombres, más de la mitad de los españoles, quedaron muertos, y del resto no hubo ninguno que embarcara sin heridas. Hasta treinta se llevó el mismo Hernández de Córdoba, y de eso doy fe porque las conté, tanto animaba a mis hombres a darle muerte.

Desde entonces, espero.

Con la última palada, la canoa embiste suavemente la blanca arena de la playa y el indio que va a proa salta como movido por un resorte. Con andar inseguro se acerca al nakón que aguarda acuclillado en la linde del bosque. Cuando está a cinco pasos se inclina, toca la arena con la mano derecha y se la lleva al hombro contrario antes de hablar.

—Gonzalo… Gonzalo, ¿eres tú?

Ah Na Itzá entorna los ojos sorprendido por el sonido de un idioma casi olvidado. Perdido aún en su ensoñación, tarda un poco en contestar, y cuando lo hace la voz le sale ronca, gutural.

—Yo soy. Jerónimo. ¿Por qué lo dudas?

Gonzalo, el que antes fue Gonzalo, lee el desconcierto en la cara de su antiguo camarada, la duda, el miedo.

—Pues alégrate. Gonzalo —dice éste reponiéndose y vertiendo en su mano izquierda un puñado de cuentas verdes de cristal que lleva en una bolsita atada al cuello—. Mira, han comprado nuestra libertad, por fin podremos volver a casa.

Ah Na Itzá mira de nuevo al mensajero y vuelve a recordar, le encuentra un sitio en su memoria; el Darién, la carabela, las Víboras, el batel, la tortuga, la playa, Valdivia, la coronación de Taxmar. Todo eso sucedió hace miles de años, cuando el mundo no era aún el mundo y los hombres vivían vidas sin dueño.

Luego piensa en Rafael y en sus hijos, en aquella promesa que nunca podría cumplir.

—Vamos. Gonzalo —insiste Aguilar ante su silencio—, es la oportunidad de volver con nuestros hermanos. Cortés es quien envía el rescate, está en Cozumel, y tiene bajo su mando once navíos y quinientos hombres.

Once navíos y quinientos hombres, piensa Ah Na Itzá, el final de un mundo. Y luego, estirando el cuello, responde en maya chontal.

—No sé quién es ese Cortés, ni qué quiere de nosotros, pero mira mi cara. Jerónimo. Mira mis orejas y mi bezo agujereado. Estas cicatrices son mis honores de guerra. Y mira a mis hijos —añade señalando con un gesto a los niños que juegan en la playa—. Son preciosos, ¿verdad? Anda, dame un puñado de esas cuentas, que yo se las daré como un regalo de mis antiguos hermanos.

Pero ve, ve tú si quieres y no te preocupes por mí, que yo hace tiempo que llegué a casa.

Epílogo

(Extracto de la carta que Luis Arruza, escribano real al servicio del adelantado Don Pedro de Alvarado, escribió en noviembre de 1536 a Bernardino de Cabranes, escribano real al servicio de don Andrés de Cereceda, gobernador de Guatemala.)

[…]

También hay buenas noticias. Por fin ha muerto ese tal Gonzalo Guerrero, el tipo vil de ruin casta que llevaba casi veinte años vagando por las selvas del Yucatán desnudo y con aspecto de indio.

Seguro que a don Francisco de Montejo le gustará saber que hace unos días una bala de arcabuz le partió la frente en la desembocadura del río Ulúa, adonde había llegado al mando de cincuenta canoas con más de trescientos guerreros desde su tierra de Chetumal. Algo más habría necesitado para ayudar a su amigo el cacique Cicimba a detener a los hombres de mi señor don Pedro.

Sé que a Montejo le gustará saberlo, porque los últimos años ha mantenido con Guerrero un pulso del que no ha salido muy bien parado. Al parecer el traidor no sólo se negó a ayudarle cuando se lo pidió formalmente, sino que enseñó a los indios a luchar contra los españoles, a hacer cavas y fortines, a refugiarse en la selva y a cegar pozos. Además, le engañó varias veces. La primera fue hace ocho años, cuando Montejo intentó bloquear la ciudad de Chetumal por mar con una carabela, y por tierra con cuarenta hombres a las órdenes de Alonso Dávila. El astuto Guerrero hizo creer primero a la carabela que Dávila había muerto emboscado por indios hostiles, y cuando el barco dejó de verse en el horizonte, convenció a Dávila de que Montejo se había hundido en unos bajos perdiendo hombres y carga. Cada uno volvió a México por su camino y no se dieron cuenta del engaño hasta que se reencontraron un año después.

La segunda vez se hizo pasar por muerto ante los hombres de Dávila, que dieron por buenas las declaraciones de unos indios cautivos después de una escaramuza. Había regresado don Alonso a tomar Chetumal con la idea de vengarse de Guerrero, pero, como era habitual, el ejército maya se ocultó en la selva y no se dejó ver apenas en todo un año. Casi sin darse cuenta los españoles pasaron de conquistadores a asediados y al final no les quedó más remedio que retirarse de nuevo a la desesperada.

El año pasado, en cuanto llegaron las noticias de las hazañas de Francisco Pizarro y de Diego de Almagro en el Perú, la mayoría de los hombres alistados bajo las órdenes de Montejo dejaron su puesto y partieron hacia la tierra de los tesoros. ¿Quién podía culparlos? En una mano, selva, fiebres, emboscadas, hambre, ausencia de minas y de futuro, y en la otra un imperio, enormes tesoros, oro, plata, piedras preciosas.

Pero si la guerra se interrumpió para Montejo, no lo hizo para Guerrero. Ya que el Yucatán estaba en paz, cruzó el golfo de Honduras con cincuenta canoas para luchar contra nosotros, y aquí ha tenido por fin su castigo. Al parecer, para él todo era la misma guerra. Lo que nunca entenderé es por qué luchaba.

ALFONSO MATEO-SAGASTA. Nacido en Madrid en 1960, es licenciado en Geografía e Historia, especialidad de Historia Antigua y Medieval. Es autor de tres novelas:
El olor de las especias (2002), Ladrones de tinta (2004)
, ganadora del I Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza y del I Premio Espartaco a la mejor novela histórica editada en español, concedido por la Asociación Semana Negra, y
El gabinete de las maravillas (2006)
, que volvió a obtener el Premio Espartaco en el año 2007. En el año 2005 publicó
Las flores de otoño
, colección de artículos que componen una guía de lectura de varias obras del Siglo de Oro.

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