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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (20 page)

El lamento profundo de las caracolas marinas me hizo sentir un ligero escalofrío. Los cuadros mexicas se agitaron como el mar sobre un rompiente, hasta abrirse para dejar paso a lo que parecía una procesión. Ante nuestros ojos, emergieron dos estatuas cargadas sobre sendos palanquines.

—Huichilipotzli y Tezcatlipoca —dijo Tekun—. Han traído a sus dioses a presenciar el combate.

Los sacerdotes mexicas colocaron las estatuas bajo el palio y pusieron delante varios pebeteros cargados de copal. Al mismo tiempo, un guerrero colocó un asiento entre las dos, donde fue a instalarse el tlacatecutli, el jefe de guerra del ejército de Tenochtitlan.

Su aspecto era impresionante. Ni los más llamativos gallardetes de los príncipes europeos, ni todos los colores del arco iris, ni la prestancia del más orgulloso pavo real harían sombra a la vistosidad de sus galas. Vestía una armadura completa de las que los mexicas llaman
tlahuizli
, de esas de algodón trenzado que cubren también las extremidades. La suya estaba bordada enteramente de plumas blancas de águila salvo el pecho, los brazos y las piernas, donde destacaban varias tiras rojas de pluma de guacamayo. Iba tocado con un yelmo de madera de aspecto monstruoso, un
tzitzimitl
, un demonio del aire, con una cimera que parecía un cruce entre iguana y serpiente de larga cola con plumas verdes y amarillas. Flotando sobre su cabeza, y sujeto a la espalda por medio de una estructura de cañas y correas, flotaba un enorme penacho de plumas de quetzal con forma de parasol. A pesar de lo aparatoso del adorno, el guerrero se movía con soltura.

Cuando tomó asiento, el
tlacatecutli
apoyó su
maquahuitl
en el suelo con la mano derecha y mantuvo ante sí doblado el brazo izquierdo con el escudo redondo de fondo leonado sobre el que destacaban siete bolas de plumón, la divisa de Tenochtitlan. Al verlas, recordé las seis píldoras del escudo de los Médici que vi ondear en el campo francés los días previos a la batalla de Garellano. Si las unas valían tanto como las otras, podía estar tranquilo.

Veinte varas por delante del palio, dos guerreros clavaron un poste agujereado.

Otros salieron de entre las primeras filas llevando un prisionero con las manos atadas al cuello. Los couohes exhalaron un suspiro. Habían reconocido al guerrero, capturado en los primeros encuentros que siguieron al desembarco, y se lamentaban por su suerte. Los mexicas ataron el extremo de una cuerda en el agujero de la estaca y el otro al tobillo del maya, dejándole un par de varas de holgura. Luego lo desnudaron, le soltaron las manos y le entregaron un
maquahuitl
en el que habían sustituido las afiladas hojas de obsidiana por delicadas plumas blancas. El ejército entero se acuclilló para ver el espectáculo.

Yo no entendía qué estaba pasando, así que me acerqué a Tekun. El
ah kim
, siempre atento, respondió por él a mi pregunta.

—No es Tezcatlipoca —respondió lacónico—. Es Xipe Totee quien acompaña a Huitzilipochtli. Estamos en tiempo de siembra, hoy es la fiesta del dios desollado.

Los tambores mexicas rompieron a sonar uniéndose al lamento de las caracolas.

Un guerrero ataviado con un
tlahuizli
cubierto de plumas y tocado con un yelmo de madera con forma de cabeza de águila se adelantó hacia el prisionero. El rostro pintado de azul parecía surgir de dentro del pico de la rapaz. Su estandarte, una guirnalda de plumas y papel rematada con una bola de plumas azules y copete de plumas amarillas, flotaba a su espalda sujeto por un arnés de cañas. Del centro del copete brotaban otras plumas largas y verdes que parecían volar como mariposas. Iba armado con un
maquahuitl
, éste de verdad, y un escudo redondo con falda de algodón.

El joven couohe irguió la espalda y empuñó con fuerza el trozo de madera que le habían dado por arma. El mexica caminó despacio hacia el prisionero, y cuando estuvo cerca dio un salto con la pierna izquierda adelantada y el flanco protegido por el escudo. El maya giró hacia su derecha e intentó sorprenderle golpeándole la rodilla, pero el otro desvió la macana con el escudo y amagó un contraataque con el
maquahuitl
puesto de plano. Parecía que no era su intención acabar la ceremonia demasiado pronto.

Mientras tanto, del lado contrario se acercó otro guerrero con un
tlahuizli
recubierto de piel de jaguar. El yelmo que cubría su cabeza tenía la forma del felino, y entre las orejas le brotaba una cimera con más de dos docenas de plumas de quetzal. El rostro del guerrero, pintado con bandas negras y amarillas, apenas se adivinaba entre las fauces hambrientas. Por raro que pueda parecer, al ver la divisa que ostentaba en el escudo tuve la absurda sensación de encontrarme en un puerto de África. Si la del guerrero águila era una greca escalonada amarilla sobre fondo verde, la del jaguar eran cuatro medias lunas doradas.

—¿Qué hacen? —pregunté a Tekun en un susurro.

—El águila representa a Huitzilipochtli, y el jaguar a Tezcatlipoca. Pelearán con el prisionero hasta que muera.

Un rugido en las filas mexicas hizo eco a sus palabras. Había empezado la pelea; el guerrero águila y el jaguar se turnaban para contender con el prisionero, y de cada encontronazo el joven maya salía con una nueva herida. Miré hacia el fuego ritual; todavía se distinguían las llamas. El principio de la batalla se demoraba.

—No tiene ninguna posibilidad —murmuré.

—Si diera muerte a siete guerreros, quedaría libre.

—¿A siete? ¿Con ese palo?

—Nadie espera que lo haga.

No podía apartar la vista de la pelea. Todo fue muy rápido. El joven maya, exhausto, apenas se tenía en pie. Un último golpe del guerrero jaguar le hizo caer de rodillas y soltar el
maquahuitl
.

El jefe de guerra mexica se levantó entonces y se acercó al condenado. Cuatro sacerdotes corrieron hacia él, colocaron un tajo de madera, recostaron al agotado couohe y lo sujetaron por las cuatro extremidades. El demonio del aire hundió su puñal en el pecho del desgraciado, le extrajo el corazón y dejó que la sangre chorreara por el suelo y manchara su impoluto
tlahuizli
blanco. Luego, mientras dos guerreros le ayudaban a quitarse las divisas y la armadura, los sacerdotes hicieron un corte al muerto desde la nuca hasta la rabadilla y procedieron a desollarlo.

De la selva surgió un rumor.

—Y eso… —dije yo horrorizado—. ¿Por qué?

El
ah kim
habló en voz alta y firme.

—Celebran el
tlacaxpehualiztli
. Xipe Totee es el dios de la nueva vida, de la primavera, de la fertilidad. Igual que el grano de maíz se desprende de su piel para renacer, así el dios se deshizo de la suya para proteger a los hombres, y esa piel es el nuevo manto que cubre la tierra cada primavera.

Escuchaba al
ah kim
, pero no podía apartar la vista del tajo del sacrificio. Los sacerdotes mexicas hacían su tarea inclinados, y de vez en cuando se erguían y se limpiaban las manos ensangrentadas en su propio pelo. A pesar de lo estremecedor que resultaba el sacrificio, vi una cosa que me preocupó todavía más. Debajo de la armadura completa de algodón, el jefe de guerra mexica llevaba un
ichcahuipilli
como el que habíamos puesto a prueba en la madrugada.

De inmediato supuse que los demás lo llevarían también, lo que explicaba por qué parecían tan fornidos los guerreros águila y jaguar. La mala noticia era que todos los así equipados serían prácticamente inmunes a nuestras saetas, a no ser que fueran disparadas a bocajarro.

Y la ceremonia aún me reservaba otra sorpresa. Cuando el
tlacatecutli
estuvo desnudo y desembarazado del casco de
tzitzimitl
, uno de sus ayudantes le prendió de la coleta que le nacía en la coronilla dos adornos como abanicos de plumas azules, verdes y rojas.

—¿No es…

—El
pochteca
de Zama. Ya sabemos quién informo sobre ti a Moctecuhzoma.

Aquel hombre se vistió entonces la piel del prisionero recién desollado, y se quedó quieto con los brazos extendidos mientras los sacerdotes la limpiaban por fuera y le daban una capa de ocre amarillo. La piel de las manos y los pies del muerto colgaban como un paño sucio e inútil de sus muñecas y tobillos. En cuanto le colocaron de nuevo el arnés con la divisa de plumas, el
tlacatecutli
empuñó el
maquahuitl
y el suelo vibró con el estruendo de los tambores.

El ejército mexica se puso en pie al unísono provocando un sobresalto entre nuestras filas. Después se desplegó con rapidez por el campo de batalla formando cuadros de unos cuatrocientos hombres, según pude calcular, algunos de ellos vestidos de forma similar. Entre las primeras filas de cada uno se destacaban los cabezas de las distintas órdenes vestidos con sus armaduras de algodón, con yelmos de madera, máscaras y penachos y sus divisas y banderolas de plumas y papel fijadas a la espalda con arneses de caña. Tal y como nos había adelantado Tekun la noche anterior, no fue difícil distinguir a los
huehuei tiacahuan
y a los
cuahchicqueh
, guerreros que tenían en su haber cinco o seis cautivos, y que se exhibían al frente de los
calpulli
, como ellos llaman a sus escuadrones, con intención de amedrentarnos. Casi todos llevaban el rostro pintado a franjas rojas, ocres y negras.

Me emocioné. Tendría que estar muerto para no hacerlo ante semejante espectáculo. Durante un instante me pareció imposible que aquella explosión de color pudiera convertirse en una marea de muerte. La última hilacha de humo del guimaro acabó con mi ensoñación. Nuestros tambores redoblaron, y la vanguardia del ejército maya se dejó ver en la linde de la selva.

La batalla empezó como un duelo de tambores. Los mayas contábamos además con silbatos de huesos de caña de venado y con trompetas largas y delgadas de madera y calabaza, con las que pensábamos transmitir las órdenes.

El ejército mexica se acercó lentamente hasta su línea de pebeteros y los cuadros se fundieron en una hilera densa y continua. Arreciaron los insultos, llamándonos mujeres y cobardes, y que fuéramos a vestir
huípilesl
. Mis
holcanes
callaron, aunque los otros escuadrones mayas respondían a los insultos. Me aseguré de que en las primeras filas de mi cuadro se alternaran novatos y veteranos del último combate contra los xiúes. Los guerreros mejor preparados ocupaban las posiciones más expuestas.

Desde donde estábamos podíamos seguir la exhibición de los cuahchicqueh y los huehuei tiacahuan, retando a nuestros campeones para que intentaran capturarlos. Nosotros también esperábamos atraerlos a ellos, ávidos por cobrar piezas de calidad para sus sacrificios.

Los dos ejércitos se observaban con desconfianza. Ambos estaban habituados a falsos movimientos de tropas, a retiradas fingidas, a encerronas, a lo que yo conocía como el
torna fuye
, la estrategia habitual de la caballería ligera española heredada de los árabes: amagar con un golpe y retirarse para irritar al enemigo, un cebo para conducirlo a una celada. En este caso nuestros príncipes eran el cebo, y nosotros, el cepo.

Los escuadrones mayas que habían salido de la selva empezaron a disparar flechas y piedras, igual que en cualquier otra batalla. Aunque sabíamos que era inútil, era mejor perder proyectiles a que los mexicas recelaran alguna maniobra.

Además, intentaron concentrar los lanzamientos sobre las filas de tutul xiúes, que habían acudido con su habitual y única protección del jugo de
bija
.

Los tambores mexicas cambiaron el redoble, y cayó sobre nosotros una densa nube de proyectiles, flechas y jabalinas,
atlatl
con puntas de obsidiana y madera endurecida. Como nos manteníamos en la linde de la selva, los árboles hicieron de cornisa.

Inmediatamente después emprendieron la carga con gran ferocidad. Miles de gargantas se unieron en un alarido tan agudo que nos hizo estremecer como una ráfaga de viento helado. Nuestra vanguardia también avanzó, pero se detuvo a media carrera para disparar una andanada de dardos tras otra. Varias filas de arqueros aguantaron la carrera de los mexicas, y cuando estuvieron cerca, giraron sobre sus talones y huyeron hacia la selva.

Los cheles que empezaron el combate delante de mi escuadrón en el centro de la línea maya se abrieron hacia la izquierda para evitar los agujeros que habíamos preparado y para reforzar a los couohes.

Los mexicas penetraron en la selva a la carrera, como si su empuje fuera suficiente para hacer retroceder a los mismos árboles. Gritaban de forma aterradora, alentados por el repiqueteo constante de sus tambores y el sonido de sus caracolas. Daba pavor verlos venir. «Recordad que no son bestias», repetía yo a mis hombres para contrarrestar el efecto de sus maquillajes, «no son espíritus jaguar, ni águilas monstruosas, no son demonios, son hombres, y son mortales».

El cuadro aguantó la carga con las cinco primeras filas agachadas rodilla al suelo y las picas en tierra, invisibles para los atacantes.

Los mexicas corrieron hacia nosotros. Los guiaban varios guerreros de aspecto fornido vestidos con
tlahuiztlis
de águilas y jaguares, como los que habían protagonizado el sacrificio a Xipe Totee, y otros con las armaduras de algodón de color amarillo, verde, negro con lunares blancos y rojo con rayas negras. A sus espaldas ondeaban sus estandartes de guerra, y tras ellos avanzaba una densa masa de guerreros con simples
ichcahuipillis
blancos.

Nada parecía poder detenerlos, pero al llegar a la zona de los agujeros, varios cayeron al suelo, y otros trastabillaron. La carga perdió empuje, y aunque siguieron adelante, lo hicieron con precaución de ver dónde pisaban. Su mirada ya no estaba fija en nosotros. Cuando los primeros estuvieron a quince varas di orden de alzar. En un instante las doscientas picas se levantaron del suelo formando un parapeto formidable. La vanguardia mexica se detuvo de golpe, pero el empuje de los que los seguían los obligó a ir contra la pared de púas, donde varios fueron heridos. El resto pronto se recuperó del desconcierto inicial, y arremetieron intentando abrirse paso entre las picas, pero se vieron acosados por una incesante lluvia de flechas.

—¡A las piernas y al cuello!, ¡piernas y cuello! —gritaba yo sin parar.

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