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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (23 page)

Había muchos ratos en que no pasaba nada especial, tan sólo que la pelota seguía en movimiento.

—¿Por qué no le dan con el puño? —pregunté pensando en el frontón que yo conocía.

Kixan negó con la cabeza.

—Sólo cadera, codos y rodillas —dijo con suficiencia.

Era tonto no haberme fijado antes, al fin y al cabo yo mismo les había ayudado a ponerse las protecciones de cuero.

Empecé a aburrirme. Dudé en hacer la siguiente pregunta, pero en realidad no sucedía gran cosa en la cancha, nadie llevaba ningún tanteo y no acababa yo de ver que aquello tuviera un sentido y un final.

El tiempo transcurría, pero nadie se movía de su sitio. Todos seguían hipnotizados los lances de un juego que yo no entendía ni disfrutaba. El cansancio hizo mella en los jugadores; cada vez que se tiraban al suelo tardaban más en recuperar su posición y sudaban profusamente; las rodillas, las manos y los brazos de casi todos ellos estaban desollados y sangraban. De pronto, uno de los xiúes lanzó una bola alta que rebotó en la pared. El público contuvo la respiración cuando Tekun corrió tres zancadas, tomó impulso en el muro inclinado, levantó el brazo derecho y arqueó el torso para golpear la bola con la cadera. Esta salió despedida con fuerza, de modo que entró limpiamente por el agujero de uno de los discos de piedra.

Todos los espectadores se pusieron en pie y estallaron en un grito de júbilo mientras los jugadores itzaes se lanzaban hacia las gradas de los xiúes, que se dejaron arrebatar dócilmente cuanto de valor llevaban puesto.

Luego se hizo el silencio, y todo el mundo se giró hacia el altar donde permanecían los
halach uinic
y los sacerdotes. Tekun llegó hasta ellos a través de una escalera que ascendía por el lateral. Todos querían tocarle, y todos se inclinaban a su paso. Hasta los
halach uinic
lo saludaron con respeto. Tekun parecía eufórico, estaba casi más feliz que el día que hicimos huir a los mexicas en los campos de Maní.

El
nakón
alzó los brazos en dirección al sol en señal de victoria e hincó la rodilla en el suelo a la vista de todos. Un sacerdote cocom se colocó a su espalda, le retiró cuidadosamente el tocado y le puso una mano sobre la cabeza.

—No te enviamos al infierno —dijo en voz alta y clara—, sino a la gloria del cielo, como nuestros abuelos hacían.

De pronto fui consciente de lo que iba a suceder. A punto estuve de gritar, de hecho di un paso hacia delante y alcé un brazo, pero Kixan me puso una mano en el hombro.

—¿Qué vas a hacer? ¿No has visto cuánto le ha costado estar ahí?

—Pero.

—Los regentes de Xibalbá —dijo Kixan muy serio— cortaron la cabeza de Hun Hunahpú, padre del Hunahpú y Ixbalanqué, los gemelos divinos, y éstos se inmolaron a su vez para dar la vida al sol y a la luna.

A pesar del gentío reunido, la voz del sacerdote llegaba con total nitidez.

—Saluda al sol de nuestra parte, y dile que sus hijos suplicamos que se acuerde de nosotros y nos favorezca.

Acudieron a mi memoria las palabras de Tekun cuando sacrificamos a los prisioneros xiúes de nuestra primera batalla juntos, pero algo dentro de mí seguía negándose a aceptar que el mayor premio al que pudiera aspirar un guerrero fuese el sacrificio.

—Pero él ha ganado —protesté en un susurro.

—¿Y quieres privarle de su premio? —dijo Kixan—. Hoy Tekun ha obtenido la victoria para nosotros y se ha ganado el derecho de acompañar a los dioses en su recorrido por el cielo. A partir de hoy, caminará con el sol. No hay mayor honor para un guerrero.

—Así será —oí decir a Tekun con voz firme.

Acabada la oración, mi amigo, mi hermano, alzó la barbilla exponiendo la garganta. El sacerdote le puso la mano en la frente, apoyó la cabeza contra su pecho y lo degolló de un tajo limpio. La sangre brotó en un borbotón rojo brillante, se derramó como una cascada por el pecho y la espalda hasta empapar el taparrabos. Todos le vimos morir. Vimos apagarse sus ojos, caer sus párpados, sus mejillas, su cuerpo. Cuando ya no se sostenía, lo tumbaron delicadamente en el suelo y esperaron a que cesara todo signo de vida antes de cortarle la cabeza.

Con respeto, asiéndola con las dos manos y sosteniéndole la boca cerrada, el sacerdote la mostró al público que abarrotaba la cancha del juego de pelota.

La cabeza de Tekun no fue a parar a la empalizada de cráneos. Con gran ceremonia fue envuelta en una manta blanca y retirada por unos sacerdotes cocomes. Incineraron el cuerpo con maderas resinosas, y luego guardaron las cenizas en el interior del ídolo que habíamos llevado desde casa. Tarde comprendí la prisa de Tekun por talar aquel árbol, y me emocionó más el hecho de que me hubiera elegido a mí para ayudarle a preparar su sarcófago.

Esa noche y el día siguiente quedó depositado el ídolo-féretro delante de la estatua de Itzamná, en el pequeño templo de las serpientes. Un grupo de
holcanes
y sacerdotes permanecimos velándolo todo el tiempo.

—¿Qué hay después? —pregunté al
ah kim
en un momento de angustia.

El anciano me miró con benevolencia.

—Depende de cómo haya sido tu vida —respondió muy tranquilo—. Si has sido vicioso, la otra vida no será buena; tu alma quedará recluida en Xibalbá, un lugar de hambre, frío, cansancio y tristeza. Pero si has vivido correctamente, te espera el Paraíso.

Su mirada inteligente buscó la mía, y su mano se posó sobre mi brazo.

—No te atormentes. Ah Na Itzá. El mundo es un bloque plano y cuadrado dividido en tres regiones superpuestas: un cielo de trece capas, la tierra intermedia y los siete niveles del reino de los muertos. En el centro de todo se alza una ceiba gigante, el
yaxché
, el árbol primero. Sus raíces penetran el mundo inferior y su tronco y sus ramas atraviesan todos los cielos. Lo habitual es que las almas vaguen un tiempo por el inframundo y luego asciendan por el tronco sagrado hasta el cielo más alto, pero Tekun, si eso es lo que me preguntas, está ya en el séptimo cielo, en el Paraíso.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —insistí en busca de algo tangible a lo que asirme.

—Porque los guerreros muertos en combate o sacrificados, los ahorcados y las mujeres que pierden la vida en el parto, van directamente al Paraíso.

Asentí en silencio, pero me pregunté quién había vuelto para contarlo.

—¿Y cómo es el Paraíso? —dije por seguir oyendo su voz. En ese momento me espantaban la soledad y el silencio.

—El Paraíso es una morada celestial de comidas y bebidas dulces donde los muertos pasan una vida de feliz holganza, sin penas, con todos los deleites imaginables a la fresca sombra de la ceiba gigante —explicó didáctico el
ah kim
, intentando dar a sus palabras un tono optimista.

A pesar de todo, persistía la angustia. Yo mismo me sorprendía del profundo dolor que me había causado la muerte de Tekun.

—¿Qué te preocupa? —me preguntó entonces el
ah kim
—. La muerte es necesaria, a cada muerte corresponde una vida. Tú deberías saberlo, los
castilla
, por ejemplo, murieron para que naciera nuestro rey Taxmar. Antes de la ceremonia no era rey, pero la sangre derramada de los
dzules
obró el milagro.

Me hizo gracia que me hablara de mis viejos compañeros como de extranjeros, y me sorprendió comprobar que yo mismo los recordaba como tales. Pensé en ellos, la investidura. Taxmar sobre la pirámide. Nunca había reflexionado sobre aquello, pero entonces lo vi todo con claridad. Para renacer en la condición superior de
halach uinic
, el heredero tenía que morir, pero como eso no era posible, en su lugar lo hacían los cautivos. Todo era una cuestión de equilibrio.

Por fin volvieron los sacerdotes cocomes con los últimos remates del ídolo, sacados de la cabeza del muerto. Habían cortado primero un círculo amplio de cuero cabelludo del colodrillo, y hervido el resto durante horas para dejarlo completamente limpio de carne. Luego habían serrado la calavera por la mitad en sentido longitudinal salvando la mandíbula y los dientes, le habían moldeado un tabique nasal de yeso y la habían cubierto con un mosaico de pequeñas piezas de jade. Los ojos habían sido sustituidos por placas de nácar y botones de obsidiana.

Colocaron la máscara así rematada sobre la cara lisa del ídolo, y luego clavaron la piel del colodrillo de modo que la coleta colgara por la espalda. Incluso llevaba aún las plumas de quetzal que lucía en el momento de su muerte.

Cuando terminaron, el aspecto era tan impresionante que, casi sin proponértelo, sentías que algo de Tekun quedaba detrás de esos ojos. Entonces fue cuando comprendí todo el sentido que encerraba la palabra sacrificio.

El
batab
esperaba sereno a la puerta de casa la llegada de la urna con los restos de su hijo. Hacía varios días que conocía la triste noticia, porque antes de que la bola de caucho rebotara dos veces en el suelo tras atravesar el disco de piedra, ya habían salido en todas direcciones los primeros heraldos con la misión de informar del resultado del encuentro hasta en los rincones más lejanos de las tierras mayas.

Kixan y yo cargamos con el palanquín hasta el oratorio donde el
batab
nos indicó que lo depositáramos junto a los otros antepasados, a un lado de los dioses. El ambiente estaba oscuro y saturado de humo de copal, costaba respirar y picaban los ojos. Supuse que ése era el modo en que el anciano adormecía el dolor por la pérdida de su único hijo. Nos quedamos los tres en silencio un largo rato, sin mirarnos siquiera, pero sintiendo cada uno la presencia reconfortante de los otros. Me sentía en paz. Cerré los ojos, incluso creo que descabecé un ligero sueño, o al menos perdí toda noción de dónde estaba, porque Kixan tuvo que tocarme un par de veces para que los volviera a abrir. Cuando lo hice, encontré ante mí una manta doblada, y sobre ella una serie de objetos. Antes de fijarme mejor, vi que delante de Kixan había un paquete similar al mío.

—Era deseo de Tekun que a su muerte os entregara estas cosas —susurró el
batab
en un tono apenas audible.

Observé al anciano con incredulidad, y luego forcé la vista en la penumbra para ver a qué se refería. Sobre mi manta estaba el pectoral de placas de armadillo, las perneras de piel de jaguar y las orejeras de ámbar. Acaricié cada uno de esos objetos con la sensación de recibir un tesoro.

Durante los días siguientes, el luto y la tristeza tomaron posesión de las rutinas de la casa. La mujer de Tekun apenas salía de su habitación, y a los niños se les recriminaba hasta la risa más inocente. Quizás no fuera el momento más oportuno, pero tampoco era la primera vez que mi entorno se tambaleaba de forma tan brusca y dramática, así que decidí seguir adelante con los proyectos que tenía antes de que la desgracia se abatiera sobre nosotros. El
batab
entendió mi ruego casi sin tener que formularlo, y de inmediato puso a mi disposición dos hombres y una canoa.

—En un año, ésta será tu casa —me dijo como despedida, y yo me incliné hasta tocar con la mano el suelo junto a sus pies, antes de llevarme a los labios el polvo de sus sandalias.

En Chetumal no tuve que dar explicaciones. Cuando llegué, ya hablaban de la muerte de Tekun como de un suceso lejano y confuso. Incluso yo la reviví con la mente de un forjador de mitos, porque en las noches que precedieron a mi boda tuve que narrar una y otra vez todo lo sucedido desde nuestra última visita: la invasión mexica, su alianza con los tutul xiúes, la batalla de Maní, el juego de pelota y la paz sellada con la sangre del
nakón
.

La ceremonia de la boda fue más simple de lo que esperaba. El día señalado me presenté en casa de la novia vestido con el taparrabos nuevo bordado con plumas de guacamayo que me había regalado la mujer de Tekun, y con los regalos de cortesía para mis suegros: para él, dos atados de tabaco, y una vela para ella.

La idea de la vela se me ocurrió una vez allí. Desde la primera visita que hice a Chetumal y que pasé siguiendo a Aixchel y espiando sus tareas, observé que despreciaban la cera, que cuando recogían la miel la tiraban como inservible, y luego por la noche, sin embargo, apenas se iluminaban con teas de ocote, peligrosas en casas con los techos de paja. Tardé varios días en pensar cómo fabricar una vela. Una tarde, aprovechando la marea baja, hice una fogata junto al mar y le arrimé una orza llena con trozos de cera. Cuando estuvo derretida metí y saqué un cabo fino de algodón para que se enfriara y se endureciera fuera.

Luego, hundí el astil de un hacha en la arena húmeda, coloqué el cabo ya rígido en el centro del agujero y lo rellené con la cera fundida. Esperé un buen rato, incluso derramé agua fría sobre el cirio para que fraguara más rápido, y cuando calculé que estaría listo, escarbé alrededor para sacarlo entero.

La mayoría de los invitados ya habían llegado y la sala donde se iba a celebrar el casamiento rebosaba de regalos, pero la vela se llevó la palma esa noche, sobre todo cuando a los postres. Hun Uitzil acercó a su llama uno de los tubos de tabaco que acababa de regalarle. El casamentero le había asegurado por orden de Tekun que yo era fuerte, trabajador y buen guerrero, pero las nuevas cualidades que descubría en mí parecían llenarlo de gozo.

Llegó el
ah men
e hizo aparición la novia vistiendo un enredo, que es como aquí llaman a una falda larga que tapa desde debajo del pecho hasta casi los pies, y una blusa, ambas primorosamente bordadas. Estaba preciosa. La ceremonia fue corta, apenas unas palabras, una oración a los dioses y la bendición del rezador, pero luego la fiesta se alargó hasta bien entrada la madrugada. Se sirvieron frijoles, tortillas, tamales de pavo y, lo más importante, asado de danta, aquel animal tan extraño que daba la selva y que Aixchel había criado con sus propias manos. Por supuesto, todo ello regado con abundante
balché
. A pesar de ser la segunda boda de Aixchel, mi suegro no había reparado en gastos, supuse que en atención a la familia de Tekun.

Casi asomaba el día cuando al fin nos dejaron solos en una de las estancias que rodeaban el patio principal. Los invitados se habían retirado satisfechos y los músicos dormitaban en las gradas y bajo los cobertizos. Aixchel ajustó la cortina que cerraba el paso a nuestra cámara, avivó el pequeño fuego del hogar y esperó a que yo ocupara un sitio sobre una de las esteras para arrodillarse a mi lado y quedarse sentada sobre los talones.

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