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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (44 page)

—¿Y tú? —preguntó Theremon—. ¿Cómo te mezclaste con ellos?

—Primero fui al bosque, cuando las Estrellas desaparecieron. Pero parecía bastante peligroso, así que cuando recordé el Refugio me encaminé hacia allá. Altinol y su gente estaban ya allí. Me invitaron a unirme a la patrulla. —Siferra sonrió de una forma que podría considerarse como desconsolada—. En realidad no me ofrecieron mucha elección —dijo—. No son del tipo particularmente amable.

—Éstos no son tiempos amables.

—No. Así que decidí que mejor quedarme con ellos que vagar sola por ahí. Me dieron este pañuelo verde..., todo el mundo por los alrededores lo respeta. Y esta pistola de aguja. La gente también respeta eso.

—Así que eres una vigilante —dijo Theremon, pensativo—. Nunca te imaginé en un papel así.

—Yo tampoco.

—Pero crees que este Altinol y su Patrulla Contra el Fuego son gente de bien que está ayudando a restablecer la ley y el orden, ¿no es así?

Ella sonrió de nuevo, y de nuevo su expresión no fue de alegría.

—¿Gente de bien? Ellos creen que lo son, sí.

—¿Tú no?

Un encogimiento de hombros.

—En primer lugar han impuesto su propia ley, y no bromean al respecto. Hay un vacío de poder aquí, y tienen intención de llenarlo. Pero supongo que no son el peor tipo de gente posible para intentar imponer una estructura gubernamental en estos momentos. Al menos son más fáciles de aceptar que otros en quienes puedo pensar.

—¿Te refieres a los Apóstoles? ¿Están intentando formar un gobierno también?

—Es muy probable. Pero no he oído nada de ellos desde que ocurrió todo. Altinol cree que todavía siguen escondidos bajo tierra en alguna parte, o que Mondior les ha dejado marchar a algún lugar lejos en la región donde puedan organizar su propio reino. Pero hay un par de grupos realmente fanáticos que son unas auténticas joyas, Theremon. Acabas de tropezarte con uno de ellos, y es sólo por pura suerte que no acabaran contigo. Creen que la única salvación para la Humanidad es abandonar por completo el uso del fuego, puesto que el fuego ha sido la ruina del mundo. Así que van por ahí destruyendo todo equipo susceptible de encender un fuego allá donde pueden encontrarlo y matando a cualquiera que parezca disfrutar encendiendo fuegos.

—Yo simplemente estaba intentando asar un poco de cena para mí —dijo Theremon, sombrío.

—Es lo mismo para ellos que estés cocinando tu comida o divirtiéndote incendiando todo lo que encuentres a tu alrededor. El fuego es el fuego, y lo aborrecen. Es una suerte para ti que llegáramos a tiempo. Aceptan la autoridad de la Patrulla Contra el Fuego. Somos la elite, ¿comprendes?, los únicos cuyo uso del fuego es tolerado.

—Ayuda el tener pistolas de aguja —dijo Theremon—. Eso también provoca mucha tolerancia. —Se frotó un lugar que le dolía más que el resto en el brazo y miró sombrío hacia la distancia—. ¿Hay otros fanáticos además de ésos, dices?

—Están los que piensan que los astrónomos de la universidad han descubierto el secreto de hacer aparecer las Estrellas. Culpan a Athor, Beenay y compañía de todo lo que ha ocurrido. Es el viejo odio hacia todo lo intelectual que se manifiesta apenas las nociones medievales empiezan a salir a la superficie.

—Bastantes. Sólo la Oscuridad sabe lo que harán si consiguen atrapar a alguien de la universidad que aún no haya llegado a Amgando. Colgarlo de la más próxima farola, supongo.

—Y yo soy el responsable —dijo Theremon lentamente.

—¿Tú?

—Todo ocurrió por mi culpa, Siferra. No de Athor, no de Folimun, no de los dioses, sino mía. Mía. Yo, Theremon 762. Esa vez que me llamaste irresponsable fuiste demasiado suave conmigo. Fui no sólo responsable, sino criminalmente negligente.

—Theremon, olvida eso. ¿De qué sirve...?

Él siguió, sin hacerle caso:

—Hubiera debido estar escribiendo columnas día sí y otro también, advirtiendo de lo que se avecinaba, animando a que se siguiera un programa de choque para construir refugios, almacenar provisiones y equipo generador de electricidad de emergencia, proporcionar consejo a los desequilibrados, hacer un millón de cosas distintas..., y en vez de eso, ¿qué hice? Burlarme. ¡Me reí de los astrónomos y su encumbrada torre! Hice que fuera políticamente imposible que nadie en el Gobierno tomara a Athor en serio.

—Theremon...

—Hubieras debido dejar que esos locos me mataran, Siferra.

Los ojos de ella se clavaron en los de él. Parecía furiosa.

—No hables como un estúpido. Toda la planificación del Gobierno en todo el mundo no hubiera cambiado nada. Yo también desearía que no hubieras escrito esos artículos, Theremon. Ya sabes lo que siento al respecto. Pero, ¿qué importa ya nada de eso ahora? Fuiste sincero en lo que sentías. Estabas equivocado, pero fuiste sincero. Y en cualquier caso no sirve de nada especular acerca de lo que hubiera podido ser. A lo que tenemos que enfrentamos es al ahora. —Más suavemente, dijo—: Ya basta de esto. ¿Puedes andar? Necesitamos llevarte al Refugio. La posibilidad de bañarte, ropa limpia, un poco de comida en tu...

—¿Comida?

—La gente de la universidad dejó montones de provisiones detrás.

Theremon rió quedamente y señaló el graben.

—¿Quieres decir que no tengo que comer eso?

—No a menos que realmente lo desees. Te sugiero que se lo des a alguien que lo necesite más que tú, puesto que vamos a salir del bosque.

—Buena idea.

Se puso en pie, lenta y dolorosamente. ¡Dioses, la forma en que le dolía todo! Uno o dos pasos experimentales: no estaba mal, no estaba mal. Después de todo, no parecía tener roto nada. Sólo un poco apaleado. El pensamiento de un baño caliente y una auténtica y sustanciosa comida estaba empezando a curar ya su magullado y dolorido cuerpo.

Echó una última mirada a su alrededor, a su penosamente construido cobertizo contra la lluvia, a su arroyo, a sus pequeños arbustos y hierbas. Su casa, durante aquellos últimos y extraños días. No lo echaría mucho en falta, pero dudaba de que olvidara muy pronto su vida allí.

Luego cogió el espetón con el graben y se lo echó al hombro.

—Abre camino —le dijo a Siferra.

No habían recorrido más de un centenar de metros cuando Theremon divisó un grupo de muchachos escondidos tras los árboles. Se dio cuenta de que eran los mismos que habían sacado al graben de su madriguera y lo habían cazado hasta matarlo. Evidentemente habían vuelto a buscarlo. Ahora, con expresión hosca, observaban desde la distancia, evidentemente irritados de que Theremon se les hubiera llevado la presa. Pero estaban demasiado intimidados por los pañuelos verdes que identificaban al grupo de la Patrulla Contra el Fuego, más probablemente, por sus pistolas de aguja, como para reclamarla.

—¡Eh! —llamó Theremon—. Eso es vuestro, ¿no? ¡Os lo he estado guardando!

Lanzó el ensartado cuerpo del graben hacia ellos. Cayó al suelo a muy poca distancia del lugar donde estaban, y retrocedieron, con aspecto inquieto y perplejo. Evidentemente estaban ansiosos por coger el animal, pero temían avanzar.

—Ésa es la vida de la era post-Anochecer —le dijo tristemente a Siferra—. Están muertos de hambre, pero no se atreven a hacer ningún movimiento. Creen que es una trampa. Imaginan que si salen de entre esos árboles para coger el animal les abatiremos a tiros, sólo por divertirnos.

—¿Quién puede culparles? —dijo Siferra—. En estos momentos todo el mundo tiene miedo de todo el mundo. Déjalo ahí. Lo recogerán cuando hayamos desaparecido de su vista.

La siguió, cojeando.

Siferra y los otros de la Patrulla Contra el Fuego avanzaban confiados por el bosque, como si fueran invulnerables a los peligros que acechaban por todas partes. Y realmente no hubo incidentes mientras el grupo se encaminaba —tan rápidamente como permitían las heridas de Theremon— hacia la carretera que cruzaba el bosque. Era interesante ver, pensó, lo rápido que la sociedad empezaba a reconstituirse por sí misma. En sólo unos cuantos días una irregular pandilla como esta Patrulla Contra el Fuego había empezado a adquirir una especie de autoridad gubernamental. A menos que fueran sólo las pistolas de aguja y el aire general de seguridad en sí mismos lo que mantenía alejados a los locos, por supuesto.

Llegaron al fin al borde del bosque. El aire era cada vez más frío y la luz más incómodamente débil, ahora que Patru y Trey eran los únicos soles en el cielo. En el pasado Theremon nunca se había preocupado por los niveles relativamente escasos de luz que eran típicos de las horas en las que la única iluminación procedía de una de las parejas de soles dobles. Desde el eclipse, sin embargo, esas tardes de dos soles le parecían inquietantes y amenazadoras, un posible presagio — aunque sabía que no podía ser así — del inminente regreso de la Oscuridad. Las heridas psíquicas del Anochecer tardarían mucho tiempo en sanar, incluso para las mentes más resistentes del mundo.

—El Refugio está a poca distancia carretera abajo —dijo Siferra—. ¿Cómo vas?

—Estoy bien —respondió Theremon ácidamente—. No me han dejado tullido, ¿sabes?

Pero requería un considerable esfuerzo obligar a su doloridas y pulsantes piernas a que siguieran conduciéndole hacia delante. Se sintió enormemente alegre y aliviado cuando al fin se halló en la entrada parecida a la boca de una cueva del reino subterráneo que era el Refugio.

El lugar era como un laberinto. Cavernas y corredores partían en todas direcciones. Vagamente en la distancia vio los intrincados bucles y espirales de lo que parecían ser instalaciones científicas, misteriosas e insondables, que recorrían las paredes y techos. Este lugar, recordó ahora, había sido el emplazamiento del aplasta-átomos de la universidad hasta que se abrió el gran nuevo laboratorio experimental en las Alturas de Saro. Al parecer los físicos habían dejado una buena cantidad de equipo obsoleto detrás.

Apareció un hombre alto que irradiaba autoridad.

—Éste es Altinol 111 —dijo Siferra—. Altinol, quiero que conozcas a Theremon 762.

—¿El del Crónica? —dijo Altinol. No sonó en absoluto impresionado: simplemente pareció que registraba el hecho en voz alta.

—Ex —dijo Theremon.

Se miraron el uno al otro sin el menor calor. Altinol, pensó Theremon, tenía el aspecto de ser un hueso duro de roer: un hombre de mediana edad, evidentemente delgado y en espléndidas condiciones. Iba bien vestido con ropas resistentes, y tenía la actitud de alguien que está acostumbrada, a ser obedecido. Theremon lo estudió y repasó rápidamente los bien clasificados archivos de su memoria, y al cabo de un momento se sintió complacido cuando pulsó un acorde de reconocimiento.

—¿Industrias Morthaine? —dijo—. ¿Ese Altinol?

Un momentáneo parpadeo de... ¿regocijo? ¿O era irritación?... apareció en los ojos de Altinol.

—Ése, sí.

—Siempre dijeron que deseaba ser usted primer Ejecutivo. Bien, parece que ahora ya lo es. De lo que queda de Ciudad de Saro, al menos, si no de toda la República Federal.

—Cada cosa a su tiempo —dijo Altinol. Su voz era comedida—. Primero intentaremos derrotar la anarquía. Luego pensaremos en unir de nuevo el país, y entonces nos ocuparemos de ver quién es el Primer Ejecutivo. Tenemos el problema de los Apóstoles, por ejemplo, que se han apoderado del control de toda la parte norte de la ciudad y del territorio de más allá y lo han situado todo bajo su autoridad religiosa. No van a ser fáciles de desplazar. —Altinol exhibió una fría sonrisa—. Primero lo primero, amigo mío.

—En lo que respecta a Theremon —dijo Siferra—, lo primero es un baño, y luego una comida. Lleva viviendo en el bosque desde el Anochecer. Ven conmigo —le dijo a él.

Se habían instalado particiones a todo lo largo del viejo acelerador de partículas, formando una larga serie de pequeñas estancias. Siferra le metió en una en la que una serie de tuberías de cobre montadas sobre su cabeza llevaban el agua a una bañera de porcelana.

—En realidad no estará muy caliente —le advirtió—. Sólo conectamos los calentadores un par de horas al día porque las reservas de combustible son escasas. Pero seguro que será mejor que bañarse en un helado arroyo del bosque. ¿Sabes algo de Altinol?

—Presidente de Industrias Morthaine, la gran multinacional naviera. Estuvo en las noticias hará uno o dos años, algo acerca de un contrato que fue recurrido por posibles irregularidades en la forma de desarrollar una enorme operación inmobiliaria sobre tierras del Gobierno en la provincia de Nibro.

—¿Qué tiene que ver una multinacional naviera con operaciones inmobiliarias? —preguntó Siferra.

—Ahí está exactamente el detalle. Nada en absoluto. Fue acusado de utilizar de forma impropia su influencia con el Gobierno..., algo acerca de ofrecer pases perpetuos en sus cruceros a senadores, creo... —Theremon se encogió de hombros—. En realidad ahora no constituye ninguna diferencia. Ya no existen las Industrias Morthaine, no hay ninguna operación inmobiliaria que realizar, ningún senador federal que sobornar. Probablemente no le ha gustado que le reconociera.

—Probablemente no le ha importado. Dirigir la Patrulla Contra el Fuego es todo lo que le importa ahora.

—Por el momento —indicó Theremon—. Hoy es la Patrulla Contra el Fuego de Ciudad de Saro, mañana el mundo. Ya le has oído hablar acerca de desplazar a los Apóstoles que se han apoderado del otro extremo de la ciudad. Bueno, alguien tenía que hacerlo. Y él pertenece al tipo de los que les gusta dirigirlo todo.

Siferra salió. Theremon se metió en la bañera de porcelana.

Siferra le llevó al comedor del Refugio, una sencilla sala con techo de hojalata, cuando terminó el baño, y le dejó allí diciéndole que tenía que ir a presentar su informe a Altinol. Allí le aguardaba una comida..., una de las comidas completas preparadas que se habían almacenado en los meses durante los cuales el Refugio había sido acondicionado. Verduras calientes, carne tibia de algún tipo desconocido, una bebida no alcohólica de color verde pálido y sabor indefinido.

Se obligó a sí mismo a comer con lentitud, con cuidado, sabiendo que su cuerpo no estaba acostumbrado a la auténtica comida después de aquel tiempo en el bosque; cada bocado tenía que ser meticulosamente masticado o sabía que se pondría enfermo, aunque su instinto era engullirlo tan rápido como pudiera y pedir más.

Después de comer, Theremon se reclinó hacia atrás en su silla y miró indolentemente el feo techo de hojalata. Ya no tenía hambre. Y sus esquemas mentales estaban empezando a cambiar a peor. Pese al baño, pese a la comida, pese al confort de saber que estaba seguro en aquel bien defendido Refugio, se dio cuenta de que se estaba deslizando a un humor de profunda desolación.

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