Medio docena de feroces rostros de alocados ojos le devolvieron la mirada.
—¿Llamó usted, señor? —dijo un hombre, y todos los demás aullaron con risas maniacas.
Luego tendieron las manos, lo aferraron por los brazos y tiraron de él hacia dentro.
—No necesitará esto —dijo alguien, y retorció sin ningún esfuerzo el hacha de la presa de Sheerin—. Sólo conseguirá hacerse daño usted mismo con una cosa como ésta, ¿no lo sabe?
Más risas..., un alocado aullar. Lo empujaron hasta el centro de la habitación y formaron un círculo a su alrededor.
Eran siete, ocho, quizá nueve. Hombres y mujeres, y un muchacho casi adolescente. Sheerin pudo ver a la primera ojeada que no eran los residentes legítimos de aquella casa, que debía de haber estado limpia y bien cuidada antes de que ellos la ocuparan. Ahora había manchas en la pared, la mitad de los muebles estaban volcados, había un aún mojado charco de algo —¿vino?— en la alfombra.
Sabía quién era esa gente. Eran ocupantes ilegales, de aspecto tosco y harapiento, sin afeitar, sin lavar. Habían entrado allí al azar, habían tomado posesión del lugar después de que sus propietarios huyeran. Uno de los hombres llevaba sólo una camisa. Una de las mujeres, apenas una muchacha, iba vestida únicamente con unos pantalones cortos. Todos despedían un olor acre y repelente. Sus ojos tenían esa expresión intensa, rígida, descentrada, que había visto un millar de veces en los últimos días. No se necesitaba ninguna experiencia clínica para saber que aquellos eran los ojos de la locura.
Por encima del hedor de los cuerpos de aquellos intrusos, sin embargo, había otro olor, uno mucho más agradable que casi volvió loco a Sheerin: el aroma de comida cocinándose. En la habitación contigua estaban preparando la cena. ¿Sopa? ¿Estofado? Algo hervía allí. Se tambaleó, mareado por su propia hambre y la repentina esperanza de comer algo decente al fin.
—No sabía que la casa estuviera ocupada —dijo suavemente—. Pero espero que me dejen quedar con ustedes esta tarde, y luego seguiré mi camino.
—¿Es usted de la Patrulla? —preguntó suspicaz un hombre corpulento y con una densa barba. Parecía ser el líder.
—¿La Patrulla? —repitió Sheerin, inseguro—. No, no sé nada de ninguna Patrulla. Me llamo Sheerin 501 y soy miembro de la Facultad.
—¡Patrulla! ¡Patrulla! ¡Patrulla! —se pusieron a cantar de pronto, y empezaron a danzar en círculo a su alrededor.
—... de la Universidad de Saro —terminó.
Fue como si hubiera pronunciado un encantamiento. Se detuvieron en seco mientras su voz atravesaba sus estridentes gritos, y guardaron silencio y le miraron de una forma terrible.
—¿Dice que es usted de la universidad? —preguntó el líder en un tono extraño.
—Exacto. Del Departamento de Psicología. Soy profesor, y hago también un poco de trabajo de hospital. Miren, no tengo intención de causarles ningún problema. Tan sólo necesito un lugar donde descansar unas cuantas horas y un poco de comida, si pueden dármela. Sólo un poco. No he comido desde...
—¡Universidad! —gritó una mujer. Por la forma en que lo dijo sonó como algo sucio, algo blasfemo. Sheerin había oído aquel tono antes, en Folimun 66, la noche del eclipse, refiriéndose a los científicos. Resultaba aterrador oírlo.
—¡Universidad! ¡Universidad! ¡Universidad!
Empezaron a girar de nuevo en círculo a su alrededor, cantando otra vez, señalándole, haciendo extraños signos con sus dedos engarfiados. Ya no podía comprender sus palabras. Era un ronco canto de pesadilla, sílabas sin sentido.
¿Era esa gente algún subcapítulo de los Apóstoles de la Llama, que se habían reunido allí para practicar algún arcano rito? No, lo dudaba. Su aspecto era distinto, demasiado sucios, demasiado andrajosos, demasiado dementes. Los Apóstoles, los pocos que había visto, se habían mostrado siempre tajantes, reservados, casi alarmantemente controlados. Además, los Apóstoles no se habían dejado ver por ninguna parte desde el eclipse. Sheerin suponía que todos ellos se habían retirado a algún refugio propio para gozar de la vindicación de sus creencias en privado.
Esta gente, pensó, no eran más que locos errantes sin la menor afiliación.
Y Sheerin creyó ver la muerte en sus ojos.
—Escuchen —dijo—, si he interrumpido alguna ceremonia suya me disculpo, y estoy dispuesto a marcharme ahora mismo. Sólo intentaba entrar porque creí que la casa estaba vacía y tenía tanta hambre. No pretendía...
—¡Universidad! ¡Universidad!
Nunca había visto una expresión de tan intenso odio como la que le estaba ofreciendo aquella gente. Pero también había miedo. Se mantenían lejos de él, tensos, temblando, como si temieran que pudiera lanzar sobre ellos algún terrible e inesperado poder.
Sheerin alzó las manos hacia ellos, implorante. ¡Si tan sólo dejaran de saltar y cantar por un momento! El olor de la comida que se cocinaba en la habitación contigua lo estaba volviendo loco. Sujetó a una de las mujeres por el brazo, con la esperanza de detenerla lo suficiente para pedirle un mendrugo, un tazón de guiso, cualquier cosa. Pero ella se apartó de un salto, siseando como si Sheerin la hubiera quemado con su contacto, y se frotó frenéticamente en el lugar de su brazo donde los dedos de él se habían apoyado brevemente.
—Por favor —dijo—, no pretendía hacerle ningún daño. Soy tan inofensivo como cualquiera de aquí, créame.
—¡Inofensivo! —exclamó el líder, y pareció escupir la palabra—. ¿Usted? ¿Usted, universidad? Usted es peor que la Patrulla. La Patrulla sólo crea unos pocos problemas a la gente. Pero usted destruyó el mundo.
—¿Yo qué?
—Ve con cuidado, Tasibar —dijo una mujer—. Sácalo de aquí antes de que utilice magia contra nosotros.
—¿Magia? —murmuró Sheerin—. ¿Yo?
Le estaban señalando de nuevo, sus dedos apuñalaban el aire de una forma vehemente, terrible. Algunos habían empezado a cantar en murmullos, un bajo y feroz canto que tenía el ritmo de un motor ascendiendo firmemente de revoluciones y que pronto giraría fuera de control.
La muchacha que llevaba sólo los pantalones cortos dijo:
—Fue la universidad la que llamó la Oscuridad sobre nosotros.
—Y las Estrellas —dijo el hombre que llevaba sólo una camisa—. Ellos trajeron las Estrellas.
—Y éste puede traerlas de nuevo —dijo la mujer que había hablado antes—. ¡Echadlo de aquí! ¡Echadlo de aquí!
Sheerin miraba incrédulo todo aquello. Se dijo a sí mismo que hubiera debido predecir algo así. Era un desarrollo demasiado predecible: las sospechas patológicas hacia todos los científicos, hacia toda la gente educada, una fobia irrazonable que debía de estar hirviendo ahora como un virus entre los supervivientes de la noche de terror.
—¿Creen que puedo hacer volver las Estrellas con sólo chasquear los dedos? ¿Es eso lo que les asusta?
—Usted es la universidad —dijo el hombre llamado Tasibar—. Usted conocía los secretos. La universidad trajo la Oscuridad, sí. La universidad trajo las Estrellas, trajo la condenación.
Aquello era demasiado.
Ya resultaba bastante malo ser arrastrado ahí dentro y obligado a inhalar el enloquecedor aroma de aquella comida de la que no le correspondería nada. Pero ser culpado de la catástrofe..., ser considerado como una especie de brujo maligno por aquella gente...
Algo se rompió en Sheerin.
Despectivamente, exclamó:
—¿Es eso lo que creen? ¡Idiotas! ¡Estúpidos locos supersticiosos! ¿Culpar a la universidad? ¿Que nosotros trajimos la Oscuridad? ¡Por todos los dioses, qué estupidez! ¡Nosotros fuimos los que intentamos advertirles!
Gesticuló furioso, con los puños apretados, los golpeó frenético uno contra otro.
—¡Va a traerla de nuevo, Tasibar! ¡Va a derramar la Oscuridad sobre nosotros! ¡Detenle! ¡Detenle!
De pronto estaban todos apiñados a su alrededor, cerrándose sobre él, tendiendo las manos hacia él.
Sheerin, de pie en el centro, adelantó desvalidamente los brazos hacia ellos, como disculpándose, y no intentó moverse. Lamentó haberles insultado, no porque así hubiera puesto en peligro su vida —probablemente ni siquiera habían prestado atención a las cosas que les había llamado— sino porque sabía que si eran así no era por culpa de ellos mismos. Si algo era culpa de él era el no haber intentado con más fuerza ayudarles a protegerse a sí mismos contra lo que sabía que iba a venir.
Esos artículos de Theremon..., si tan sólo hubiera hablado con el periodista, si tan sólo le hubiera convencido de que debía cambiar su tono burlón...
Sí, ahora lamentaba todo eso.
Lamentaba todo tipo de cosas, cosas que había hecho y cosas que había dejado de hacer. Pero ya era demasiado tarde.
Alguien le lanzó un golpe. La sorpresa y el dolor le hicieron jadear.
—Liliath... —consiguió decir.
Entonces cayeron sobre él.
Había cuatro soles en el cielo: Onos, Dovim, Patru, Trey. Se suponía que los días de cuatro soles eran afortunados, recordaba Theremon. Y, ciertamente, éste lo era.
¡Carne! ¡Auténtica carne al fin! ¡Era una visión gloriosa!
Era una comida que había conseguido estrictamente por accidente. Pero estaba bien así. Los nuevos encantos de la vida al aire libre se habían ido haciendo más y más tenues para él a medida que se sentía más hambriento. A estas alturas aceptaría alegremente que su carne viniera de donde viniese, muchas gracias y adiós.
El bosque estaba lleno de todo tipo de animales salvajes, la mayoría de ellos pequeños, muy pocos peligrosos, y todos imposibles de atrapar..., al menos con sus manos desnudas. Y Theremon no sabia nada acerca de construir trampas, ni tenía nada con lo que poder hacer una aunque hubiera sabido.
Esos relatos infantiles acerca de gente perdida en los bosques que se adaptaba de inmediato a la vida al aire libre y se convertía al instante en capaces cazadores y constructores de refugios no eran más que eso..., fábulas. Theremon se consideraba un hombre razonablemente competente, como lo eran todos los habitantes de las ciudades; pero sabía que no tenía más posibilidades de cazar alguno de los animales del bosque de las que tenía de hacer que los generadores municipales de corriente funcionaran de nuevo. Y, en cuanto a construir un refugio, lo mejor que había sido capaz de hacer era levantar una especie de cobertizo con ramas y ramillas para protegerse precariamente de la lluvia un día de tormenta.
Pero ahora el tiempo era cálido y bueno de nuevo, y tenía auténtica carne para cenar. El único problema era asarla. Que se maldijera si iba a comerla cruda.
Resultaba irónico que, en medio de una ciudad que había sufrido una casi total destrucción por el fuego, estuviera preguntándose cómo iba a asar un poco de carne. Pero la mayor parte de los peores incendios se habían apagado ya por sí mismos, y la lluvia se había ocupado del resto. Y, aunque por un tiempo en los primeros días después de la catástrofe había dado la impresión como si se iniciaran algunos incendios nuevos, eso ya no parecía estar ocurriendo.
Pensaré en algo, se dijo Theremon. ¿Frotar juntos dos palos y conseguir una chispa? ¿Golpear un trozo de metal contra una piedra y prender un trozo de tela?
Algunos muchachos al otro lado del lago cerca del lugar donde estaba acampado habían matado servicialmente el animal para él. Por supuesto, no habían sabido que le estaban haciendo un favor..., con toda seguridad habían planeado comérselo ellos, a menos que estuvieran tan fuera de sus cabales que simplemente cazaran por deporte. De todos modos, lo dudaba. Se habían mostrado muy enérgicos al respecto, con una dedicación que sólo el hambre podía inspirar.
El animal era un graben..., una de esas cosas feas de hocico largo y pelaje azulado con una cola sin pelo resbaladiza, que a veces podían verse asomar por entre los cubos de basura suburbanos después de que Onos se hubiera puesto. Bueno, la belleza no era una exigencia en estos momentos. Los muchachos habían conseguido de alguna forma sacarlo de su escondite diurno y habían acorralado al pobre y estúpido animal en un pequeño callejón sin salida.
Mientras Theremon observaba desde el otro lado del lago, asqueado y lleno de envidia al mismo tiempo, lo persiguieron incansablemente arriba y abajo mientras le arrojaban piedras. Para un torpe carroñero era notablemente ágil, y se escurría con rapidez de un lado para otro para eludir a sus atacantes. Pero finalmente un tiro afortunado acertó en su cabeza y lo mató al instante.
Supuso que lo devorarían sobre la marcha. Pero en aquel momento apareció a la vista encima de ellos una hirsuta y desgreñada figura que se mantuvo unos instantes inmóvil al borde del pequeño callejón, luego empezó a descender hacia el lago.
—¡Corred! ¡Es Garpik el Acuchillador! —aulló uno de los muchachos.
—¡Garpik! ¡Garpik!
Al instante los muchachos desaparecieron en todas direcciones, dejando atrás al muerto graben.
Theremon, aún observando, se deslizó entonces entre las sombras por su lado del lago. Él también conocía a aquel Garpik, aunque no por su nombre: era uno de los más temidos moradores del bosque, un hombre achaparrado con aspecto casi de mono que no llevaba nada encima excepto un cinturón con un verdadero surtido de cuchillos. Era un asesino sin motivo, un alegre psicópata, un puro depredador.
Garpik permaneció de pie en la boca del callejón durante un rato, canturreando para sí mismo, acariciando uno de sus cuchillos. No pareció darse cuenta de la presencia del animal muerto, o no le importó. Quizás esperaba que volvieran los muchachos. Pero evidentemente éstos no tenían intención de hacerlo, y al cabo de un rato Garpik, con un encogimiento de hombros, desapareció con su paso indolente en el bosque, con toda seguridad en busca de algo divertido que hacer con sus armas.
Theremon aguardó un momento interminable, para asegurarse de que Garpik no tenía intención de dar media vuelta y caer sobre él.
Luego —cuando ya no pudo seguir soportando la visión del graben muerto tendido allá en el suelo, donde cualquier otro ser humano o animal depredador podía caer de pronto sobre él y arrebatárselo— avanzó precipitadamente, rodeó el lago, cogió el animal y se lo llevó de vuelta a su escondite.
Pesaba casi tanto como un bebé. Le serviría para dos o tres comidas..., o más, si podía refrenar su hambre y si la carne no se estropeaba con demasiada rapidez.
La cabeza le daba vueltas por el hambre. No había comido nada excepto frutas durante más días de los que podía recordar. Su piel estaba tensa sobre sus músculos y huesos; la poca grasa de reserva que tenía había sido absorbida hacía mucho, y ahora estaba consumiendo sus propias fuerzas en la lucha por permanecer con vida. Pero esta tarde, al fin, podría disfrutar de un pequeño festín.