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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (45 page)

Se sentía muy cansado. Y desanimado, y lleno de tétricos pensamientos.

Había sido un buen mundo, pensó. No perfecto, muy lejos de ello, pero bastante bueno. La mayoría de la gente era razonablemente feliz, muchos eran prósperos, se hacían progresos en todos los frentes..., hacia una más profunda comprensión científica, hacia una mayor expansión económica, hacia una cooperación global más fuerte. El concepto de guerra había empezado a parecer pintorescamente medieval, y los viejos fanatismos religiosos eran en su mayor parte obsoletos, o eso le había parecido a él.

Y ahora todo eso había desaparecido, en un corto espacio de horas, en un solo estallido de horrible Oscuridad.

Un nuevo mundo nacería de las cenizas del viejo, por supuesto. Siempre había sido así: las excavaciones de Siferra en Thombo lo atestiguaban.

Pero, ¿qué tipo de mundo sería?, se preguntó Theremon. La respuesta a eso estaba ya a mano. Sería un mundo en el que la gente mataba a otra gente por un jirón de carne, o porque había violado una superstición sobre el fuego, o simplemente porque matar parecía ser algo divertido. Un mundo en el que los Folimun y los Mondior, sin duda, conspiraban para emerger como los dictadores del pensamiento, probablemente trabajando mano sobre mano con los Altinol, se dijo morbosamente. Un mundo en el que...

No. Sacudió la cabeza. ¿De qué servían todas aquellas oscuras y cavilosas lamentaciones?

Siferra tenía razón, se dijo. No tenía ningún sentido especular acerca de lo que podría haber sido. Con lo que tenía que enfrentarse era con lo que era realmente. Al menos estaba vivo, y su mente estaba prácticamente completa de nuevo, y había pasado su prueba en el bosque y había salido de ella más o menos intacto, aparte de unos cuantos hematomas y cortes que sanarían en un par de días. La desesperación era una emoción inútil ahora: era un lujo que no podía permitirse, del mismo modo que Siferra no podía permitirse el lujo de estar furiosa todavía con él por los artículos que había escrito en el periódico.

Lo que estaba hecho, hecho estaba. Ahora era el momento de recoger lo que quedara y seguir adelante, reagruparse, reconstruir, empezar de nuevo. Mirar hacia atrás era estúpido. Mirar hacia delante con desánimo o abatimiento era mera cobardía.

—¿Has terminado? —preguntó Siferra al regresar al comedor—. Ya lo sé, la comida no es magnífica precisamente. Pero supera con mucho el comer graben.

—No sabría decirlo. En realidad, nunca he comido graben.

—Probablemente no lo hubieras echado mucho en falta. Vamos: te mostraré tu habitación.

Era un cubículo de techo bajo no muy elegante: una cama con una luz de vela en el suelo a su lado, un lavamanos, una sola bombilla colgada del techo. Dispersos en un rincón había algunos libros y periódicos que debían de haber sido dejados atrás por los que habían ocupado la habitación la tarde del eclipse. Theremon vio un ejemplar del Crónica abierto por la página de su columna e hizo una mueca: era uno de sus últimos artículos, un ataque particularmente violento contra Athor y su grupo. Enrojeció y lo apartó fuera de su vista con el pie.

—¿Qué piensas hacer ahora, Theremon? —preguntó Siferra.

—¿Hacer?

—Me refiero a cuando hayas tenido ocasión de descansar un poco.

—La verdad es que no lo he pensado mucho. ¿Por qué?

—Altinol quiere saber si tienes intención de unirte a la Patrulla Contra el Fuego —dijo ella.

—¿Es eso una invitación?

—Está dispuesto a aceptarte a bordo. Eres el tipo de persona que necesita, alguien fuerte, alguien capaz de tratar con la gente.

—Sí —dijo Theremon—. Yo sería bueno aquí, ¿verdad?

—Pero está intranquilo respecto a una cosa. Sólo hay sitio para un jefe en la Patrulla, y ése es Altinol. Si te unes a nosotros, quiere que comprendas desde un principio que lo que Altinol dice se hace, sin discusión. No está seguro de lo bueno que eres recibiendo órdenes.

—Yo tampoco estoy seguro de lo bueno que soy en eso —admitió Theremon—. Pero puedo entender el punto de vista de Altinol.

—¿Te unirás a nosotros, entonces? Sé que hay problemas con el planteamiento en sí de la Patrulla. Pero al menos es una fuerza para el orden, y necesitamos algo así ahora. Y Altinol puede ser despótico, pero no es malo. Estoy convencida de ello. Simplemente cree que el momento necesita medidas fuertes y un liderazgo decidido, cosas que él es capaz de proporcionar.

—Eso no lo dudo.

—Piensa en ello esta tarde —dijo Siferra—. Si quieres unirte a la Patrulla, habla con él mañana. Sé franco con él. Él será franco contigo, puedes estar seguro de ello. En tanto que puedas asegurarle que no vas a ser ninguna amenaza directa a su autoridad. Estoy segura de que tú y él...

—No —dijo Theremon de pronto.

—¿No qué?

Él guardó silencio unos instantes. Al fin dijo:

—No necesito pasar toda la tarde pensando en ello. Ya sé cuál será mi respuesta.

Siferra le miró y aguardó.

Theremon dijo:

—No quiero unirme a Altinol. Sé la clase de hombre que es, y estoy muy seguro de que puedo arreglármelas con gente así durante cualquier período de tiempo. Y también sé que a corto plazo puede ser necesario realizar operaciones como la Patrulla Contra el Fuego. Pero a largo plazo son una mala cosa, y una vez establecidas e institucionalizadas es muy difícil librarse de ellas. Los Altinol de este mundo no ceden voluntariamente el poder. Los pequeños dictadores nunca lo hacen. Y yo no deseo que el conocimiento de que le ayudé a subirlo a la cima sea un nudo corredizo en torno a mi cuello durante todo el resto de mi vida. Reinventar el sistema feudal no me parece una solución útil a los problemas que tenemos ahora. Así que no, Siferra. No voy a llevar el pañuelo verde de Altinol. No hay ningún futuro para mí aquí.

—¿Adónde vas a ir, entonces? —dijo Siferra en voz baja.

—Sheerin me dijo que se está formando un auténtico Gobierno provisional en el parque de Amgando. Gente universitaria, quizás algunas personas del antiguo Gobierno, representantes de todo el país, se están reuniendo ahí abajo. Tan pronto como esté lo bastante fuerte para viajar me encaminaré a Amgando.

Ella le miró fijamente. No respondió.

Theremon hizo una profunda inspiración. Al cabo de un momento dijo:

—Ven conmigo al parque de Amgando, Siferra. —Adelantó una mano hacia ella. Añadió en voz baja—: Quédate conmigo esta tarde, en esta pequeña habitación mía. Y por la mañana marchémonos de aquí y vayamos juntos hacia el Sur. Tú no perteneces más que yo a este lugar. Y tenemos cinco veces más posibilidades de llegar a Amgando juntos que las que tendríamos si cualquiera de los dos intentara hacer el viaje solo.

Siferra siguió guardando silencio. Él no retiró su mano.

—¿Bien? ¿Qué dices?

Observó la sucesión de conflictivas emociones que cruzaban el rostro de ella. Pero no se atrevió a intentar interpretarlas.

Evidentemente, Siferra estaba luchando consigo misma. Pero de pronto la lucha llegó a su fin.

—Sí —dijo—. Sí. Hagámoslo, Theremon.

Y avanzó hacia él. Y tomó su mano. Y apagó la bombilla que colgaba sobre sus cabezas, aunque el suave brillo de la luz de la vela al lado de la cama permaneció.

38

—¿Sabes el nombre de esta zona residencial? —preguntó Siferra. Contempló entumecida, desanimada, el carbonizado y espectral paisaje de casas arruinadas y vehículos abandonados en el que habían entrado. Era poco antes del mediodía del tercer día de su huida del Refugio. La intensa luz de Onos iluminaba despiadadamente los ennegrecidos muros, todas las ventanas destrozadas.

Theremon negó con la cabeza.

—Se llamaba algo estúpido, puedes estar seguro de ello. Acres Dorados, o Heredad de Saro, o algo así. Pero como se llamaba no importa ahora. Ya no es una zona residencial. Lo que tenemos aquí era una elegante zona urbanizada, Siferra, pero hoy no es más que arqueología. Uno de los Suburbios Perdidos de Saro.

Habían alcanzado un punto muy al sur del bosque, casi en las afueras del cinturón suburbano que formaba los límites meridionales de Ciudad de Saro. Más allá se extendían las zonas agrícolas, pequeños pueblos y —en alguna parte muy lejos en la distancia, impensablemente lejos— su meta del parque nacional de Amgando.

Cruzar el bosque les había tomado dos días. Habían dormido la primera tarde en el viejo cobertizo de Theremon, y la segunda entre unos arbustos a medio subir la áspera ladera que conducía a las Alturas de Onos. En todo el camino no habían hallado ninguna indicación de que la Patrulla Contra el Fuego estuviera tras sus huellas. Al parecer Altinol no había hecho ningún intento de perseguirles, aunque se habían llevado consigo armas y dos abultadas mochilas de provisiones. Y seguramente, pensaba Siferra, ahora ya estaban más allá de su alcance.

—La Gran Autopista del Sur debería de estar en alguna parte por aquí, ¿no? —dijo.

—Dentro de otros tres o cuatro kilómetros —respondió él—. Si tenemos suerte no hallaremos ningún fuego activo que nos bloquee el camino.

—Tendremos suerte. Cuenta con ello.

Él se echó a reír.

—Siempre el optimismo, ¿eh?

—No cuesta más que el pesimismo —respondió ella—. De una u otra forma, pasaremos.

—Está bien. De una u otra forma.

Avanzaban a buen ritmo. Theremon parecía estarse recuperando con rapidez de la paliza que había recibido en el bosque y de sus días de hambre. Había una sorprendente resistencia en él. Fuerte como era, Siferra tenía que esforzarse para mantener su ritmo.

También se esforzaba para mantener su espíritu alto. Desde su marcha del Refugio no había abandonado ni un momento una actitud esperanzada, siempre confiada, siempre segura de que llegarían sanos y salvos a Amgando y de que hallarían a gente como ellos mismos ya dedicada intensamente al trabajo de planificar la reconstrucción del mundo. Pero, interiormente, no estaba tan segura. Y cuanto más se adentraban ella y Theremon en aquellas agradables regiones suburbanas, más difícil resultaba reprimir el horror, la impresión, la desesperación, un sentimiento de derrota total.

Era un mundo de pesadilla.

No había ninguna forma de escapar de la enormidad de todo aquello. Te volvieras hacia donde te volvieras, sólo veías destrucción.

¡Mira!, pensaba. ¡Mira! La desolación, las cicatrices, los edificios derrumbados, las paredes invadidas ya por las primeras malezas, ocupadas en buena parte por los primeros pelotones de lagartijas. Por todas partes las marcas de aquella terrible noche, cuando los dioses lanzaron una vez más su maldición sobre el mundo. El horrible olor acre del negro humo que se alzaba de los restos de los incendios que las recientes lluvias habían extinguido; el otro humo, blanco y penetrante, que se alzaba en retorcidas volutas de los sótanos aún ardiendo; las manchas sobre todo; los cuerpos en las calles, retorcidos en su agonía final; la expresión de locura en los ojos de aquellas pocas personas sobrevivientes que de tanto en tanto atisbaban por entre los restos de sus hogares...

Toda gloria desvanecida. Toda grandeza desaparecida. Todo en ruinas, todo..., como si el océano se hubiera alzado, pensó, y hubiera barrido al olvido todos los logros humanos.

Siferra no era ajena a las ruinas. Había pasado toda su vida profesional cavando en ellas. Pero las ruinas que había excavado eran antiguas, ablandadas por el tiempo, misteriosas y románticas. Lo que veía aquí ahora era demasiado inmediato, demasiado doloroso para soportarlo, y no había nada romántico en ello. Había estado preparada para aceptar la caída de las civilizaciones perdidas del pasado: llevaban consigo poca carga emocional para ella. Pero ahora era su propia época la que había sido barrida al cubo de la basura de la historia, y eso era difícil de soportar.

¿Por qué había ocurrido?, se preguntó a sí misma. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

¿Tan malvados fuimos? ¿Tanto nos alejamos del sendero de los dioses que necesitamos ser castigados de este modo?

No.

¡No!

No hay dioses, no hubo ningún castigo.

De eso estaba segura Siferra. No tenía la menor duda de que todo no era más que la obra del ciego azar, traído por los movimientos impersonales de mundos y soles inanimados e indiferentes que entraban en conjunción cada dos mil años en una desapasionada coincidencia.

Eso era todo. Un accidente.

Un accidente que Kalgash se había visto obligado a soportar una y otra vez a lo largo de su historia.

De tanto en tanto las Estrellas aparecían en toda su terrible majestad; y, en una desesperada agonía suscitada por el terror, el hombre volvía sin saberlo su mano contra sus propias obras. Vuelto loco por la Oscuridad; vuelto loco por la feroz luz de las Estrellas. Era un ciclo interminable. Las cenizas de Thombo habían contado toda la historia. Y ahora era Thombo de nuevo. Tal como Theremon había dicho: Este lugar es arqueología ahora. Exacto.

El mundo que habían conocido había desaparecido. Pero todavía estamos aquí, pensó.

¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos hacer?

El único consuelo que podía hallar entre la desolación era el recuerdo de aquella primera tarde con Theremon, en el Refugio: todo tan repentino, tan inesperado, tan maravilloso. Seguía revisándolo mentalmente, una y otra vez. Su extrañamente tímida sonrisa cuando le pidió que se quedara con él..., ¡no un truco de seductor, en absoluto! Y la expresión en sus ojos. Y la sensación de sus manos contra su piel..., su abrazo, su aliento mezclándose con el de ella...

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que había estado con un hombre? Ya casi había olvidado cómo era..., casi. Y siempre, aquellas otras veces, había habido la intranquila sensación de cometer un error, de tomar un camino equivocado, de emprender un viaje que no debería haber emprendido. No había sido así con Theremon: simplemente dejar caer las barreras y los fingimientos y los temores, una alegre rendición, una admisión, al fin, de que en este desgarrado y torturado mundo ya no tendría que seguir sola, que era necesario formar una alianza, y que Theremon, directo y brusco e incluso un poco áspero, fuerte y decidido y de confianza, era el aliado que necesitaba y deseaba.

Y así se había entregado al fin, sin vacilar y sin lamentarlo.

¡Qué ironía, pensó, que hubiera sido necesario el fin del mundo para llevarla al punto de enamorarse! Pero al menos tenía eso.

Todo lo demás podía haberse perdido; pero tenía eso al menos.

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