No, lo que había que hacer era correr a los bosques del otro extremo de la autopista. Los camiones de los Apóstoles no podrían seguirla allí. Le sería fácil perderse entre aquellos arbustos bajos y ocultarse allí para pensar su próximo movimiento.
¿Y cuál sería ése?, pensó.
Tenía que admitir que la idea de Theremon, por alocada que fuera, seguía siendo su única esperanza: robar de algún modo un camión, ir con él hasta Amgando y dar la alarma antes de que los Apóstoles pudieran poner de nuevo en movimiento su ejército.
Pero Siferra sabía que no había ni la más remota posibilidad de que pudiera simplemente acercarse de puntillas a un camión vacío, subir a él y alejarse del campamento. Los Apóstoles no eran tan estúpidos como eso. Tendría que ordenar a uno de ellos a punta de pistola que pusiera en marcha el camión por ella y le entregara los controles. Y eso implicaba llevar a cabo la complicada maniobra de intentar coger por sorpresa a algún Apóstol extraviado, ponerse sus ropas, deslizarse dentro del campamento, localizar a alguien que pudiera abrir uno de los camiones para ella...
Se sintió desanimada. Era todo tan implausible. Igual podía tomar en consideración intentar rescatar a Theremon ya que estaba puesta..., entrar en el campamento con su pistola de aguja llameando, tomar rehenes, pedir su inmediata liberación..., oh, era una absoluta locura, un sueño estúpidamente melodramático, una torpe maniobra surgida de algún libro de aventuras barato para niños...
Pero, ¿qué haré? ¿Qué haré?
Se acurrucó en medio de un grupo de arbolillos muy apretados de largas hojas plumosas y aguardó a que pasara el tiempo. Los Apóstoles no dieron ningún signo de levantar el campamento: todavía podía ver el humo de su fogata contra el cielo del atardecer, y sus camiones aún estaban aparcados donde habían estado antes a lo largo de la carretera.
La tarde iba avanzando. Onos había desaparecido del cielo. Dovim flotaba sobre el horizonte. Los únicos soles sobre su cabeza eran sus menos favoritos, los tristes y apagados Tano y Sitha, que arrojaban su fría luz desde su distante lugar en el borde del universo. O lo que la gente había creído que era el borde del universo, en aquellos lejanos e inocentes días antes de que aparecieran las Estrellas y les revelaran lo inmenso que era en realidad el universo.
Las horas transcurrieron interminables. Ninguna solución a la situación tenía sentido para ella. Amgando parecía perdido, a menos que alguien más hubiera conseguido hacerles llegar una advertencia..., ciertamente no había forma alguna en la que ellos pudieran adelantarse a los Apóstoles. Rescatar a Theremon era una idea absurda. Sus posibilidades de apoderarse de un camión y llegar ella sola a Amgando eran sólo ligeramente menos ridículas.
¿Qué entonces? ¿Quedarse simplemente sentada y mirar mientras los Apóstoles tomaban el mando de todo?
Parecía no haber otra alternativa.
En un punto durante la tarde pensó que el único camino que le quedaba abierto era entrar caminando al campamento de los Apóstoles, rendirse, y pedir ser encerrada junto a Theremon. Al menos estarían juntos. Le sorprendió lo mucho que le echaba en falta. No se habían separado ni un momento desde hacía semanas, ella que nunca había vivido con un hombre en toda su vida. Y, durante todo el largo viaje desde Ciudad de Saro, aunque habían discutido alguna que otra vez, incluso se habían peleado un poco, nunca se había sentido cansada de estar con él. Ni una sola vez. Había parecido lo más natural en el mundo para los dos el estar juntos. Y ahora ella estaba sola de nuevo.
Adelante, se dijo a sí misma. Entrégate. Al fin y al cabo, todo está perdido, ¿no?
Se hizo más oscuro. Las nubes velaron la helada luz de Sitha y Tano, y el cielo se volvió tan penumbroso que medio esperó que reaparecieran las Estrellas.
Adelante, se dijo con amargura. Salid y brillad. Conducid a todo el mundo a la locura de nuevo. ¿Qué daño puede hacer? El mundo sólo puede ser aplastado una vez, y eso ya se ha hecho.
Pero las Estrellas, por supuesto, no aparecieron. Velados como estaban, Tano y Sitha arrojaban sin embargo suficiente luz como para enmascarar el resplandor de esos distantes puntos de misterioso brillo. Y, a medida que transcurrían las horas, Siferra se dio cuenta de que su humor cambiaba por completo, de un derrotismo total a una nueva sensación de casi temeraria esperanza.
Cuando todo está perdido, se dijo a sí misma, no queda nada que perder. Bajo el mando de la penumbra vespertina se deslizaría al interior del campamento de los Apóstoles y —de algún modo, de algún modo— se apoderaría de uno de sus camiones. Y rescataría a Theremon también, si podía arreglarlo. ¡Y, luego, hacia Amgando! Cuando Onos se alzara en el cielo mañana estaría allá, entre sus amigos de la universidad, con tiempo más que suficiente para hacerles saber que tenían que dispersarse antes de que llegara el ejército enemigo.
De acuerdo, pensó. Adelante.
Lentamente..., lentamente..., con más cautela que antes, sólo por si había centinelas ocultos entre la hierba...
Fuera del bosque. Un momento de inseguridad allí: se sintió tremendamente vulnerable, ahora que había abandonado detrás la seguridad de sus densos arbustos. Pero la penumbra seguía protegiéndola. Ahora a través del espacio despejado que conducía del bosque a la autopista elevada. Bajo las grandes patas de metal de la calzada y por el descuidado campo donde ella y Theremon habían sido sorprendidos aquella tarde.
Ahora agacharse y deslizarse con precaución, de la misma forma que lo habían hecho antes. Cruzar de nuevo el campo..., mirando hacia uno y otro lado, buscando centinelas que pudieran estar de guardia en el perímetro del campamento de los Apóstoles...
Llevaba la pistola de aguja en la mano, ajustada al mínimo de apertura, el más fino, enfocado y mortífero haz que podía producir el arma. Si alguien caía sobre ella ahora, mucho peor para él. Había demasiado en juego para preocuparse por detalles de moralidad civilizada. Mientras aún tenía la cabeza medio perdida había matado a Balik en el laboratorio de arqueología, sin pretenderlo, pero ahora estaba muerto de todos modos; y, un poco para su sorpresa, se halló completamente dispuesta a matar de nuevo, esta vez intencionadamente, si las circunstancias lo requerían. Lo más importante era conseguir un vehículo y salir de allí y llevar la noticia de la aproximación de los Apóstoles a Amgando. Todo lo demás, Incluidas las consideraciones de moralidad, era secundario. Todo. Esto era la guerra.
Hacia delante. La cabeza gacha, los ojos alzados, el cuerpo inclinado. Ahora estaba tan sólo a unas pocas docenas de metros del campamento.
Todo estaba muy silencioso allí. Probablemente la mayoría de sus ocupantes estaban dormidos. Siferra creyó divisar en el lodoso grosor a un par de figuras al otro extremo de la fogata principal, aunque el humo que se alzaba de ella hacía difícil estar segura. Lo que tenía que hacer, pensó, era deslizarse a las sombras profundas detrás de uno de los camiones y lanzar una piedra contra un árbol a una cierta distancia. Los centinelas irían probablemente a investigar; y si se separaban para hacerlo, ella podría deslizarse detrás de uno, clavar la pistola en su espalda, advertirle que se mantuviera quieto y en silencio, hacer que se despojara de sus ropas...
No, pensó. Nada de advertirle. Sólo dispararle, rápidamente, y tomar sus ropas, antes de que pudiera dar la alarma. Después de todo, eran Apóstoles. Fanáticos.
Su repentina sangre fría la sorprendió...
Adelante. Adelante. Estaba casi junto al camión más cercano ahora. En la oscuridad al lado opuesto del campamento. ¿Dónde había una piedra? Aquí. Sí, ésta serviría. Pasar la pistola a la mano izquierda por un momento. Ahora, arrojar la piedra contra ese gran árbol de ahí...
Alzó la mano para efectuar el lanzamiento. Y en aquel momento sintió que una mano sujetaba su muñeca izquierda desde atrás y un poderoso brazo se cerraba en torno a su garganta.
¡Atrapada!
El shock y el ultraje, y una sacudida de enloquecedora frustración, la recorrieron de pies a cabeza. Furiosa, lanzó su pie hacia atrás, con todas sus fuerzas, y alcanzó algo. Oyó un gruñido de dolor. No lo suficiente para soltar la presa, sin embargo. Se retorció a medias y pateó de nuevo, e intentó al mismo tiempo pasar la pistola de aguja de su mano izquierda a la derecha.
Pero su asaltante tiró de su mano izquierda hacia arriba en un corto, seco y doloroso gesto que la aturdió y envió el arma fuera de su mano. El otro brazo, el que apretaba su garganta, se tensó con una estrangulante intensidad. Siferra jadeó y tosió. ¡Por la Oscuridad! ¡De todas las estupideces, dejar que alguien se acercara subrepticiamente hasta ella mientras se acercaba subrepticiamente hasta ellos!
Las lágrimas de rabia ardieron en sus mejillas. Pateó furiosa hacia atrás de nuevo, y luego otra vez.
—Tranquila —susurró una voz profunda—. Puedes hacerme daño, Siferra.
—¿Theremon? —dijo Siferra, aturdida.
—¿Quién te pensabas que era? ¿Mondior?
La presión sobre su garganta se relajó. La mano que aferraba su muñeca soltó su presa. Ella dio un par de tambaleantes pasos hacia delante, luchando por recobrar el aliento. Luego, aturdida por la confusión, giró en redondo para mirarle.
—¿Cómo conseguiste liberarte? —preguntó.
Él sonrió.
—Fue un milagro sagrado. Un milagro absolutamente sagrado. Te estuve observando todo el tiempo, desde que saliste del bosque. Fuiste muy buena, debo admitirlo. Pero estabas tan concentrada en llegar hasta aquí sin ser descubierta que no me viste trazar un círculo alrededor tuyo hasta situarme detrás de ti.
—Gracias a los dioses que eras tú, Theremon. Aunque me hayas dado el susto de mi vida cuando me agarraste. Pero..., ¿por qué te quedas aquí inmóvil? Rápido, cojamos uno de estos camiones y salgamos de aquí antes de que nos vean.
—No —dijo él—. El plan ya no es ése.
Ella le dirigió una mirada inexpresiva.
—No entiendo.
—Lo harás. —Ante su asombro, dio unas palmadas y llamó en voz alta—: ¡Por aquí, amigos! ¡Aquí está!
—¡Theremon! ¿Acaso te has vuelto lo...?
El haz de una linterna la golpeó en pleno rostro con un impacto casi tan devastador como el de las Estrellas. Permaneció allí de pie, cegada, agitando la cabeza, asombrada y consternada. Había figuras moviéndose a todo su alrededor, pero transcurrió otro momento antes de que sus ojos se adaptaran lo suficiente a la repentina claridad para distinguirlas.
Apóstoles. Media docena de ellos.
Miró acusadora a Theremon. Éste parecía tranquilo y muy complacido consigo mismo. Su aturdida mente apenas podía empezar a aceptar la idea de que la había traicionado.
Cuando intentó hablar, tan sólo secos monosílabos brotaron de su boca:
—¿Por... qué... yo...?
Theremon sonrió.
—Ven conmigo, Siferra. Quiero que conozcas a alguien.
—No hay realmente ninguna necesidad de que me mire con esos ojos furiosos, doctora Siferra —dijo Folimun—. Puede que le cueste creerlo, pero está usted entre amigos aquí.
—¿Amigos? Usted debe de pensar que soy una mujer muy crédula.
—En absoluto. Antes al contrario.
—Invade usted mi laboratorio y roba inapreciable material de investigación. Ordena a sus hordas que conviertan a unos seguidores supersticiosos en locos asesinos y les hace invadir el observatorio y destruir el equipo con el que los astrónomos de la universidad están intentando realizar una investigación única y esencial. Ahora hipnotiza a Theremon para que haga su voluntad, y le envía a que me capture y me entregue a usted como prisionera. ¿Y luego me dice que estoy entre amigos?
—Yo no he sido hipnotizado, Siferra —dijo Theremon en voz baja—. Y tú no eres ninguna prisionera.
—Por supuesto que no. Y esto no es más que un mal sueño: el Anochecer, los fuegos, el colapso de la civilización, todo. Dentro de una hora despertaré en mi apartamento de Ciudad de Saro y todo será exactamente igual que cuando me fui a dormir.
Theremon, de pie frente a ella en medio de la tienda de Folimun, pensó que nunca había estado tan hermosa como en este momento. Sus ojos eran luminosos por la furia. Su piel parecía resplandecer. Había un aura de intensamente enfocada energía en torno a ella que consideraba irresistible.
Pero éste no era el momento de decirle nada de aquello.
—Por robar sus tablillas, doctora Siferra, no puedo hacer otra cosa más que ofrecerle mis disculpas —dijo Folimun—. Fue un desvergonzado acto de latrocinio, que le aseguro que nunca lo hubiera autorizado de no haberlo hecho usted necesario.
—¿Que yo lo hice...?
—Exacto. Insistió usted en mantenerlas en su posesión..., en situar esas inapreciables reliquias de un ciclo anterior en peligro en unos momentos en los que el caos estaba a punto de desencadenarse y, por todo lo que usted misma sabía, los edificios de la universidad iban a resultar destruidos hasta el último ladrillo. Consideramos esencial que fueran trasladadas a un lugar seguro, es decir, que pasaran a nuestras manos, y puesto que usted no lo autorizó nos vimos obligados a tomarlas sin su permiso.
—Yo hallé esas tablillas. Ustedes nunca hubieran sabido que existían si yo no las hubiera desenterrado.
—Lo cual no tiene nada que ver con lo que estamos hablando —dijo Folimun con voz suave—. Una vez las tablillas fueron descubiertas, se convirtieron en algo vital para nuestras necesidades..., para las necesidades de la Humanidad. Creímos que el futuro de Kalgash era más importante que los intereses de su propietario personal en el caso de sus artefactos. Como puede ver usted, hemos traducido completamente las tablillas ahora, haciendo uso del antiguo material textual que se hallaba ya a nuestra disposición, y han añadido muchos elementos nuevos a nuestra comprensión de los extraordinarios desafíos a los que la vida civilizada de Kalgash debe enfrentarse periódicamente. Las traducciones del doctor Mudrin eran, por desgracia, muy superficiales. Pero las tablillas proporcionan una versión exacta y convincente, no corrompida por siglos de alteraciones y errores textuales como las crónicas que nos han llegado bajo el nombre del Libro de las Revelaciones. El Libro de las Revelaciones, debo confesarlo, está lleno de misticismo y metáfora, adoptados con fines propagandísticos. Las tablillas de Thombo son relatos históricos directos de dos advenimientos de las Estrellas distintos que se remontan a hace miles de años, y de los intentos hechos por los sacerdotes de aquel tiempo de advertir a la población de lo que iba a ocurrir. Ahora podemos demostrar que, a lo largo de la historia y prehistoria de Kalgash, pequeños grupos de gente dedicada ha luchado una y otra vez por preparar al mundo para la disrupción que cae repetidamente sobre él. Los métodos que usaron, evidentemente, eran insuficientes para el problema. Ahora, al fin, ayudados como estamos por el conocimiento de los pasados errores, seremos capaces de ahorrar a Kalgash otra crisis devastadora cuando el actual Año de Gracia llegue a su fin dentro de dos mil años.