Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—Bueno, la harina no es un huevo; sale de moler…
—¿Con cuántas muelas? —dijo la Reina Blanca—. No te saltes tantas explicaciones.
—¡Abanícale la cabeza! —intervino preocupada la Reina Roja—. Le va a dar calentura de tanto pensar —y se pusieron las dos a abanicarla con puñados de hojas, hasta que ella tuvo que rogarles que lo dejasen, ya que le alborotaban el pelo.
—Ya se encuentra bien otra vez —dijo la Reina Roja—. ¿Sabes idiomas? ¿Cómo se dice en francés pim pam pum?
—Pim pam pum no es inglés —contestó Alicia seria.
—¿Quién te ha dicho que lo sea? —dijo la Reina Roja.
Alicia pensó que esta vez tenía una forma de salir del apuro: «¡Si me decís en qué idioma está “pim pam pum”, os diré cómo es en francés!» —exclamó triunfalmente.
Pero la Reina Roja se enderezó, un poco envarada, y dijo: «Las Reinas jamás hacen tratos».
«Pues ojalá no hicieran jamás preguntas», pensó Alicia para sí.
—No discutamos —dijo la Reina Blanca en tono preocupado—. ¿Qué es lo que produce el rayo?
—Lo que produce el rayo —dijo Alicia con decisión, ya que se sentía completamente segura sobre esto— es el trueno…; ¡no, no! —se apresuró a rectificar—. Quiero decir al revés.
—Es demasiado tarde para rectificar —dijo la Reina Roja—: una vez que has dicho una cosa, se queda como está, y te toca cargar con las consecuencias.
—Eso me recuerda… —dijo la Reina Blanca, bajando la mirada y enlazando y desenlazando las manos con nerviosismo—, la tormenta que tuvimos el martes pasado… o sea, una de la última tanda de martes
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.
Alicia se quedó desconcertada: «En
nuestro
país —comentó— sólo tenemos un día cada vez».
La Reina Roja dijo: «Esa es una forma bastante raquítica y pobretona de hacer las cosas.
Aquí
, en cambio, tenemos casi siempre los días y las noches en grupos de dos y de tres, y a veces en invierno hasta cinco noches juntas… para que den más calor».
—¿Son más calientes cinco noches que una, entonces? —se atrevió a preguntar Alicia.
—Cinco veces más, por supuesto.
—Pues tendrían que ser cinco veces más
frías
, por la misma regla…
—¡Exactamente! —gritó la Reina Roja—. ¡Cinco veces más calientes, y cinco veces más frías…! ¡Igual que yo soy cinco veces más rica que tú, y cinco veces más lista!
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Alicia suspiró y se dio por vencida. «¡Es exactamente como un acertijo sin solución!», pensó.
—Tentetieso vio la tormenta también —prosiguió la Reina Blanca en voz baja, como si hablase más para sí misma—. Llegó a la puerta con un sacacorchos en la mano…
—¿Qué quería? —preguntó la Reina Roja.
—Dijo que
quería
entrar —prosiguió la Reina Blanca— porque estaba buscando un hipopótamo. Pero daba la casualidad de que no había ninguno en casa, esa mañana.
—¿Suele haberlo? —preguntó Alicia en tono asombrado.
—Bueno, sólo los jueves —dijo la Reina.
—Yo sé a qué vino —dijo Alicia—: quería castigar a los peces, porque
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…
Aquí la Reina empezó otra vez: «¡
Qué
tormenta, no os podéis imaginar!» («Ella no podría», dijo la Reina Roja). «Parte del tejado se vino abajo, y empezaron a colarse los truenos… y rodaban por la habitación como grandes moles; atropellando mesas y demás…, ¡me asusté tanto, que era incapaz de recordar mi propio nombre!»
Alicia pensó para sí: «¡Jamás se me ocurriría
tratar
de recordar mi nombre en medio de un accidente! ¿De qué serviría?»; pero no lo dijo en voz alta por temor a herir los sentimientos de la pobre Reina.
—Vuestra Majestad debe excusarla —dijo la Reina Roja a Alicia, cogiendo una mano de la Reina Blanca entre las suyas, y acariciándola dulcemente—: tiene buena intención, pero no puede evitar decir tonterías, por regla general.
La Reina Blanca miró tímidamente a Alicia, y ésta comprendió que
debía
decir algo amable, aunque la verdad es que no se le ocurrió nada en ese momento.
—No llegaron a educarla bien, en realidad —prosiguió la Reina Roja—: ¡pero es asombroso el buen carácter que tiene! ¡Dale unas palmaditas en la cabeza, y verás lo contenta que se pone! —pero eso era más de lo que Alicia se habría atrevido a hacer.
—Un poco de amabilidad… y cogerle papillotes… le sentaría de maravilla.
La Reina Blanca dejó escapar un hondo suspiro, y apoyó la cabeza en el hombro de Alicia. «¡Qué sueño tengo!», gimió.
—¡Está cansada, pobrecita! —dijo la Reina Roja—. Alísale el pelo, préstale el gorro de dormir… y cántale una dulce nana.
—No tengo aquí gorro de dormir —dijo Alicia, tratando de cumplir la primera sugerencia—, y no me sé ninguna nana.
—Tendré que cantársela yo, entonces —dijo la Reina Roja, y empezó
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:
¡Ea, mi señora, en brazos de Alicia!
Hasta que empiece la fiesta, tendremos siesta.
¡Y cuando termine, iremos a bailar,
la Reina Roja, la Blanca, Alicia y los demás!
—Y ahora que sabes la letra —añadió, apoyando la cabeza en el otro hombro de Alicia—, cántamela entera a
mí
. Me está entrando sueño también —un momento después las dos Reinas estaban profundamente dormidas y roncaban de manera audible.
—¿Qué
voy
a hacer? —exclamó Alicia, mirando en torno suyo con gran perplejidad cuando, primero una y luego la otra, rodaron las cabezas de sus hombros, y se instalaron como un pesado bulto en su regazo—. ¡No creo que haya ocurrido
nunca
que alguien haya tenido que cuidar a dos Reinas dormidas a la vez! Jamás en toda la Historia de Inglaterra… ¡no podría ser, porque nunca ha habido más de una Reina al mismo tiempo! ¡Despertad, pesadas! —prosiguió en tono impaciente; pero no tuvo más respuesta que unos suaves ronquidos.
Los ronquidos se hacían más claros a cada minuto, y sonaban como una canción; por último, llegó incluso a distinguir palabras, y se puso a escuchar con tanto interés que, cuando las dos cabezotas se desvanecieron súbitamente de su regazo, apenas reparó en ello.
Estaba delante de una puerta, en cuyo arco había escritas las palabras: «REINA ALICIA» con grandes letras, y a cada lado del arco había un tirador de campanilla: en uno se indicaba: «Visitas», y en el otro: «Servidumbre».
«Esperaré a que termine la canción», pensó Alicia, «y luego llamaré en… en… ¿en
qué
campanilla?», prosiguió, perplejísima ante los letreros. «No soy una visita, ni soy una criada.
Debería
haber una que pusiera "Reina".»
En ese preciso momento la puerta se abrió un poco, y un bicho de pico largo asomó la cabeza un momento y dijo: «¡Se prohíbe la entrada hasta dentro de dos semanas!», y cerró otra vez con un portazo.
Alicia hizo sonar inútilmente las dos campanillas y golpeó la puerta durante un buen rato; por último, un Sapo viejísimo que estaba sentado al pie de un árbol se levantó y se acercó renqueando adonde estaba ella: iba vestido de amarillo vivo y calzaba unas enormes botas.
—¿Qué pasa, vamos a ver? —dijo el Sapo en un susurro áspero y profundo.
Alicia se volvió, dispuesta a criticar a quien fuera. «¿Dónde está el criado que se encarga de contestar a la puerta?», empezó furiosa.
—¿Qué puerta? —dijo el Sapo.
Alicia casi dio una patada en el suelo, irritada por aquella manera de arrastrar las palabras: «¡Pues
ésta
, naturalmente!».
El Sapo se quedó mirando la puerta con sus grandes ojos turbios durante un minuto; luego se acercó y la frotó con el pulgar, como para probar si se desprendía la pintura: a continuación miró a Alicia.
—¿Contestar a la puerta? —dijo—. ¿Qué ha preguntado? —era tan ronca su voz que Alicia apenas le entendió.
—No sé qué quiere decir —dijo.
—Pues hablo inglés, ¿no? —prosiguió el Sapo—. ¿O es que estás sorda? ¿Qué te ha preguntado?
—¡Nada! —dijo Alicia impaciente—. La ha golpeado para llamar.
—No debías haberlo hecho…, no debías… —murmuró el Sapo—. Eso le molesta —y a continuación fue a la puerta y le largó una patada con uno de sus enormes pies—. Déjela en paz —jadeó, mientras regresaba renqueando a su árbol—, ya verás cómo ella te deja en paz a ti.
En este momento se abrió la puerta de par en par, y se oyó una voz chillona que cantaba
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:
«Al Mundo del Espejo Alicia así le dijo:
El cetro tengo en la mano, la corona en la cabeza.
Que vengan los seres del Espejo, sean lo que sean,
a cenar con la Reina Roja, la Blanca y conmigo.»
Y cientos de voces cantaron a coro:
«Llenad las copas cuan deprisa podáis,
regad la mesa de botones y salvado;
echad gatos en el café, ratones en el té.
¡Bienvenida la Reina Alicia treinta-veces-tres!»
Siguió un jadeo de aclamaciones, y Alicia pensó para sí: «Treinta veces tres son noventa. ¿Será que alguien está contando?». Un minuto después volvió a reinar silencio, y la misma voz chillona cantó otra estrofa:
«¡Seres del Espejo», dijo Alicia, «aquí reunidos,
un honor es verme, un favor oírme:
un privilegio tomar el té,
con la Reina Roja, la Blanca y conmigo!»
Y volvió a atacar el coro:
«Llenad la copa de melaza y de tinta,
o de alguna otra agradable bebida:
Mezclemos la sidra y la arena, la lana y el vino.
¡Bienvenida la Reina Alicia noventa-veces-cinco!»
«¡Noventa veces cinco!», repitió Alicia con desesperación. «¡Oh, no terminará en la vida! Será mejor que entre inmediatamente…» Conque entró y, en el instante en que apareció, se hizo un silencio mortal.
Alicia miró nerviosa a lo largo de la mesa, mientras avanzaba por el gran salón, y observó que había unos cincuenta invitados, de todas clases: unos eran mamíferos, otros pájaros; había incluso unas cuantas flores: «Me alegro de que hayan venido sin esperar a que se les invitase», pensó; «¡no habría sabido a qué gente debía invitar!».
Había tres sillas a la cabecera de la mesa: las Reinas Roja y Blanca ocupaban ya las suyas, pero la del centro estaba vacía. Alicia se sentó en ella, algo cohibida por el silencio, y deseosa de que hablara alguien.
Por último, empezó la Reina Roja: «Te has perdido la sopa y el pescado», dijo. «¡Traed el asado!» Y los camareros pusieron una pierna de cordero delante de Alicia, que la miró con preocupación, ya que nunca había tenido que trinchar un asado.
—Pareces un poco cohibida: permíteme que te presente a esta pierna de cordero —dijo la Reina Roja—. Alicia, éste es Cordero; Cordero, ésta es Alicia —la pierna de cordero se levantó de la fuente e hizo una leve inclinación a Alicia; y Alicia le devolvió el saludo, sin saber si asustarse o reírse.