Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner
Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico
—¿No me has oído decir «alza»? —exclamó la Oveja irritada, cogiendo un puñado entero de agujas.
—Claro que sí —dijo Alicia—; lo ha dicho un montón de veces… y bien alto. Dígame, por favor, ¿dónde
están
los cangrejos?
—¡En el agua, naturalmente! —dijo la Oveja, hincándose en el pelo algunas de las agujas, ya que tenía las manos llenas—. ¡Venga, alza!
—¿
Por qué
dice tanto «alza»? —preguntó Alicia finalmente, bastante molesta—. ¡No voy a alzar el vuelo! ¡No soy un ave!
—¡Sí lo eres! —dijo la Oveja—: eres una gansa.
Esto ofendió un poco a Alicia, de modo que dejó de hablar durante un minuto o dos, mientras el bote seguía deslizándose suavemente, unas veces entre bancos de algas (que retenían los remos en el agua más embarazosamente que nunca), y otras bajo árboles; pero siempre con los mismos ribazos asomando severos por encima de sus cabezas.
—¡Oh, por favor! ¡Hay juncos olorosos! —exclamó Alicia en un súbito arrebato de entusiasmo—; son de verdad… ¡y qué preciosos!
—No hace falta que
me
digas «por favor» a propósito de los juncos —dijo la Oveja sin levantar los ojos de su labor—: no los he puesto yo ahí, ni los voy a quitar.
—No, pero lo que yo quería decir, es: por favor, ¿podemos detenernos a coger algunos? —suplicó Alicia—. Si no le importa detener la barca un minuto.
—¿Cómo voy
yo
a detenerla? —dijo la Oveja—. Si dejas de remar, se detendrá ella sola.
Así que dejó que la barca fuera a la deriva, llevada por la corriente, hasta que se deslizó suavemente entre los ondulantes juncos. Entonces se subió con cuidado las mangas y sumergió los bracitos hasta el codo, para coger los juncos lo más abajo posible antes de arrancarlos… y durante un rato, Alicia se olvidó por completo de la Oveja y de su labor, mientras se inclinaba por encima del costado de la barca, con las puntas de su enmarañado cabello sumergidas en el agua…, y miraba con ojos ansiosos y brillantes, una tras otra, las matas de juncos olorosos…
«¡Espero que no vuelque la barca!», se dijo. «¡Oh,
qué
precioso! Lástima no haberlo podido alcanzar.» Y la verdad es que resultaba un poco irritante («casi como si fuese adrede», pensó) el que, aunque conseguía coger montones de preciosos juncos al pasar la barca junto a ellos, los más bonitos estuvieran siempre fuera de su alcance.
—¡Los más bonitos están siempre más allá! —dijo por último, con un suspiro, ante la terquedad de los juncos en crecer tan retirados, al tiempo que, con las mejillas encendidas y el pelo y las manos goteando, volvía a colocarse en su asiento y se ponía a ordenar sus tesoros recién encontrados.
¿Qué le importaba que los juncos hubieran empezado a marchitarse y a perder su fragancia y su belleza desde el instante mismo de cogerlos?
[13]
Como sabéis, hasta los juncos olorosos de verdad duran un momento tan sólo…; en cuanto a éstos, que eran juncos soñados, se deshacían casi como la nieve, amontonados a sus pies…, pero Alicia apenas se daba cuenta de ello; había muchísimas otras cosas curiosas en qué pensar.
No se habían alejado mucho, cuando la pala de uno de los remos se atascó en el agua, y no
quería
salir (así es como Alicia lo explicó más tarde); el resultado fue que el puño del remo la pilló por debajo de la barbilla, y a pesar de una serie de grititos: «¡Ay, ay, ay!», de la pobre Alicia, la barrió de su asiento y la arrojó sobre el montón de juncos.
Sin embargo, no se hizo ningún daño, y volvió a incorporarse enseguida; la Oveja seguía con su labor como si nada hubiera ocurrido.
—¡Precioso cangrejo el que has cogido! —comentó, mientras Alicia volvía a sentarse en el banco, aliviadísima de encontrarse todavía en la barca.
—¿De veras? Pues no lo he visto —dijo Alicia, asomándose precavidamente por encima de la regala y escrutando las oscuras aguas—. ¡Ojalá no se hubiese soltado!…, ¡me encantaría llevarme a casa un cangrejito!
Pero la Oveja se limitó a reír desdeñosamente, y siguió haciendo punto.
—¿Hay muchos cangrejos aquí? —dijo Alicia.
—Cangrejos, y toda clase de cosas —dijo la Oveja—. Hay para todos los gustos; no tienes más que escoger. Veamos, ¿qué quieres comprar?
—¿Comprar? —repitió Alicia en un tono que era mitad de asombro, mitad de susto… porque los remos, la barca y el río habían desaparecido en un instante, y estaba otra vez en la tiendecita oscura.
—Quisiera comprar un huevo, por favor —dijo tímidamente—. ¿A cómo son?
—A cinco peniques y cuarto, uno; y a dos peniques el par —replicó la Oveja.
—Entonces, ¿dos son más baratos que uno? —dijo Alicia en tono sorprendido, sacando su monedero.
—Pero si compras dos,
tienes
que comerte los dos —dijo la Oveja.
—Entonces, deme
uno
, por favor —dijo Alicia, mientras dejaba el dinero en el mostrador. Porque pensó para sí: «No vaya a ser que no estén buenos».
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La Oveja cogió el dinero, y lo metió en una caja; luego dijo: «Yo nunca pongo las cosas en la mano de la gente…, no conviene; tienes que cogerlo tú misma».
Dicho esto, fue al otro extremo de la tienda
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, y colocó el huevo de pie en un estante.
«No sé
por qué
no conviene», pensó Alicia, abriéndose paso a tientas entre mesas y sillas, ya que la tienda estaba muy oscura en el fondo. «El huevo parece estar cada vez más lejos, a medida que avanzo hacia él. Pero bueno, ¿es esto una silla? ¡Válgame Dios, si tiene ramas! ¡Qué extraño, encontrar árboles aquí! ¡Y además, hay un arroyuelo! ¡Pues sí, es la tienda más extraña que he visto en mi vida!»
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Así que siguió andando, más asombrada a cada paso, mientras todas las cosas se iban convirtiendo en árboles en cuanto ella se acercaba, y convencida de que al huevo le pasaría lo mismo también.
Tentetieso
Sin embargo, el huevo se limitó a aumentar cada vez más de tamaño, y a hacerse más humano; cuando Alicia llegó a unas yardas de él, vio que tenía ojos y nariz y boca; y cuando estuvo muy cerca, se dio cuenta claramente de que era el mismísimo TENTETIESO. «¡No puede ser nadie más!», se dijo, ¡Estoy tan segura como si tuviese el nombre escrito por toda su cara!»
Podía haberlo llevado escrito un centenar de veces, fácilmente, sobre aquella enorme cara. Tentetieso estaba sentado con las piernas cruzadas como un turco, encima de una alta tapia… tan estrecha que Alicia se asombró de que pudiese mantenerse en equilibrio; y como tenía la mirada constantemente fija al frente y no hacía el menor caso de ella, pensó que sería de trapo, en definitiva.
—¡Qué parecido es a un huevo! —dijo en voz alta ante él, con las manos dispuestas a cogerlo, convencida de que se iba a caer de un momento a otro.
—Es muy
irritante —dijo Tentetieso tras un largo silencio, con la mirada apartada de Alicia mientras hablaba— que le llamen a uno huevo…
¡mucho!
—He dicho que
parecía
un huevo, señor —explicó Alicia amablemente—. Y usted sabe que algunos huevos son preciosísimos —añadió, esperando convertir su comentario en un cumplido.
—¡Alguna gente —dijo Tentetieso, sin dejar de mirar a otra parte— tiene menos sentido que un niño de pañales!
Alicia no supo qué decir a eso: no era en absoluto una conversación, pensó, puesto que nunca se dirigía a
ella
; de hecho, su último comentario iba claramente dirigido a un árbol…, así que recitó en voz baja para sí
[1]
:
«Tentetieso estaba en la tapia
y se dio el gran batacazo.
Los caballos y los hombres del Rey
no pudieron volverlo a subir a lo alto.»
—Ese último verso es demasiado largo para la poesía —añadió ella misma, casi en voz alta, olvidando que la oiría Tentetieso.
—Deja de charlar contigo misma de esa manera —dijo Tentetieso, mirándola por primera vez—, y dime tu nombre y ocupación.
—Me
llamo
Alicia, pero…
—¡Qué nombre más estúpido! —interrumpió Tentetieso con impaciencia—. ¿Qué significa?
—¿
Tiene
que significar algo un nombre? —preguntó Alicia dubitativa.
—Naturalmente —dijo Tentetieso con una risa seca—: el
mío
significa lo que soy…, y una figura bien elegante que tengo, por cierto. Con un nombre como el tuyo podrías tener cualquier forma, casi.
[2]
—¿Por qué está sentado ahí completamente solo? —dijo Alicia, no queriendo empezar una discusión.
—¡Pues, porque no hay nadie conmigo! —exclamó Tentetieso—. ¿Creías que no iba a saber contestar a
eso
? Venga, haz otra pregunta.
—¿No cree usted que estaría más seguro en el suelo? —prosiguió Alicia, sin la menor intención de proponer un acertijo, sino simplemente movida por su amable preocupación por el extraño ser—. ¡Esa tapia es
estrechísima
!
—¡Qué tremendamente fáciles son los acertijos que planteas! —gruñó Tentetieso—. ¡Pues claro que no lo creo! Si llegara a caerme, cosa que no es posible, pero
si
me cayese… —aquí frunció los labios y adoptó una expresión tan solemne e importante que Alicia apenas podía contener la risa—.
Si
llegase a caerme —continuó—,
el Rey me ha prometido
… ¡ah, puedes palidecer, si quieres! No creías que iba a decir eso, ¿verdad?
El Rey me ha prometido, con su propia boca
… que… que…
—Enviará a todos sus caballos y a todos sus hombres —interrumpió Alicia, indiscretamente.
—¡Vaya, me parece bastante feo! —exclamó Tentetieso, en un acceso de súbito malhumor—. ¡Has estado escuchando en las puertas, detrás de los árboles… y al pie de las chimeneas…; de lo contrario, no lo sabrías!
—¡Pues no lo he hecho! —dijo Alicia con mucha suavidad—. Viene en un libro.
—¡Ah, bueno! Puede que escriban esas cosas en un
libro
—dijo Tentetieso en un tono más calmado—. Es lo que llaman Historia de Inglaterra, ¿no? ¡Pues ahora mírame bien! Aquí donde me ves, he hablado con un Rey, nada menos; puede que no vuelvas a ver a nadie más que lo haya hecho; ¡y para demostrarte que no soy orgulloso, puedes estrecharme la mano!
[3]
—y sonrió casi de oreja a oreja, al tiempo que se inclinaba hacia adelante (con lo que estuvo cerquísima de caerse), y le ofreció la mano a Alicia. Ella le observó con cierta inquietud al cogérsela. «Si sonriese mucho más, se le podrían juntar por detrás las comisuras de la boca», pensó; «¡y entonces no sé
qué
le pasaría a su cabeza! ¡Me temo que se le separaría!».
—Sí, a todos los caballos y a todos sus hombres —prosiguió Tentetieso—. ¡Me recogerían otra vez al instante, ya lo creo! Pero esta conversación va un poco demasiado deprisa: volvamos al penúltimo comentario.
—Me temo que no recuerdo sobre qué era —dijo Alicia muy cortésmente.
—En ese caso empecemos de nuevo —dijo Tentetieso—; ahora me toca a mí elegir el tema… —(«¡Habla como si se tratase de un juego!», pensó Alicia)—. La pregunta que te hago es ésta: ¿Qué edad has dicho que tenías?
Alicia hizo un breve cálculo, y dijo: «Siete años y seis meses».
—¡Mal! —exclamó Tentetieso triunfalmente—. ¡Tú no habías dicho ni una palabra de eso!
—Yo creía que quería decir usted «¿Qué edad
tienes
?» —explicó Alicia.
—Si hubiese querido decir eso, lo habría dicho —dijo Tentetieso.
Alicia no quería iniciar otra discusión, así que no dijo nada.
—¡Siete años y seis meses! —repitió Tentetieso pensativo—. Una edad muy incómoda. Si me hubieses pedido consejo, te habría dicho: «Déjalo a los siete»…, pero ahora ya es demasiado tarde.
—Yo nunca pido consejo para crecer —dijo Alicia con indignación.
—¿Demasiado orgullosa? —preguntó el otro.
Alicia se sintió más indignada aún ante esta sugerencia. «Me refiero —dijo— a que una no puede evitar hacerse mayor.»
—
Una
quizá no —dijo Tentetieso—; pero
dos
sí. Con la ayuda necesaria, podrías haberte quedado en los siete.
[4]
—¡Qué bonito cinturón lleva! —comentó Alicia de repente (ya habían hablado más que suficiente de la edad, pensó; y si de verdad iban a elegir tema por turno, ahora le tocaba a
ella
)—. O más bien —rectificó, después de pensarlo—, qué bonita corbata, he querido decir…, no, cinturón, mejor dicho… ¡usted perdone! —añadió, apurada, ya que Tentetieso parecía bastante ofendido, y ella empezaba a desear no haber elegido este tema de conversación. «¡Ojalá supiera», pensó para sus adentros, «qué es el cuello, y qué la cintura!».