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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (33 page)

—¿Qué cambió?

Spike abrió una caja de munición y metió un cartucho en la recámara.

—El aumento del secularismo tuvo algo que ver, pero sobre todo la reanimación cardiorrespiratoria. Te mueres, vienes aquí, alguien te resucita y te vas.

—Vale. Bien. ¿Qué hace el presidente aquí?

Spike se llenó los bolsillos de cartuchos y se metió la escopeta recortada en un bolsillo interior muy profundo del abrigo.

—Un accidente. No debería estar aquí… ni nosotros. ¿Llevas armas?

Asentí.

—Entonces veamos cómo están las cosas. Actúa como si estuvieses muerta… no queremos llamar la atención.

Recorrimos despacio el aparcamiento en dirección al edificio. Junto a nosotros pasaban las grúas que se llevaban los coches vacíos de las almas que se habían ido, perdiéndose en la neblina que cubría la salida.

Abrimos la puerta y entramos, pasando de un representante del club del automóvil que, con desgana, intentó hacernos socios. El interior estaba bien iluminado, era espacioso, olía levemente a desinfectante y era básicamente idéntico a cualquier otra área de servicio que hubiese visto en mi vida. La diferencia principal eran los visitantes. Hablaban en voz baja y apagada, y sus movimientos eran lánguidos, como si la carga de la vida les pesase sobre los hombros. Y también me di cuenta de que, a pesar de que mucha gente entraba por la puerta, no había tanta gente que saliera.

Dejamos atrás los teléfonos, ninguno de los cuales funcionaba, y nos acercamos a la cafetería, que olía a té recalentado y pizza. La gente estaba sentada en grupos, hablando en voz baja, leyendo periódicos atrasados y tomando café. Algunas mesas tenían un número con soporte que indicaba un pedido de comida que todavía no había llegado.

—¿Todos están muertos? —pregunté.

—Casi. Esto no es más que un portal, no lo olvides. Mira ahí. —Spike me llevó aparte y me señaló el puente que conectaba la zona meridional donde nos encontramos con la zona septentrional. Miré por las ventanas sucias el puente peatonal que describía un suave arco sobre la autopista, hacia la nada.

—Nadie regresa, ¿verdad?

—El país desconocido de cuyas fronteras no regresa ningún viajero —respondió Spike—. Es nuestro último viaje.

La camarera dijo un número.

—Treinta y dos.

—¡Aquí! —dijo una pareja que teníamos cerca.

—Gracias, el norte los espera.

—¿Norte? —repitió la mujer—. Debe ser un error. Hemos pedido pescado, patatas y guisantes para dos.

—Pueden ir por el paso peatonal de ahí. ¡Gracias!

La pareja rezongó y murmuró un poco, pero aun así se puso en pie. Los dos se acercaron despacio al camino e iniciaron el avance. Mientras miraba, sus siluetas se fueron desdibujando progresivamente hasta que desaparecieron por completo. Me estremecí y, para consolarme, miré hacia el mundo de los vivos y la autopista. Distinguía vagamente la M4 repleta de tráfico en la hora punta, los faros que relucían en el asfalto húmedo por la lluvia. Los vivos volvían a casa para encontrarse con sus seres queridos. ¿Qué hacía yo allí, en nombre de lo más sagrado?

Spike me sacó de mis cavilaciones dándome un golpe en las costillas y señalando. Al otro lado de la cafetería había un anciano frágil sentado a una mesa. En un par de ocasiones había visto al presidente Formby, pero la última vez había sido hacía casi una década. Según papá, al cabo de seis días moriría por causas naturales, y no estaba fuera de lugar decir que ciertamente eso parecía. Estaba terriblemente delgado y tenía los ojos hundidos en las cuencas. Sus dientes, tan característicos, sobresalían más que nunca. Puede ser muy duro pasar una vida en el mundo del espectáculo, y el doble de horrible pasar media vida en la política. Sólo aguantaba para impedir que Kaine se hiciese con todo el poder, y por su aspecto estaba claro que iba perdiendo y lo sabía.

Iba a ponerme en pie cuando Spike me susurró:

—Puede que sea demasiado tarde. Mira la mesa.

Frente a él tenía un número, el 33. Sentí que Spike se envaraba y bajaba los hombros, como si hubiese reconocido a alguien pero no quisiera que esa persona lo viese a él.

—Thursday —me susurró—, lleva al presidente a mi coche, a toda costa, antes de que vuelva la camarera. Debo ocuparme de algo. Te veré fuera.

—¿Qué pasa? ¿Spike?

Pero ya se alejaba, moviéndose despacio entre las almas perdidas arremolinadas alrededor del quiosco de prensa, hasta que desapareció. Respiré hondo, me levanté y fui hasta la mesa de Formby.

—¡Hola, joven! —dijo el presidente—. ¿Dónde están mis guardaespaldas?

—No tengo tiempo para explicárselo, señor presidente, pero debe venir conmigo.

—Oh, bien —dijo conforme—, si tú lo dices… Pero acabo de pedir pastel y patatas. ¡Podría comerme un caballo y probablemente lo haría!

Sonrió y luego se rio un poco.

—Debemos irnos —le azucé—. ¡Prometo que se lo explicaré todo!

—¡Pero ya he pagado…!

—¿Mesa treinta y tres? —dijo la camarera, que se había colocado con sigilo a mi espalda.

—Esos somos nosotros —respondió el presidente con alegría.

—Hemos tenido un problema con su pedido. Debe usted ausentarse un momento, pero se lo mantendremos caliente.

Suspiré aliviada. Se suponía que no estaba muerto y el personal lo sabía.

—¿Podemos irnos ya?

—No me voy hasta que no me devuelvan el dinero —dijo él con terquedad.

—Su vida corre peligro, señor presidente.

—Corro peligro en muchas ocasiones, joven, pero no me iré hasta que no me devuelvan los diez machacantes.

—Yo le pagaré —respondí—. Ahora, salgamos de aquí.

Le obligué a ponerse en pie y lo llevé hasta la salida. Mientras abríamos las puertas y salíamos, tres hombres de aspecto poco recomendable surgieron de las sombras. Iban armados.

—¡Vaya, vaya! —dijo el primero, que iba vestido con un uniforme de OpEspec bastante raído. Llevaba el pelo corto grasiento y tenía la piel de un tono cadavérico. En una mano sostenía un viejo revólver de OpEspec y mantenía la otra firmemente plantada encima de la cabeza—. ¡Parece que por aquí tenemos a unos vivos!

—Tira el arma —dijo el segundo.

—Vivirás para lamentarlo —le dije. Pero nada más decirlo comprendí que era una tontería.

—¡Ya es demasiado tarde para eso! —respondió—. La pistola, por favor.

La tiré y el hombre cogió a Formby y lo volvió a llevar dentro mientras el otro recogía mi pistola y se la metía en el bolsillo.

—Ahora tú —dijo—. Adentro. Tenemos que hacer un intercambio y el tiempo vuela.

No sabía dónde estaba Spike pero él había presentido el peligro, eso lo tenía claro. Suponía que tenía un plan y que probablemente fuese mejor ganar tiempo.

—¿Qué quieren?

—No mucho. —El hombre con la mano en la cabeza se rio—. Nada más y nada menos que… tu alma.

—Y es de las buenas —dijo el tercero, que sostenía algún tipo de medidor que emitía un zumbido y con el que me apuntaba—. Tiene un montón de vida dentro. Al viejo le quedan seis días… no vamos a sacar mucho de él.

Aquello no me gustó ni pizca.

—Muévete —dijo el primer hombre, indicando la puerta.

—¿Adónde?

—Al norte.

—Sobre mi cadáver.

—Ésa es…

El tercer hombre no acabó la frase. La parte superior de su pecho estalló en mil fragmentos resecos que olían a verduras mohosas. El primer hombre se volvió y disparó en dirección a la cafetería, oportunidad que aproveché para correr hacia el aparcamiento y refugiarme detrás de un coche. Al cabo de un momento me asomé con cautela. Spike estaba dentro, intercambiando disparos con el primer tipo, que parapetado tras el Bentley presidencial seguía todavía con la mano en la cabeza. Me maldije por haber entregado el arma. Mientras prestaba atención a la escena, la noche y el área de servicio, sin embargo, empecé a experimentar una sensación de
déjà vu.
No, fue algo mucho más intenso: había estado verdaderamente allí antes, durante un salto en el tiempo, hacía tres años. Había visto la situación en que me encontraba y había dejado un arma para mí. Busqué. A mi espalda, un hombre y una mujer (es más, Bowden y yo) se metían precipitadamente en un Speedster… en mi Speedster. Sonreí y me puse de rodillas para buscar el arma bajo la rueda del coche. Mis manos agarraron la automática. Quité el seguro y me alejé del coche, disparando mientras me movía. El primer hombre me vio y fue a refugiarse entre la multitud, que se dispersó aterrorizada. Entré cautelosamente en el edificio, ahora aparentemente desierto, y me reuní con Spike en la entrada de la tienda. Veíamos perfectamente los escalones que daban al puente; nadie podría ir al norte sin pasar a nuestro lado. Saqué el cargador de la automática y recargué.

—El tipo alto es Chesney, mi antiguo compañero de OE-17 —me contó Spike mientras recargaba la escopeta—. La corbata tapa la decapitación a la que le sometí. Tiene que agarrarse la cabeza para que no se le caiga.

—Ah. Ya me parecía raro que lo hiciese. Pero perder la cabeza… Eso te mata, ¿no?

—Es lo habitual. Debe sobornar a los guardianes del portal o algo parecido. Mi suposición es que lleva un chanchullo de reclamación de almas.

—Espera, espera, más despacio —dije—. Tu antiguo compañero Chesney, que está muerto, ¿dirige un servicio de sacar almas del otro mundo?

—Eso parece. A la muerte no le importan las personalidades… le preocupa ante todo alcanzar los objetivos. Después de todo, un alma se parece mucho a otra.

—¿Por tanto…?

—Sí. Chesney cambia el alma de alguien muerto por el alma de alguien vivo y en perfecto estado.

—Diría que te estás quedando conmigo, pero tengo la sensación de que no es así.

—Ya me gustaría estar inventándomelo. Estoy seguro de que, además, es muy lucrativo. Da la impresión de que eso le pasó a Mallory, el chofer de Formby. Vale, éste es el plan: te intercambiamos por el presidente y, cuando estés en su poder, yo rescato a Formby y vuelvo por ti.

—Tengo una idea mejor —respondí—. ¿Qué tal si te cambiamos a ti y yo busco ayuda?

—Creía que lo sabías todo sobre el inframundo gracias a tu amiguito Orfeo —me replicó Spike con cierta irritación.

—Sólo lo esencial que me contó tomando café… y en cualquier caso tú ya lo has hecho. ¿Cómo era eso de la lancha inflable para remar por el inframundo?

—Bien —dijo muy despacio—, en realidad fue más bien un viaje hipotético.

—No tienes ni idea de lo que haces, ¿verdad?

—No. Pero por diez mil estoy dispuesto a arriesgarme un poco.

No tuvimos tiempo de discutir más porque dispararon varios tiros contra nosotros. Un cliente gritó de miedo cuando una de las balas convirtió un expositor de revistas en confeti. Antes de que me diera tiempo a reaccionar Spike ya había disparado al techo y convertido una lámpara en una lluvia de chispas.

—¿Quién nos dispara? —preguntó Spike—. ¿Lo ves?

—Te aseguro que no ha sido la lámpara.

—Tenía que dispararle a algo. Cúbreme. —Saltó y disparó.

Yo me uní a él, tonta de mí. No tener ni idea de lo que pasaba no me había parecido un problema porque suponía que Spike sabía más o menos lo que se hacía. Ahora que estaba segura de que no era así, la huida me pareció una buena opción. Después de disparar inútilmente pasillo abajo, paramos y nos volvimos a refugiar tras la esquina.

—¡Chesney! —gritó Spike—. Quiero hablar contigo.

—¿Qué buscas aquí? —dijo una voz—. ¡Este es mi territorio!

—Vamos a pensar con la cabeza —respondió Spike, conteniendo la risa—. ¡Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo!

Una pausa, luego se volvió a oír la voz de Chesney:

—Alto el fuego. Salimos.

Chesney se dejó ver justo al lado del helicóptero a monedas para niños y una máquina Will-Speak de
Coriolano.
El secuaz que le quedaba se unió a él, agarrando al presidente.

—Hola, Spike —dijo Chesney. Era un hombre alto que daba la impresión de no tener ni una gota de sangre en todo el cuerpo—. No te he perdonado por matarme.

—Me gano la vida matando vampiros, Dave. Te convertiste en vampiro… tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo?

—Por supuesto. Estabas a punto de hundir los dientes en el cuello de una virgen de dieciocho años para convertirla en un cascarón sin vida dispuesto a satisfacer todos tus deseos.

—Todo el mundo tiene derecho a una afición.

—Los trenes en miniatura son una afición —respondió Spike—. Esparcir la semilla del vampirismo, no. —Hizo un gesto hacia el cuello de Chesney—. Tienes un corte muy feo.

—Muy gracioso. ¿Qué propones?

—Muy sencillo. Quiero recuperar al presidente Formby.

—¿Y a cambio?

Spike me apuntó con la escopeta.

—Te doy a Thursday. Tiene un montón de vida dentro. Dame la pistola, cariño.

—¿Qué? —exclamé con bien fingida indignación.

—Haz lo que te digo. Hay que proteger al presidente a toda costa… tú misma me lo has dicho.

Le pasé la pistola.

—Bien. Ahora avanza.

Recorrimos lentamente la explanada. Los acobardados visitantes nos observaban con fascinación morbosa. Nos paramos a diez metros de Chesney, junto a la zona de juegos.

—Envíame al presidente.

Chesney le hizo un gesto al secuaz, que le soltó. Formby, a estas alturas algo confundido, avanzó hacia nosotros.

—Ahora envía a Thursday.

—¡Vaya! —dijo Spike—. ¿Todavía usas ese viejo revólver de OpEspec? Toma su automática… ya no le va a hacer falta.

Y le lanzó la pistola a su antiguo compañero. Chesney se despistó momentáneamente y fue a agarrarla… pero con la mano que empleaba para sostenerse la cabeza, que se le torció peligrosamente. Intentó agarrársela pero sólo logró empeorar la situación y la cabeza le cayó hacia delante, escapó de sus manos ansiosas y golpeó el suelo con el sonido de una col grande. La indecorosa situación había distraído al segundo de Chesney, a quien desarmó un disparo de la escopeta de Spike. No vi motivo para que Spike fuese el único en divertirse, así que corrí, atrapé la cabeza de Chesney que rebotaba y de una patada la hice pasar por la puerta del salón de máquinas recreativas: un tiro directo de trescientos puntos a la máquina de baloncesto. Spike ya le había dado un golpe en el pecho al confundido y descabezado Chesney y recuperó mis dos automáticas. Agarré al presidente y salimos al aparcamiento mientras la cabeza de Chesney ladraba insultos encajada boca abajo en la cesta.

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