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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (48 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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El señor de Charlus celebraba la verdadera
nobleza
de ánimo y de sentimientos de dichas damas, jugando con la palabra nobleza en esa frase equívoca, con la que se dejaba engañar y en la cual se apreciaba lo falso de ese bastardo concepto, de esa ambigua mezcla de aristocracia, de generosidad y de arte, pero frase seductora y peligrosa también para personas como mi abuela, que hubiese juzgado ridículo el prejuicio más inocente y tosco de un noble que no piensa más que en sus cuarteles sin preocuparse de otra cosa, pero que se veía indefensa en cuanto se le presentaba una cosa con apariencia de superioridad espiritual; hasta el extremo, que consideraba a los príncipes como los seres más envidiables del mundo porque pudieron tener a un La Bruyére o a un Fenelón por preceptores.

Nos separamos delante del Gran Hotel, de los tres Guermantes, que iban a comer a casa de la princesa de Luxemburgo. Mientras que mi abuela se estaba despidiendo de la señora de Villeparisis y recibía el saludo de Roberto, el señor de Charlus, que hasta aquel momento no me había dirigido la palabra, dio unos pasos atrás y, poniéndose a mi lado, me dijo:

—Está tarde tomaré el té, después de comer, en el cuarto de mi tía Villeparisis. Espero que nos haga usted el favor de venir a acompañarnos con su señora abuela.

Y se marchó con la marquesa.

Aunque era domingo, ya no había coches de alquiler delante del hotel. A la señora del notario le parecía que era mucho gasto eso de alquilar un coche todos los domingos para no ir a casa de los Cambremer, y se contentaba con estar en su cuarto.

—¿Está mala su señora? —le preguntaban al notario—. No la hemos visto hoy.

—Le duele un poco la cabeza; debe de ser por el calor o la tormenta. Con cualquier cosa se pone así; pero esta noche la verán ustedes, porque le he aconsejado que baje. Le sentará bien.

Yo me figuré que al invitarnos a tomar el té en el cuarto de su tía, a la que indudablemente habría anunciado nuestra visita, el señor de Charlus quería reparar la descortesía que me mostró durante todo el paseo de por la mañana. Pero cuando entramos en el salón de la señora de Villeparisis su sobrino estaba contando con voz chillona una historia en la que quedaba bastante desairado un pariente suyo, y no pude lograr que me mirara siquiera, a pesar de las vueltas que di a su alrededor; entonces me decidí a saludarlo, y muy fuerte para que se enterara de mi presencia; pero comprendí que ya la había notado, porque en el momento de inclinarme, y antes de pronunciar una palabra, vi que me tendía los dos dedos para que los estrechara, sin volver la mirada ni interrumpir la conversación. Evidentemente, me había visto, sin darse, por enterado; noté que su mirar no estaba nunca fijo en su interlocutor y se paseaba constantemente en todas direcciones, como el de un animal asustado o el de un charlatán de plazuela, que mientras que está echando su discurso y enseñando su ilícita mercancía, escruta, sin volver la cabeza por eso, los diversos puntos del horizonte por donde pudiera llegar la policía. Sin embargo, me extrañó un poco que la señora de Villeparisis, aunque muy contenta de vernos, parecía como que no lo esperaba; y aún me extrañó más lo que dijo a mi abuela el señor de Charlus: "¡Ah!, han hecho ustedes muy bien en venir, es una idea excelente, ¿verdad, tía?" Indudablemente, el señor de Charlus había notado la sorpresa de su tía cuando entramos, y creyó, como hombre acostumbrado a dar el tono, el "la", que bastaba para transformar esta sorpresa en alegría con indicar que él se veía sorprendido también, y que ése era en efecto el sentimiento que lógicamente debía despertar nuestra visita. Y calculó bien, porque su tía, que tenía en mucho a su sobrino y sabía lo difícil que era agradarle, parece como que encontró en mi abuela nuevos encantos y estuvo atentísima con ella. Pero yo no llegaba a comprender que al señor de Charlus se le hubiese olvidado en el transcurso de unas horas la invitación tan breve, pero aparentemente tan intencional, que me había hecho aquella misma mañana, y que llamara "una buena idea" de mi abuela a una idea, que era completamente suya. Y entonces le dije, con un escrúpulo de precisión que me duró hasta la edad en que me di cuenta de que no se entera uno de la verdadera intención que tuvo una persona preguntándoselo a ella, y que más vale correr el riesgo de una mala interpretación, que pasará inadvertida, en vez de insistir cándidamente: "¿Pero se acordará usted de que esta mañana me dijo que viniéramos a pasar un rato con ustedes, no es verdad?" El señor de Charlus no pronunció una palabra ni hizo gesto alguno que indicaran que se había enterado de mi pregunta. Entonces la repetí, como los diplomáticos o los novios reñidos, que con buena voluntad incansable se empeñan inútilmente en solicitar explicaciones que el otro está decidido a no dar. Tampoco me respondió el señor de Charlus. Me pareció ver flotar por sus labios la sonrisa de los que juzgan de los caracteres y educaciones ajenos desde muy alto.

Ya que él se negaba a dar explicación, quise yo encontrar una, por mi parte; pero no logré más que quedarme vacilando entre varias explicaciones, ninguna buena probablemente. Quizá es que ya no se acordaba de lo que dijo, o que yo había entendido mal sus palabras de por la mañana. Más probable sería que, por su mucho orgullo, no quisiera dejar ver que había solicitado la compañía de gente que desdeñaba, y prefiriendo atribuirnos la iniciativa de nuestra visita. Pero entonces, si nos desdeñaba, ¿por qué quiso que fuéramos al cuarto de su tía, mejor dicho, que fuera mi abuela, porque sólo a ella le dirigió la palabra en toda la tarde y a mí no me habló ni una sola vez? Charlaba muy animadamente con ella y con la señora de Villeparisis, y parecía como que se ocultaba detrás de esa conversación como en el fondo de un palco; en cuanto a mi persona, se limitaba de vez en cuando a desviar hacia ella la investigadora mirada de sus penetrantes ojos y a posarla en mi rostro con la misma seriedad y preocupación que si estuviera leyendo un manuscrito difícil de descifrar.

Indudablemente, si no hubiera sido por aquellos ojos, la cara del señor de Charlus se parecería a la de tantos hombres agraciados como andan por el mundo. Y cuando más adelante me dijo Saint-Loup; refiriéndose a los otros Guermantes: "No tienen ese aire de raza de gran señor hasta la punta de los dedos de mi tío Palamedio'", sentí que se disipaba una de mis ilusiones, porque esas palabras me confirmaron que el aire de raza y la distinción aristocrática no son cosa misteriosa y nueva sino que consisten en elementos que yo distinguía fácilmente sin que me hicieran gran impresión. Pero de nada servía que el señor de Charlus cerrara herméticamente la expresión de aquel su rostro, que se parecía un poco a una cara de cómico por la leve capa de polvos que lo cubría, porque los ojos eran a modo de rendija o aspillera que no pudo tapar, y por allí salían, hacia uno u otro lado, según la posición que se ocupara, reflejos de algún bélico ingenio interior, de una máquina alarmante hasta para aquel que la llevaba dentro de sí sin dominarla, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar; y la expresión circunspecta y constantemente inquieta de esos ojos, de la que resultaba un gran cansancio, manifestado en las ojeras, muy dilatadas, para todo el rostro, por muy arreglado y compuesto que estuviera, traía a la mente ideas de incógnito, de un hombre poderoso que está en peligro y que se disfraza, o por lo menos de un individuo peligroso y trágico. Me habría gustado averiguar qué secreto era ese que no tenían los demás hombres y ese secreto por el que se me representó con carácter tan enigmático la mirada del señor de Charlus cuando lo vi por la mañana junto al Casino. Pero ahora que sabía ya de qué familia era, ya no podía seguir imaginándome que fuese un ladrón, ni, por lo que le oí hablar, un loco. Si estaba conmigo tan frío y en cambio tan amable con mi abuela, quizá no fuese por mera antipatía personal, porque en general era muy benévolo con las mujeres y hablaba de sus defectos casi siempre con gran indulgencia; pero, en cambio, en lo que se refiere a los hombres, especialmente a los jóvenes, daba muestras de tan violento odio como el de los misóginos a las mujeres. Dijo de dos o tres "polluelos" parientes o amigos de Saint-Loup, a quienes nombró Roberto casualmente: "Son unos canillitas", con tono de ferocidad que contrastaba con su frialdad acostumbrada. Comprendí que lo que más reprochaba a los muchachos de hoy día era su afeminamiento. "Son mujeres de verdad", decía despreciativamente. Pero comparada con aquella vida que él consideraba adecuada para un hombre, y que aun se le antojaba, poco enérgica y viril (en sus caminatas, después de horas y horas de marcha, todo acalorado, se bañaba en ríos helados), cualquier otra vida había de parecer afeminada. Ni siquiera admitía que un hombre llevara una sortija. Pero este prejuicio de la energía viril no era obstáculo a sus cualidades de finísima sensibilidad. La señora de Villeparisis le pidió que describiera a mi abuela un castillo donde estuvo madama de Sevigné, y al paso dijo que ella veía un poco de literatura en esa desesperación, por estar separada de persona tan aburrida como su hija madama de Grignan: —Pues a mí me parece, por el contrario, muy de verdad —respondió el señor de Charlus—. Además, en aquella época esos sentimientos se comprendían muy bien. El habitante del Monomotapa, de La Fontaine, que va corriendo a casa de su amigo porque en sueños lo vio un poco triste, y el palomo que consideraba como la mayor desgracia la ausencia de su compañero, quizá le parezcan a usted, tía, tan exagerados como madama de Sevigné cuando no puede esperar tranquila el momento de quedarse sola con su hija. Y lo que dice al separarse es muy hermoso: esta separación me duele con tanta fuerza en el alma como si me doliera en el cuerpo. Durante la ausencia no escatima uno horas. Nos adelantamos hacia ese momento que constituye nuestra aspiración.

Mi abuela estaba encantada de oír hablar de las Cartas de la misma manera que hubiese hablado ella. Le pareció ver en el señor de Charlus cualidades de delicadeza y sensibilidad femeninas. Luego, cuando ya estuvimos solos, la abuela y yo hablamos del señor de Charlus, coincidimos en que debía de haber habido alguna mujer que influyera mucho en su ánimo, bien fuese su madre, o quizá su hija, si es que había tenido hijos de su matrimonio. Yo me dije para mis adentros que podía ser una querida, pensando en la influencia que tuvo en Saint-Loup la suya, porque por este ejemplo de mi amigo vine yo a darme cuenta de lo mucho que puede afinar a un hombre la mujer con quien vive.

—Y luego, cuando estuviese con su hija, probablemente no tendría nada que decirle —repuso la señora de Villeparisis.

—Sí que tendría, aunque no fuera más que esas "cosas tan insignificantes que sólo tú y yo sabemos apreciar". Por lo pronto ya estaba a su lado. Y eso, como dice La Bruyére, es lo esencial. "Estar con los seres queridos, hablarles o no, lo mismo da." Tiene razón, esa es la única felicidad —añadió el señor de Charlus con melancólica voz—; y la vida está tan mal arreglada, que esa felicidad la goza uno muy rara vez; madama de Sevigné es menos digna de compasión que los demás: ha pasado gran parte de su vida con el ser amado.

—Pero no era amor: se trataba de su hija.

—Lo importante en esta vida no es aquello en que se pone el amor, sino el sentir amor —respondió él en tono de enterado, terminante y decisivo—. El sentimiento de madama de Sevigné por su hija puede aspirar con mayor motivo a parecerse a la pasión que pintó Racine en
Andromaque
o en
Phédre
, que no las frívolas relaciones del joven Sevigné con sus queridas. Y lo mismo ocurre con el amor de algunos místicos a su Dios. Esas demarcaciones tan estrechas que trazamos alrededor del amor provienen únicamente de nuestra gran ignorancia de la vida.

—¿De modo que te gustan mucho
Andromaque
y
Phédre
? —preguntó Saint-Loup a su tío, con tono levemente desdeñoso.

—Hay mucha más verdad en una tragedia de Racine que en todos los dramas de Víctor Hugo —repuso el señor de Charlus.

—¡La verdad es que la aristocracia es terrible! —me dijo Saint- Loup al oído—. ¡Preferir Racine a Víctor Hugo! ¡Hay que ver, es una cosa enorme!

Las palabras de su tío lo habían contristado realmente; pero, se consoló con el placer de poder decir: "¡Hay que ver!", y sobre todo, "¡enorme!"

En esas reflexiones sobre lo triste que es vivir separado de aquello que amamos (reflexiones que hicieron decir a mi abuela que el sobrino de la señora de Villeparisis entendía algunas obras mucho mejor que su tía, y que estaba en un nivel muy superior al de la mayor parte de los hombres de mundo), el señor de Charlus no sólo dejaba transparentar una finura de sentimiento muy poco usual en los hombres, sino que su voz, muy parecida a algunas voces de contralto en las que no está bastante cultivado el registro medio, y cuyo canto parece un dúo entre un muchacho y una mujer, iba a colocarse en las notas altas, en el momento en que expresaba estos pensamientos tan delicados, y cobraba imprevista dulzura, como si llevara dentro coros de voces de novia y de hermana, henchidos de ternura. Pero aquella nidada de doncellas que parecían escondidas en la voz del señor de Charlus, cosa que de haberla él notado le habría causado gran pesar, por lo mucho que odiaba todo afeminamiento, no se limitaba a interpretar y a modular aquellos pasajes sentimentales. Muchas veces, mientras que estaba hablando el señor de Charlus, se oía una risa aguda y fresca de colegialas o de coquetas burlándose del prójimo con malicias de chiquillas pícaras y deslenguadas.

Contaba que una casa que fue de su familia, con el parque dibujado por Lenótre, y donde había dormido una vez María Antonieta, pertenecía actualmente a los ricos banqueros Israel, que la habían comprado: "Israel, ese es el hombre que llevan esas gentes; me parece más bien término genérico, étnico, que no un nombre propio. Puede que sea que esa clase de gente no tiene nombre y se la designa con el de la colectividad a que pertenece. Pero lo mismo ¡Haber sido propiedad de los Guermantes y pertenecer ahora a los Israel! —exclamó—. Eso me recuerda aquella habitación del castillo de Blois, de la que me decía el guarda que me iba guiando: "Aquí es donde rezaba María Estuardo; ahora yo la utilizo para poner las escobas". Claro es que no quiero oír hablar nunca más de esa casa que se ha deshonrado, como no quiero oír hablar de mi prima Clara, de Chimay, que ha huido de su esposo. Conservo fotografías de la casa cuando aún estaba intacta y de la princesa cuando no tenía ojos más que para mi primo. La fotografía gana un poco de la dignidad que le falta cuando deja de ser reproducción de una realidad y nos enseña cosas que ya no existen. "Yo le daré a usted una, ya que le interesa ese estilo", dijo a mi abuela. En aquel momento se fijó en que sobresalía un poco la orla de color del pañuelo bordado que llevaba en el bolsillo, y se apresuró a meterlo más adentro, con el gesto de susto de una mujer pudibunda, aunque no inocente, cuando, por exceso de escrúpulo, disimula algún atractivo físico que le parece indecente.

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