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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (51 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Desgraciadamente, Bloch no tenía miedo a las "planchas", ni muchísimo menos, y se retorció de risa.

—¡Ah!, lo felicito a usted, debió de habérseme ocurrido; mucho chic; tiene una cara inestimable de tonto de muy buena casa.

—Pues se equivoca usted de medio a medio, es muy inteligente —repuso Saint-Loup, furioso.

—Lo siento, porque, entonces es menos completo. Me gustaría mucho conocerlo, porque estoy seguro de que tipos de esa especie me inspirarían grandes obras. Lo que es ése, sólo el verlo pasar es para reventar de risa. Pero dejaría a un lado la parte caricaturesca, en el fondo bastante despreciable para un artista enamorado de la belleza plástica de las frases, de esa cara ridícula que me ha hecho doblarme de risa, y usted me dispensará, para poner en relieve el lado aristocrático de su tío, que hace un efecto bestial, y en cuanto se pasa el primer regocijo, impresiona por su gran estilo. Pero ahora me acuerdo —dijo dirigiéndose a mí de una cosa que no tiene nada que ver con esto, y que quería preguntarte; pero siempre que nos hemos visto, algún dios, de los dichosos habitantes del Olimpo, me la ha quitado de la cabeza, y es lástima, porque el saberla pudo serme de utilidad en cierta ocasión, y aun quizá me lo sea. ¿Quién es esa señora tan guapa con quien te vi en el jardín de Aclimatación, acompañada por un caballero al que conozco de vista y por una muchacha de pelo muy largo?

Yo había observado en aquella ocasión que la señora de Swann no se acordaba del nombre de Bloch, puesto que lo confundió con otro y calificó a mi amigo de agregado a no sé qué ministerio, dato este que yo no hice luego por averiguar si era cierto. Pero, ¿cómo es posible que Bloch, que, según me dijera entonces la señora de Swann, se había hecho presentar a ella, no supiera cómo se llamaba la dama? Tan asombrado me quedé, que estuve un momento sin contestar.

—De todos modos, te felicito —me dijo—, porque no has debido de aburrirte con ella. Yo me la había encontrado, unos días antes de veros, en el ferrocarril de circunvalación exterior. Y ella tuvo a bien mostrarse muy interior en aquel departamento del exterior con este tu amigo; nunca he pasado tan buen rato, y ya estábamos arreglándolo todo para volver a vernos otro día, cuando un conocido suyo tuvo la mala ocurrencia de subir a nuestro departamento en la penúltima estación.

Mi silencio parece que no fue muy agradable a Bloch.

—Tenía la esperanza —me dijo— de enterarme por ti de sus señas, con objeto de ir a su casa algunos días a la semana para disfrutar los goces de Eros, grato a los dioses; pero no insisto, ya que te ha dado por ser discreto con respecto a una profesional que se me entregó tres veces seguidas, y de un modo refinadísimo, en el espacio que media entre París y el Point du Jour. Yo daré con ella alguna noche.

Poco después de dicha comida fui a ver a Bloch, y él me devolvió la visita, pero en ocasión en que yo había salido; en el momento en que estaba preguntando por mí en el hotel pasó por allí Francisca, que no lo había visto nunca, aunque Bloch había estado varias veces en Combray. De modo que lo único que sabía nuestra criada es que uno de los "señoritos" que yo conocía había ido a verme, no se sabe "con qué objeto"; su manera de vestir no tenía nada de particular y a Francisca no le hizo mucha impresión. Yo sabía muy bien que ciertas ideas sociales de Francisca serían siempre impenetrables para mí, porque probablemente estaban basadas en confusiones de palabras o de nombres, que ella trastrocaba; pero, sin embargo, y a pesar de haber renunciado hacía mucho tiempo a intrigarme por esas cosas, no pude por menos de preguntarme, inútilmente, qué cosa inmensa podría significar para Francisca el nombre de Bloch. Porque apenas le hube dicho que aquel joven que había visto era el señor Bloch; retrocedió unos cuantas pasos dando muestras de grandísimo estupor y decepción. "¡Cómo!, ¿que ése es el señor Bloch?", exclamó con semblante de consternación, como sí un personaje tan prestigioso hubiese debido tener un exterior que "revelara" inmediatamente la presencia de un grande hombre. Y lo mismo que aquel que descubre que un personaje histórico no está a la altura de su reputación,, repetía Francisca muy impresionada y en tono que descubría gérmenes de escepticismo universal para lo por venir: "¡Cómo!, ¿que ése es el señor Bloch? ¡Ah!, cualquiera lo hubiera dicho al verlo!" Y parecía como si me guardara rencor porque le había "falsificado" a Bloch. Pero tuvo la bondad de añadir: "¿Pues sabe usted lo que le digo? Que por muy Bloch que sea, el señorito es tan guapo como él".

Con Saint-Loup, a quien adoraba, tuvo pronto otra desilusión, pero de distinta clase, y que le duró muy poco; se enteró de que era republicano. Porque Francisca, aunque al hablar, por ejemplo, de la reina de Portugal dijese: "Amelia, la hermana de Felipe", con esa falta de respeto que es para las gentes del pueblo el supremo respeto, era monárquica. Pero, sobre todo, eso de que un marqués, y un marqués que la había deslumbrado, fuera republicano, era cosa inconcebible. Y la ponía de mal humor, lo mismo que si yo le hubiese regalado una cajita al parecer de oro, y ella, después de haberme dado las gracias muy efusivamente, se enterara por un joyero de que era chapeada. Retiró su estima a Saint-Loup, pero pronto volvió a concedérsela, porque pensó que un marqués de Saint-Loup no podía ser republicano y que su republicanismo era cosa fingida y por interés, porque de esa manera podía sacar más del Gobierno que entonces mandaba. En cuanto se le ocurrió eso cesó su frialdad con Roberto y su despecho conmigo. Y al hablar de Saint-Loup decía: "¡Es un hipócrita!", con sonrisa benévola y generosa, que daba a entender que ella lo estimaba otra vez tanto como el primer día, y ya le había perdonado.

Y precisamente Saint-Loup era de una sinceridad y desinterés absolutos; y su gran pureza moral, que no podía satisfacerse enteramente en un sentimiento egoísta como el amor, y que no se veía en la imposibilidad, como a mí me pasaba, de encontrar alimento espiritual fuera de sí mismo, es lo que a él lo hacía tan capaz de amistad, mientras que yo era incapaz de tal sentimiento.

También se equivocaba Francisca con respecto a Saint-Loup cuando decía que así por fuera parecía como que no desdeñaba a la gente del pueblo, pero eso no era verdad, porque no había más que verlo cuando se enfadaba con su cochero. En efecto, algunas veces Roberto lo había regañado con cierta rudeza, pero ello no indicaba en Saint-Loup un sentimiento de diferencia de clases, sino más bien de igualdad. "¿Por qué —me contestó cuando yo le eché en cara que hubiese tratado tan duramente al cochero—, por qué voy a afectar con él cortesía? ¿No es un dial mío? ¿No está a la misma distancia de mí que mis tíos y mis primos? ¿De modo que le parece a usted que yo debía tratarlo con consideraciones, como a un inferior? Habla usted como un aristócrata", añadió desdeñosamente.

En efecto, si alguna clase social había contra la que tuviese Roberto pasión y parcialidad de ánimo era la aristocracia, hasta el punto de que sólo con gran dificultad admitía la superioridad de un hombre de mundo, y en cambio creía muy fácilmente en la de un hombre del pueblo. Le hablé de la princesa de Luxemburgo, a la que habíamos encontrado yendo con su tía.

—Es un chorlito, como todas las de su clase. Es algo parienta mía.

Como Saint-Loup tenía gran prevención contra los aristócratas, no solía ir a las reuniones de la alta sociedad, y cuando iba adoptaba una actitud despectiva u hostil, con lo cual aun se agudizaba el disgusto que su familia tenía por sus relaciones con una mujer de "teatro", relaciones fatales, según sus parientes, y a las que atribuían el desarrollo en Roberto de ese espíritu denigrativo, de esa mala tendencia que, por lo pronto, va lo había ".desviado", hasta que llegara a "sacarlo de su clase" por completo. Y por eso algunos aristócratas del barrio de Saint-Germain, hombres ligeros en todo lo demás, hablaban sin compasión alguna de la querida de Saint-Loup. "Las cocottes, al fin y al cabo, trabajan en su oficio —decían— y son como otras cualesquiera, pero ésta no. No la perdonarnos. HA Hecho mucho daño a una persona queridísima para nosotros." Verdad es que Roberto no era el único hombre que hubiese caído en las zarpas de una querida. Pero los demás seguían haciendo su divertida vida de hombres de mundo, y pensando como tales, en política y en todo. Pero a Roberto su familia lo encontraba "agriado". No se daba cuenta de que para muchos muchachos de la aristocracia una querida es el verdadero maestro, y las relaciones de ese género son la única escuela de moral que los inicia en una cultura superior y en donde aprenden el valor de los conocimientos desinteresados; y sin eso seguirían toda su vida con el espíritu sin cultivar, muy toscos para la amistad, sin gusto y sin finura. Hasta en el pueblo bajo (que desde el punto de vista de la grosería se parece muchas veces al gran mundo), la mujer es más sensible, más fina, más amiga del ocio, y tiene curiosidad por determinadas bellezas y primores de arte y sentimiento, que coloca, aunque no las comprenda muy bien, por encima de aquellas cosas que más codiciables parecen al hombre: el dinero y la posición social. Así que, ya se trate de la querida de un joven
clubman
, como Saint-Loup, o de un muchacho artesano dos electricistas, por ejemplo, figuran hoy en las filas de la verdadera caballería; su amante le tiene admiración y respecto, que hace extensivos a las cosas que ella admira y respeta; por donde viene a trastrocarse para el hombre su escala de valores. Por su calidad de mujer, tiene perturbaciones nerviosas inexplicables, y que vistas en un hombre o en otra mujer cualquiera, en una mujer que sea prima suya o tía suya, habrían hecho sonreír a este robusto muchacho. Pero a la mujer que ama no puede verla sufrir. El joven aristócrata que tiene, como Saint-Loup tenía, una querida, se acostumbra cuando va a cenar con ella a un merendero a llevar en el bolsillo el valerianato, por si acaso ella lo necesita; dice al mozo, imperiosamente y sin ironía, que no haga ruido al cerrar las puertas, y le manda que no adorne la mesa con musgo húmedo; todo con objeto de evitar a su amiga esos sufrimientos que él no sintió nunca y que forman parte de un mundo oculto, en cuya realidad ella le enseñó a creer; y todos esos sufrimientos, que de esta manera aprende a compadecer sin conocerlos, los compadecerá también cuando los vea en otras personas. La querida de Saint-Loup enseñó a su amigo —lo mismo que se lo habían enseñado los monjes medievales a la Cristiandad— a ser bueno con los animales, porque ella tenía pasión por los bichos y siempre que iba de viaje llevaba consigo un perro, sus canarios y sus loros; Saint-Loup atendía a los animalitos con maternal cuidado y llamaba brutos a los que no trataban bien a las bestias. Además, una actriz, o una mujer que se titula actriz, como la que vivía con Saint-Loup, sea lista o no —cosa que yo ignoraba—, hace ver a su amigo que el trato con las damas aristocráticas es muy aburrido y que el hecho de asistir a una reunión mundana es una penitencia; y así, Roberto se libró del
snobismo
y se curó de la frivolidad. Gracias a ella, la vida del gran mundo' tenía muy poca importancia en la existencia de Roberto, y en cambio su querida le había enseñado a poner en el trato con sus amigos sentimientos de nobleza y refinamiento, mientras que si hubiese seguido siendo un aristócrata puro se habría guiado para hacerse amigos por la vanidad y el interés, y sus amistades siempre tendrían un tinte de rudeza. Como por su instinto de mujer apreciaba en los hombres determinadas cualidades de sensibilidad, que se le hubieran escapado a su amante o que lo hubieran hecho reír, sabía distinguir y preferir en seguida de entre todos los demás al amigo de Saint-Loup que le tenía verdadero afecto. Y sabía obligar a su amante a que tuviera gratitud a ese amigo y se la demostrara, a fijarse en las cosas que le eran gratas y las que le molestaban. Y Saint-Loup, al cabo de muy poco tiempo y sin necesidad de que ella se lo advirtiera, empezó a preocuparse de todas esas cosas, y por eso, aunque su querida no estaba en Balbec ni me conocía, y aunque probablemente Roberto ni siquiera le había hablado de mí en sus cartas, él por su propio impulso tenía conmigo muchas delicadezas: cerraba cuidadosamente la ventanilla del coche, quitaba las flores cuyo aroma podía molestarme, y cuando estábamos juntos varios amigos se las arreglaba para despedirse antes de ellos y quedarse el último conmigo, diferenciándome así de los demás. Su querida le abrió el ánimo a lo invisible, infundió seriedad a su vida y delicadeza a su sentimiento; pero la familia, sin fijarse en nada de esto, repetía, llorando: "Esa bribona lo matará, y, por lo pronto, ya lo está deshonrando". Verdad es que ya Roberto había sacado de aquella mujer todos los beneficios que podía darle, y ahora ella era para su querido motivo de incesantes sufrimientos, porque le había tomado odie y se complacía en torturarlo. Un buen día empezó a descubrir que Roberto era tonto y ridículo, sencillamente porque así se lo habían dicho algunos amigos de los que ella tenía entre los autores y actores de teatro; y repetía lo que le dijeron con la pasión y la falta de reserva que se muestran siempre que se escuchan y se adoptan opiniones y costumbres que provienen de otras personas, y que uno ignoraba por completo. Y profesaba la teoría, que era la teoría de sus amigos cómicos, de que entre Saint- Loup y ella había un foso infranqueable, porque eran de raza distinta: ella, una intelectual, y él, aunque aspirara a otra cosa, enemigo de la inteligencia por nacimiento. Este punto de vista le parecía muy profundo, y buscaba pruebas de su teoría en las palabras y ademanes más insignificantes de su querido. Pero cuando los mismos amigos la convencieron, además, de que estaba destruyendo, en una compañía tan poco adecuada para ella como la de Roberto, las grandes esperanzas artísticas que había inspirado, de que su querido la estaba perjudicando y de que echaba a perder su porvenir de artista viviendo con él, no sólo despreció a Saint-Loup, sino que le tomó odio, como si se empeñara en inocularle una enfermedad mortal. Lo veía lo menos posible, aunque iba aplazando el momento de la ruptura definitiva, que a mí me parecía muy poco verosímil. Saint-Loup hacía por ella tales sacrificios que, como no fuese una mujer maravillosa,(Roberto nunca había querido enseñarme su retrato, diciéndome: "No es ninguna belleza, y, además, no sale bien en las fotografías; son instantáneas que he hecho yo con mí Kodak, y le darían a usted una idea falsa de ella), parecía difícil que encontrara otro hombre tan generoso. Yo no pensaba que la manía de hacerse una reputación, aunque no se tenga talento, y la estima, nada más que la estima, privada de las personas cuya opinión nos impone pueden ser (aunque acaso no ocurriera así con la querida de Saint-Loup), hasta para una cocotte—, motivos más eficaces que el gusto de ganar dinero. Saint-Loup, sin comprender muy bien lo que ocurría en el ánimo de su querida, no la consideraba del todo sincera, ni en los reproches injustos ni en las promesas de amor eterno, pero se daba cuenta a ratos de que rompería con él en cuanto pudiese; y por eso, impulsado sin duda por el instinto de conservación de su amor, más clarividente quizá que el mismo Saint-Loup, y usando de una habilidad práctica que en él se compaginaba muy bien con los mayores y más ciegos arrebatos sentimentales, se negó a crearle un capital, y aunque pidió prestada una cantidad enorme para que no faltase nada a su querida, le entregaba el dinero día por día. E indudablemente, en el caso de que la actriz hubiera pensado en dejarlo, tendría que esperar fríamente a "hacerse su fortunita", lo cual, con las cantidades que le daba Saint-Loup, exigiría algún tiempo; corto, sí, pero al fin y al cabo un espacio de tiempo suplementario para prolongar la felicidad de mi amigo… o su desgracia.

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