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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (64 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Me daba miedo que esa manera de invitar a una persona, aconsejándole al mismo tiempo que no vaya, hubiese molestado a Bloch, y me parecía que Saint-Loup no debía haberle dicho nada. Pero me equivoqué, porque cuando el tren se marchó nosotros volvimos juntos un rato hasta el cruce de dos calles, una que llevaba hacia el hotel y la otra hacia la villa de Bloch, y éste no hizo en todo el camino más que preguntarme qué día iríamos a Donciéres, porque después de "todas las amables invitaciones" que Saint-Loup le había hecho, sería "por su parte una grosería" no aceptar. Me alegré de que no hubiera notado el tono tan poco insistente, apenas cortés, con que se le hizo la invitación, o caso de haberlo notado, de que no se ofendiera y se diese por no enterado. Sin embargo, deseaba yo que Bloch no incurriera en el ridículo de ir pronto a Donciéres. Pero no me atrevía a darle un consejo que lo había de molestar forzosamente, haciéndole ver que Saint-Loup había estado mucho menos apremiante en su invitación que él en aceptarla. Estaba deseando ir porque, a pesar de que todos los defectos que en este respecto tenía estuviesen compensados por cualidades estimables, de que carecían personas más reservadas, ello es que Bloch llevaba su indiscreción a extremos irritantes. Según él, no podía pasar aquella semana sin que fuésemos a Donciéres (decía
fuésemos
porque yo creo que contaba con que mi presencia atenuaría el mal efecto de la suya) . Por todo el camino, delante del gimnasio, oculto entre los árboles, delante de los campos de tenis, de la casa, del puesto de conchas, me fue parando para que fijáramos un día determinado; pero como yo no quise, se marchó enfadado, diciéndome: "Haz lo que te dé la gana, caballerito. Yo de todas maneras tengo que ir, puesto que me ha invitado".

Saint-Loup Unía tanto miedo de no haber dado bien las gracias a mi abuela, que al otro día volvió a encargarme, una vez más, que le expresara su gratitud, en una carta suya escrita en Donciéres, y que parecía, tras aquel sobre donde la administración de Correos puso el nombre de la ciudad, venir corriendo hacia mí para decirme que entre sus murallas, en el cuartel de caballería Luis XVI, mi amigo pensaba en mí. El papel llevaba las armas de los Marsantes, en las que se distinguían un león y encima una corona formada con un birrete de par de Francia.

"Después de un viaje sin novedad —me decía—, dedicado a leer un libro que compré en la estación, escrito por Arvede Barine (un autor ruso creo; pero me ha parecido que para ser de un extranjero está muy bien escrito; dígame usted lo que opina, porque usted debe de conocerlo; usted, pozo de ciencia, que lo ha leído todo), aquí estoy otra vez en medio de esta vida grosera, y me siento muy solo porque no tengo nada de lo que me dejé en Balbec; una vida en la que no encuentro ningún recuerdo de afectos, ningún encanto intelectual; en un ambiente que usted despreciaría, pero que tiene su atractivo. Me parece que desde la última vez que salí de aquí todo ha cambiado, porque en este intervalo ha empezado una de las eras más importantes de mi vida, la de nuestra amistad. Espero que no se acabe nunca. No he hablado de ella más que a una persona, a mi amiga, que me ha dado la sorpresa de venir a pasar una hora conmigo. Le gustaría mucho conocerlo a usted y me parece que se entenderían muy bien, porque ella es muy dada a la literatura. En cambio, para tener espacio de pensar en nuestras conversaciones y revivir esas horas que nunca olvidaré; me aíslo de mis compañeros, muchachos excelentes, pero que no comprenden esas cosas. Este recuerdo de los ratos pasados con usted hubiera yo preferido, por ser el primer día, evocarlo para mí solo, sin escribir. Pero temo que usted, espíritu sutil, corazón ultrasensitivo, entre en cuidado al no recibir carta, si es que se ha dignado usted humillar su pensamiento hasta ese rudo soldado que tanto trabajo le ha de costar pulir y desbastar para que sea un poco más sutil y digno de su amigo."

En el fondo esta carta se parecía mucho, por su tono de cariño, a aquellas que cuando no conocía aún a Saint-Loup me imaginé que habría de escribirme, en esas fantasías de mi imaginación de las que me sacó, su primitiva acogida poniéndome delante de una realidad glacial que no sería definitiva. Después de esta carta, cada vez que traían el correo a la hora del almuerzo yo salía seguida cuando había una carta suya, porque las de Roberto ostentaban siempre esa segunda fisonomía que nos muestra un ser que está ausente y en cuyas facciones (el carácter de letra) no hay motivo alguno para que no distingamos un alma individual; Como se distingue en la forma de la nariz o en las inflexiones de voz.

Ahora solía quedarme sentado a la mesa, acabada la comida, mientras retiraban el servicio, y no me limitaba a mirar hacia el mar, a no ser en los momentos en que podían pasar las muchachas de mi bandada. Porque desde que había visto estas cosas en las acuarelas de Elstir me gustaba encontrar en la realidad, apreciándolo como elemento poético, aquel ademán interrumpido de los cuchillos atravesados en las mesas, la bombeada redondez de una servilleta desdoblada donde el sol intercala un retazo de amarillo terciopelo, la copa medio vacía que así delata mejor la noble amplitud de sus formas, y el fondo de su cristal translúcido, parecido a una condensación del día, un poco de vino obscuro, pero todo chispeante; el cambio de volúmenes y la transmutación de los líquidos por obra de la luz, esa alteración de las ciruelas que pasan del verde al azul y del azul al oro en el frutero casi vacío, el paseo de aquellas sillas, viejecitas que van dos veces al día a instalarse alrededor del mantel puesto en la mesa como en un altar en el que se celebran los ritos de la gula, y en el que hay unas ostras con unas gotas de agua lustral en el fondo como pilillas de agua bendita, y buscaba yo la belleza en donde menos me figuré que pudiese estar, en las cosas más usuales, en la vida profunda de los "bodegones" .

Algunos días después de la marcha de Saint-Loup logré que Elstir diera una reunión íntima donde había de encontrar a Albertina; al salir del Gran Hotel hubo quien me dijo que estaba yo muy elegante y con muy buena cara do cual se debía a un largo reposo y especiales cuidados de mi
toilette
, y yo sentí no poder reservar mi simpatía y mi elegancia (así como el crédito pie Elstir) para la conquista de una persona de más valía, y tener que consumir todo esa por el simple gusto de conocer a Albertina. Mi inteligencia consideraba ese placer muy poco valioso desde que lo tuvo asegurado. Pero mi voluntad no participó por un instante de esa ilusión, porque la voluntad es la servidora perseverante e inmutable de nuestras personalidades sucesivas; se oculta en la sombra, desdeñada, incansablemente fiel, y trabaja sin cesar y sin preocuparse de las variaciones de nuestro yo, para que no le falte nada de lo que necesita. En el momento de ir a realizar un ansiado viaje, mientras que la inteligencia y la sensibilidad empiezan a preguntarse si realmente vale la pena viajar, la voluntad, sabedora de que esos dos amos ociosos otra vez considerarían tal viaje como cosa maravillosa en caso de que no se llegara a efectuar, las deja divagar delante de la estación y entregarse a múltiples vacilaciones; y ella va tomando los billetes y nos coloca en el vagón para cuando llegue la hora de la marcha. Todo lo que tienen de mudables sensibilidad e inteligencia lo tiene ella de firme; pero como es callada y no expone sus motivos, parece casi que no existe, y las demás partes de nuestra personalidad obedecen las decisiones de la voluntad sin darse cuenta, mientras que en cambio perciben muy bien sus propias incertidumbres. Mi sensibilidad y mi inteligencia armaron, pues, una discusión respecto a la valía del placer que iba a sacar con la presentación a Albertina, mientras que yo miraba en el espejo aquellos vanos y frágiles adornos de mi persona, que ellas dos hubieran querido guardar intactos para otra ocasión. Pero mi voluntad no dejó que se pasara la hora de salida y dio al cochero las señas, de Elstir. Y como ya la suerte estaba echada, mi inteligencia y mi sensibilidad se dieron el lujo de pensar que era lástima. Pero lo que es si mi voluntad hubiera dado otras señas, se habrían quedado con tres palmos de narices.

Cuando al poco rato llegué a casa de Elstir, a lo primero creí que la señorita de Simonet no estaba en el estudio. Había allí, sí, es verdad, una joven sentada, con traje de seda y sin nada a la cabeza; pero para mí eran desconocidos aquel magnífico pelo y el color de la tez, en donde no encontré la misma esencia que había extraído de una muchacha ciclista que iba paseándose con su sombrero de punto, a orillas del mar. Sin embargo, aquélla era Albertina. Pero yo ni siquiera me ocupé de ella cuando me di cuenta. Cuando se es joven y se entra en una reunión mundana, muere uno para sí mismo, se convierte en un hombre diferente, porque todo salón es un nuevo universo, en el que, obedeciendo a la ley de otra perspectiva moral, clava uno su atención, como si nos fuesen a importar siempre, en personas, bailes y juegos de cartas que ya se habrán olvidado al otro día. Como para llegar hasta la meta de una conversación con Albertina me era menester tomar un camino que yo no había trazado, que se paraba primero delante de Elstir, luego ante otros grupos de invitados a quienes me iban presentado, después junto al buffet que me ofrecía unos pasteles de fresa que me comí mientras que escuchaba inmóvil la música que empezaba a ejecutar, resultó que atribuí a todos estos episodios la misma importancia que a mi presentación a la señorita de Simonet, presentación que ya no era más que uno de tantos episodios, pues se me olvidó enteramente que unos minutos antes en eso estaba la finalidad de mi venida. Y eso ocurre también en la vida activa con nuestras verdaderas dichas y nuestras grandes desgracias. La mujer que amamos nos, da la respuesta favorable o moral que esperábamos hace un año en el momento en que nos encontramos rodeados de gente. Y hay que seguir hablando, las ideas se superponen unas a otras y desarrollan un plano superficial, en el que de cuando en cuando asoma el recuerdo, mucho más hondo, pero muy limitado, de que sobre nosotros se ha posado la desgracia. Y si es en vez de la desgracia la felicidad, puede ocurrir que pasen unos cuantos años antes de que nos acordemos de que el mayor acontecimiento de nuestra vida sentimental se produjo sin que tuviésemos tiempo de consagrarle mucha atención, ni casi de darnos cuenta, en una reunión mundana, a la que, sin embargo, no concurrimos sino en espera de ese acontecimiento.

Cuando Elstir me llamó para presentarme a Albertina, sentada un poco más allá, yo antes de ir acabé de comerme un pastel de café que tenía empezado y pregunté a un caballero viejo que me habían presentado, y al que creí oportuno ofrecer la rosa que admiraba en mi ojal, algunos detalles referentes a las ferias de Normandía. No quiere eso decir que la presentación a Albertina no me causara placer alguno y que no se me apareciera con cierta gravedad. Pero no me di cuenta de ese placer hasta un rato más tarde, cuando, de vuelta en el hotel y ya solo, volví otra vez a ser yo mismo. Pasa con las alegrías algo semejante a lo que ocurre con las fotografías. La que se hizo en presencia de la amada no es sino un clisé negativo, y se la revela más adelante, en casa, cuando tenemos a nuestra disposición esa cámara obscura interior cuya puerta está condenada mientras hay gente delante.

Pero si la conciencia de la alegría se retrasó para mí unas horas, en cambio la gravedad de esta presentación la sentí en seguida. En el momento de una presentación, en vano nos sentimos de pronto agraciados con un "billete" valedero para futuros placeres y tras el que corríamos semanas y semanas comprendemos muy bien que con su obtención se acaban para nosotros no sólo esas penosas rebuscas —lo cual sería motivo de regocijo—, sino también la existencia de un determinado ser, que nuestra imaginación había desnaturalizado; un ser que adquirió magnas proporciones merced a nuestro ansioso temor de no llegar a conocerlo nunca. En el momento en que nuestro nombre suena en labios del que presenta, sobre todo si éste lo rodea, cono hizo Elstir con el mío, de comentarios elogiosos —ese momento sacramental análogo al de la comedia de magia cuando el hada ordena a una persona que se convierta de repente en otra—, aquel ser a quien deseábamos acercarnos se desvanece; y es natural que no pueda seguir siendo la misma persona, puesto que —debido a la atención con que ha de escuchar nuestro nombre y con que ha de favorecernos— en esos ojos, ayer situados en el infinito (y que nosotros nos figuramos que no habrían de encontrarse nunca con los nuestros, errantes sin puntería, desesperados y di— hay ahora, como por arte de milagro, en vez de la Mirada consciente y el pensamiento incognoscible que buscábamos, una pequeña figura que parece pintada al fondo de un sonriente espejo, que es la nuestra. Si el vernos encarnados nosotros mismos en aquello que más distante se nos figuraba es lo que modifica más profundamente a la persona que acaban de presentarnos, la forma de esa persona aún se nos ofrece envuelta en vaguedad, y podemos preguntarnos si será un dios, una mesa o una palangana. Pero las primeras palabras que la desconocida nos diga, tan ágiles como esos escultores en cera que hacen un busto en cinco minutos, precisaran esa forma, le imprimirán un carácter definitivo, que excluirá todas las hipótesis a que se entregaban el día antes nuestro deseo y nuestra imaginación. Indudablemente, Albertina, ya antes de ir a esta reunión, no era para mí ese mero fantasma de una mujer que pasó, entrevista apenas y de la que nada sabemos, fantasma que nos acompañará en nuestra vida. Su parentesco con la señora de Bontemps había limitado esas hipótesis maravillosas y cegó una de las salidas por donde podían desparramarse. A medida que me acercaba a la muchacha y la iba conociendo más, tal conocimiento se realizaba por sustracción, pues iba quitando partes de imaginación y deseo para poner en su lugar nociones qué .valían infinitamente menos; pero a esas nociones iban unidas unas cosas equivalentes, en el dominio de la vida, a las que dan las sociedades financieras cuando se ha reembolsado una acción, a eso que llaman acciones de disfrute. Su apellido, la calidad de sus padres, fueran ya una primera linde puesta a mis suposiciones. La amabilidad de que me dio muestras mientras que observaba yo de cerca el lunar que tenía en la mejilla, debajo de un ojo, fue otra limitación; y me extrañó oírle emplear el adverbio
rematadamente
en vez de
muy
, pues al hablar de dos personas decía de la una que era "rematadamente loca, pero muy buena", y de la otra, que se trataba de "un señor rematadamente ordinario y rematadamente aburrido". Y este uso del
rematadamente
, por poco agradable que resulte, indica un grado de civilización y de cultura al que nunca me figuré yo que llegaría la bacante de la bicicleta, la orgiástica musa del
golf
. Lo cual no quita para que después de esta metamorfosis aún cambiara Albertina para mí muchas veces. Las buenas y malas cualidades que un ser ofrece en el primer término de su rostro aparecen dispuestas en formación totalmente distinta si la abordamos por otro lado, igual que en una ciudad los monumentos diseminados en orden disperso en una sola línea se escalonan en profundidad mirándolos desde otra parte y cambian sus proporciones relativas. Al principio vi a Albertina más tímida que implacable, y me pareció educada, más bien que otra cosa, a juzgar por las frases de "tiene un tipo muy malo, tiene un tipo raro", que aplicó a todas las muchachas de quienes le hablé; tenía, además, como punto de mira del rostro, una sien abultada y poco agradable de ver, y no encontré tampoco la singular mirada en que hasta entonces había yo pensado. Pero ésta no era sino una segunda visión, y había otras por las que tendría yo que ir pasando sucesivamente. De suerte que tan sólo después de haber reconocido, no sin muchos tanteos, los errores de óptica iniciales se puede llegar al conocimiento exacto de un ser, si es que ese conocimiento fuera posible. Pero no lo es; porque mientras que se rectifica la visión que de ese ser tenemos, él, que no es un objetivo inerte, va cambiando; nosotros pensamos darle alcance, pero muda de lugar, y cuando nos figuramos verlo por fin más claramente, resulta que lo que hemos aclarado son las imágenes viejas que del mismo teníamos antes, pero que ya no lo representan. Sin embargo, y no obstante las decepciones que trae consigo, este ir hacia lo que entrevimos, hacia lo que nos dimos el gusto de imaginar, es el único ejercicio sano para los sentidos y que mantenga su apetito despierto. La vida de esas personas que por pereza o timidez van derechas, en coche, a casa de unos amigos a quienes conocieron sin haber soñado antes en ellos, y que no se atreven nunca a pararse en el camino junto a una cosa que desean, está teñida de tristísimo tedio.

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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