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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (68 page)

Como Andrea era muy rica y Albertina una pobre huérfana, Andrea, con suma generosidad, hacía que su amiga se aprovechara de su lujo. Los sentimientos que le inspiraba Giselia no eran exactamente los que yo me había figurado. Pronto se tuvieron noticias de la estudiante, y cuando Albertina enseñó la carta en la que Giselia daba noticias de su viaje y llegada a toda la cuadrilla, excusándose por no escribir a las demás, me sorprendió oír decir a Andrea, a la que yo suponía reñida mortalmente con Giselia: "Yo le voy a escribir mañana, porque si espero carta suya ya puedo esperar sentada, con lo perezosa que es". Y añadió, volviéndose hacia mí: "Usted puede que no la haya considerado como una gran cosa; pero es una buena muchacha y yo la tengo en mucha estima". De eso deduje que los enfados de Andrea no solían durar mucho.

Como todos los días, excepto los de lluvia, íbamos en bicicleta a los acantilados o al campo, yo me dedicaba a componerme con una hora de anticipación y me lamentaba cuando Francisca no había preparado bien mis cosas. Y Francisca, aun en París, en cuanto la encontraban en falta, y a pesar de que los años ya la iban encorvando, se ponía muy tiesa, toda llena de orgullo y de rabia, ella, tan modesta, humilde y simpática cuando se veía halagado su amor propio. Como ese amor propio era el resorte capital de su vida, la satisfacción y el buen humor de Francisca estaban en razón directa de la dificultad de las cosas que le mandaban. Y las que tenía que hacer en Balbec eran tan fáciles, que Francisca casi siempre daba muestras de descontento, el cual se centuplicaba y crecía con irónica expresión de orgullo cuando yo me quejaba en el momento de ir en busca de mis amigas de que no me había cepillado el sombrero o de que mis corbatas no estaban ordenadas. Ella, tan capaz de darse un gran trabajo y de decir luego que eso no era nada, al oír que una americana no estaba en su sitio, no sólo se jactaba del mucho cuidado con que "la guardó para que no cogiera polvo", sino que pronunciaba elogio en regla de sus trabajos, diciendo que aquel descanso de Balbec no era descanso y que no había en el mundo dos personas capaces de soportar esa vida. "Yo no sé cómo puede uno dejar todo tirado por aquí y por allá, y luego a ver quién se las entiende con ese revoltijo. Hasta el diablo perdería el seso." O se contentaba con poner cara de reina, lanzándome miradas incendiarias y manteniendo silencio absoluto, que rompía en cuanto salía del cuarto y empezaba a andar por el pasillo; entonces se oían por E' corredor frases que debían ser injuriosas, pero indistintas, como las de esos personajes que pronuncian las primeras palabras de su papel detrás de un bastidor, antes de entrar en escena. Y siempre que me preparaba yo a salir con mis amigas, aunque no faltara nada y Francisca estuviese de buen humor, se mostraba insoportable. Porque yo, en mi necesidad de hablar de aquellas muchachas, había dicho a Francisca unas cuantas bromas a ellas referentes, y ahora nuestra criada me las repetía, pero con un tono como de revelarme cosas que no eran ciertas, porque Francisca me había entendido mal, pero que, aun en caso de haberlo sido, las hubiese sabido yo antes que ella. Tenía, como todo el mundo, su carácter peculiar; una persona no se parece nunca a un camino recto, sino que nos asombra con sus imprevistos e inevitables rodeos, que los demás no ven, y por los que nos cuesta mucho trabajo pasar. Cada vez que llegaba yo a lo de: "¡El sombrero no está en su sitio!", o "¡Por vida de Andrea o de Albertina!", Francisca me obligaba a perderme por caminos extraviados y absurdos que me hacían gastar mucho tiempo. Lo mismo sucedía cuando le mandaba preparar bocadillos de queso o ensalada o comprar tartas para comerlas con mis amigas a la hora de la merienda; Francisca decía que ellas debían corresponder y convidarme también si no fuesen tan interesadas, porque entonces la asaltaba un atavismo de rapacidad y vulgaridad provincianas, como si el alma de la difunta Eulalia, a quien tanto envidió, se hubiera ido a encarnar, más graciosamente que en San Eloy, en los deliciosos cuerpos de mis amigas. Oía yo esas acusaciones de rabia de sentir que había llegado a uno de esos sitios en que el camino rústico y familiar que era el carácter de Francisca se ponía impracticable, felizmente no por mucho tiempo. Y cuando la americana había parecido y los bocadillos estaban preparados, me iba en busca de Andrea, Albertina y Rosamunda, y a veces de algunas Otras veces me hubiese gustado que los paseos fueran en días de mal tiempo. Entonces quería yo descubrir en Balbec "la tierra de los Cimerios", y los días buenos eran una cosa que no debía existir allí, una intrusión del vulgar verano de los bañistas en esta vieja región de las brumas. Pero ahora, todo aquello que antes desdeñaba, sin hacerle caso, no sólo los efectos del sol, sino las regatas, las carreras de caballos, habríalo buscado con ansia por la misma razón que antes me impulsaba a desear únicamente mares tempestuosos, y es que tanto una cosa como otra se referían a una idea estética. Y es porque mis amigas y yo habíamos ido algunas tardes a ver a Elstir, y cuando las muchachas estaban allí, a Elstir lo que más le gustaba enseñarnos eran apuntes de lindas
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o dibujos hechos en un hipódromo de cerca de Balbec. Yo al principio confesé tímidamente a Elstir que no quise ir a las carreras que allí se habían celebrado. "Ha hecho usted mal —me dijo—, es muy curioso y muy bonito. En primer lugar, hay ese ser raro, el
jockey
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, en el que se posan tantas miradas, y que está allí delante del
paddock
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, serio, gris, con su casaca brillante, formando un todo con el caballo que retiene. ¡Ya ve usted si tendría interés sorprender sus movimientos profesionales, la mancha que ponen él y las cubiertas de los caballos en el campo de carreras, con tantas sombras y reflejos que sólo allí se ven! ¡Y qué bonitas suelen estar allí las mujeres! Sobre todo el primer día de carreras fue delicioso: había mujeres elegantísimas, en medio de una luz húmeda, holandesa, en la que se sentía subir, hasta en los mismos sitios del sol, el frío penetrante del agua. Nunca había visto ese tipo de mujer que llega en coche o la que está mirando con los gemelos, en una luz tan bonita, sin duda debida a la humedad del mar. ¡Cuánto me hubiera gustado pintarla! Volví de las carreras loco, con un deseo enorme de trabajar." Se extasió aún más hablando de las regatas, y comprendí que tanto las carreras como las reuniones de
yachting
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, todos los
meetings
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deportivos donde hay mujeres elegantemente vestidas bañándose en la glauca luz de un hipódromo marino, pueden ser para un artista moderno temas tan interesantes como las fiestas aquellas que tanto gustaban de describirnos un Veronés o un Carpaccio. "Su comparación de usted es muy exacta —me dijo Elstir—, porque la ciudad donde ellos pintaban esas fiestas es en parte ciudad náutica. Ahora, que la belleza de las embarcaciones de aquella época consistía, por lo general, en su pesadez, en su complicación. Había torneos marítimos, como aquí, dados, por lo general, en honor de alguna embajada como la que Carpaccio representó en "La leyenda de Santa Ursula". Los barcos eran macizos, construidos al modo de edificios, y casi parecían anfibios, como Venecias chicas dentro de la Venecia grande, cuando, unidos por puentes volantes y cubiertos de raso carmesí y de tapices persas, llevaban su carga de mujeres con trajes de brocado color cereza o de verde damasco junto a los grandes balcones incrustados de mármoles multicolores en donde estaban asomadas, mirando, otras damas, con sus trajes de negras mangas con vueltas blancas, bordadas de perlas o exornadas con encajes. No se sabía dónde acababa la tierra y dónde empezaba el agua, y ni si se estaba aún en un palacio o se había pasado ya al navío, a la carabela, a la galeaza, al
Bucentauro
". Albertina escuchaba con ardorosa atención todos esos detalles de trajes e imágenes de lujo que nos describía Elstir. ¡Cuánto me gustaría ver esas blondas que dice usted! ¡Es tan bonito el punto de Venecia!… exclamó—.

De qué buena gana iría a Venecia!" "Quizá pueda usted ver pronto —le dijo Elstir— esas telas maravillosas que allí se llevaban. Hasta ahora sólo se veían en los cuadros de los pintores venecianos o en los tesoros de algunas iglesias; alguna salía a la venta de tarde en tarde. Pero dicen que un artista veneciano, Fortuny, ha dado con el secreto de su fabricación y que dentro de algunos años las mujeres podrán lucir en sus paseos, y sobre todo en su casa, brocados tan espléndidos como aquellos que Venecia adornaba con dibujos de Oriente para dedicárselos a sus damas patricias. Pero yo no sé si eso llegaría a gustarme del todo. Si no resultará un poco anacrónico para mujeres de hoy, aun luciéndose en unas regatas; porque, volviendo a nuestros barcos modernos de recreo, son todo lo contrario de los tiempos de Venecia, "reina del Adriático". El encanto supremo de un yate, del modo de amueblar un yate, de las toilettes del yachting, es su sencillez de cosa marina, y ¡como a mí me gusta tanto el mar…!

Confieso a ustedes que prefiero las modas de hoy a las modas de la época del Veronés y hasta de Carpaccio. Lo que tienen de bonito nuestros yates —sobre todo los medianos; a mí no me gustan los barcos enormes, grandotes; pasa como con los sombreros: hay que respetar un cierto límite de proporción— es esa cosa lisa, sencilla, clara, gris, que cuando el tiempo está velado toma una suavidad de crema. Es menester que la cámara donde esté uno parezca un café menudito. Y con los trajes femeninos en un yate pasa lo mismo; lo gracioso son esos trajes ligeros blancos, lisos, de hilo, de linón, de seda de China, de cutí, que con el sol y el azul del mar toman una blancura tan deslumbrante como una vela blanca. Claro que hay pocas mujeres que sepan vestir; pero, sin embargo, se ven algunas maravillosas. En las carreras estaba la señorita Lea con un sombrerito blanco y una sombrillita blanca también, que iba deliciosa. ¡Daría cualquier cosa por una sombrillita!" A mí me habría gustado saber en qué se distinguía esa sombrilla de las demás, y lo mismo le pasaba a Albertina, aunque por otras razones de coquetería femenina. Pero, lo mismo que decía Francisca refiriéndose a los
soufflés
, que era cosa de "coger el punto", lo distintivo de esa sombrilla era el arte con que estaba cortada. "Era redondita, muy chica, como un quitasol chino", dijo Elstir. Cité yo las sombrillas de algunas damas conocidas, pero no se parecían, según el pintor; Elstir consideraba todas esas sombrillas muy feas. Hombre de gusto muy exigente y exquisito, se fijaba en una nadería en la que estribaba toda la diferencia entre una cosa que llevaban las tres cuartas partes de las mujeres y a él le horrorizaba, y una cosa bonita; y, al contrario de lo que me pasaba a mí, para quien todo lujo era cosa esterilizadora, a él el lujo le exaltaba el deseo de pintar, "para hacer cosas tan bonitas".

—Ahí tiene usted, esta pequeña ha comprendido cómo eran el sombrero y la sombrilla que digo —me indicó Elstir, señalando a Albertina, en cuyos ojos brillaba la codicia.

—¡Lo que me gustaría ser rica y tener un yate! —dijo ella al pintor—. Usted me daría consejos para amueblar el barco. ¡Y qué bonitos viajes haría! ¡Qué gusto poder ir a las regatas de Cowes! ¿Y un automóvil? ¿No le gustan a usted las modas de mujer para el automóvil?

—No —respondió Elstir—, pero ya vendrá eso. Lo que pasa es que hay pocos modistas buenos… Callot, aunque abusa un poco del encaje; Doucet, Cheruit, y a ratos Paquin. Los demás son horribles.

—¿De modo que entonces hay una diferencia enorme entre un traje de Callot y el de otro modista cualquiera? —pregunté yo a Albertina.

—¡Pues claro, criatura, enorme! ¡Ay, usted dispense! Lo malo es que lo que en otra parte cuesta trescientos francos en su casa vale dos mil. Pero no se parecen nada; sólo resultan parecidos para la gente que no entiende.

—Exactamente —dijo Elstir—, aunque no hasta el punto de que la diferencia sea tan honda como entre una estatua de la catedral de Reims y una de Saint Augustin. Y a propósito de catedrales —añadió, volviéndose hacia mí, porque iba a hacer referencia a una conversación en que no habían intervenido las muchachas y que, además, no les hubiera interesado—: el otro día hablábamos de la iglesia de Balbec como de un enorme acantilado, un brote de piedra del país; ahora es al revés: mire usted —me dijo, enseñándome una acuarela— estos acantilados (es un apunte de muy cerca de aquí, de los Creuniers); ¡cómo recuerdan a una catedral estas rocas recortadas con tanta fuerza y tanta delicadeza!

En efecto, parecían inmensos aros de bóveda de color rosa. Pero como los había pintado un día de calor tórrido, se ofrecían como reducidos a polvo, volatilizados por el calor, que casi se había embebido el mar, el cual figuraba en casi toda la extensión del lienzo en estado gaseoso. Aquel día la luz casi había destruido la realidad, y ésta se había concentrado en criaturas sombrías y transparentes que, por contraste, daban una impresión de vida más penetrante y próxima: las sombras. Sedientas de frescura, la mayor parte de ellas huyeron de la inflamada mar y se refugiaron al pie de las rocas, al abrigo del sol; otras nadaban lentamente por las aguas como delfines, pegándose a los flancos de las errantes barcas y alargando los casos de las embarcaciones con su cuerpo brillante y azulado. Quizá esa sed de frescura que comunicaban las sombras era lo que más contribuía a dar la sensación del calor del día, y por eso exclamé que sentía mucho no conocer ese sitio. Albertina y Andrea aseguraron que yo debía de haber ido por allí muchas veces. Y en este caso, sin saberlo ni sospecharlo quizá, algún día esos acantilados podrían darme esa sed de belleza, no natural como la que yo buscara hasta aquí en los de Balbec, sino más bien arquitectónica. Sobre todo, yo, que había ido a Balbec a ver el reino de las tempestades, y que en iris paseos con la señora de Villeparisis nunca encontraba el Océano (que muchas veces no veía más que de lejos, pintado entre los árboles) bastante real, líquido y vivo, dando verdaderamente la impresión de lanzar sus masas de agua yo, que no hubiese querido ver el mar inmóvil sino cuando se cubriera con la invernal mortaja de la bruma, ¿cómo iba a imaginarme que ahora soñaría con un mar que era puro vapor blanquecino, sin consistencia ni color? Y es que Elstir, al modo de aquellas personas que se abandonaban a sus ensueños en las barcas, adormiladas de calor, saboreó el encanto del mar hasta enorme profundidad y supo traer al lienzo y fijar en él el imperceptible reflujo del agua, la pulsación de un momento de felicidad; y de pronto se sentía uno tan enamorado de ese mar, al ver su mágico retrato, que nuestro único pensamiento era correr el mundo para dar con aquel día huido, con toda la gracia instantánea y dormida.

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