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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (63 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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"Me hubiera gustado conocerlas", dije a Elstir cuando se acercó. "¿Entonces, por qué se ha quedado usted a una legua?" Estas fueron las palabras que pronunció, no porque expresaron su pensamiento, puesto que, si él hubiera querido satisfacer mi deseo, nada más fácil que llamarme, sino quizá porque había oído semejante frase, muy familiar a las personas vulgares cogidas en falta, y porque hasta los grandes hombres son en ciertas cosas igual que la gente vulgar y buscan sus excusas corrientes en idéntico repertorio, igual que compran el pan cada día en el mismo horno; o quizá sea que tales palabras, que en cierta manera deben ser leídas al revés, puesto que su letra significa lo contrario de la verdad, sean efecto necesario, gráfico negativo de un movimiento reflejo. "Tenían prisa." Yo, sobre todo, me figuré que las muchachas no lo habían dejado llamar a una persona que tan poco simpática les era; porque de no ser así, y después de tanta pregunta cómo le hice con respecto a ellas y del interés que vio que me inspiraban, me hubiese llamado. "Íbamos hablando de Craquethuit —me dijo en la puerta de casa, cuando iba a despedirme—. He hecho un dibujo donde se ve muy bien la línea de la playa. El cuadro no está mal, pero es otra cosa. Si usted lo quiere, en recuerdo de nuestra amistad le regalaré mi dibujo", añadió, porque las personas que le niegan a uno aquello que desean le dan otra cosa.

"Lo que me gustaría mucho, si es que tiene usted alguna, es la fotografía del retratito de miss Sacripant. ¿Pero qué significa ese nombre?" "Es un personaje que representó el modelo del retrato en una zarzuela estúpida." "Ya sabe usted que no la conozco, de veras; parece que usted no lo cree." Elstir no dijo nada. "Porque me parece que no será la señora de Swann cuando estaba soltera", dije yo, por uno de esos bruscos y fortuitos encuentros con la verdad, muy raros, sí, pero que cuando se dan bastan para servir de base a la teoría de los presentimientos con tal de que se echen en olvido todos los errores que la invalidan. Elstir no me contestó. Era, en efecto, un retrato de Odette de Crécy. No quiso ella conservarlo por muchas razones, algunas de suma evidencia. Pero además había otras. El retrato era anterior al momento en que Odette, disciplinando sus facciones, hizo con su cara y con su cuerpo esa creación que a través de los años habían de respetar en sus grandes líneas sus peluqueros y sus modistas, y también la misma Odette en su modo de andar, de hablar, de sonreír, de colocar las manos, de mirar y de pensar. Se necesitaba toda la depravación de un amante harto para que Swann prefiriese a las numerosas fotografías de la Odette
ne varietur
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en que se había convertido su deliciosa mujer aquel retratito que tenía en su cuarto, en el que se veía, tocada con un sombrero de paja adornado de pensamientos, una joven bastante fea, con el pelo ahuecado y las facciones descompuestas.

Además, aunque el retrato hubiese sido, no ya anterior, como la fotografía preferida de Swann, a la sistematización de las facciones de Odette en un tipo nuevo, lleno de majestad y encanto, sino posterior, con la sola visión de Elstir habría bastado para desorganizar ese tipo. El genio artístico obra a la manera de esas temperaturas sumamente elevadas que tienen fuerza para disociar las combinaciones de los átomos y agruparlos otra vez con arreglo a un orden enteramente contrario y que responda a otro tipo. Toda esa falsa armonía que la mujer impone a sus facciones y de cuya persistencia se asegura todos los días antes de salir, ladeándose un poco más el sombrero, alisándose el pelo y poniendo más alegre la mirada para asegurar su continuidad, la destruye la visión del pintor en un segundo y crea en su lugar una nueva agrupación de las facciones de la mujer, de modo que satisfaga un determinado ideal femenino y pictórico que él lleva dentro. Así suele ocurrir que al llegar a una cierta edad los ojos de un gran investigador encuentran por doquiera los elementos necesarios para fijar las únicas relaciones que le interesan. Como esos obreros y jugadores que no tienen escrúpulos y se contentan con lo que se les viene a la mano, podrían decir de cualquier cosa: "Sí, eso me sirve". Y sucedió que una prima de la princesa de Luxemburgo, beldad muy orgullosa, se enamoró, ya hace años, de un arte que era nuevo en esa época, y encargó un retrato suyo al más célebre de los pintores naturalistas. En seguida la mirada del artista encontró lo que buscaba por todas partes. Y en el lienzo se veía un tipo de modistilla y por fondo una decoración ladeada, de color violeta, que recordaba la plaza Pigalle. Pero, sin llegar a eso, el retrato de una mujer por un gran artista no sólo no tenderá en ningún caso a satisfacer algunas de las exigencias de dicha mujer; como esas, por ejemplo, que la mueven, cuando empieza a entrar en años, a retratarse con trajes de jovencita que realzan su buen talle, juvenil aún, y la representan como a hermana de su hija o hija de su hija, (que si es menester figurará a su lado muy mal vestida, como conviene), sino que, por el contrario, querrá poner de relieve los rasgos desfavorables que ella desea ocultar, y que le tientan, como, por ejemplo, un color verdoso, porque tienen más carácter; pero eso basta para desencantar al espectador vulgar y para reducirle a migajas el ideal cuya armadura mantenía tan altivamente esa mujer, y que la colocaba, en su forma única e ireductible, aparte de la Humanidad y por encima de la Humanidad. Ahora ya se ve destronada, colocada fuera de su propio tipo, que era su invulnerable reino; no es más que una de tantas mujeres que no nos inspira ninguna fe en su superioridad. De tal manera identificábamos nosotros con ese tipo no sólo la belleza de una Odette, sino su personalidad y ser mismos, que al ver el retrato que le quita su carácter nos entran ganas de gritar que está mucho más fea de lo que es ella y sobre todo muy poco parecida. No la reconocemos. Sin embargo, nos damos cuenta de que allí hay un ser que hemos visto. Pero no es Odette; conocemos, sí, la cara, el cuerpo, el aspecto de ese ser. Y no nos recuerdan a la mujer que nunca se sentaba así, y cuya postura usual no dibujó nunca el extraño y provocativo arabesco que muestra en el cuadro, sino a otras mujeres, a todas las que pintó Elstir, y que siempre, por muy diferentes que fuesen, plantó así, de frente, con el pie combado asomando por debajo de la falda, y un gran sombrero redondo en la mano, respondiendo simétricamente, al nivel de la rodilla, que oculta, a ese otro disco visto de frente, el rostro. En suma, no sólo disloca un retrato genial el tipo de una mujer tal como lo definieron su coquetería y su concepción egoísta de la belleza, sino que además no se contenta con envejecer el original de la misma manera que la fotografía, esto es, presentándole con galas pasadas de moda. Porque en un retrato de pintor el tiempo lo indica más del modo de vestirse de la mujer, el estilo que por entonces tenía el artista. Este estilo, la primera manera de Elstir, era la partida de nacimiento más terrible para Odette, pues a ella la convertía, como sus fotografías de la misma época, en una principianta de las cocottss conocidas entonces; pero a su retrato lo hacía contemporáneo de uno de los numerosos retratos que Manet o Whistler pintaron con modelos ya desaparece, y que pertenecen al olvido o a la Historia.

A estos pensamientos, silenciosamente rumiados junto a Elstir, mientras que lo iba acompañando, me arrastraba el descubrimiento recién hecho de la identidad de su modelo, cuando ese primer descubrimiento acarreó otro mucho más inquietante para mí, y referente a la identidad del artista. Había hecho el retrato de Odette de Crécy. ¿Sería, pues, posible que este hombre genial, este sabio, este solitario, este filósofo de magnífica conversación y que dominaba todas las cosas, fuera el ridículo y perverso pintor protegido antaño por los Verdurin? Le pregunté si no los había conocido y si no lo llamaban a él por entonces el señor Biche. Elstir me respondió que sí, sin dar muestra de confusión, como si se tratara de una parte ya vieja de su existencia; no sospechaba la decepción extraordinaria que en mi provocó, poco alzó la vista y la leyó en mi cara. En la suya se pintó un gesto de descontento. Como ya estábamos casi en su casa, otro hombre de menos inteligencia y corazón que él quizá se hubiera despedido secamente, sin más, y después hubiera hecho por no encontrarse conmigo. Pero Elstir no hizo eso; como verdadero maestro —quizá su único defecto desde el punto de vista de la creación pura era ser un maestro, en este sentido de la palabra maestro, porque un artista para entrar en la plena verdad de la vida espiritual debe estar solo y no prodigar lo suyo, ni siquiera a sus discípulos—, hacía por extraer de cualquier circunstancia, referente a él o a los demás, y para mejor enseñanza de los jóvenes, la parte de verdad que contenía. Y prefirió a frases que hubiesen podido vengar su: amor propio otras que me instruyeran. "No hay hombre —me dijo—, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma lo que han dicho en su existencia, pero son pobres almas, descendíentes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y piel espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior." Habíamos llegado a la puerta de su casa. Yo estaba muy decaído por no haber sido presentado a las muchachas. Pero ahora ya había alguna —posibilidad de encontrármelas en esta vida; dejaron de ser una visión pasajera por un horizonte en donde pude figurarme que no las vería dibujarse nunca más. Ahora ya no se agitaba en torno a ellas esa especie de remolino que nos separaba, y que no era sino la traducción del deseo en perpetua actividad, móvil, urgente, nutrido de inquietudes, que en mí despertaba su calidad de inasequibles, acaso su posible desaparición para siempre. Este deseo podía ya echarlo a descansar, guardarlo en reserva junto a tantos otros cuya realización, una vez que la sabía posible, iba yo aplazando. Me separé de Elstir y me quedé solo. Y entonces, de pronto, y a pesar de mi decepción, vi toda esa serie de casualidades que yo no había sospechado: que Elstir fuese precisamente amigo de esas muchachas, que las que aquella misma mañana eran para mí figuras de un cuadro con el mar por fondo me hubiesen visto en compañía y amistoso coloquio con un gran pintor, el cual sabía ahora que yo deseaba conocerlas y sin duda secundaría mi deseo. Todo ello me había causado alegría, pero la alegría se estuvo oculta hasta entonces; era como esas visitas que esperan a que los demás se hayan ido y a que estemos solos para pasarnos recado de que están allí. Entonces los vemos, podemos decirles que estamos por completo a su disposición, escucharlos. A veces ocurre que entre el momento en que esas alegrías entraron en nosotros y el momento en que nosotros entramos en ellas han pasado tantas horas y hemos visto a tanta gente, que tenemos miedo de que no nos hayan aguardado. Pero tienen paciencia, no se cansan, y en cuanto los demás se han ido las vemos allí junto. Otras veces somos nosotros los que estamos tan cansados, que se nos figura que no tendremos fuerza bastante en nuestro desfallecido ánimo para retener esos recuerdos e impresiones que tienen por único modo de realización y por único lugar habitable nuestro frágil yo. Y lo sentiríamos mucho, porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica, cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco. Todo un promontorio del mundo inaccesible surge entonces de entre las luces del sueño y entra en nuestra vida; y entonces vemos en la vida, lo mismo que el durmiente despierto, a aquellas personas en las que soñamos con tanta fuerza que nos creímos que nunca habríamos de verlas sino en sueños.

La tranquilidad que me trajo la posibilidad de conocer a esas muchachas cuando yo quisiera, me fue ahora mucho más preciosa porque, debido a los preparativos de marcha de Saint-Loup, no podía seguir acechando su paso como antes. Mi abuela tenía ganas de demostrar a mi amigo su agradecimiento por las muchas bondades que tuvo con nosotros. Yo le dije que Roberto era gran admirador de Proudhom y que podía pedir que le mandaran a Balbec buen número de cartas de ese filósofo, que mi abuela había comprado; Saint-Loup vino a verlas al hotel el día que llegaron, que era el de la víspera de su marcha. Las leyó ávidamente, manejando las hojas de papel con mucho respeto y procuró aprenderse frases de memoria; se levantó, excusándose por habernos entretenido tanto, cuando mi abuela le dijo:

—No; lléveselas usted, son para usted; he mandado que me las envíen con ese objeto.

Le entró tal alegría que no pudo dominarla, como no se puede dominar un estado físico que se produce sin intervención de la voluntad; se puso encarnado igual que un niño recién castigado, y a mi abuela le llegaron al alma, mucho más que las frases de gratitud que hubiera podido proferir, todos los esfuerzos inútiles que hizo para contener la alegría que lo agitaba. Pero él temía haber expresado mal su reconocimiento, y al día siguiente, en la estación, asomado a la ventanilla, en aquel tren de una línea secundaria que lo había de llevar a su guarnición, aún se excusaba por su torpeza. La ciudad en donde estaba su regimiento no distaba mucho de Balbec. Pensó en ir en coche, como solía hacer cuando tenía que volver por la noche y no se trataba de una marcha definitiva. Pero tenía que mandar por tren su gran equipaje. Y le pareció más sencillo ir él también en ferrocarril, acomodándose en esto al consejo del director del hotel, que respondió a la consulta de Roberto que tren o coche "vendría a ser equívoco". Con lo cual quería dar a entender que sería equivalente (poco más o menos, lo que Francisca hubiese dicho: "Lo mismo da uno que otro") . "Bueno —decidió Saint-Loup—, entonces tomaré el "galápago". Yo también lo habría tomado para acompañar a mi amigo hasta Doncieres, pero estaba muy cansado; y durante el rato largo que pasamos en la estación —es decir, el tiempo que dedicó el maquinista a esperar a unos amigos retrasados, sin los que no quería marcharse, y a tomar algún refresco— prometí a Saint-Loup que iría a verlo varias veces por semana. Como Bloch había ido también a la estación —con gran disgusto de Saint-Loup—, éste, al ver que mi compañero de estudios lo estaba oyendo invitarme a ir a almorzar, a comer o hasta a vivir a Donciéres con él, no tuvo más remedio que decirle, con un tono sumamente frío, que tenía por objeto corregir la amabilidad forzada de la invitación, para que Bloch no la tornara en serio: "Si alguna vez pasa usted por Donciéres una tarde que esté yo libre, puede usted preguntar por mí en el cuartel, aunque casi siempre estoy ocupado". Acaso también decía eso Roberto porque temía que yo solo no fuese, e imaginándose que yo tenía con Bloch más amistad de lo que yo decía, a sí me daba ocasión de tener un compañero de viaje que me animara a ir.

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