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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (7 page)

—Bueno —el capullo sigue—, nos conformaremos con que fue entre las once y media y las doce. ¿Puede detallarnos el contenido de esa conversación?

—Dado que la llamada se recibió en mi casa y es por tanto de índole privada, me gustaría saber por qué debo hacerlo cuando ni siquiera sé a qué obedece este interrogatorio —y aunque oye a sus espaldas a Santi resoplando e intuye a Bores de soslayo fulminándola con reprobación y furia, continúa—. Señor, merezco una explicación.

Pero no sirve de nada plantarse. El comisario es de los de antes, el término
Constitución
no le suena de nada y está encabronado. Quiere respuestas. Da un puñetazo a la mesa. Me encojo por un momento como una alumna en el despacho del director.

—Déjese de chorradas, hostia, ¿le preguntó cómo consiguió su número a su interlocutor? ¿Se lo dio usted?

—No —tiemblo, reacciono y decido responderle como se merece, con la menor cantidad de datos posible.

—¿Por eso llamó a comisaría, porque creía que se lo proporcionaron aquí?

—No me cabe la menor duda —y es verdad, porque por más que lo nieguen desde centralita, es la única explicación coherente que se me ocurre, eso o que el Culebra apelara a la mítica capacidad de los yonquis para buscarse la vida y moviendo hilos o favores, como buen confidente, lograra mis datos de un modo misterioso que, por desgracia, se ha llevado a la tumba y nunca será revelado.

—¿Y por qué esperó a las cinco de la madrugada para indagar sobre la maldita llamada?

—Porque fue cuando la oí.

—¿Cómo que la escuchó a las cinco? ¿No nos acaba de decir que estaba en su casa cuando sonó el teléfono entre las once y media y las doce? —y la voz de Carahuevo se eleva aún más, no sé bien si sorprendida, furibunda o ambas cosas.

—Sí.

—¿Acaso no respondió?

—No.

—¿Es autista o qué? ¿Me está diciendo que lo oyó sonar y no descolgó?

—Correcto.

—¿Y por qué cojones no lo cogió? —y aprieta los puños y grita desaforado.

—Estaba ocupada —respondo con admirable parsimonia y sorprendente tranquilidad, dadas las circunstancias.

Santi se echa las manos a la cabeza, Bores mira al techo, Clara, insólitamente relajada, contempla al comisario, que parece a punto de estallar.

—¿Y en qué estaba ocupada, subinspectora, si no es mucha molestia? —y modula, paladea las palabras con delectación, con ansia, con rabia controlada.

—En un asunto personal —de perdidos al río, Clarita. Con un par.

Qué curioso, descubre tras responder, volvemos al principio, como en un círculo vicioso del que no puedo salir, como en una noria macabra que gira y gira sin parar, como en esas pesadillas enfermizas en que todos me pisotean y me asusto pensando que me echan, que me quedo sin placa y sin trabajo y sin nadie a quien cuidar, y me amenazan, y abusan, y me meten miedo y mi boca parece sellada por hilos invisibles y no puedo gritar ni protestar, qué curioso, como ahora.

—Subinspectora Deza —oye, abriéndose paso por entre la bruma de sus sueños, la voz ahora si cabe más chillona, absurda y circense de Carahuevo que se pasa las manos por la calva, donde unas gotitas de sudor comienzan a resplandecer con reflejos malignos—. Todo es personal para usted, ¿verdad? —y Clara sabe que la inusitada calma en su tono presagia tormenta—. ¡Pues ya nos puede confirmar como sea que estaba en su casa anoche cuando sonó ese teléfono o tendrá serios problemas! ¡Esto es desacato, un auténtico acto de indisciplina, se niega a colaborar ante sus superiores y su actitud despectiva y su terquedad nos impiden avanzar! ¡Inspector jefe, haga algo con su subordinada!

—Clara, es importante que nos confirme dónde se encontraba y el objeto de esa llamada. Y es una orden —interviene, yo diría que abochornado, Bores.

—Sí, señor —y decidida en apariencia, pero estremeciéndose en su interior de indignación, levanta el auricular que duerme indiferente sobre la mesa, aunque no tendría por qué hacerlo, aunque tendrían que informarme de qué coño pasa, aunque esto sea absoluta, completa, totalmente improcedente, aunque vulnere mis derechos como agente del orden, como funcionaria y como persona, aunque sea una coacción y si lo hago es por no defraudar a los que confían en mí, como Santi, y para demostrar que, sea lo que sea, no tengo nada que ocultar y sólo por eso, nada más que por eso, marca un número que sabe de memoria y que no tarda en ser atendido.

Es entonces cuando Carahuevo, el muy bastardo tirano mamarracho y prepotente hijo de puta que se va a enterar, salga o no de ésta juro que se entera, como me llamo Clara y me defiendo con uñas y dientes de cerdos como él que se entera, pulsa el botón de manos libres.

—¿Digaaa? —es la voz de la secretaria, estúpidamente angelical.

—¿Me puedes poner ahora mismo con Ramón Montero? Soy su mujer. No importa si está reunido, es urgente.

Y, ante la frialdad de su tono, por una vez en su preciosa y esponjosa existencia la criatura parece dar muestras de inteligencia y se abstiene de rodeos y disculpas banales pasando al momento la llamada. Tras unos instantes de espera, Ramón contesta alarmado.

—¿Clara? ¿Qué pasa?, ¿estás bien? Leti dice que te notó tan seria que hasta le has dado miedo.

—No te preocupes. Estoy en el despacho del señor comisario, necesito que le confirmes que ayer por la noche estaba en casa, contigo, que antes de que nos fuéramos a dormir sonó el teléfono y que no lo cogimos.

—¿Por qué?

—No lo sé, no ha querido decírmelo.

—Pero si quiere saber dónde estabas será por algo, y entonces tienes derecho a que te informen antes de responder, porque te concernirá.

—Ya, pero me ha dicho que no pregunte, que es una orden.

—Pues a mí no puede dármelas. ¿Estás con él ahora?

—Sí —afirma mientras le ve secarse con un pañuelo el cráneo pringoso.

—Pásamelo —iluso de Ramón que no sabe que no hace falta, que no hay auricular que pasar, que todos están oyéndole gracias al manos libres.

Pero Carahuevo debe seguir con el paripé de hacerle creer que no es así y, dirigiendo a los demás un gesto de no intervenir y permanecer en silencio, como si algún insensato tuviera ganas de decir algo, finge coger el aparato, el muy hipócrita, el muy falso, y pone su mejor y más edulcorada voz de animal social amaestrado para guardar las formas, quién lo diría, y quedar bien con las clases altas.

—Muy buenos días, señor Montero —y ahora todo él gotea dulzura, rezuma cordialidad, y hay que joderse—. Siento tener que molestarle por esta nimiedad, pero su señora ya le habrá informado de la situación y…

—No tengo tiempo que perder —corta seco Ramón—. Quiere saber si mi esposa estaba ayer noche en nuestra casa, si recibimos una llamada y por qué no nos levantamos a cogerlo, ¿estoy en lo cierto?

—Sí.

—Estábamos follando. ¿Le parece suficiente razón?

Clara oye la risa ahogada de Santi y un taco sorprendido de Bores.

—Verá… No necesitaba ser tan explícito, yo sólo pretendía… —Carahuevo está ruborizado, ha hecho el ridículo delante de sus subordinados y tan grande es el corte, tan inmenso el jarro de agua helada que le chorrea por la coronilla, que busca desesperadamente algo agudo, mordaz, irónico y elegante con que salir del paso. Pero Ramón es más rápido, siempre es el más rápido.

—No intente justificarse, por dios, no hay nada más patético que un hombre balbuceando excusas que no deseo recibir. A quien tendría que presentárselas es a mi mujer, que bastante les aguanta día tras día. Dígame una cosa: ¿ha cometido algún delito?

—Pues no, pero…

—¿Está acusada de algo?, ¿bajo sospecha?

—Sólo queríamos que nos aclarase…

—Sólo queríamos, sólo queríamos. ¿Aclarar qué? ¿Es que tiene que pedirle permiso para acostarse conmigo? —y en la sala se siente, casi se puede palpar la densa pausa que hace Carahuevo para masticar y digerir su bochorno—. No sé qué pensar, señor comisario, espero de veras que esta situación sea excepcional, porque de lo contrario tendré que plantearme tomar cartas en el asunto.

—Por supuesto, esto ha sido un hecho aislado, algo fuera de lo normal debido a…

—Déjelo, no quiero oír más explicaciones. Si no le importa, ahora me gustaría hablar con Clara. No sé cómo lo soporta. Por desgracia le gusta demasiado su trabajo como para mandarles a tomar viento a todos.

Y ella, que no puede decirle que siguen ahí, escuchando, que no puede explicarle nada, que no puede agradecerle ni reírse o emocionarse porque ha sido su adalid, quien la reclama y la protege, el portavoz de su alma que guarda su corazón, se ve obligada a encontrar un hilo de voz, arrimarse al auricular y, elíptica, susurrarle sólo a medias, muy quedo.

—¿Sí? ¿Ramón?

—¡Clara! Pero ¿cómo te han hecho esa encerrona?, ¿cómo puedes permitir ese trato? Tendrías que haberle dejado con un palmo de narices por más jefe tuyo que fuera. ¡Tragarte una humillación así! ¿Estás bien?

—Sí. Yo… no puedo hablar ahora. Sólo darte las gracias. Muchas gracias. De verdad.

—No digas tonterías. Y ya me explicarás cuando te enteres a qué venía este numerito. Te dejo, tengo demasiado trabajo y un cliente me está esperando.

—Gracias, muchas grac…

—¿Otra vez? No he hecho nada, lo que tendría que hacer es sacarte de esa cloaca, llevarte a casa y que no tuvieras que moverte entre tanta doblez, tanta falsedad, que estuvieras sólo para mí y sólo para lo bueno.

—Oye, mejor hablamos luego porque…

—Pues pásame a Carahuevo, anda. Tendré que despedirme de él. Y una cosa más.

—¿Qué?

—Ya sabes, abrígate bien.

Y sonríe y se ruboriza y le quema el corazón por dentro aunque esté rodeada de lobos salvajes que hace nada se la querían comer, despedazarla a dentelladas corroídos por la vergüenza y el insulto.

—Y tú —responde tierna antes de que el señor comisario, que está literalmente amarillo desde que ha constatado que su mote es conocido por mucha más gente que sus subordinados, termine con la pantomima de esta patética conversación.

—¿Señor Montero?

—Quería despedirme y recordarle una cosa: como usted o cualquiera de sus hombres cometa el más leve abuso de autoridad con ella, tomaré las medidas oportunas ante la Justicia. Se lo garantizo. Las leyes están para algo, a estas alturas debería saberlo.

—Por supuesto. Y póngame a los pies de su señora madre. Que tenga un buen día.

—Igualmente.

De la habitación se apodera un silencio oscuro, incómodo y cruel, y nadie se atreve a mirar a nadie, sus tres superiores con la cabeza baja, cada uno fingiendo estar en sus cosas y ocupados de esconderse de los ojos de Clara, que permanece con el rostro erguido a la espera de ser escrutada por quien se digne a contemplarla. Pero no lo hacen y la espera se hace eterna hasta que, cómo no, es ella la que se decide a rasgar el mutismo.

—¿Podría alguien explicarme finalmente qué pasa?

—El Culebra —balbucea Bores.

—El Culebra —repite Santi con pesar en la voz— ha aparecido muerto delante de su chabola. Un chute final a la luz de la luna.

—Usted fue la última en tener noticias de él —murmura Bores tremendamente atento a las baldosas del suelo, muy interesado de pronto en la puntera de su zapato.

—¿Y eso qué quiere decir? —pregunta Clara entre airada y confundida—, ¿que me acusan de tener un teléfono al que llamó o de haberlo matado? ¿Qué habría pasado si no llego a justificar que ayer estaba en mi casa?, ¿supondrían que estuve con él prestándole un mechero, preparándole la papelina, viendo cómo se pica? —y casi le da un acceso macabro de dolor mal digerido al decirlo.

—No, por dios —se defiende Carahuevo ofendido—. Lo único que pensamos es que quizás en esa llamada pudo mencionar algún dato, alguna pista, algún indicio, incluso su último
pastel
. Es muy extraño que este individuo quiera hablar con usted, una policía a la que ya antes había proporcionado varios confites y a quien acaba de darle tal vez su soplo más importante, y que apenas sólo un par de horas después aparezca muerto. Aunque sea de sobredosis, que es lo que parece —y aquí su voz lleva un cierto tonillo acusador y, con él, aviesas intenciones.

—Ya, por eso prefieren acorralarme en un despacho para meterme miedo hasta averiguar qué sé y dónde estuve en vez de preguntarme directamente y sin mala intención qué ha pasado, si sospecho algo, si me cargué al Culebra o era su querida o… —sugiere con una sonrisa irónica— o lo que sea que estén imaginando.

»Pero están tan habituados a usar los “viejos” métodos que, sencillamente, se han olvidado de preguntar antes de disparar. Y podían haberlo hecho desde un principio, nos hubiéramos ahorrado los gritos y los sonrojos porque, ¿saben una cosa? —y su voz frágil también sabe adquirir un tonillo desafiante—, el contenido de la famosa llamada está en mi contestador —y el sabor amargo de la muerte arrastrada se mezcla en su garganta con una risa absurda que no se sabe por qué pugna por salir—, ahora mismo iré a buscar la cinta.

—No, más tarde —y el muy cerdo cabrón calvo cabezón sonríe aliviado, sin disimulo, sin contrición. Jodidos el Culebra y yo, el resto le da igual. Tras la violencia, tras el maldito sonrojo, tras las fingidas disculpas que nunca sintió, el grandísimo hijo de su madre tiene la desfachatez de irradiar condescendencia y perdón sólo porque el epitafio de un yonqui está grabado en una gastada cinta de casete—. Ahora será mejor que asista al levantamiento del cadáver. Dada su estrecha relación con el sujeto, quizá pueda ver algo en la escena que llame su atención y a los demás se les pase por alto.

Sí, no te jode, como si viviera con él, como si hubiéramos jugado a polis y cacos en el mismo barrio y en la misma infancia. «Estrecha relación con el sujeto», hay que joderse. Culebra, muerto ya no tienes nombre ni libertad, muerto sólo eres un
sujeto
. Trabajos de seducción perdidos fue tu vida.

—Si me disculpan unos instantes, primero necesito ir al servicio. Tengo ganas de vomitar.

Y que piensen lo que quieran, que soy débil y femenina, que me afecta la desaparición de alguien que me regalaba confidencias, que me he quedado preñada, que tengo el estómago jodido o que ellos me han jodido las tragaderas.

Y la ven irse con aire cabreado y salen todos detrás, cada uno por su lado y pensando en sus asuntos, Santi en el deshonor, en la puñalada trapera de su silencio, de no haberla defendido; Bores en lo borde que se ha puesto la tía histérica, en que por su culpa, por su desvergüenza irrespetuosa y descarada, acabará llenándose de mierda que le salpicará también a él, ya lo está viendo; y Carahuevo en cómo es posible que Ramón Montero Ortega-Trevijano, el hijo de Esmeralda, el descendiente de tan poderosa y noble estirpe, se haya casado con esa fulana molesta como un grano en el culo. Cómo lo habrá enganchado, si no vale un pimiento. Cómo la soportará. Y para colmo sin docilidad ni disciplina. Cómo se nos ha atravesado la jodida, cómo la ha liado por unas preguntitas de nada, qué poca clase, qué plante más ridículo y me tengo que joder y callar, no largarla de comisaría a la voz de ya sin ni siquiera esperar a que recoja los bártulos de su mesa y en cambio sonreírle por los pasillos a la espera de un desliz, de un paso en falso que me la quite de delante para siempre. Porque caerá. Vaya si caerá. Y como me entere de que esta hija de puta me vuelve a llamar Carahuevo, por mis santos cojones que le abro un expediente disciplinario por falta muy grave. Es de manual.

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