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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (41 page)

Pues esto ya está. Asunto resuelto, Zafrilla hace de amiguita menor de edad y yo de una Serena mayor de lo esperado pero más experta, mucho más lanzada, mucho más dispuesta a echar toda la carne en el asador, por qué no si fingiendo otras personalidades todos sentimos la necesidad de sobreactuar, de exagerar un poco y venga, Alejandra, aunque tenga unos años más de lo esperado te compensaré, porque yo puedo con todo, yo no le hago ascos a nada, yo le echo morro y verás tú lo poco que tardo, con las armas de mujer que me gasto, en llegar a lo más alto de la profesión.

Sí, a lo más alto, a lo más alto del trampolín pero para tirarte sin agua, para ir de farol arriesgándote a que te descubran como una impostora, porque eso es lo que eres, y que se vaya todo al carajo. Pues vale, pues qué más da, piensa de inmediato. Para lo que me pagan, para lo que me promocionan, reflexiona mientras enciende su ordenador y espera, reconcomiéndose, renegando de su trabajo, a que salte la señal en su pantalla que advierte que un e-mail ha entrado. Y sí, tengo uno, de Dolores. Qué querrá, ¿no se había tomado hoy libre? Ah, no, lo envió el viernes de madrugada, casi dos horas después de que hubiera hablado conmigo. Esta mujer es una adicta al trabajo.

Nena, se me olvidaba:

Esta tarde, a petición de un tal Valentín Malde, vinieron de una funeraria a formalizar el traslado del cuerpo de tu amigo el yonqui, pero no se lo pudieron llevar porque el juez todavía no lo ha autorizado, aunque seguramente el lunes tendrá a bien permitirlo. Lo que sí les entregué, además de sus efectos personales, es el traje que encontraste en su chabola. Como pensé que igual les parecía raro, he puesto una nota diciendo que lo habías traído tú.

Ya sabes que es obligatorio que en el formulario conste el día y la hora del sepelio: lunes 14, en el cementerio de Tres Cantos, a las 13:00 horas.

Pues eso, que estás avisada. Para cualquier cosa me puedes llamar al móvil.

Y a ver si duermes.

—¿Adónde vas? —le pregunta París al verla levantarse como un resorte.

—Al entierro del Culebra, acabo de leer un e-mail de Dolores notificándome que será hoy por la mañana.

—Qué buena amiga, te lo cuenta todo —comenta con los ojos entrecerrados, signo inequívoco de su envidia por mis contactos—. ¿De qué os conocéis?, tú nunca habías llevado un homicidio hasta ahora.

—De una asignatura optativa en la facultad, fui alumna suya.

—Por cierto, ¿llegaste a acabar la carrera? —pregunta con fingido desinterés, como quien no quiere la cosa, el muy indeseable.

—Sabes que no. Pero al menos hice amistades.

—Ya veo, porque me han soplado que a tu marido también lo conociste allí.

—Pues lo que me extraña a mí es que tú, estando en Homicidios, nunca hubieras trabajado con Dolores.

—Me agobia el Anatómico, evito ir siempre que puedo. Suelo dejarle ese trámite a los compañeros. Será por eso.

—Sí, eso será —eso, y que eres un cobarde—. ¿Entonces no te vienes?

—Paso. Tengo un montón de cuentas y extractos bancarios que revisar. Esta puta movía más dinero que el Banco de España.

—Entonces me piro sola. Otra cosa, los de la funeraria se hicieron cargo del cuerpo por orden de un tal Valentín Malde, ¿qué tal si lo buscas en los archivos, a ver si tenemos algo de él?

—Lo haré, pero el que manda aquí soy yo, no lo olvides. Y, por cierto, que no se te ocurra dar otro paso más sin mí —amenaza—, no sea que pase como ayer, que te fuiste «sola» a hablar con los Olegar porque «te quedaba cerca».

—Descuida, no volverá a suceder.

Y sale de comisaría y hasta la vista, gordo, se despide del de la puerta con una sonrisa exultante que lo deja alelado a la par que mosqueado. Consulta su reloj porque todavía es temprano y parece que sí, que le va a dar tiempo a hacer una visita al despacho de Roberto Butragueño, que no es que le «quede cerca», es que se lo han puesto a huevo.

*

Los despachos de los abogados y demás profesionales liberales del barrio de Salamanca son como el Bernabeu: producen miedo escénico. De acuerdo, no caben cien mil aficionados berreando dispuestos a defender sus colores a muerte, pero tanta madera oscura, tanta alfombra de diez centímetros de grosor y tanto grabado de firma enmarcado acaban por poner a uno, o al menos a mí, de los nervios. Es como si estuviera en un mausoleo, y bastante saloncito fino llevo estos días entre Esmeralda y los Olegar como para sufrir éste ahora, sentada en esta sala de espera con un
¡Hola!
en la mano, por tener algo, y cerca de media hora aguardando a que el señor Butragueño se digne a recibirme.

Es lo que pasa cuando se viene sin avisar por muy sub-inspectora que se sea, dijo su secretaria, que sí, existe, y no, no es un robot, o al menos no lo parece desde donde yo estoy aunque juraría que lleva más de dos minutos mirándome sin pestañear, y eso muy humano no es. Definitivamente empieza a agobiarme. Es como un cuervo con esos ojos sin párpados, pequeños y metálicos tras las gafas, tan metálicos como esa voz sin inflexiones ni matices. Si no fuera porque estamos en este insigne barrio diría que está fumada, y en horas de trabajo. Nadie puede permanecer inmóvil tanto rato sin respirar. Estoy por sacar la pistola y hacer como que le apunto, a ver si reacciona.

—¿Subinspectora Deza? —pregunta como por ensalmo una voz de ultratumba, como si un ser superior hubiera estado leyéndome el pensamiento y, por ende, constatando mis impulsos asesinos—. Disculpe la espera, tenía asuntos que atender.

No puede ser otro más que Roberto Butragueño en persona, en la puerta de su despacho, con un traje gris marengo que le sienta como un guante y la mano tendida hacia mí en un gesto amistoso y profesional. Ahora me tocará hacer el paripé de que yo también estoy encantada de conocerle, y mientras se la estrecho no se me ocurre otra mentira menos ingeniosa que decirle:

—No, discúlpeme a mí, ha sido una impertinencia presentarme sin pedir cita.

—No se preocupe, sé que son avatares de su oficio —comenta mientras posa su mano huesuda en mi cintura y me «dirige» hacia el interior de su despacho—. ¿Qué tal si entramos y me cuenta qué desea hoy de mí?

—Sí, por favor —y compongo una mirada de admiración, como si me encandilaran sus maneras de abogado de lujo, y pienso que ahora comprendo el porqué de esa manía que le tiene Ramón, y es que Butragueño, a quien en un principio imaginé más o menos de su edad, debe de ser como mínimo una década mayor pero, al tiempo, sin duda más jovial. Se le ve, se le nota esa raíz de despreocupación que late bajo su ropa de marca y su pose de serio letrado. Una se da cuenta nada más verle de que, tras su expresión educada y cortés, su mente bulle maquinando la próxima estrategia de cara a la timba semanal, a cómo vencer las reticencias de la rubia de tetas de metal que le presentaron anoche en la sala vip de aquella disco de moda o cómo conseguir las entradas para el próximo Madrid-Barça que jamás, bajo ningún concepto, consentiría perderse. Disfruta de la vida, intenta parecer formal, dar una imagen de lo más profesional, justificar con sus maneras que sus excelentes credenciales son fruto de sus esfuerzos y no de sus apellidos, pero a mí no me engaña. Yo sí conozco a un fanático del trabajo, duermo a su lado, y no es como él. En las bolsas bajo los ojos está la diferencia.

Ya dentro compruebo que su despacho es si cabe más apabullante que la sala de espera y que aquí no necesita de la secretaria caracuervo porque un retrato de su padre, o de su abuelo, o sabe dios qué antepasado, hace las funciones de arma intimidatoria con su mirada protegida por unos quevedos que no empañan, ni en un lienzo ajado por el paso del tiempo, su brillo maquiavélico. Mientras yo miro, calibro y comparo el tamaño de su escritorio, su ordenador o su pluma con los de mi marido, Butragueño, convencido de que estoy abrumada ante su poderío, aprovecha para mirarme, calibrarme y compararme antes de pulsar un botón de su interfono y decirle a la pajarraca con voz melosa el típico Pili, cielo, ¿nos traes un café?, para después colgar sin esperar respuesta. No la necesita.

Es ahora, terminados ya los prolegómenos, cuando tomamos aire, nos observamos con curiosidad y uno de los dos, en este caso él, rompe el hielo:

—Y bien, ¿qué se le ofrece? ¿Es en relación con aquella mujer, Olvido?

—No. Se trata de la muerte ayer de otro de sus clientes, Julio César Olegar. De este fallecimiento supongo que sí estará al tanto —infiero con retintín.

—Por supuesto, una gran pérdida.

—Tengo entendido que es el albacea de sus hijas.

—Sí, tres niñas adorables —vale, lo sé, adorables, admirables y aspirantes a deidades, ¿es que nadie va a escapar del topicazo?

—Opino lo mismo, pero no acabo de entender por qué el señor Olegar acudió a usted cuando su hijo, Esteban, podría administrar perfectamente el capital de sus hermanas. Según tengo entendido es un joven muy preparado.

—¿Es por eso por lo que ha venido? ¿Para interrogarme sobre la familia de Julio? —noto cómo traga saliva, éste esconde algo.

—Sí, pero también para saber por qué atrae tanto a los muertos. Hay tres cadáveres recientes sobre mi mesa y todos tenían algo que ver con usted.

—Le dije cuando llamó, y se lo vuelvo a repetir —y me enseña todos sus dientes en una mueca de lobo con colmillo retorcido que no puede ni quiere ocultar—, que no tengo nada que ver con ningún yonqui. Y respecto a los otros dos fallecidos, ha sido una coincidencia que fueran clientes míos.

—Pues qué mala suerte están teniendo, celebro que no me represente.

—No se preocupe, no podría pagar mis honorarios —menuda puya.

—Con Julio Olegar había también una relación de amistad, o al menos eso me ha contado su viuda.

—Veo que se mueve rápido.

—Es mi trabajo, señor Butragueño.

—Llámeme Roberto, por favor —me pide con una sonrisa blanca de conquistador nato que hace juego con sus elegantes canas plateadas y le dan ese toque de galán con solera y prestancia, de sibarita que disfruta de la vida y sabe sacarle todo el partido y bola extra a ser posible, y entiendo y no entiendo al mismo tiempo que Ramón no pueda soportar a este embaucador, a este encantador de serpientes, a este aprovechado que, a diferencia de Esteban Olegar, niño bien por herencia tanto como él, no pretende negar que nunca ha dado ni chapa y que, si puede evitarlo, nunca lo hará.

La diferencia entre ambos es evidente: Esteban, sin llegar a los treinta, ya es un adulto recalcitrante y amargado. Adusto, seco aunque bello, huidizo y provocador, disfruta espantando a todo aquel que pretende acercarse y se encierra en su ático de cristal, en su caja de porros, en sus ambiciones y en las ansias de quien no se siente realizado empeñado en demostrar que merece lo que tiene, que es digno del dinero que ha heredado aunque incapaz de disfrutarlo por algún medio que no sea artificial. Butragueño, en cambio, sólo busca deleitarse sin pensar si merece o no su fortuna, su apellido o el título nobiliario que debió de jugarse al póquer. Pero qué más da, de tez oscura, ojos risueños y perenne esfuerzo por velar en su rostro su natural mundano y obsceno, si se comporta con corrección, si se finge bueno, es por puro instinto de protección, para seguir gozando y que la gallina de los huevos de oro le dure todavía unos cuantos años.

Y aunque parezca contradictorio me siento cómoda con él porque con sólo un vistazo puedo adivinar de qué pie cojea. Le gusta fumar, fardar, follar y farolear, he tratado con especímenes de su calaña, todos con su basura bajo la alfombra, pecados que esconder no precisamente veniales pero que les hacen humanos y una cierta sinceridad esencial que muestran a quien es de su agrado. Son los androides como Esteban Olegar, rígidos como sólo los petimetres saben serlo, empeñados en alardear de su falta de sentimientos, inflexibles como vírgenes, ascéticos como inquisidores, impíos como quien nunca ha cometido mal ni ha sucumbido a ningún anhelo los que me producen desasosiego. Es como si tuviera que lidiar con un habitante de otra galaxia que no sabe de qué están compuestas nuestras emociones, los dolores, los excesos, los miedos, y por eso sonrío a Roberto y a sus ojos lisonjeros y a sus labios ufanos y le digo que sí, que le llamaré como quiera, faltaría más, y que desearía que me contara, sin rebasar por supuesto los límites del secreto profesional, qué sabe de los Olegar, desde hace cuánto los conoce, cómo entraron en contacto y, sobre todo, por qué padre e hijo diferían tanto.

—Por dónde empezar —empieza—, nos conocimos hace más o menos unos doce años. Yo acababa de entrar en el bufete de mi padre y Julio ya era por aquel entonces un prestigioso empresario, aunque no con la fortuna inmensa que ahora deja. Esteban rondaría los dieciséis y Mara, su madre, maniaco-depresiva o más bien, para qué disimular, una loca de cuidado, pasaba por una de sus habituales crisis, por lo que se habían visto obligados a internarla. ¿Sabía que el capital inicial de los negocios de Julio lo aportó ella? Él era un hombre hecho a sí mismo, ya se lo habrán relatado, y ofrecía un futuro prometedor cuando se casaron, pero digamos que su matrimonio fue lo que hoy conocemos por un braguetazo que, lamentablemente, terminó en desgracia. En una de las cada vez más escasas temporadas que pasaba en casa, Mara se cortó las venas. Estaba embarazada de pocos meses y la investigación concluyó que sufrió un desajuste hormonal que agravó su locura. A consecuencia de esto Julio se volcó en el trabajo, tal vez para olvidar, y decidió apartar a Esteban de aquella mansión bañada de sangre y enviarlo a un prestigioso internado en el extranjero. Fue entonces cuando el padre de Mara nos contrató para controlar la gestión de la herencia de su nieto. Quería que se impusieran unos límites a la hora de administrarla para que su yerno no se la jugara en una de esas operaciones arriesgadas a las que era tan dado en aquellos años, si bien hay que reconocer que gracias a ellas y su éxito se convirtió en lo que ha sido hasta hoy aunque, por desgracia, no aplicaba esa pasión a su vida privada: cada vez se encontraba más apagado, se iba transformando en un hombre amargado y derrotado.

—Y ahí fue donde entró usted.

—Esto sería hace cosa de diez años, y yo por aquel entonces ya era buen amigo suyo y empecé a sacarlo por ahí para espabilarlo un poco. Tanto lo espoleé que acabó por levantarme la novia. Sí, a Mónica, no me diga que la viudita no se lo ha contado —amaga un gesto de incredulidad—. De todos modos no creo que se sorprenda si le digo que, aunque ahora se haga la respetable madre de familia, la conocí un verano como participante en un certamen de Miss Camiseta Mojada en el cual, por avatares que no vienen al caso, yo presidía el jurado. Sí, ríase, pero ya sabrá que toda segunda esposa más joven ha de tener un pasado, y vaya si Mónica lo tiene. Tampoco le habrá comentado que esos pechos descomunales que luce se los regalé yo por nuestro segundo aniversario. ¿No? Va a ser que por fin ha aprendido a cerrar la boca. No se lo reprocho, tiene tres niñas arrebatadoras y debe darles ejemplo, no me extrañaría que acudiera todos los días a misa de ocho para arrepentirse de sus pecados, porque vaya si pecó, sobre todo de malas artes con su futuro marido, a quien enganchó bien enganchado, y eso que le avisé. Pero no pude frenarlo, se casaron en seis meses, ella con un bombo de campeonato y Julio, como un adolescente bobo, estúpidamente enamorado. Esteban todavía sigue cabreado por aquello.

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