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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (64 page)

—Carahuevo entró hace unos días, ¿no? —apunta Expósito.

—Sí, pero Carahuevo no cuenta. Nuestro amado comisario no se ha leído un expediente en su vida y no veo por qué va a querer empezar ahora —masculla Clara a pesar de la mirada reprobatoria que sabe que le estará lanzando París.

—Yo… —dice muy bajito una voz, junto a las escaleras—. Yo creo…

—¿Qué?, ¿qué dices, León? Habla un poco más alto, por favor —pide París con amabilidad—. No se te oye.

—Digo que ayer, o tal vez anteayer, no sé, creo que vi salir a… no me sale cómo se llama…, me refiero al chico nuevo, ese rubito tan guapo.

Varios agentes hacen gestos y se oyen risillas sofocadas, ya te decía yo que éste cojeaba de alguna pata, ¿no ves cómo se ha fijado en el novato? Seguro que ya le ha echado el ojo, hazme caso, que de estas cosas sé lo que hay que saber, yo a los maricones los veo venir de lejos y aquí tenemos a uno como la copa de un pino. Tiene una pluma que no se puede aguantar, no digas que no, y esa manía suya de cambiarse en el vestuario cubriéndose con la puerta de la taquilla… Si es que no se puede ser tan fino. Y claro, como el Bebé es rubito y tiene cara de niño… No, si al final además de sarasa va a ser pederasta.

—¿A quién te refieres, León? ¿A Javier?, ¿al Bebé?

—Sí, a ése, el novato que va con Nacho. Supongo que era él.

—¿Cómo que supones? —prorrumpe Clara con frialdad—. O lo has visto salir de ese despacho o no. Esto es serio. Se trata de un expediente que falta y un compañero al que acusas y, sobre todo, ¿estás seguro de que eso sucedió cuando Santi ya había desaparecido? Desde luego vaya policía estás hecho, entre que no recuerdas una cara e implicas a un compañero sin fundamentos…

—Clara… —París quiere cortar la perorata, hacer que se calle porque ya vale, se está ensañando con el pobre diablo, pero ella continúa embalada.

—Para, déjame que siga, parece que todos os habéis olvidado de que no se puede acusar a alguien así porque sí.

—Pero yo no estoy acusando a nadie de nada —implora León—. Me preguntasteis y he respondido. Juraría que le vi entrar hace unos días, por la noche, con las luces del despacho apagadas, casi no quedaba nadie.

—¿Y tú qué hacías aquí? —continúa atacando Clara cada vez más enojada.

—Ésta también es mi sala, soy policía judicial, tengo derecho a estar en ella.

—Pero no sueles hacerlo, te pasas la vida arriba, sólo bajas a última hora, cuando esto está vacío. ¿A qué vienes?, ¿a espiarnos, a mirar las fotos de cadáveres que pinchamos en el corcho? —insiste, cada vez más agresiva.

—¡Clara, por dios! —brama incómodo otro de los agentes.

—Venga, déjalo ya —París la coge suavemente por los hombros y hace que le mire, que le mire a los ojos aunque no quiera, que levante la cabeza y deje de fruncir el entrecejo—. Serénate, no te pongas así, sólo quiere ayudarnos.

—¡Pues que lo haga, pero con datos concretos! —exclama a media voz, más violenta incluso que si estuviera gritando—. Parecemos colegiales que se han quedado sin maestro. No somos capaces de avanzar un paso sin Santi. No valemos nada sin él. Nada.

Y se zafa de sus brazos y resuelta agarra la chaqueta que abandonó en el respaldo de su silla al llegar para salir como un vendaval. A lo lejos, persiguiéndola como un olor a fritanga rancio, pegajoso y dulzón que se odia pero del que es imposible desprenderse, oye la voz de Carlos explicándoles a los compañeros que son muchas emociones en tan poco tiempo, comprendedlo, lo de Santi, su marido que está de viaje, ayer mismo por poco la tiran desde una terraza y menos mal que un servidor estaba allí para salvarla, ahora Javier el Bebé que también desaparece y vaya tío cabrón, contándoles a todos que es un héroe al que le debo el pellejo, anda que no le ha faltado tiempo para colgarse la medalla, no tenía que haberle dado ni las gracias. ¿Y qué es eso de que mi marido no está?, ¿que ando como vaca sin cencerro?, ¿que no tengo quien me aguante y por eso grito, porque de algún modo me tengo que desahogar?

Se para en medio de la calzada. Qué hago, ¿regreso, entro ahí y le parto la cara o paso de todo? De pronto reanuda su camino más decidida que antes. Paso, definitivamente paso. Que les den. Para qué más explicaciones. Que piensen lo que quieran, y si les da por apenarse de mí, por apiadarse, por apearse de esa prepotencia de machitos y empezar a tratarme con mimo y cuidarme porque, pobre niña, está solita, mejor que mejor. No es muy feminista pensar esto pero me da igual, sólo quiero que me dejen tranquila, que me permitan trabajar y se olviden de mí. Que me dejen en paz.

—Poli, ponme un café.

—No se te ve muy calmada, ¿por qué no te tomas una tila?

—¿Y tú por qué no te metes en tu vida? —bufa y no precisamente para sus adentros. Pero Poli, que lleva más de dos décadas regentando la taberna y sirviendo a no pocas generaciones de maderos cabreados, no se altera. Aun así, Clara recula—. Tienes razón. Ponme una tónica, por favor.

—¿Qué os pasa ahí dentro? —y señala con el mentón, más allá de sus cristales pintados, a la comisaría—. Últimamente todos andáis ladrando.

—Será por lo de Santi.

—No creo, me ladra gente que apenas tenía trato con él, como el chaval ese, el novato, y el cuatro ojos también, y uno muy grande…

—¿Nacho?

—No, mujer, no, el otro, el que salió contigo hace años.

—Joder, cómo vuelan las noticias.

—A mí no me culpes, los polis sois todos unos cotillas.

—Cóbrame, anda. Voy a darme un paseo, a ver si me despejo.

Y sin esperar a recibir el cambio sale despidiéndose con la mano. En cuanto pisa la calle, algo más relajada, sus recuerdos vuelven a aflorar. Es que no hay derecho, coño, no puede salirme todo tan mal, sólo quiero hablar con Ramón, es lo que más echo en falta en este momento y parece como si estuviera pidiendo el cielo. Santi tiene hijas que le lloren, que le cubran con sus melenas como las magdalenas que fotografía Kodak, Olegar tendrá descanso en su mausoleo, su viuda y su hijo el poder y la pasta, Olvido y el Culebra su paz y su silencio, París otro romance con la primera chachilla que se rinda ante su placa y ¿qué tengo yo? Un monstruo de gata, un marido que no llama y una suegra a la deriva.

Cuando regresa a su puesto todos hacen como que siguen a lo suyo, menos París, que no está en su sitio, y nadie la mira porque saben que, de hacerlo, ya no podrán disimular que algo ha pasado, algo se ha roto en el frágil equilibrio de poderes y buenas maneras. Clara les permite que sigan fingiendo, mejor así, todo es mejor así, que nadie me hable, que no me pregunten, que no digan nada. Se limita a coger su libreta, abrirla por donde ha apuntado los números de teléfono de los relacionados con los casos, agarrar el auricular de su teléfono y marcar.

—Buenos días, soy la subinspectora Deza, ¿podría hablar con la señora?

¿No ha llegado todavía? ¿Y no sabe cuándo volverá?

Ya, claro. ¿Puede dejarle un recado? Gracias. Dígale por favor que me gustaría hablar con ella cuando pueda. No, cuando pueda no, mejor dígale cuanto antes. Es urgente, se trata de un tema importante.

—Hola, buenos días, soy la subinspectora Deza, ¿podría ponerme con el señor Butragueño?

¿No ha llegado todavía? ¿Sabe cuándo lo hará?

Ya, claro, estará toda la mañana fuera del despacho. ¿Puede dejarle un recado? Dígale por favor que me gustaría hablar con él, cuanto antes. Quisiera comentarle algunas cosas que le resultarán interesantes. Gracias.

Mierda mierda mierda. Qué pasa hoy que nadie me coge el teléfono. Y este otro, el mío, sonando sólo para importunarme, jamás para darme una buena noticia. He hecho bien en apagarlo, así aprenderá Ramón, si es que se digna a llamarme, y todos los demás, como este anónimo recalcitrante que me persigue y persevera tras su número oculto, o por ejemplo Virtudes o Vito o la Muerte que se ha modernizado y telefonea con antelación o quienquiera que sea. Si puede ser, que llamen mañana, hoy tengo demasiado trabajo sobre la mesa y más en la calle y no me da la gana de estar para nadie.

Menos mal que soy una mujer de recursos.

—Señor Butragueño, soy la subinspectora Deza, ¿me recuerda?

—Quién podría olvidar a una mujer con pistola y un abogado por marido.

—Qué bien, pensé que no se acordaría, como le ocurre con las putas y los yonquis.

—¿A su picapleitos le hacen gracia sus gracias?

—Depende del día.

—En buena hora encontró mi número de móvil en la agenda de Olvido.

—No se enfade, sea bueno, mi mañana ha sido horrible y tengo algo que proponerle. Será la última vez que le moleste, se lo prometo, ¿le parece bien que nos citemos dentro de una hora? Sería mi coartada para huir de esta comisaría asquerosa. Tengo la sensación de que hoy todo el mundo me miente y me odia.

—Qué honor que me haya excluido —ironiza Butragueño.

—Usted también va en el saco, pero a las mentiras de los abogados ya me he acostumbrado —devuelve ella el palo.

—¿Por qué no quedamos para comer?, ya casi es la hora. Acaban de inaugurar en la azotea de un hotel un nuevo restaurante que…

—Preferiría que no, la última vez que pisé una por poco me lanzan al vacío.

—Le prometo que me contendré.

—Lo siento, pero no me fío. De todos modos prefiero que nos veamos en una cafetería a ras de suelo, algo más terrenal.

—Como quiera, ¿conoce alguna?

XXII

En cuanto franqueo la puerta, que parece más que nunca acorazada, Pablo me dedica una sonrisa esplendorosa, de un blanco nuclear, de un sincero que desarma y que desmaya y casi descarna y decido, sin duda con placer, que ha sido una buena idea citar a Butragueño en este pub. Al fin y al cabo es lo que hacen los abogados y él mismo también, sentarse en el trono de un despacho acojonante precisamente para eso, para acojonar al contrario desde una silla unos centímetros más alta que la de sus clientes o contrincantes, situar la ristra de títulos tras él y, si fuera necesario, contratar al mejor decorador que sepa conjugar luces y sombras para que éstas le saquen no el lado más favorecedor ni tampoco el más interesante, sino el más amenazador.

Así las cosas y los casos, no se me podrá echar en cara que busque mi propio entorno para sentirme a gusto ante una —espero— reveladora conversación y, a falta de secretarias adeptas a mi causa, ¿se me reprochará que al menos procure rodearme de un camarero sano, buen mozo y simpaticote que, de paso, puede identificar también al abogado como cliente de Olvido y buscar en su famosa libreta de apuestas o en su mollera cuándo fue la última vez que la visitó?

No espero mucho ante mi taza, alumbrada en la distancia por la sonrisa de mi barman preferido, para divisar a Butragueño apresurado, casi corriendo por la calle como la liebre de marzo porque llega, qué ricura, no media hora, sino treinta y dos minutos tarde. Para que luego digan de una. Hace tanto que un hombre no corre por mí que hasta me enternezco y me asusto pensando que igual, tonta como estoy, me da por soltar una lagrimita. Pero no, me recompongo nada más ver su corbata de ciento veinte euros con motivos ecuestres y logro remedar un mohín justo antes de que se siente frente a mí, no sin antes inclinarse a besar mi mano como un buen caballero educado en digna casa. Sé que es una charada, la representación de un mangante que se finge galante pero, qué diablos, me divierte esta farsa donde ninguno de los dos es lo que parece, en la que nos ilusionamos porque, por un momento, hemos conseguido embaucar al otro. Me gusta tanto esta situación que no me resisto a jugar con él y, antes de que diga nada, le confieso con un guiño travieso cuán enfadada estoy por su retraso y, sobre todo, por escatimarme información. Se hace el loco, se esconde tras sus cejas pobladas y enarcadas como extraños signos de admiración, pero pronto le llega el turno de pasarse a la cara de póquer en cuanto saco las comprometedoras fotografías de una Mónica Olegar mucho más joven y en ropa interior. Butragueño las observa un rato en silencio, las digiere y, por fin, me mira con rostro impenetrable. ¿Era preciosa, verdad?, empiezo. Claro que lo era, y lo sigue siendo, la cirugía es lo que tiene, afirmo con mala baba, pero no se trata de alabar su belleza sino de que me explique cómo es que estas imágenes pertenecen al catálogo de una madame. Porque Mónica era puta, responde sin ambages, y no puedo dejar de admirar, boquiabierta, la cruda simplicidad de su explicación. Ah, era eso, ni lo habría imaginado. ¿Y usted lo sabía? Por supuesto, admite, ¿cómo cree que la conocí?, ¿de dónde piensa que recluté a las participantes para aquel concurso de camisetas mojadas?

Me quedo tan anonadada que no soy capaz de reponerme de su sinceridad, pero reacciono, qué le voy a hacer, para reflexionar en alto sobre el hecho de que no me lo hubiera comentado antes. Ser un truhán es ser un señor y eso, al parecer, se aplica desde siempre a los puteros, por eso reconoce sin empacho que no me ha ocultado nada en realidad. Si repaso nuestras conversaciones, si leo entre líneas, resulta que ya lo dio a entender, y lo de que fue novia suya es rigurosamente cierto. Le he dicho que no miento, insiste, no hay mucha diferencia entre ser modelo de medio pelo y prostituta de altos vuelos.

A Mónica, me cuenta, se la presentó Virtudes, ¿no es una ironía que se llame así? Imagino que ya la habrá conocido, porque las fotos que me ha enseñado pertenecen a las que solía manejar para mover a sus chicas entre la clientela selecta, el posado es inconfundible. A la madame, y mientras hace memoria entrecierra sus ojos de ratón travieso, surcados de arruguillas de las que salen cuando uno se ha reído y disfrutado lo suyo, la trata desde hace mucho, cosa lógica si se tiene en cuenta que es una alcahueta de fuste y él un gran consumidor de sus productos. La historia es como un mal guión cuyas líneas básicas podrías adivinar sólo con ver los dos primeros minutos del telefilme del mismo modo que un editor ojea con desgana un manuscrito en diagonal porque presupone su final. Como un profesor, o más bien como un decano, se repantiga en su silla dispuesto a darme una lección magistral sobre la evolución de la prostitución en la última década y yo, fascinada, me dejo llevar y descubro que lo de los clubes de carretera era demasiado sórdido para una araña tan ambiciosa como Virtudes. Pronto se pasó a casas de masajes, después a pisos en barrios señoriales y más tarde a chalets en urbanizaciones privadas, sin perder de vista, eso sí, las suites de los hoteles de lujo como paso previo a las academias de modelos. El caso es avanzar con los tiempos. También se dedicó durante algunos años a organizar castings para desfiles privados de lencería, procesos de selección de azafatas para congresos, animadoras de cruceros por el Mediterráneo… El caso es dar con la excusa de reunir a hombres pudientes en un mismo local con ínfulas de convertirse en edén. Los ángeles los pone ella y, como uno solo de ellos pique, el business ya está hecho e irá a toda máquina, como un tren porque luego, por el orgullo estúpido de los machos que descubren reses nuevas en la manada, ya se encargan ellos de difundir las novedades y recomendarse las excelencias de su nuevo catálogo que sí, de acuerdo, es un poco como comprar muebles por encargo, pero no parece que haya otra manera menos comprometida de hacerlo.

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