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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (19 page)

dandy
convertido en náufrago en virtud de una grosería de la máquina, el jugador recientemente arruinado —con la flor en el ojal— (y al igual que aquél lo hace por encima de la borda, tras una mirada fugitiva al salón por donde ya corren las mesas), lanza el cigarrillo a un tiesto de hortensias y (tras una breve búsqueda de la mujer que en el salón prolonga la tertulia sin sospechar el resultado de la última postura) salta por encima de la balaustrada para echar a correr, en busca de salvación, por las tinieblas de esos campos que la tarde anterior le eran tan indiferentes, donde cantan los grillos y —cerca del arroyo— croan las ranas para acompañar el canto apenas perceptible de un minero. Era un criadero perdido en una hoz de la montaña, que en sus años de mayor actividad —durante la guerra del 14— no debía producir arriba de medio millar de toneladas al año, de un grano de sílice muy fino y limpio —con un 98 % de pureza—. El producto se transportaba en carreta a Región y de allí se enviaba —no se sabe por qué medios de transporte, a falta de aquel ferrocarril que no entró nunca en servicio— a la industria del cristal y la cerámica de Vizcaya y Levante, donde era muy apreciado no se sabe si por la pureza y uniformidad del grano o por la irregularidad de los envíos. Pero pese a todas las dificultades aquella industria —que nunca perdió su sabor rancio, su carácter corporativo y su envergadura familiar—,fue en mayor medida que la explotación de magnetitas de Ferrellán, los grasos del Formigoso o las piritas del monte de San Pedro, uno de los más altos exponentes del auge minero y del activo bienestar que conoció el país en los tres primeros lustros del siglo, y quizá el último vestigio de un quehacer industrial. que quedó clausurado —sin llegar a cuajar, como lo testimonian los desiertos túneles y las obras de arte invadidas por la vegetación que crece en las impostas y las delirantes vías de ese ferrocarril que no conoció otro tráfico ni otras composiciones que las de los burreros— en los primeros años de la Dictadura. Fue siempre propiedad de una familia de boticarios de Región que, cada cuatro o cinco años, la arrendaban a un capataz emancipado cuya mujer heredó una partija, a un jugador sin fortuna que —para su regeneración en el trabajo— apela por última vez a su padre o a un carbonero escéptico —terriblemente escéptico— que aspira a, edificar una fortuna no con el aprovechamiento de la sílice sino con el hallazgo de una de esas arcas repletas de monedas fernandinas que —según se afirma, con absoluta convicción— hay escondidas en aquellos parajes de misteriosos perfumes. La sílice, —ciertamente— tenía muy buen precio en el reducido comercio, de Región; tan bueno que ni siquiera subió con la Segunda Guerra Mundial sin dejar por eso, de rendir un amplio margen de beneficio a quien sabía explotarla, aun haciendo uso de procedimientos arcaicos y manuales, con un poco de continuidad. Porque lo cierto es que sólo se volvía a ella cuando se extenuaban los recursos para llevar a cabo la excavación arqueológica que —aparte de alguna punta de lanza o alguna alcarraza de barro poroso—,jamás sacó a la luz la menor traza de aquellos supuestos tesoros. El personal de la mina despreciaba la sílice porque aquel grano —tanto por su aspecto y color como por la imposición divina— le recordaba la miga del pan; era un personal —no el capataz sino los peones— que tenla sus ínfulas y que sólo picaba en la sílice —porque su vocación era la arcilla negra que nunca dio nada— en casos de extrema necesidad, cuando la mera subsistencia (la despensa agotada, los pies descalzos, ni un mal saco de carbón en los peores días del invierno) constituía un problema que sólo podía ser resuelto con la carga y el embarque a Región de tres o cuatro carretas de aquel producto ingrato pero necesario. Solamente el juego les podía hacer abandonar tal atonía, cuando —aburridos de los inocentes pasatiempos propios de solteras— se decidían a recaudar un poco de dinero para reanudar las partidas nocturnas de naipe grueso. Aparte del capataz —que vivía solo en un chamizo aislado y que guisaba para sí mismo— trabajaban allí todo el año ocho o diez peones que se alojaban en una barraca de madera. Ninguno era de baja extracción, no tenían afición a la pala ni tiraban bien del pico pero —en contraste— todos tenían apellidos sonoros; más de uno tenía título y gustaba de labrar sus armas, a punta de navaja, en los testeros de la litera. No eran desgraciados; no se alimentaban del rencor, al menos en el mismo grado que en la sociedad que los trajo al mundo. Añoraban mucho pero no a sus padres ni a sus injustos, desmemoriados y ambiciosos hermanos. Había un deseo común —pero que no era el de venganza— cuyo mantenimiento —sobre todo en verano— se hacía excesivamente fatigoso e inaguantable (cuando las luces del casino se alumbraban una noche para anunciar el comienzo de la temporada) y que por fuerza daba paso, en el invierno, a un más sedante sentimiento de nostalgia. Era el propio capataz, en las épocas de bonanza, quien se acercaba al peón —amargado, indolente, roído por el rencor— para preguntarle la causa de sus males: "Qué te pasa, hijo, ¿por qué lloras?". No había otra medicina que una pequeña bolsa de arpillera, atada con un cordel, que guardaba en el cajón de su mesa. "Pero ten cuidado, mucho cuidado; y recuerda a tus hermanos, a los de aquí, tus verdaderos hermanos." Y él mismo, tras recomendarle prudencia (sobre todo si tenía la desgracia de tener buena fortuna en la mesa, que también eso ocurrió algunas veces) le ayudaba a escabullirse por la noche, para no despertar la envidia de sus compañeros, en dirección a la casa de juego, con la bolsa bamboleante, arrollada a un botón trasero del pantalón. La mayoría de ellos tenía que volver a los pocos días —cuando no era esa misma noche, decepcionado pero curado— y si bien es cierto que a algunos no se les volvió a ver también lo es que de más de uno se supo que, tras levantar la mesa con una puesta de mucha consideración, había cruzado el Atlántico para invertir sus ganancias en unas minas del Perú o del Brasil. Ya ve usted qué cosas, qué poder tremendo el de la educación. La afición a la mina —se lo aseguro— acaba metiéndose en la sangre. Y aunque en aquélla no existían limitaciones para la admisión —tal como obran, por ejemplo, en los clubes distinguidos—, cualesquiera que fueran el carácter del capataz o las intenciones del arrendatario (porque los boticarios de Región no quisieron nunca, o no se atrevieron, a escuchar las proposiciones de compra) para entrar a trabajar en ella había que tener algo: buenas maneras, un apellido conocido, una educación cabal y también un cierto espíritu de clase. La entrada en la mina fue siempre consecuencia de una postura elevada y que no estaba al alcance de cualquiera; si el capataz —en mucha mayor medida que el
croupier
— exigía un mínimo en la postura no era llevado por un espíritu de clase, sino porque, responsable del negocio, sabía muy bien que podría permanecer allí quien cansado y decepcionado de tal mentalidad supiera renunciar a ella y no quien, llevado de un impulso de emulación, tratara de adquirirla mediante aquel subterfugio. Por consiguiente, le era necesario guardarse tanto de la gente de poca monta como de aquellos advenedizos y trepadores de temporada que, encubriendo unas intenciones muy distintas, llegaban allí con los pantalones arrollados por los calcañares y los zapatos manchados de barro, para solicitar un puesto arriesgado y ganase la confianza de sus compañeros; unos días más tarde trataban de hacer un préstamo leonino, pretendían comprar una joya de familia a un precio ridículo o bien, por el espacio del invierno, cerrados todos los establecimientos que habían elegido para su actuación, no querían sino matricularse en aquella escuela gratuita para aprender unas maneras que les eran imprescindibles si habían de triunfar en la próxima temporada. No hay que olvidar que algunas familias y no se trataba de una extravagancia —renombradas de Región mandaron allí a alguno de sus vástagos, tanto para que con el pico adquiriese una constitución física como para que el contacto con sus compañeros le imprimiese un sello que de otra forma había que irlo a buscar a un colegio inglés. Era, sin embargo, un acto suicida: el chico volvía a casa, al término del verano, transformado... y eso cuando volvía: despegado de los padres, ajeno a los placeres domésticos, enajenado por el espíritu de la mina, las noches del juego, las luces del balneario, los disparos y las leyendas de Mantua. Mira si no qué ejemplos tan elocuentes: Eugenio Mazón, Juan de Tomé, Ruán, aquel Enrique Ruán tan callado... Esa educación en tierras extrañas resulta siempre, se quiera o no, una confesión de impotencia, una reclusión y un exilio. No quiero decir con todo eso que una temporada en la mina involucraba una transformación perversa del individuo. O una evolución hacia un estado desde el cual su edad anterior sólo podía contemplarse como una prolongación de la niñez, informada por todos los vínculos y mitos que sujetan al niño. Era eso o no era eso; debía haber algo allí que atraía al peón por su misma simplicidad; quizá la mesa de juego del salón del balneario no admite comparación, a la hora de medir el placer que procura, con esa manta de Béjar, echada sobre la litera de un compañero al que puedes insultar cuando saca un buen naipe, salpicada de pañuelos sucios, colillas y cuarterones de tabaco. Y tampoco la admite el mejor vino de la casa con ese trago de media mañana de una botella cobijada en la sombra de una oquedad del frente de cantera donde corre un hilillo de agua. ¿Y para qué hablar de la siesta? ¿Cuál cree usted que será mejor? Si ahora al hombre le quita usted la ambición, el instinto de emulación y competencia y el apetito por todos los falsos bienes que le enseñan sus padres y la sociedad, dígame dónde es capaz de vivir mejor. Pero hay más: hay sin duda un goce en el rebajamiento, un placer en la desventura y una delectación en la miseria que —para el prisionero que arrastra sus botas por los caminos del cautiverio, para el penado que escupe en las manos antes de coger la pala, el jugador que maldice su penúltima pieza y el escolar que, solo en el aula, contempla embriagado y aterrado ese montón de páginas en blanco que ha de llenar con el odioso proverbio en el que ya no creerá jamás— tanto más perdurables y estimulantes cuanto no conocen el hartazgo ni la satisfacción ni el premio. El yacimiento se halla en la margen izquierda del arroyo Tarrentino, un par de kilómetros aguas arriba de su confluencia con el Torce, encerrado entre paquetes verdosos, pardos y verticales de cuarcita ordoviciense y arenisca devónica, escondido entre las fragosidades de un estrecho y zigzagueante valle cubierto en su mermada anchura de un manto de césped, unas hileras de melancólicos chopos y un sonoro y violento curso de agua apenas visible bajo un continuo seto de salgueros, abedules y maíllos, espinos y piruétanos y arces, limitado en sus dos caras por aquellas abruptas y sombrías laderas, cubiertas de urces y carquesa, roble raquítico y helecho gigante. Las aguas del arroyo son limpias y rápidas y en los ribazos abundan los miosotis, el cólchico y la filipéndula; pero cuando algún caballero de Región (o algún desalmado) se decide a sepultar sus ahorros en las antracitas y piritas de la montaña de San Pedro, las aguas del arroyo se tiñen en seguida de un color de grafito, las juncias, los jacintos silvestres, la filipéndula brotan entonces a través de una fina capa de légamo negro, agujereado por las lombrices. No hay camino de herradura hasta el yacimiento; el producto hay que transportarlo hasta la orilla opuesta del Torce, en sacos y a hombros. No hay ningún puente por allí; el río es preciso cruzarlo en un pequeño y negro esquife (en cuyo fondo plano hay siempre cuatro dedos de agua aceitosa) propiedad de una vieja barquera que lo impulsa tirando con las manos de un trozo de cable de mina —destrenzado y seco como un sarmiento; sus alambres sueltos no son lo bastante afilados para herir aquellas manos terribles— amarrado en sus extremos a dos golfines hechos con maderos podridos. No parece que cobre nada por el servicio pero tampoco se niega a recibir limosnas, aunque bien es verdad que apenas hay alguien que se las dé. No se sabe muy bien de qué vive, en una diminuta choza de la margen derecha, cuyas paredes están formadas por unas empalizadas de medio quemadas traviesas del ferrocarril, cubierta con una barda de paja y broza. No tiene cerca ni puerta, pero tampoco tiene otra cosa que hacer —aparte de tirar de la barca— que recoger por las riberas gusanos y raíces con los que alimenta una pequeña sartén donde permanentemente hierven unos aceites terribles. Aquel que llegue al lugar —los pantalones arremangados por los tobillos— sólo tiene que dar un breve silbido y al punto, encorvada y descalza, cubierta con una saya negra, saldrá de su guarida con paso corto —sin mirar al neófito— , mientras se aguanta la risa y suelta por la ribera unos enjutos que rompe nerviosamente. Siempre se esconde la cara para ocultar una risa maligna. "Suba el caballero. Je, je. Suba, suba. Je, je, ahí está bien, ya lo creo, muy bien. Je, je." Se tiene en la proa con el aplomo de un ballenero, con las piernas abiertas y una mano fue se sucede a la otra— siempre agarrada al cable del que tira. Y tira con tal vigor —lanzando de vez en cuando una mirada inquisitiva y mostrando al reír unos pocos colmillos lupercales— que siempre se las arregla para embarrancar el esquife, en la orilla de légamo negro, con un golpe tan brusco y violento que el viajero desprevenido por fuerza cae de espaldas, yendo a dar con el culo en el fondo encharcado de la embarcación. Es el momento en que —la muy bruja— echa a correr, saltando y hundiendo sus pies horrendos en el
schlamm
, para ganar la orilla seca y tirarse por un prado para retorcerse de risa, sujetándose los riñones y enjugando las lágrimas con el borde de la saya. Me imagino que ante semejante burla el Viajero novato (quién sabe si era la primera vez que a través de las ropas de etiqueta sentía la humedad del trasero) tenía por fuerza que apercibirse de que había cruzado el umbral de una vida nueva, que un destino grotesco, zumbón, hiriente e incierto había venido, en unas pocas horas, a sustituir la frialdad de la madurez educada por las apasionadas emociones de la edad colegial. En cuanto a la barquera..., todo parecía indicar que se trataba de una leyenda, alegoría de la pudrición y el desatino, imagen viva de esa perversa y gratuita alegría que cunde en el reino de los malditos. Y cuando el viajero que al alejarse por la senda de la mina trata de recomponer su dignidad —al atusarse el cabello y el trasero y bajar sus pantalones y sacudirse los espinos— vuelve la vista atrás —más corrido que un chucho apedreado— aún tiene ocasión de gozar de todo el sonrojo de que es capaz de procurarle su sangre: sentada junto al agua aún se retorcía de risa mientras le señalaba con gestos procaces, agitando las sayas y echando los pies por alto. En la mina no la odiaban, pero la temían. A veces no la temían y entonces la odiaban y todos en tropel, los sábados por la tarde, bajaban hasta la ribera del arroyo para apedrear su chamizo —al otro lado de la corriente— y llenarla de salvajes insultos; ella corría alrededor de las tablas, como un animal enjaulado azuzado por un grupo de colegiales licenciosos, jurando y gesticulando; se revolcaba en la hierba y —entre risas, hipidos y blasfemias— se rasgaba las sayas, se despojaba de sus lanas para aparentar los actos más obscenos, los más sucios regocijos y los más crueles orgasmos. Uno de ellos, en particular, la hacía sufrir más que los demás; era un joven extraño, atrayente y vicioso que llegó allí aureolado de un pasado cuajado de tribulaciones y amoríos. Atlético, altanero y despectivo, gustaba de introducirse desnudo en la corriente, fregarse con el lodo y enjuagarse todo el cuerpo con el agua, con una delectación del artista que conoce los más sugerentes e insignificantes atractivos de un pliegue y un músculo, mientras la pobre vieja —refugiada tras sus tablas, mordiendo una moñiga negra— sufría indecibles tormentos. Yo no sé muy bien de cuándo data la primera denuncia; se me ha dicho que antes del beneficio de la sílice existía también allí una capa de grasos donde, el siglo pasado, habían intentado su regeneración unos cuantos menestrales de Región. Es posible que no existieran tales grasos, sino unos sedimentos espurios y un cambio de coloración en los paquetes estefanienses, pero como en aquellos tiempos las cosas no se valoraban tan sólo por sus propiedades intrínsecas —y el carbón podía valer tanto por las calorías que extraía del minero cuanto por las que entregaba al fogonero— un puñado de hombres dispuestos todavía a sentirse en el reino de los vivos, asentó allí a trabajar con ahínco cualquiera que fuese el fruto de su labor; porque de lo que se trataba mayormente —y era su mejor ganancia— era de trastear al capataz y burlar al padre, defraudar al dueño y engañar a la administración de tal forma que el trabajo —llevado a cabo sin disciplina ni orden, sin responsabilidad ni capataz, sin estímulo ni rigor empezó a rendir unos beneficios tan desproporcionados e imprevisibles (se abrieron nuevos cortes, se descubrió la sílice y se amplió la denuncia) que fue necesario imponer una limitación, a través del orden, a tal estado de cosas. Por primera vez llegó allí un capataz que se construyó una chabola independiente y bastante alejada— del barracón. No se ocupó de otra cosa; era un hombre entrado en edad, serio y consciente pero muy triste; casi sesentón vivía al parecer abrumado por una tragedia familiar que le había ocurrido cuando era un adolescente y dejaba transcurrir las horas, los días y los inviernos, encerrado en su chamizo, sentado en un taburete con la cabeza apoyada en una mano mientras con la otra tamborileaba en el tablero de una mesa de pino, cuando no se metía dentro del petate a llorar a lágrima viva. Y sin embargo, a pesar de ejercer un mando tan moderado y suave su presencia empezó a levantar recelos entre el personal. De aquella boca del joven apuesto salieron las primeras palabras de venganza, de cobardía, de indignidad, de liberación, y con tanta reiteración (no se pasaba una noche, durante el juego, que no hablase de aquella "humillante condición") que pronto le reconocieron como un cabecilla. Pero tal capitanía sólo servía para dos cosas: para, los sábados por la tarde, bajar a engatusar, zaherir y apedrear a la vieja barquera, y para, los domingos a la mañana, subir a despertar al capataz, arrancarle a tirones del camastro y obligarle a picar en el corte (él, que nunca había cogido un pico y que se hería los pies con él) mientras todo el peonaje a su alrededor se reía de su falta de destreza. Un día llegó por allí —y sin pedir explicaciones ni permiso a nadie ocupó una litera y un puesto en el frente— un peón un tanto singular; más parecía un empleado de banca que un jugador; vestido con un traje de confección y un sombrero de ciudad que nunca se había visto por aquellas latitudes— trajo consigo una maleta de madera, lo que produjo cierto estupor y llevó a más de uno a preguntarse si no sería un recluta engañado por una broma de veteranos. Pero no se trataba ni de un agente provocador, aquello saltaba a la vista. Era el hombre más débil del barracón y también el más limpio porque, a diferencia de los demás, no sólo se rasuraba la barba todas las mañanas, sino que guardaba en su maleta una jabonera de latón y una toalla de buena felpa con la que cada tarde —al volver del corte, mientras los demás caían en los camastros hasta la hora de la partida— salía hacia el arroyo para, tras unos matorrales, enjugarse el torso y lavarse los pies. Acostumbraba a volver cuando ya estaba la partida iniciada; jamás —en la primera parte de su estancia allí— tomó parte en ella; muy al contrario se refugiaba en su rincón, al fondo opuesto de la barraca, para escribir unas anotaciones con trazo muy fino y preciso en una pequeña libreta con tapas de hule que apoyaba en el muslo, alumbrado por una lámpara de carburo que trajo consigo. Luego se supo que una vez por semana bajaba hasta el Torce para proporcionarse un baño completo del cuerpo, en una poza que escapaba a la vista de la barquera.»

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