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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (17 page)

Que ¿qué hice después? Ya te lo puedes imaginar. Nunca llegué a saber el tiempo que permanecí allí; a duras penas he sabido después lo que ocurrió en la guerra, por qué combatíais; qué razón os empujó a escapar. Ni el tiempo que permanecí sola después de que tú te fuiste, queriendo creer que se trataba de una separación más, análoga a las anteriores. No sé si me levanté de la cama porque bajo las mantas, tras los postigos cerrados, aquel cuerpo juvenil, endiosado y procaz se retorcía y apretaba a sí mismo para apartar de sí la idea del engaño, para inventar una congoja distinta e imaginaria y permanecer sorda a las revelaciones de una premonición cruel. Una mañana me apercibí de que había demasiado silencio a mí alrededor: la educación había adivinado que al fin se había presentado aquella soledad que tantas veces anunció y entonces el cuerpo se levantó de un salto, abandonó la cama, se colocó la primera prenda que encontró en la silla y corrió descalzo por el pasillo, en busca de la prueba con que desmentirla. Hacía sol pero era una mañana muy fría y los prados estaban todavía cubiertos ponla' escarcha, tras los matorrales; unas gallinas trataban de sacudirse el frío aleteando en la era y picoteando en el umbral soleado; pero ni en la casa ni en el camino ni en la orilla del arroyo se veía un alma. Tan sólo el puchero hervía en la cocina, a cuyo olor habían acudido dos o tres perros vagabundos que se perseguían y olfateaban y huían ante mi presencia, con el rabo entre las piernas. Entonces el cuerpo volvió a la habitación, cerró de nuevo los postigos, se despojó del vestido, se llevó a la nariz una camisa de dormir que había quedado allí y volvió a la cama, desnudo y decúbito, estrechando contra su cara y su pecho aquella prenda que aún conservaba entre sus pliegues el recio aroma de sus perdidos amores. No sé cuántos días —o si fueron solamente unas pocas horas— permaneció así, secando sus lágrimas en aquel despojo que a la postre ya no olía sino a su propia soledad; mordiendo el cuello ausente y estrujando las mangas vacías consumido por la fiebre mientras la conciencia, al contemplar las rayas de luz del techo, reconocía con espantosa lucidez que había perdido su primer combate y que, en lo sucesivo, era menester hacer uso de un método menos inocente y de una conducta más hipócrita para llevar a cabo la revancha. Un mediodía, al fin, entró Muerte en la habitación, con un cigarrillo de tabaco negro en una boquilla higiénica, cubierta con una bata negra estampada de grandes flores multicolores y una sonrisa benevolente que dejaba al descubierto un diente de oro. Me ofreció un cigarrillo, extrayendo del escote un paquete arrugado y medio vacío; tenía un pecho pálido, surcado de venas azules, y enorme, tan grande como para alimentar niños raquíticos. Le pregunté dónde estabas; yo creo que ya no era el cuerpo, que había renunciado al despojo maloliente, sino esa conciencia fiscal y verdugo que tras haber hecho pública su sentencia se permite edulcorar sus últimos momentos con una actitud caritativa y un gesto humanitario, destinado a la galería. Se sentó en el borde de la cama, se recogió la bata sobre las rodillas y me preguntó si me apetecía algo para el desayuno. Le dije que abriera los postigos y ella sonrió otra vez, enseñando de nuevo el colmillo de oro, mientras se recogía el escote y expulsaba hacia el techo el humo de la última bocanada. Cogió con dos dedos el despojo y lo tiró al suelo; me miró de arriba abajo, moviendo la cabeza contempló el estado de aquella habitación en la que no había entrado en las últimas semanas, me dio unas palmadas tranquilas a la altura de los tobillos y, después de aplastar la colilla contra el suelo de baldosa, pisándola con la zapatilla del pompón rojo, tras unas miradas discretas a través de las rendijas de los postigos, me dijo que iba a subir un poco de leche caliente y unas galletas para desayunarme.

»Aunque no lo creas puedo asegurarte que los reproches no empezaron entonces. Tardaron mucho —creo que debes comprenderlo: será porque los reproches que no pueden manifestarse nacen muertos o porque tuvieron que esperar a una certeza mucho más amarga que aquella primera a la que "en vano a apagarla concurren tiempo y ausencia" cuando el ímpetu derrotado en aquella aventura comprende que en lo sucesivo ha de entregarse a la única persona que ha de serle fiel. Era una derrota lo bastante grave como para tratar de eludirla con una corte marcial y un reo en rebeldía, unos pronunciamientos favorables a mi entereza, a mi ánimo, a las virtudes de mi raza y a la fortaleza de mi educación. Me resisto a creer en la eficacia de tal sentencia: no trato una vez más de justificarme sino de hacer inteligible cómo las fuerzas de la facción vencida se niegan a colaborar con el nuevo gobierno y cómo la persona en lo sucesivo quedará dividida en dos sectores irreconciliables; un ansia que ya no tratará de legitimar sus aspiraciones sino de consumirlas en la clandestinidad y una educación, una compostura —llámese como se quiera— que, de fuerza o de grado, ha de renunciar para siempre al embargo de la pasión; un anhelo de poseer y un anhelo de entregar que ya nunca se conciliarán, en ninguna circunstancia, en ningún amigo. A partir de aquel momento comprendí que todo reproche que tratara de lanzarte se había de volver irremediablemente contra mi amor propio y que toda posible solución había de aceptar semejante escisión. Así que cuando Muerte quiso aclarar la situación la primera sorprendida fue ella. No tenía nada que consolar, ninguna frente que acariciar, ningún ánimo que elevar. No tenía sino que extender el certificado de mi mala conducta, el dinero que le pedí mientras me bebía la leche, mirándola por encima del borde del vaso. No sé por qué la llamábamos así y supongo que el sobrenombre también partió de ti. Cuando la conocí mejor adiviné que se trataba de la misma persona que desde mi infancia celaba por mi seguridad, en ausencia de mi madre: No había: en su naturaleza el menor ingrediente vicioso: no había más que rigor, avaricia y un poco de crueldad aunque —en verdad—; no puedo reprocharla nada: tuvo ciertas consideraciones para con,—, migo, me albergó en su casa y, al fin (era tanto el miedo que tenía) me prestó el dinero sin hablarme para nada de la fecha y la forma de pago. Era la primera venganza que yo saboreaba; al fin y al cabo no era yo sino la gente de orden, como ella, la que por imprudencia o ambición habían cometido el delito. Ahora tenían que pagar por su lenidad, lo mismo exige el chiquillo avisado del ama que lo ha descuidado unos instantes para hablar con un transeúnte. Y todo por culpa de mi padre, al que yo quise esperar allí para preguntarle: "¿Qué hiciste de mi fotografía?". Es posible que un par de años atrás no se hubiera molestado en bajar al comercio vecino para hablar por teléfono con mi mentora pero bastaron veinticuatro horas y una orden de incorporación al frente para divorciarse del becerro en cuyo culto había intentado justificar durante mi niñez, su retiro y su cobardía. Todavía lo veo en aquellos días, haciendo la maleta: en el fondo ha plegado el uniforme recién desempolvado y en el último instante advierte que para cerrar la maleta es preciso renunciar a la fotografía: la mía, vestida de colegiala, porque la de mi madre... hace tiempo que voló. Creo que disfruté durante una hora contemplando aquel vaso de leche pura, de quieta leche inofensiva ofrecida en los prostíbulos a título regenerativo, como un arcaico vestigio de un rito precursor de las depredaciones nupciales, mientras mi alma muy lejos de allí —ausente por un momento del negocio que tanto le interesaba— olfateaba aún en las colchas rojas, en el aroma de loción que impregnó la almohada, en la viciosa penumbra y en los desordenados pliegues de las sábanas, los presagios de un nuevo estado para el que estaba descubriendo una evidente vocación. Que yo tenía esa vocación... tú, como siempre, lo dijiste el primero. Pero parece que la vocación es poca cosa si no surge un estímulo extraño, algo que además de revelar el atractivo hacia ese estado lo rodea de una gloria no parecida a ninguna otra. Habiéndose evaporado para siempre todo vestigio de heroísmo esa vocación por fuerza había de estar dominada por el desprecio. Sin duda que influyó mi padre al salir de viaje para incorporarse a su Cuartel General mientras el retrato de su hija ha quedado debajo de un armario. Así que decidí esperarle en aquella casa y a poder ser en aquella habitación y a `ser posible en aquella cama, entre aquellas sábanas, con el despojo maloliente apretado contra el pecho. Pero Muerte dijo que no; tenía demasiado oficio y mucho miedo: esas regentas de casas de tolerancia son, sobre todo, amigas del orden y respetuosas de la ley, todo su negocio se cifra en sus buenas relaciones con los agentes del poder. Y además no gustan de las bromas; y la mía era del peor gusto: un ultraje. Así que tuvo que pagar para no sufrirla. Porque, después de que tú te fuiste, ¿qué falta me hacían el pudor y el orgullo? No me quedaba sino un vestigio de ellos, cada día más débiles y sucios, como ese manojo de certificados ennegrecidos, arrugados, rotos y pegados con papel de goma que el cesante lleva siempre en el bolsillo para acreditar un estado anterior menos lamentable. Cuando un par de meses más tarde encontré a Tomé en la leñera de la casa ya no pude hacer nada, ni siquiera podía añadir nada al deseo de revancha y en cuanto a la piedad ¡qué poco tenía que hacer alrededor de su camastro! En otras circunstancias lo justo era que hubiera vuelto a mí porque yo era lo único que le podía curar de todos sus remordimientos... Exagero, sí. ¿Qué puedo hacer sino exagerar? ¿Qué me queda sino tratar de enaltecer el antiguo valor de una moneda tan tierna y rápidamente devaluada? En cuanto a Tomé, tú le conociste, quién mejor que tú puede saber cómo me equivoqué por segunda vez al tratar de aplicarle el mismo sambenito de la fatalidad. ¡Qué palabra! No podía comprender que yo me encerrara en ella; no quiso comprender otra cosa que una multitud de remordimientos que se llevó consigo a la tumba y que estoy segura de haber podido curar si hubiera querido apartarme de los términos de mi contrato. Quién mejor que tú puede saber respecto a qué cosas se sentía culpable, por qué se quedó en Región, por qué se calló y por qué se murió; por qué esa frágil, mudable y caleidoscópica voluntad puede surgir al azar ante el asombro de la conciencia, no para anticipar la dirección de sus pasos tanto como para disimular y ocultar la intención de un destino incongruente. Porque es el pasado el que reflexiona e ilumina, como esa lente de
flintglass
que sólo con una determinada orientación polariza la luz, para extraer de un presente desmemoriado y estupefacto toda una serie de propósitos rutinarios que en realidad carecen de figura temporal. Porque si el futuro es un engaño de la vista, el hoy es un sobrante de la voluntad, un saldo. Cuándo Muerte me dio el dinero —el gesto imperceptible que hizo girar el caleidoscopio— no se esfumó el pasado sino que cobró todo su valor: el cuerpo estaba recubierto de esa película de álcali rencoroso que en lo sucesivo atraerá, absorberá y descompondrá cualquier preparado de la voluntad. Te quiero decir que el dinero apenas añadió nada sino que formalizó un contrato que mi cuerpo y yo habíamos establecido en presencia tuya, días atrás. No quedaba sino avalarlo y para eso se prestó mi padre: vestido de uniforme y orlado de todas sus medallas, no tuvo necesidad de calarse las gafas para firmar aquella orden sumaria sobre una de esas mesitas morunas octogonales, sobre arcos de herradura, molduradas, taraceadas e incrustadas de huesos y piedras, que los militares no pueden dejar de tener cerca cuando se trata de resolver los asuntos de la patria.

»Me despedí de Muerte; ella fue la que quiso hacerlo, con toda la solemnidad necesaria para darle al acto el carácter definitivo. "Recuerda que no conoces esta casa", me dijo. "¿Y el dinero?" "Es todo lo que tengo. Ahora tengo que empezar de nuevo." "¿De nuevo?" "Vamos, vete ya, criatura." "Nos volveremos a ver, ¿no es cierto? Cuando tenga el dinero." "Sal de una vez, atente a lo que te he dicho." "No quiero volver con mi padre." "Criatura ¿no comprendes que está allí abajo?" "No quiero volver; cuando reúna el dinero..." "Ahora no te ha de ver nadie." "Es posible que vuelva antes de lo que usted piensa." "¿Quieres largarte de una vez, criatura?", y me empujó fuera donde esperaba el carro.

»Me costó volver más de lo que yo esperaba. Por la cantidad de dinero que me dio y lo había tenido que sacar de no sé dónde— comprendí el miedo que había pasado. Pero en cambio no esperé mucho para incrementarlo. Tú me enseñaste a no esperar y en ese aspecto el contrato era claro y tajante. Tú me dijiste —si no recuerdo mal— con la cabeza apoyada en el cristal temblón de la ventanilla y mirando hacia el frente de la cuneta (no por cansancio como en ocasiones te acordabas de aparentar sino para dar a entender que tampoco aquello te importaba mucho) que yo era quizá —de toda la gente de la zona republicana— la única persona que iba a ganar con la guerra. Pero yo no quería oírlo; me había despegado de tu hombro y no hacía sino mirar también la cuneta iluminada por los faros, con los ojos envueltos en una polvorienta mezcla de sueño, lágrimas y temor. Tú sabías que en tres días no había dejado de llorar y, sin embargo, no tuviste otras palabras de consuelo. No era crueldad ni tampoco una fórmula ociosa para endulzarme el próximo desenlace sino una simple y mera convicción. Tú habías dicho (después de fracasados tus propósitos de rendición) que la mejor razón para prolongar aquella guerra había que buscarla entre las compensaciones de la derrota. Que la guerra había que perderla, costase lo que costase, no ya para adquirir un convencimiento más firme en la maldad del adversario como para perder definitivamente toda confianza en la historia y en su porvenir. También me dijiste que el fruto de la victoria de mi padre y sus amigos lo podrían saborear aquellos que, como yo, sin haberlo buscado y sin tener culpa ninguna saldrían del conflicto sin confianza en sus padres, ni fe en su religión, ni ilusiones acerca del futuro. En aquella ocasión, como en tantas otras, cómo te equivocaste.»

Cuando llegaron a Región todos los arrabales estaban humeando y cuando cruzaron el puente sobre el Torce empezó a caer una lluvia muy fina. A los pocos días de conquistada la ciudad estalló un depósito de municiones que los republicanos habían ocultado en una bodega de las afueras. Un chico, vestido con unos grandes pantalones atados con una soga y una destrozada guerrera militar que le llegaba hasta las rodillas, les adelantó corriendo y gritando, impulsado por esa inconsciente determinación que le había de permitir atravesar los incendios, las alambradas, los puestos de control sin otro salvoconducto que sus cuerdas vocales. En cada esquina —como si cada calle constituyera una raya del pentagrama— su grito perdía un semitono para perderse al final, entre los desolados baldíos, en una nube rosácea de fuego, lluvia y humo de pólvora. Casi todas las puertas estaban cerradas y las fachadas de la calle Císter parecían bambolearse, bajo los soplidos de la lluvia y el humo, como el telón de carácter tétrico que ha descendido sobre el escenario tras el último y augural calderón. Las calles se hallaban sucias y desiertas; antes de que llegara la noche un incendio se produjo en la barriada del río que, detenido o reducido por la lluvia, iluminó el horizonte con una quieta, opalina e iridiscente claridad que sólo parecía alterada por el grito de aquel chico; por la rotura del silencio provocada por la carrera dé un sonido sin control, en una emulsión de lluvia, incendio y tinieblas. Cuando se hizo la noche sonaron algunos disparos: disparos cercanos y sin sentido que cuando encontraban una pared dejaban en el aire un eco menudo y seco, un chisporroteo de flatulentas explosiones como si, allá en el arrabal, la lluvia cayera sobre una plancha de hierro al rojo. Se cortó la luz eléctrica, casi todos los cristales de las ventanas estallaron en sus marcos. A medianoche el cielo comenzó a abrirse y el resplandor del incendio se reflejó en unas nubes bajas, con tintes morados y anaranjados. El carro se detuvo en una esquina, próxima a la casa. El paisano apenas se movió: la cabeza hundida y cubierta con un sombrero de fieltro negro, enmarcada entre las orejas de la mula, que al cabo de los años es traída de nuevo por la memoria para recordar lo que fue la guerra: una caballería inmóvil, con las orejas enhiestas, negras sobre el resplandor del incendio y una cabeza de paisano tan quieta como si meditara, entre las pancartas rotas y los cadáveres de los perros, acerca del paso del tiempo. El portal estaba entreabierto y el zaguán encharcado pero al final de la escalera, por encima del brillo de los casquillos, parpadeaba una línea de luz de carburo. La cocina estaba encendida y el mismo puchero que hervía en la montaña hervía de nuevo allí, sin aroma ni ruido. Las mismas camisas de niño y los mismos delantales de dos años atrás colgaban de una cuerda, encima del hogar, puestos a secar. Una voz de edad, femenina y pausada, hablaba detrás de una puerta cerrada al tiempo que el sonido de la bola de cristal que corría una vez más por el pasillo en sombras, saltando en las juntas de la tarima hasta golpear el zócalo, parecía ironizar sobre la futilidad de aquella guerra, sobre la fugacidad de tantos meses que habían bastado para completar un ciclo de desastres y muertes pero no habían sido suficientes para apartar al niño del juego de la bola. Estaba delgada, muy delgada y encanecida, con la tez tostada por el hambre. Con la puerta entreabierta se secaba las manos en el delantal, con el mismo gesto con que la vio partir —tiempo atrás— conducida por dos hombres armados:

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