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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (18 page)

—Hija mía, ¿de dónde sales tú a estas horas? —le preguntó con el acento sorprendido, alterado y regañón de quien no ha hecho otra cosa que cuidar niños—. Aún se oía en las afueras —figuraciones de una noche en la que no entraba el miedo porque no había nada que esperar de ella— el grito de aquel chico harapiento que corría por los descampados, más sonoro y pertinaz que la caída de la lluvia o el zumbido del incendio. Casi toda la casa estaba a oscuras, los muebles cubiertos con lienzos blancos. Sólo la cocina, al fondo del corredor, estaba iluminada y —del otro lado de la puerta, con la nariz pegada al cristal— el niño la observaba boquiabierto, con la expresión supina e indiferente de aquellos ojos agrandados por los lentes. Entonces volvieron a sonar —por primera vez en varios años las horas en el reloj del vestíbulo; era un sonido macabro, quizá la señal convenida para que fueran retirados los forros de los muebles; sólo en aquel momento comprendió que la guerra había terminado.

[1]
Su madre, sentada como una reina, boquiabierta por el espanto, inspiró tanto aire que se levantó de la silla como un globo y, sueltas las amarras, se deslizó majestuosa y sin decir una palabra ala habitación del piso alto de donde ya no salió sino para abandonar la casa.

III

«No sé si sería cierto pero tenía muy buenas razones para decirlo, me imagino —dijo el Doctor, volviendo a llenar su copa—. Hay que comprender que para ellos no quedaba la menor oportunidad y la guerra no fue sino el postrer y más lógico acto de un proceso fatídico; algo así como el anuncio público de la suspensión de pagos de una sociedad que el antiguo empleado —que ha comprado el diario para leer las ofertas de empleo— lee al paso. Sin duda ese hombre recibe —no es que le sirva de mucho— una última justificación de la mecánica social que le ha dejado sin nada que llevarse a la boca, pero ellos ni siquiera recibieron eso. La guerra, la guerra... para los que se vieron envueltos en ella sin haberla tramado ni haberla esperado, no podía ser asunto de reflexión, ni de reflexión ni de otra cosa sino temor. Había, sin embargo, una clase de gente para la que la guerra constituyó la mejor oportunidad de encontrar la paz con ellos mismos. Llevaban mucho tiempo viviendo en emulsión: un rencor disimulado y diferido, la larga espera de un desastre que ha sido anunciado, pero que no acaba de tomar cuerpo, esa delicuescente armonía en la sucesión de días con que una orfandad sin recursos, un país asolado por el hacha, un subsuelo mezquino, un vivir cotidiano y una generación sin porvenir han venido a restablecer el orden en la herencia de los padres. Y todo el futuro suspendido en el vacío colgando de un hilo que ha de romperse al primer arrebato, ese deseo de violencia solamente frenado por un guarda forestal viejo y mudo, encarnación de una voluntad que duerme a la intemperie, dispuesta a despertar al primer sonido extraño. Pero al solo anuncio de la guerra civil la emulsión se rompe y las neutras partículas de la memoria cobran de súbito una forma y coloración violentas. Se rompe hasta la mortuoria armonía de la calle y cambia el silencio de las huertas. Por encima de los sembrados de patatas —todas las ventanas estaban abiertas y las persianas echadas, era un día de verano de mucho calor y las radios, a todo su volumen, repetían cada cuarto de hora las mismas noticias de la sedición, sin cambiar una palabra— se paseaba una voz gangosa y gutural que con acento atónico y sílabas arrastradas anunciaba el fin de la tregua y el preludio de la revancha. Hubo un momento de perplejidad gracias al cual hasta las caras, los rincones más familiares cobraron un nuevo sesgo y, se hubiera dicho que —ocultándose tras las esquinas—, hasta los muertos habían sido violentados de sus tumbas por aquella voz terrible y átona para vagar al atardecer, con la camisa desabrochada, en pos de un silencio perdido. Ya no era cosa de memoria porque la radio no dejaba recordar nada. Desmemoriados, trataban de encontrar un principio de conducta entre una maraña de sentimientos: venganza y miedo, desprecio y afán. No los buscaban en la memoria que acaso no es sino la piedra que cubre un hormiguero el cual —una vez levantada por la mano infantil, asesina o curiosa— no sabe hacer otra cosa que correr en contradictorio frenesí, sin otra protección entre el cielo —y la colonia que el miedo mutuo. Así ocurre con la memoria individual y tanto más con la colectiva: por una economía de almacén no recuerda el odio pero atesora el rencor y, cuando actualiza, no busca lo que el alma guarda sino aquel sentimiento que, tras la expansión, la vuelva a llenar de cólera o coraje. El sustantivo se me escapa: pero yo vi en aquellos días, por doquier, el fantasma de muchos instintos y la búsqueda a deshoras de una confianza que ya había perdido todas sus piezas de convicción y trataba de encontrarlas en los lugares más insólitos, las cosas más fútiles y las creencias más ridículas —las márgenes del río y las bodegas abandonadas, los trasteros atiborrados de despojos, los retratos de familia, los viejos disfraces—, como si aquel anuncio, como si aquella media docena de noticias —repetidas con una monotonía obsesionante— procedentes de los cuarteles más olvidados de la península no constituyera otra cosa que la invitación al baile lanzada desde el estradillo de la música a un público reservado, que aún no ha tenido tiempo de percatarse de la verdadera naturaleza de la fiesta ni de superar su vergüenza pública. En el entreacto —entre obsoletas marchas militares, mezcladas con aires republicanos— cierto sentido de la prudencia trataba de poner orden a las emanaciones de la memoria, un paladar hecho a la sobriedad procuraba disolver el gusto de una mezcla insaturada, agria y ácida de rencor y asombro que afluyó a la boca tras un gesto inoportuno. No se trataba de luchar, todavía, sino de comprender. Era preciso —así lo decía la radio— saber; y la lucha será —también lo decía— la única forma de estudio tolerada. Los últimos días de julio las calles quedaron desiertas y creció la resonancia de las radios; una sola, en lo más hondo de una portería, en lo más alto de una buhardilla, bastaba para llenar una calle soleada, ahogada y desierta entre las tapias de dos conventos. Fue tal vez el temor al disparo de los "pacos" lo que indujo a toda la gente a vivir en las habitaciones traseras, de cara a los patios; allí, tras las persianas de canuto, alguien trata de comprender: quién habla ahora, quién lleva razón, qué pasa en Madrid, qué ocurre en Macerta..., mezclados con esa ebullición de pompas propias que la radio involuntariamente ha desatado: "el nombre de la familia", "los enemigos de la casa", "el bienestar de los tuyos", "la ira de Dios", "el bien de la patria', "el odio, el odio...". Siguió un momento de vacilación, más íntimo que callejero; ese pueblo llevaba tanto tiempo en el olvido que sin duda necesitaba un cierto espacio de tiempo para llevar a cabo su elección. Una guerra civil, en un país en ruinas, es siempre así: es preciso esperar —en el seno de cada sorprendido corazón— a que los reactivos del coraje, el rencor, los resentimientos, el deseo de venganza, el afán por el valor, transformen la emulsión de lechosos copos en un precipitado de violenta coloración. Sólo al cabo de unas semanas —no tanto de inquietud como de incertidumbre— se producen las primeras salidas, escapadas al desván, paseos mañaneros, un bulto que es arrojado al río, un montón de papeles que se quema en un estercolero. Durante esos días los hombres de que le hablo tratan en vano de comprender; tratan de saber no la clase de tormenta que amenaza al país, sino la clase de hombres que ellos son. Tal vez no era fe ni confianza lo que les faltaba, sino credenciales; habían crecido en un país cubierto por el jaramago, el tomillo, la retama; toda su vida se habían alimentado de ruinas, nunca llegaron a ver cómo se pone una piedra; las fincas abandonadas, los predios incultos, las sernas en barbecho, los bosques talados, los campos sedientos y los torrentes destructores no eran para ellos obra del azar ni de la desidia sino que constituía la médula de una tierra cuyo estandarte era la escasez, cuyo himno la plegaria y cuyo bastión más inexpugnable, el miedo. Y muy lejos —sordo, inflado, sibilino, reticente y despectivo como un magistrado oriental— ese representante de la burocracia indiferente al lento curso de la historia. Cuando todo el país fue dividido por la catálisis del 36 no supieron al punto a qué polo acudir, cuál era la naturaleza de su carga intima. Porque aquel que respetaba la Religión, ¿cómo iba a ponerse del lado del padre Eusebio? Y aquel que por sus lecturas se sentía republicano, ¿qué forma de respeto iba a guardar para Rumbal? Más tarde lo aprendieron, si, cuando tuvieron que hacer abstracción de todo lo que sabían o creían saber para convertirse, por consiguiente, en los verdaderos derrotados; no lo sé, estoy hablando en nombre propio, inmerso en el pacífico líquido neutro que después de la electrólisis se ha visto despojado de rodas las partículas con carga y carece, por ende, de todo valor reactivo. Para los que tenían que hacer la guerra aquel momento de vacilación duró poco, incluso para aquellos —que fueron muchos, quizá los más— para quienes la polaridad estuvo definida por la proximidad al polo o por el flujo de partículas en torno a él. Yo no sé cuál fue el agente que metió la corriente ni quién era el catalizador; la historia dará en su día su fallo que es muy distinto al de los contemporáneos porque no somos capaces de conformarnos con una simplificación. Lo que sí creo es que cuando una sociedad ha alcanzado ese grado de desorientación que llega incluso a anular su instinto de supervivencia, espontáneamente crea por sí misma un equilibrio de fuerzas antagónicas que al entrar en colisión destruyen toda su reserva de energías para buscar un estado de paz —en la extinción— más permanente; de la misma forma que los colegiales sorprendidos por la ausencia inesperada del profesor se dividen en dos equipos de fútbol en cuya formación apenas intervienen la afinidad, la amistad o las diferencias sino un cierto sentido del equilibrio de fuerzas que les ha de permitir mantener el interés del juego durante esa hora de paréntesis. Yo estoy seguro de que antes que la razón, la pasión y el miedo habían elegido ya. Porque lo primero que surge sin duda es el enojo. Me acuerdo de mi juventud y de mi vida de estudiante y cuando quiero reconstruir el hilo de mis decisiones, siempre lo veo al fondo, última
ratio
. Lo veo también allí, una noche de juego en el principio del otoño, supremo arquitecto de un montón de fichas de nácar iridiscente que, entre criselefantinos destellos, avanza hacia el centro del tapete para conquistar aquella moneda que se le había resistido todo el verano; y lo veo también (no es el rubor) alojado en aquellos ojos profundos, siempre pesarosos, que sobre la mano enguantada que ha levantado para ocultar su sonrojo mira hacia la mesa del combate donde ella sabe que su suerte se decide mientras inspira y levanta el pecho con un gesto de esperanza que acalla los latidos secos y pausados de su agitado corazón. Yo estaba a su lado; y cuando hizo aquel gesto —sin esperar a la suerte del naipe aun cuando en el momento en que su espalda cruzó la puerta el aire se llenó del silencio y la vibración de la navaja— con el que quería confirmar una decisión de la que tanto habíamos hablado, yo asentí. Cómo me equivoqué, cómo supe que aquel error suponía una vida de deudas. En el momento en que se decide a abandonar a su propio judas no es el desprecio ni el arrebato de orgullo ni el súbito asesoramiento sino el enojo purificador que la limpiará para siempre del desaire. Y no hay duda que parecía orgullo: sobre la mesa dejó el pequeño bolso negro abierto —del que cayó un espejo, una cadena de oro y asomó un pañuelo— y con paso tranquilo abandonó el salón mientras todo el público corría hacia el corro donde la mano del militar había sido atravesada y unida a la mesa con una navaja de resorte. Y lo veo más tarde aún, en el porte y en la mirada de todos los cazadores partidos en su busca —o en busca del montón de fichas—, e incluso en las narices dé los caballos y sus iracundos alientos por los caminos de Mantua, aquellas mañanas tan frías y húmedas del otoño serrano. Pero si ese enojo cunde en un clima de laxitud que siempre precede a la tragedia entonces aflora la pasión sin necesidad de que intervenga un agente. No, no hubo tal ardid por parte de la razón: aquel agosto fue caluroso en demasía y la gente de Región, ante el desarrollo de unos sucesos que en lugar de resolverse cada semana se volvían más complicados y temibles, decidió permanecer en sus casas por temor a los paseos y saqueos. Y sin embargo, Región parecía desierta, abandonada a un Comité de Defensa y a unos cuantos milicianos armados que todas las tardes —ala caída de la fresca— subían a unos coches requisados y pintarrajeados, unas camionetas y unos autobuses destartalados para —con el pretexto de acudir al frente de Macerta— hacer correría por la vega; registraban dos o tres fincas, saqueaban una bodega y se volvían a la ciudad por la madrugada, con un botín que consistía por lo general en un viejo gramófono de cuerda y un administrador corrompido y venal que, con las manos atadas a la espalda, el pantalón medio caído y abierta la chaqueta del pijama, había adquirido ya esa falta de expresión y esa palidez de tez, consecuencia de muchas sacudidas internas, del hombre que ya ha dejado de existir cuando es conducido al sótano del cuartelillo. Las calles no eran frecuentadas y casi todas las fachadas y las tapias fueron de coradas con grandes letras y siglas proletarias, pintadas con alquitrán; no había toque de queda pero nadie salía a deshoras; no habla milicias ni serenos ni otro alumbrado que aquel, al fondo de una calleja cortada por una tapia de carbonilla, de un pequeño y agitado colmado en cuyo interior se congregaba todas las noches el bullicio republicano: unas cuantas botellas de vino blanco común y sesiones arrabaleras de cante, con letras patrióticas y alusivas a los revoltosos, cantadas en torno a los máuser y los gorros de cuartel mientras la burguesía, en sus grandes pisos cerrados y oscuros, rumiaba horrorizada su vigilia esperando la llegada de la brigada de registro que en el bar de la esquina se había detenido a echar un trago y escuchar un fandango. Fue un verano, para la clase acomodada, sin paz ni sol, que transcurrió todo él en las habitaciones de atrás; las radios habían sido confiscadas y no recibían otras noticias que los rumores recogidos por la vieja y fiel cocinera —la única que salía de la casa— en un puesto del mercado. Y en cuanto al frente..., allí la vida debía ser más sana y la gente más honrada, aunque a decir verdad no hubo frente hasta el siguiente año. Pero los hombres decididos no quisieron saber nada de todo esto: Eugenio Mazón, que no tenía creencias religiosas; ni él tampoco, indiferente a todo. Las tenía en cambio Juan de Tomé, aunque, no sé por qué, las ocultaba. Eran los únicos tres que podían haber declinado toda participación en la lucha sin que nadie tuviera por qué llamarse a engaño; y los tres que, una vez metidos en ella, podrían haberse salvado porque conocían los caminos de Mantua desde que eran unos chiquillos. Ninguno hizo el más leve gesto —si no fue al final— de retirada porque en su conciencia, tengo para mí, había ciertos límites que no estaban dispuestos a transgredir. La explicación... no sé dónde hay que ir a buscarla, acaso a la misma Mantua. Lucharon como todos e incluso con más habilidad y lucidez que sus compañeros de armas porque supieron elegir el campo. Es lo único que eligieron, lo demás —el horror, la lucha fratricida, la mediocridad de los dirigentes, el engaño de la doctrina, la falta de apoyo y hasta, la carencia de entusiasmo— les fue dado. Así que jugaron a sabiendas de que la partida estaba perdida, ¿qué más se podía pedir de ellos? Porque a fuer de sinceros es preciso considerar que si hubieran cambiado un par de circunstancias, es posible que hubieran combatido del otro lado. Quizá fue el padre Eusebio quien les empujó hacia las izquierdas. ¡El padre Eusebio! ¡A quién no empujaría ése! Aún le estoy viendo desfilar, como capellán del regimiento, ansioso de enseñar sus polainas. Y después de la guerra, como era de esperar, empezó a hablar del suburbio, de la pobreza de Cristo, de la humildad. Pero un momento antes también le veo echar la gorra al aire, para celebrar la victoria, ante las mismas tapias del cementerio donde a la madrugada absolvía a los reos. Luego les vimos arrodillarse y bajar la testuz, con las bocas de los fusiles que apuntaban hacia el firmamento, para que el padre —su silueta, con el sobrepelliz colocado sobre el uniforme, se recortaba en la línea de la colina— impartiese su bendición sobre tanta cabeza victoriosa y humillada, sobre una tierra silenciosa, curvada por el peso de una imposición que, con su terca e impasible topografía, había tratado durante dos años de abortar. No hay duda de que en aquellas fechas ya habían aprendido lo que desconocía el verano del 36: lo que era el frío y las trincheras, pero, sobre todo, lo que era el enemigo y el odio al enemigo. Ése era su doctorado; al día siguiente amanecieron en una cocina soleada para saludar el alba de la victoria con un tango arrabaleropatriótico, coreado por cinco reclutas y un furriel. Y luego, con un trago de café, se dirigió al suburbio para hablar de la caridad, de las fuerzas del bien, de los hermanos caídos que se sientan a la diestra del Dios padre, de cuyo poder y de cuya gloria aquella victoria era prueba irrefutable. Un poder que había tardado dos años en conquistar una loma, un amor que no vaciló en matar para satisfacer el frenesí de su obstinación. No veo por ninguna parte un resultado honroso, una prueba de nada. Veo, como siempre, que la iglesia es el más consolador y duradero edificio que el hombre ha inventado. En mi tiempo las cosas, si no eran más ciertas, al menos eran más simples y atractivas. Y, por supuesto, aunque siempre se buscaba la confirmación, el mentís venía pronto. Eso es honradez y seriedad. Me refiero al Numa, claro está, no al padre Eusebio. En mi juventud —al poco de la muerte de mi padre— la gloria debía hallarse muy cerca de Retuerta; es una venta que se llama así, muy cerca del collado del mismo nombre. Es un lugar notable, situado casi a dos mil me tros de altitud y abierto a los vientos del norte y del oeste; siguiendo su vertiente sur, la única por la que es accesible, se llega a los cortados de la Cautiva. Pero ¿qué estoy diciendo? Usted lo debe conocer muy bien, por lo que me ha dicho. Es solitario, sí, pero en primavera y verano acostumbra a ser visitado para el pasto por esas manadas de caballos pequeños y salvajes que no sirven para el tiro ni para el arado pero que cada cuatro o diez años provocan el apetito comercial de algún tratante de sangre gitana, más descreído que desmemoriado, que los compra por docenas al primer paisano que encuentra durmiendo entre las carquesas. Es un empeño extraño y una inversión nefasta, aunque módica, tan reiteradamente inútil e incomprensible que llega uno a asombrarse de la veracidad de los mitos y de lo bien fundadas que están casi todas nuestras leyendas. Que las fábulas, como las del padre Eusebio, tengan buen sentido, eso ya es otra cosa. Pues por aquellas alturas es asunto conocido que los pastos que esa raza frecuenta adolecen de aguas muy calizas y salinas, que el aire se halla infectado de emanaciones grisutáceas y que, entrado el mes de abril, en el plazo de una semana, los prados, los ribazos y cómaros quedan tapizados de una flor grande y roja, parecida a la bromelia, de hojas carnosas en forma de vaina, ligeramente peludas y de un color algo más sanguíneo que el de la amapola, que nacen reunidas en una bráctea, con motas pardas, de aspecto atractivo y pernicioso. Son los cálices, al decir, de los pastores, que guardan la sangre del padre Abraham, y del rey Sidonio y del valeroso Aviza —el joven protestón— y de todos los caballeros cristianos que a lo largo de los siglos han caído en los combates del Torce y de los que se alimentaba en su niñez aquel Drácula rural de comienzos de siglo —el vampiro Atilano— que en los primeros días de junio —cuando las flores marchitan y se abren sus secas bayas para extender por doquier unas bolas pequeñas, rugosas y pardas como alcaparras— bajaba de noche hasta filas tapias de Bocentellas, de El Salvador, Etán y Región, envuelto' hasta la cabeza con una manta de paja, la boca coloreada de un tinte vegetal; también es la sangre de todos los que cayeron en aquellos pagos, víctimas de su impaciencia y del cruel e insaciable apetito de revancha del viejo guardián de Mantua. Es la flor de la inquietud, de la desazón del alma, de los contrastes del espíritu, de ese impulsivo anhelo que se apodera de la voluntad para conquistar las alturas cuando los primeros días temperados despejan las nubes que las han ocultado durante todo el invierno, para envolverlas con un halo morado, preludio de la sequía... El paisano la maldice, no la coge jamás ni la extirpa ni se atreve a llevar el ganado allá donde ella brota. El día que distraído la pisa, da un salto atrás, cae de hinojos y se persigna tantas veces cuantas flores se hallan a su vista; y si ha llegado a aplastarla o romperla la costumbre le obliga a practicarse un pequeño corte en el dedo y: a fin de redimir su falta y aplacar el enojo del muerto hollado, vierte unas gotas de su propia sangre sobre el tallo cortado. Porque nace siempre donde descansa un resto humano, un hueso o un escapulario que está pidiendo venganza, recuerdo y redención al mundo de los vivos. Tan considerable es la fuerza de la maldición que en más de una ocasión el paisano que ha visto sus sembrados tapizados por el repentino brote solferino (un pelillo temblón y urticante) no lo ha pensado dos veces: sin lágrimas, desesperación ni aspavientos ha recogido el ganado y la familia, ha llamado a sus vecinos para decir adiós, ha subido sus trastos al carro y —según la magnitud de sus culpas o sus remordimientos— ha cerrado la casa y los corrales y se ha marchado de allí, tras prenderles fuego. Y puede también que sea la flor de Mitra, de que habla algún geógrafo romano, y que más tarde buscarán en sus peregrinaciones, en el fondo de los precipicios y en las venerables grutas de los santos, aquellos grandes pecadores de la alta edad media para quienes ni Roma ni la ascesis sabían encontrar la penitencia adecuada. Los jugadores de azar —todos hombres de fortuna— del primer cuarto de siglo, tras esa última y trágica postura que les había de empujar;¡ la mina, se la colocaban pomposamente en el ojal, muy entrada la noche, antes de abandonar la casa del vicio. Ya no le quedaba otro patrimonio que un paquete mediado de cigarrillos —los suficientes para desechar toda idea de suicidio—, la silueta plateada del Monje, las noches de luna clara y, en las breñas de enfrente, en una ladera muy negra, las luces tintineantes de la vieja mina de sílice, semejantes a las de los pequeños barcos pesqueros inmovilizados en aquel punto donde se confunden noche y océano y que para el náufrago del trasatlántico que inesperadamente se sumerge en las aguas, representan la única posibilidad de salvación. De igual forma que el

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