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Authors: Brian Lumley

Vampiros (55 page)

Brenda lo meció en sus brazos, pero el llanto continuó, con los ojos desorbitados y llenos de miedo. ¿Tal vez un sueño?

—Eres demasiado pequeño, Harry —le dijo, besando la acalorada cabecita—. Demasiado pequeño y dulce y tierno para tener malos sueños. No ha sido más que eso, pequeñín, una pesadilla.

Lo llevó a su propia cama, pensando: «Sí, ¡y yo debo de haber estado soñando también!». Debía de ser así, pues el grito que la había despertado no había sonado como el de un niño pequeño, sino como el de un hombre aterrorizado…

Eran las tres y media en Londres, donde Guy Roberts y Ken Layard, ayudados por los telépatas Trevor Jordan y Mike Carson, habían pasado los últimos noventa minutos tratando de «comunicar» con Carl Quint sin ningún éxito perceptible.

Estaban trabajando en la habitación privada de Layard, una oficina o estudio montado exclusivamente para él. Los estantes de las paredes estaban llenos de planos y mapas de todo el mundo, sin los cuales el trabajo de Layard para INTPES habría sido casi imposible. El mapa que había estado desplegado sobre su mesa durante las últimas dos horas era una fotografía aérea de la frontera rusa moldava, con Chernovtsi marcada con un círculo rojo.

El aire era azul y acre, a causa de los cigarrillos que Roberts fumaba uno tras otro, y en un rincón silbaba el vapor de una cafetera eléctrica. Carson estaba preparando otra taza de café.

—Estoy hecho polvo —confesó Roberts, mientras aplastaba un cigarrillo a medio fumar y encendía otro—. Nos tomaremos un respiro, buscaremos un lugar tranquilo y trataremos de echar cabezadas. Volveremos a empezar dentro de una hora. —Se levantó, se estiró y dijo a Carson—: No prepares café para mí, Mike. Con un vicio es suficiente, gracias.

Trevor Jordan apartó su silla de la mesa, se acercó a la pequeña ventana de la habitación y la abrió de par en par. Se sentó en un sillón junto a ella y asomó la cabeza a la noche.

Layard bostezó, enrolló el mapa y lo guardó en un estante que había detrás de él. Al hacerlo, descubrió el gran mapa de Inglaterra, a escala de 1:625.000, en el que antes habían estado trabajando. A seis kilómetros por centímetro, cubría toda la mesa. Lo miró, se fijó en la mancha gris de Birmingham y dejó que su mente tocase aquella ciudad dormida, y…

—¡Guy!

El murmullo de Layard detuvo a Roberts a medio camino de la puerta. Éste miró hacia atrás.

—¿Eh?

Layard se puso rígido, se levantó y se inclinó sobre el mapa. Buscó frenéticamente con los ojos y se lamió los labios de pronto secos.

—Guy —repitió—, creíamos que pasaría la noche allí, ¡pero no lo hace! ¡Se ha puesto de nuevo en movimiento y me parece que hace una hora y media que emprendió la marcha!

—¿Qué diablos…? —La mente cansada de Roberts había captado a duras penas lo que le decía el otro. Volvió hacia la mesa, y Jordan lo imitó—. ¿De qué estás hablando? ¿De Bodescu?

—Sí —dijo Layar—, de ese maldito monstruo, ¡de Bodescu! ¡Se ha marchado de Birmingham!

Pálido como la muerte, Roberts se dejó caer de nuevo en su silla. Puso su mano carnosa sobre Birmingham, en el mapa, cerró los ojos y concentró la mente. Pero fue inútil: no había nada; ninguna niebla mental, ni la menor sugerencia de que el vampiro pudiese estar allí.

—¡Oh,
Jesús
! —susurró Roberts, con los dientes apretados.

Jordan miró a Carson, que estaba en el otro lado de la habitación poniendo azúcar en tres tazas de café.

—Prepara otra, Mike —dijo—. A fin de cuentas, será mejor que sean cuatro…

Al principio, Harvey Newton había pensado ir por la A1 hacia el norte, pero en definitiva había elegido la autopista. Lo que perdiese en distancia lo recuperaría en velocidad, y en comodidad; aquí había tres carriles, y la M1 no podía ser más recta.

Se detuvo en Leicester Forest East para tomar un café, pero respondió a las exigencias de la naturaleza y compró una lata de Coca-Cola y un bocadillo. Salió al aire fresco y húmedo de la noche, se levantó el cuello de la chaqueta y volvió a su coche a través del aparcamiento casi desierto. Había dejado la puerta abierta, pero se había llevado las llaves. No había tardado más de diez minutos. Ahora llenaría el depósito de gasolina y reemprendería su camino.

Pero, al acercarse a su coche, aflojó el paso y se detuvo. El eco de sus pisadas pareció extinguirse un momento demasiado tarde. Algo se agitó en el fondo de la mente de Newton. Se volvió y contempló las luces amigas del restaurante nocturno. Por alguna razón, que podía ser buena, contuvo el aliento. Describió un lento círculo para observar todo el aparcamiento y los bultos, como caracoles, de los coches aparcados. Un vehículo pesado salió de la autopista y lo iluminó con el resplandor de sus ojos de mil vatios. Quedó deslumbrado y, al alejarse el camión, la noche fue mucho más oscura.

Entonces recordó aquella cosa erguida, parecida a un perro, que creía haber visto…, no, que
había
visto, en la casa Harkley, y esto hizo que pensara de nuevo en su misión. Alejó sus temores, subió a su coche y puso el motor en marcha.

Algo atenazó el cerebro de Newton como una grapa, una mente perversa y poderosa ¡y que incluso
aumentaba
su poder! Sabía que leía en él como en un libro abierto, enterándose de su identidad, adivinando su propósito.

—¡Buenas noches! —dijo una voz como de alquitrán hirviente, al oído de Newton.

Este lanzó un grito de sorpresa y de horror al mismo tiempo, un grito inarticulado, y se volvió para mirar atrás.

Unos ojos feroces le dirigieron una mirada más penetrante, mucho peor que los faros del camión. Debajo de ellos, dos hileras de puñales blancos resplandecían en la oscuridad.

—¿Qué…? —empezó a decir Newton.

Pero no tenía necesidad de preguntar.
Sabía
que su venganza contra el monstruo no llegaría a realizarse.

Yulian Bodescu levantó la ballesta de Newton, la apuntó directamente a la boca abierta… y apretó el gatillo.

Félix Krakovitch había proyectado pasar la noche en Chernovtsi; pero, dadas las circunstancias, había ordenado a Sergei Gulhárov que fuese directamente a Kolomiia. Como Iván Gerenko sabía que el grupo de Krakovitch iba a detenerse en Chernovtsi, habían creído que lo más prudente era no hacerlo. Así, Theo Dolgikh, que había llegado a Chernovtsi a eso de las cinco de la mañana, había perdido dos horas para acabar por descubrir que los hombres a quienes buscaba no estaban allí. Después de otra dilación, para ponerse al habla con el
château
Bronnitsy, Gerenko le había aconsejado que fuese a Kolomiia y probase de nuevo.

Dolgikh había ido en avión desde Moscú hasta un aeropuerto militar de Skala-Podoscaia, donde le habían entregado un Fiat de la KGB. Ahora, en ese coche un poco destartalado pero que no llamaba la atención, se dirigió a Kolomiia, donde llegó momentos antes de las ocho. Su discreta investigación en los hoteles fue afortunada y desafortunada al mismo tiempo. Krakovitch y sus acompañantes se habían alojado en el Hotel Carpatii, pero habían reemprendido el viaje a las siete y media. Había llegado con media hora de retraso. El propietario del hotel sólo pudo decirle que, antes de marcharse, le habían preguntado la dirección de la biblioteca y museo de la ciudad.

Dolgikh obtuvo la misma dirección y los siguió. En el museo, encontró al conservador, un ruso menudo y bullicioso, con gafas de gruesos cristales, que en ese momento abría el local. Lo siguió al interior del viejo edificio rematado en una cúpula y donde sus pisadas resonaban en el aire que olía a cerrado. Dijo Dolgikh:

—¿Puedo preguntarle si han venido tres hombres a verlo, esta mañana? Tenía que encontrarme con ellos aquí, pero me he retrasado.

—Tuvieron suerte de que yo empezase a trabajar tan temprano —respondió el otro—. Y todavía más de que los dejase entrar. Como puede ver, el museo no se abre hasta las ocho y media; pero, como por lo visto tenían mucha prisa…

Sonrió y se encogió de hombros.

—Así pues, no los he alcanzado por… ¿cuánto tiempo? —dijo Dolgikh, adoptando una expresión de contrariedad.

El conservador encogió de nuevo los hombros.

—Oh, tal vez unos diez minutos. Pero al menos puedo decirle adonde han ido.

—Se lo agradecería mucho, camarada —le dijo Dolgikh, siguiéndolo a sus habitaciones privadas.

—¿Camarada? —El conservador lo miró fijo, y sus ojos parecieron abultarse detrás de los gruesos cristales de las gafas.

—Este término se emplea poco aquí…, en la frontera, por así decirlo. ¿Puedo preguntarle quién es usted?

Dolgikh le mostró su carnet de la KGB y dijo:

—Ahora el asunto es oficial. Y como no tengo tiempo que perder, dígame qué estaban buscando y adonde han ido…

El conservador dejó de sonreír; ya no parecía contento.

—¿Va a detener a esos hombres?

—No; sólo están bajo observación.

—Lástima. Parecían bastante simpáticos.

—Estos días hay que extremar las precauciones —dijo Dolgikh—. ¿Qué querían?

—Una dirección. Buscaban un lugar al pie de las montañas llamado Moupho Alde Ferenc Yabórov.

—¡Vaya un nombre! —contestó Dolgikh—. ¿Y les dijo usted dónde está?

—No —dijo el otro—. Sólo dónde había estado, y ni siquiera estoy seguro. Mire. —Mostró a Dolgikh una serie de mapas antiguos extendidos sobre una mesa-No son muy exactos, desde luego—. El más antiguo es de hace unos cuatrocientos cincuenta años. Éstos son copias, como puede verse fácilmente; no los originales. Pero si mira aquí —y puso el dedo sobre uno de los mapas—, verá Kolomiia. Y aquí…

—¿Ferengi?

El conservador asintió.

—Uno de los tres, que creo que es inglés, parecía saber exactamente dónde tenía que buscar. Cuando vio el nombre antiguo de «Ferengi» en el mapa, pareció muy excitado. Y poco después, se marcharon los tres.

Dolgikh estudió con cuidado el viejo mapa.

—Está al oeste de aquí —murmuró— y un poco hacia el norte. ¿Cuál es la escala?

—Aproximadamente un centímetro por cinco kilómetros. Pero, como ya le he dicho, puede que el mapa no sea muy exacto.

—Entonces, serán algo menos de setenta kilómetros. —Dolgikh frunció el entrecejo—. Al pie de las montañas. ¿Tiene usted un mapa moderno?

—Oh, sí —suspiró el conservador—. Si quiere acompañarme…

A veinticinco kilómetros de Kolomiia, una nueva carretera, todavía en construcción, se dirigía hacia el norte, hacia Ivano-Frankovsk, y su superficie asfaltada hacía que el viaje fuese más suave. En verdad, para Krakovitch, Quint y Gulhárov era un respiro después de la accidentada ruta desde Bucarest y a través de Rumania y de Moldavia. Hacia el oeste se elevaban los Cárpatos, oscuros, boscosos y umbríos incluso bajo la luz del sol de la mañana, mientras que hacia el este, la llanura se extendía delicadamente hacia el gris horizonte lejano y brumoso.

Después de treinta kilómetros por esta carretera, en dirección a Ivano-Frankovsk, llegaron a una bifurcación a la izquierda, que subía directamente hacia los umbríos montes. Quint pidió a Gulhárov que redujese la marcha y trazó una línea sobre un tosco mapa que había copiado en el museo.

—Este podría ser nuestro mejor camino —dijo.

—Esta carretera tiene una barrera —observó Krakovitch— y hay un rótulo que prohibe la entrada. No se utiliza; será como un callejón sin salida.

—Y sin embargo, tengo la impresión de que debemos ir por ella —insistió Quint.

Krakovitch lo sentía también: algo en su interior le decía que no era el camino que habían de seguir, lo cual significaba probablemente que Quint tenía razón.

—Allí hay un grave peligro —dijo.

—Que es más o menos lo que esperábamos —dijo Quint—. Para esto hemos venido, ¿no?

—Está bien.

Krakovitch frunció los labios y asintió con la cabeza. Dijo algo a Gulhárov, pero éste estaba ya reduciendo la marcha. Más arriba, los dos carriles se estrechaban en uno solo, donde una brigada de construcción trabajaba para ensanchar la carretera. Una apisonadora alisaba el asfalto humeante detrás del vehículo que lo vertía. Gulhárov dio media vuelta al coche y lo detuvo al ordenarlo Krakovitch.

Este se apeó y fue en busca del capataz para hablar con él. Quint le gritó:

—¿Qué va a hacer?

—¿Eh? Quiero ver si esa gente sabe algo acerca de este sector. Y también si puedo contar con su ayuda. Recuerde que, cuando encontremos lo que buscamos, ¡tendremos que destruirlo!

Quint se quedó en el coche, observando cómo se dirigía Krakovitch a los trabajadores y hablaba con ellos. Le señalaron una caseta en la carretera desierta. Krakovitch siguió su indicación. Diez minutos más tarde, volvió acompañado de un gigante barbudo y que vestía un mono descolorido.

—Este es Mijaíl Volkonsky —dijo, a modo de presentación. Quint y Gulhárov saludaron con la cabeza—. Por lo visto, tenía usted razón, Carl —siguió diciendo Krakovitch—. El dice que allá arriba, en la montaña, está el pueblo de los gitanos.


¡Da, da!
—gruñó Volkonsky, asintiendo con la cabeza. Señaló hacia el oeste. Quint se apeó del coche y Gulhárov hizo lo mismo. Miraron hacia donde señalaba el capataz—.
¡Szgany!
—insistió Volkonsky—. ¡
Szgany
Ferengi!

Más allá de las colinas, el humo azul de una fogata se elevaba casi verticalmente de entre la niebla de la mañana hacia el aire tranquilo.

—Su campamento —dijo Krakovitch.

—Ellos… todavía vienen —dijo Quint, con incredulidad—.
¡Todavía
vienen!

—A rendir homenaje —dijo Krakovitch.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Quint, después de un momento de silencio.

—Ahora Mijaíl Volkonsky nos mostrará el lugar —dijo Krakovitch—. Aquella carretera cortada, por delante de la que pasamos, llega hasta unos ochocientos metros del emplazamiento del castillo. Volkonsky ha visto el lugar.

Los tres investigadores subieron de nuevo al coche, acompañados ahora del corpulento capataz, y Gulhárov empezó a conducir el automóvil por donde habían venido.

—Pero ¿adonde conduce la carretera? —preguntó Quint.

—¡A ninguna parte! —respondió Krakovitch—. Tenía que cruzar las montañas hasta la cabeza de línea ferroviaria de Just. Pero hace un año se declaró que era impracticable a causa del esquisto, las piedras que se desprendían y la roca en malas condiciones. Forzar el paso sería toda una hazaña de ingeniería, para unos beneficios en realidad pequeños. Como alternativa, y para salvar el prestigio, se construirá la carretera hasta Ivano-Frankovsk; mejor dicho, se ensanchará y mejorará la ya existente. Todo a este lado de las montañas. Existe ya una vía férrea, muy sinuosa, desde Ivano-Frankovsk y a través de las montañas. En cuanto a los veinticinco kilómetros de nueva carretera ya construida —añadió, encogiéndose de hombros— se edificará junto a ella un pueblo y plantas industriales. No se habrá perdido todo. Se pierden muy pocas cosas en la Unión Soviética.

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