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Authors: Brian Lumley

Vampiros (51 page)

Algo estaba encuadrado en el marco de la polvorienta entrada. Era Gower, y era más que Gower. Pendió un momento suspendido en el umbral vacío, balanceándose a izquierda y derecha. Entonces apareció de lleno, y los que observaban vieron el grueso y leproso vástago que lo impulsaba. Aquella cosa —sin duda «el Otro»— había penetrado en su espalda como una sólida vara, pero su macizo seudópodo de carne de vampiro se había ramificado dentro de Gower, siguiendo sus canales y conductos hasta las diversas salidas. Tentáculos retorcidos brotaron de la boca abierta y de las fosas nasales, de las cuencas de los ojos desencajados y de los oídos reventados. Y cuando Roberts y Newton subieron, aterrorizados, los últimos peldaños junto a la rampa, todo el torso de Gower se abrió de pronto revelando un nido copioso de escurridizos gusanos carmesí.

—Jesús! —exclamó entonces Guy Roberts con un ronco aullido de horror y de rabia—.
¡Je… sus!

Apuntó el lanzallamas contra la rampa.

—Adiós, Simon. ¡Descansa en paz!

El fuego líquido rugió con furia, se vertió sobre la rampa como un alud y envolvió en una bola de fuego al hombre suspendido y aquella cosa bestial que lo sostenía en pie. El gran seudópodo se encogió al instante, llevándose a Gower como un muñeco de trapo, y Roberts apuntó directamente el arma contra el pie de la escalera. Acabó de abrir la válvula y un resplandeciente chorro de calor inundó el sótano, extendiéndose hasta todos los huecos y rincones de aquel laberinto. Roberts contó hasta cinco. Entonces se produjo la primera explosión.

La entrada se derrumbó en un montón de cascotes. La onda expansiva de calor arrojó polvo y piedras rampa arriba, haciendo caer a Roberts y a Newton. Aquél soltó automáticamente el gatillo. Su arma echaba humo, pero calló en sus manos. Y
¡pam!, ¡pam!, ¡pam!
, sonaron con regularidad las detonaciones bajo tierra, sacudiendo cada una el suelo con la fuerza de un martinete.

Luego, al reaccionar las cargas al calor y añadir fuego al invisible infierno, las explosiones subterráneas se aceleraron, en ocasiones dos a la vez. Newton se levantó y ayudó a Roberts a ponerse en pie. Tambaleándose, se alejaron de la casa y ocuparon posiciones con Layard y Jordan, uno en cada una de las cuatro esquinas, pero a buena distancia del edificio. El viejo granero, todavía en llamas, empezó a vibrar como si estuviese vivo y sufriendo las angustias de la muerte. Por fin se derrumbó en pedazos sobre el suelo agitado de pronto. Por un instante, azotó el aire un tentáculo surgido de los temblorosos cimientos hasta una altura de unos seis o siete metros; después se encogió y fue absorbido de nuevo por aquel tremedal de tierra y de fuego.

Ken Layard era el que se hallaba más cerca de aquel sector. Se apartó corriendo de la casa y se distanció también del granero; pero entonces se detuvo y contempló boquiabierto y con ojos desorbitados las ventanas del piso alto del edificio principal. Después hizo señas a Roberts de que se reuniese con él.

—¡Mira! —gritó, para hacerse oír sobre el estruendo subterráneo y los silbidos y chasquidos del fuego.

Los dos miraron hacia la casa.

Encuadrada en la ventana del segundo piso, se veía la figura de una mujer de edad avanzada que levantaba los brazos, en actitud casi de súplica.

—La madre de Bodescu —dijo Roberts—. Sólo puede ser ella: Georgina Bodescu.

Una esquina de la casa se derrumbó, hundiéndose en ruinas en la tierra. De aquel sitio brotó un surtidor de fuego hasta la altura del tejado, lanzando al aire ladrillos rotos. Hubo más explosiones y toda la casa retembló. Se balanceaba visiblemente sobre sus cimientos; se abrían grietas en los muros y oscilaban las chimeneas. Los cuatro observadores retrocedieron todavía más. Layard arrastraba a Ben Trask. Entonces advirtió aquél que el camión que habían dejado en el paseo de la entrada saltaba sobre sus propios amortiguadores.

Fue a buscarlo; pero Guy Roberts se quedó donde estaba, cuidando de Trask y sin dejar de observar la figura de aquella mujer en la ventana.

No había cambiado de posición. Se balanceaba de vez en cuando, al oscilar la casa, pero siempre recobraba su postura, con los brazos levantados y la cabeza echada atrás, como si le estuviese hablando a Dios. Diciéndole, ¿qué? Pidiéndole, ¿qué? ¿Perdón para su hijo? ¿Una liberación piadosa para ella misma?

Newton y Jordan abandonaron sus posiciones en la parte de atrás de la casa y vinieron a la de delante. Estaba claro que nada podía escapar ahora de aquel infierno. Ayudaron a Layard a subir a Trask al camión, y mientras ellos se preparaban para marcharse, Roberts siguió observando el incendio de la casa, y así fue testigo de él hasta el final.

La termita había cumplido su misión y la propia tierra estaba ardiendo. La casa no tenía ya cimientos en los que apoyarse. Se hundía, inclinándose primero a un lado y después al otro. Los viejos ladrillos crujieron al partirse las vigas; las chimeneas se cayeron y las ventanas se hicieron añicos en sus torcidos marcos. Y al derrumbarse la casa entre las altas llamas sobre la tierra blanda, sus materiales añadieron combustible al incendio.

El fuego lamía las paredes por dentro y por fuera; grandes llamaradas rojas y amarillas brotaban de las ventanas rotas o surgían del tejado a punto de hundirse. Por un solo instante más, Georgina Bodescu se perfiló sobre un fondo carmesí de calor abrasador, y entonces, Harkley entregó su espíritu. Se hundió gimiendo en un hoyo de tierra que borboteaba, muy parecido al cráter de un pequeño volcán. Durante un momento más, fueron visibles la arista y partes del tejado, pero también éste fue consumido por el fuego vengador y envuelto en humo.

Durante todo el rato, el hedor fue terrible. A juzgar por él, se hubiera dicho que habían muerto cincuenta hombres quemados en aquella casa; pero cuando Roberts subió al asiento del acompañante y Layard llevó el vehículo hacia la verja, los cinco supervivientes, incluido Trask, que casi había recobrado del todo el conocimiento, sabían que aquella peste no era producida por nada humano. En parte era de la termita y en parte de la tierra y la madera y los ladrillos viejos, pero sobre todo de aquel destrozado monstruo gigantesco del sótano, de aquel «Otro» que se había apoderado del pobre Gower.

La niebla se había despejado ahora casi por entero y empezaban a detenerse coches en la orilla de la carretera, atraídos sus conductores por las llamas y el humo que se elevaban en el aire desde el sitio donde había estado Harkley. Al salir el camión a la carretera, un conductor de rostro colorado se asomó a su ventanilla y gritó:

—¿Qué ha pasado? Eso es la casa Harkley, ¿no?

—Era —le gritó Roberts a su vez, acompañando sus palabras con lo que esperaba que pareciese un encogimiento de hombros de impotencia—. Lo siento, pero ha dejado de existir. Quemada hasta los cimientos.

—¡Cielo santo! —El hombre coloradote estaba horrorizado—. ¿Han avisado a los bomberos?

—Lo haremos ahora —respondió Roberts—. Pero de poco va a servir. Hemos ido a echar un vistazo y, por desgracia, nada ha quedado en pie.

Arrancaron de nuevo.

A un kilómetro y medio en dirección a Paignton, oyeron la sirena de un coche de bomberos. Layard se apartó a un lado para cederle el paso. Sonrió cansadamente, sin humor.

—Demasiado tarde, amigos —comentó en voz baja—. Demasiado tarde…, ¡gracias a Dios!

Dejaron a Trask en el hospital de Torquay (dijeron que había sufrido un accidente en el jardín de un amigo) y, en cuanto lo hubieron acomodado, volvieron a su sede en el hotel de Paignton, para informar.

Roberts enumeró sus éxitos.

—En todo caso, acabamos con las tres mujeres. En cuanto al propio Bodescu, tengo mis dudas. Unas dudas serias que, cuando terminemos aquí, comunicaré a Londres y también a Darcy Clarke y a nuestra gente de Hartlepool. Desde luego, serán simples medidas de precaución, pues, si hemos perdido a Bodescu, no podemos saber qué hará ni adonde irá. En todo caso, Alec Kyle volverá a asumir el control dentro de poco; a propósito, es raro que no haya comparecido aún. Y no es que tenga muchas ganas de verlo: se pondrá furioso cuando se entere de que Bodescu quizás escapó de aquella casa.

—Bodescu y el otro perro —dijo Harvey Newton, como recordando algo, y se encogió de hombros—. Bueno, supongo que no debía de ser más que un perro vagabundo que se metió en la finca… de alguna manera…

Se interrumpió y miró las caras de los otros. Todos lo estaban observando, asombrados, casi con incredulidad. Era la primera vez que hablaba de esto.

Roberts no pudo contenerse y agarró a Newton de la chaqueta.

—¡Cuéntalo ya! —gruñó, apretando los dientes—. ¿Qué fue
exactamente
, Harvey?

Newton, aturdido, lo explicó y concluyó:

—Así, mientras Gower estaba quemando aquel… aquella maldita cosa que
no era
un perro…, al menos no del todo…, el otro perro pasó entre la niebla. Pero no podría jurar que lo viese de veras. Quiero decir que estaban ocurriendo tantas cosas que… Tal vez fue solamente la niebla, o mi imaginación o… ¡cualquier cosa! Pensé que corría a paso largo, pero como erguido, en una inclinación inverosímil. Y su cabeza tenía otra forma. Tuvo que ser mi imaginación, un serpenteo de la niebla, algo así. Cosa de la imaginación, sí…, sobre todo con Gower plantado allí, ¡quemando a aquel maldito perro! Jesús, creo que soñaré con perros durante el resto de mi vida!

Roberts lo soltó violentamente, casi lo arrojó al otro lado de la habitación. El gordo no era sólo gordo; era pesado, y también muy vigoroso. Miró con irritación a Newton.

—¡Idiota! —gruñó.

Encendió un cigarrillo, a pesar de que ya tenía otro encendido.

—En todo caso, ¡nada podía hacer! —protestó Newton—. Había disparado mi ballesta; todavía no había vuelto a cargarla…

—¿Disparado tu maldita ballesta? —gritó Roberts. Pero se calmó enseguida—. Quisiera poder decir que tú no tuviste la culpa —dijo entonces—. Y tal vez no la tuviste. Tal vez fue demasiado listo él para nosotros.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora? —dijo Layard, compadeciéndose un poco de Newton y tratando de desviar de él la atención de los demás.

Roberts miró a Layard.

—¿Ahora? Bueno, cuando me haya calmado un poco, tú y yo trataremos de encontrar a ese bastardo, ¡sólo eso!

—¿Encontrarlo? —Newton se lamió los secos labios—. ¿Cómo?

Estaba confuso; no razonaba con claridad.

Roberts se golpeó el lado de la cabeza con un nudillo blanco y gordo.

—¡Con esto! —gritó—. Es lo que yo hago. Soy un «localizador», ¿te acuerdas? ¿Y cuál es tu maldito talento? Aparte de enredarlo todo, quiero decir…

Newton encontró un sillón y se dejó caer en él.

—Yo… yo lo vi y, sin embargo, me convencí de que no lo había visto. ¿Qué diablos
me pasa?
Fuimos allí para atraparlo, para atrapar
cualquier cosa
que saliese de aquella casa…, ¿por qué no reaccioné más positi…?

Jordan respiró hondo y chascó los dedos. Asintió vivamente con la cabeza y dijo:

—¡Claro!

Todos lo miraron.


¡Claro!
—repitió, escupiendo las palabras—. Él también tiene facultades, ¿no? ¡Demasiadas, a fe mía! Te engañó, Harvey. Quiero decir, por telepatía. ¡Caray, también me engañó a mí! Nos convenció de que no estaba allí, de que no podíamos verlo. Y realmente, yo no lo vi; en absoluto. Yo también estaba allí, ¿te acuerdas?, cuando Simon estaba quemando aquella cosa. Pero no vi nada. Por consiguiente, no te apures demasiado por eso, Harvey… Tú
viste
al menos a aquel bastardo.

—Tienes razón —convino Roberts, al cabo de un momento—. Debes de tenerla. Ahora podemos estar seguros: Bodescu anda suelto, está furioso y, Dios mío, ¡es peligroso! Sí, y más poderoso, mucho más poderoso de lo que creyó nadie jamás…

Miércoles, doce y media de la noche, hora de Europa central; puesto fronterizo cerca de Siret, en Moldavia.

Krakovitch y Gulhárov se habían alternado en la conducción del coche, aunque a Carl Quint le habría encantado conducir un poco, si se lo hubiesen permitido. Al menos, eso habría mitigado su aburrimiento. Quint no había encontrado particularmente atractivo el paisaje rumano a lo largo del trayecto: estaciones de ferrocarril tristes y desoladas como espantapájaros, sucios pueblos industriales, ríos contaminados y cosas por el estilo. Pero incluso sin su colaboración, y a pesar del mal estado de las carreteras, los rusos habían hecho un buen tiempo. Al menos hasta llegar allí; pero «allí» era el centro de ninguna parte y, por alguna razón todavía no explicada, los tenían retenidos «allí» desde hacía cuatro horas.

Después de salir de Bucarest, habían pasado por Buzau, Focsani y Bacau, a lo largo de la orilla del Siretul, y habían entrado en Moldavia. En Roman habían cruzado el río para continuar hacia Botosani, donde se habían detenido para comer, y seguido hasta y a través de Siret. Ahora, en el extremo norte de la ciudad, un puesto fronterizo les cerraba el paso, con Chernovtsi y el Prut a unos treinta kilómetros o poco más hacia el norte. Krakovitch tenía proyectado cruzar Chernovtsi e ir a Kolomiia, al pie de los viejos Cárpatos, para pasar la noche; pero…

—¡Pero! —rugió ahora, bajo la luz de la lámpara de parafina del puesto fronterizo—. ¡Pero, pero,
pero
!

Descargó un puñetazo sobre el mostrador que mantenía al personal un poco separado de los viajeros; hablaba, o gritaba, en un ruso tan explosivo que Quint y Gulhárov se estremecían y apretaban los dientes dentro del coche donde se hallaban sentados, delante del edificio de madera estilo chalet. El puesto fronterizo se alzaba en el centro, entre los carriles de entrada y salida, con barreras que se extendían a ambos lados. Había guardias de uniforme en sendas garitas: un rumano, para el tráfico que entraba, y un ruso, para el que salía. El oficial que ostentaba el mando era, desde luego, ruso. Y ahora estaba aguantando la presión de Félix Krakovitch.

—¡Cuatro horas! —rugió éste—. Cuatro malditas horas sentados aquí, en el fin del mundo, ¡a la espera de que usted se decida! Le he dicho quién soy y se lo he demostrado. ¿Están en orden mis documentos?

—Desde luego, camarada, pero…

—¡No, no, no! —gritó Krakovitch—. No más peros; diga tan sólo sí o no. ¿Y están también en orden los documentos del camarada Gulhárov?

El aduanero ruso se movió incómodo a un lado y otro y encogió de nuevo los hombros.

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